Título original: Hush, hush
Traducción: Pablo M. Migliozzi
1.ª edición: junio, 2013
© 2009 by Becca Fitzpatrick
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Depósito Legal: B. 18.629-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-534-5
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Para Heather, Christian y Michael. Nuestra infancia no era nada sin imaginación. Y a Justin. Gracias por no elegir la clase de cocina japonesa. Te quiero.
Dios no perdonó a los ángeles cuando pecaron, sino que los arrojó al infierno y los dejó en las tinieblas, encadenados a la espera del juicio.
2 Pedro 2:4

Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Prólogo
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
AGRADECIMIENTOS
Prólogo

Valle del Loira, Francia, noviembre de 1565
Chauncey estaba con la hija de un granjero en la orilla del río Loira cuando se desató la tormenta. Había dejado su caballo vagando por el prado, así que sólo le quedaban sus dos piernas para regresar al castillo. Arrancó una hebilla plateada de calzado, la depositó en la palma de la mano de la chica y vio cómo ella se alejaba corriendo, el barro salpicándole las faldas. Después se puso las botas y echó a andar rumbo a casa.
Mientras oscurecía, la lluvia caía como una cortina de agua sobre la campiña que rodeaba el castillo de Langeais. Chauncey caminaba tranquilamente sobre las tumbas hundidas y el humus del cementerio; incluso en medio de la niebla más espesa podía encontrar el camino a casa sin miedo de perderse. Esa noche no había niebla, pero la oscuridad y la lluvia torrencial engañaban bastante.
Percibió un movimiento a un lado y giró rápidamente la cabeza hacia la izquierda. Lo que a primera vista parecía un ángel que coronaba un monumento cercano se irguió en toda su altura. El muchacho tenía brazos y piernas, y no era de mármol ni de piedra. Llevaba el torso desnudo, holgados pantalones de campesino y los pies descalzos. Saltó del monumento; su cabello negro chorreaba agua. Las gotas se deslizaban por su rostro, oscuro como el de un español.
La mano de Chauncey fue a la empuñadura de su espada.
—¿Quién va?
La boca del muchacho insinuó una sonrisa.
—No juguéis con el duque de Langeais —le advirtió Chauncey—. Os he preguntado quién sois. Responded.
—¿Duque? —El chico se apoyó en un sauce retorcido—. ¿O bastardo?
Chauncey desenvainó la espada.
—¡Retiradlo! Mi padre era el duque de Langeais. Ahora el duque soy yo —añadió torpemente, y se maldijo por eso.
El chico meneó la cabeza con pereza.
—Vuestro padre no era el antiguo duque.
Chauncey se enfureció ante la nueva ofensa.
—¿Y vuestro padre? —preguntó extendiendo la espada. Todavía no conocía a todos sus vasallos, pero los estaba conociendo. El nombre de la familia de ese muchacho no se le olvidaría—. Os lo preguntaré una vez más —dijo en voz baja, secándose la cara con la mano—. ¿Quién sois?
El muchacho se acercó y apartó la hoja de la espada. De repente parecía mayor de lo que Chauncey había supuesto, quizás hasta tenía uno o dos años más que él.
—Soy un hijo del Diablo —respondió.
Chauncey notó un nudo en el estómago.
—Estáis como un cencerro —masculló—. Largaos.
Bajo los pies de Chauncey, de pronto el suelo se inclinó. Erupciones doradas y rojizas estallaron en sus retinas. Soltó la espada. Tuvo que encorvarse y las manos se le pegaron a los muslos. Levantó la vista hacia el muchacho, entre parpadeos y gemidos, tratando de comprender qué estaba ocurriendo. La cabeza le daba vueltas, como si hubiese perdido el dominio de su mente.
El chico se agachó a la altura de sus ojos.
—Escuchadme bien. Necesito algo de vos y no me iré hasta que lo tenga. ¿Habéis entendido?
Con los dientes apretados, Chauncey sacudió la cabeza para expresar su resistencia. Intentó escupir al muchacho, pero la lengua se negó a obedecer y la saliva cayó por su barbilla.
El chico apoyó las manos en las de Chauncey y el calor quemó a éste, que soltó un alarido.
—Necesito un juramento de lealtad feudal —dijo entonces el chico—. Inclinaos sobre una rodilla y jurad.
Chauncey ordenó a su garganta una risa áspera, pero la garganta se cerró y ahogó el sonido. Su rodilla derecha se flexionó, como si alguien le hubiese pateado la corva, pese a que detrás no había nadie, y él cayó de bruces en el barro. Se retorció de costado y vomitó.
—Juradlo —insistió el muchacho.
Chauncey tenía el cuello enrojecido de calor; requirió de todas sus fuerzas para cerrar sus manos en dos puños débiles. Se rio de sí mismo, incrédulo. No sabía cómo, pero aquel bribón le estaba provocando náuseas y debilidad. Y no levantaría el castigo hasta obtener su juramento. Diría lo que tenía que decir, pero jurándose a sí mismo que acabaría con el autor de semejante humillación.
—Señor, me declaro vuestro hombre.
El muchacho asintió y puso a Chauncey de pie.
—Venid a verme aquí para el comienzo del Jeshván —dijo—. Necesitaré de vuestros servicios durante las dos semanas entre la luna nueva y la luna llena.
—¿Una… quincena? —Chauncey temblaba bajo el peso de su ira—. ¡Yo soy el duque de Langeais!
—Vos sois un Nefilim —replicó el muchacho con un amago de sonrisa.
Chauncey tenía una réplica profana en la punta de la lengua, pero se la tragó. Sus siguientes palabras fueron pronunciadas con fría malicia:
—¿Qué habéis dicho?
—Pertenecéis a la raza bíblica de los Nefilim. Vuestro verdadero padre era un ángel caído. Vos sois mitad mortal —buscó los ojos de Chauncey— y mitad ángel caído.
El duque oyó la voz de su tutor en algún rincón de su mente, leyéndole pasajes de la Biblia, hablándole de una raza desviada, creada cuando los ángeles expulsados del cielo se emparejaron con mujeres mortales. Una raza temible y poderosa. Un escalofrío que no le desagradó del todo lo recorrió de pies a cabeza.
—¿Quién sois vos?
El muchacho se dio la vuelta y se alejó sin más. Chauncey quiso seguirlo, pero no consiguió que las piernas aguantaran su peso. Arrodillado bajo la lluvia, alcanzó a ver dos gruesas cicatrices sobre la espalda de aquel torso desnudo. Las marcas se juntaban formando una V invertida.
—¿Sois un caído? —gritó—. Os han quitado vuestras alas, ¿verdad?
El chico, el ángel o quienquiera que fuera, no se volvió. Chauncey no necesitaba confirmación alguna.
—¿Qué servicio os prestaré? —gritó—. ¡Exijo saber de qué se trata!
La risa lejana del muchacho resonó en el aire.
CAPÍTULO
1
Coldwater, Maine, en la actualidad
Entré en la clase de Biología y me quedé boquiabierta. Misteriosamente fijada en la pizarra había una muñeca Barbie, con Ken a su lado. Estaban cogidos del brazo y desnudos, salvo por unas hojas artificiales colocadas en puntos precisos. Sobre sus cabezas había una invitación garabateada con una tiza rosa de trazo grueso:
BIENVENIDOS A LA REPRODUCCIÓN HUMANA (SEXO)
Vee Sky, que estaba a mi lado, dijo:
—Por esto están prohibidos los móviles con cámara. Unas fotografías de eso en la revista digital es todo lo que necesito para que la junta directiva quite la clase de Biología. Y entonces dispondríamos de esta hora para hacer algo productivo, como recibir tutorías personalizadas de chicos guapos de los cursos superiores.
—Venga, Vee —respondí—. Juraría que estabas deseando que llegara este tema desde que comenzó el semestre.
Ella pestañeó y sonrió con picardía.
—Esta clase no va a enseñarme nada que no sepa.
—Vee se escribe con V de virgen, ¿verdad?
—No grites tanto. —Me guiñó un ojo justo cuando sonó el timbre.
Fuimos a ocupar nuestros asientos, juntas en un pupitre compartido.
El entrenador McConaughy cogió el silbato que colgaba de su cuello y lo hizo sonar.
—¡Equipo, a vuestros asientos!
McConaughy consideraba que enseñar Biología en el cuarto curso de secundaria era una tarea accesoria respecto de su trabajo como entrenador de un equipo universitario de baloncesto, y nosotros lo sabíamos.
—Puede que no se os haya ocurrido, chicos, que el sexo es mucho más que una visita de quince minutos al asiento trasero de un coche. El sexo es ciencia. ¿Y qué es la ciencia?
—¡Un aburrimiento! —exclamó un alumno desde el fondo del aula.
—La única asignatura que voy a suspender —terció otro.
Los ojos del entrenador se pasearon por la primera fila y se detuvieron en mí.
—¿Nora?
—El estudio de algo —respondí.
Se acercó y apoyó el dedo índice sobre el pupitre, delante de mí.
—¿Qué más?
—El conocimiento alcanzado por medio de la observación y la experimentación. —Sonó bonito, la verdad, como si estuviera haciendo una prueba para el audiolibro.
—Dilo con tus propias palabras.
Me toqué el labio superior con la punta de la lengua, en busca de un sinónimo.
—La ciencia es investigación. —Esta vez sonó como una pregunta.
—La ciencia es investigación —repitió el entrenador juntando las manos—. La ciencia requiere que nos transformemos en detectives.
Dicho así, la ciencia parecía divertida. Pero yo había pasado tiempo suficiente en sus clases como para perder toda esperanza.
—Y un buen trabajo de detective requiere práctica —continuó.
—El sexo también —fue el siguiente comentario desde el fondo. Todos reprimimos la risa, a la vez que el entrenador advertía al listillo apuntándolo con el dedo.
—Eso no será parte de la tarea para esta noche. —Volvió a centrarse en mí—. Nora, te sientas al lado de Vee desde comienzos del semestre. —Asentí, aunque tuve un mal presentimiento sobre adónde quería llegar—. Y las dos trabajáis juntas en la revista digital del instituto. —Asentí nuevamente—. Apuesto a que os conocéis muy bien.
Vee me dio una patadita por debajo de la mesa. Sabía lo que estaba pensando: que él no tenía la menor idea de cuánto nos conocíamos. Y no me refiero sólo a los secretos que recogíamos en nuestros diarios personales. Vee es mi alma gemela. Ella es una rubia platino de ojos verdes, y le sobra algún que otro kilito en las curvas. Yo soy una morena de ojos grises y un pelo rizado voluminoso que se resiste a la mejor de las planchas. Y soy todo piernas, como un taburete de barra. Pero hay un hilo invisible que nos une; las dos creemos que ese vínculo comenzó mucho antes de nuestros nacimientos. Y estamos convencidas de que perdurará por el resto de nuestras vidas.
El entrenador miró al resto de la clase.
—De hecho, apuesto a que todos conocéis bastante bien al compañero que tenéis al lado. Habéis decidido sentaros juntos por alguna razón, ¿no es así? Confianza. Lamentablemente, los mejores detectives evitan la confianza. Es un obstáculo para la investigación. Por eso hoy vamos a modificar la disposición en el aula.
Abrí la boca para protestar, pero Vee se adelantó.
—¿Qué chorrada es ésa? Estamos en abril. Es casi el final del curso. Ahora no puede salirnos con ésas.
McConaughy insinuó una sonrisa.
—Puedo hacerlo hasta el último día de clase. Y si suspendes volverás a estar aquí el próximo semestre, y volveré a salir con ésas una y otra vez.
Vee lo miró ceñuda. Es famosa por su ceño fruncido: su mirada lo expresa todo sin abuchear de forma audible. Aparentemente inmune a su gesto, el entrenador se llevó el silbato a la boca, y nosotros captamos la idea.
—Quiero que todos los que estén sentados en el lado izquierdo del pupitre (éste es el lado izquierdo) se cambien al asiento de delante. Los de la primera fila (sí, Vee, tú también) se irán al fondo.
Vee metió su cuaderno en la mochila y desgarró la cremallera al cerrarla. Yo me mordí el labio y la despedí brevemente con la mano. Luego me di la vuelta para echar un vistazo a la clase. Conocía los nombres de todos mis compañeros… excepto el de uno. El alumno transferido. El entrenador nunca se dirigía a él, y al parecer él lo prefería así. Se sentaba con los hombros caídos en la mesa de atrás, y sus fríos ojos negros miraban fijamente al frente. Siempre igual. A veces me resultaba increíble que simplemente se sentara allí, día tras día, mirando a la nada. Con toda seguridad pensaba en algo, pero mi instinto me decía que probablemente era mejor no saberlo.
Dejó su libro de Biología sobre la mesa y tomó asiento en la antigua silla de Vee. Le sonreí.
—Hola. Soy Nora.
Sus ojos negros me calaron y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba. En aquella pausa mi corazón titubeó, una sensación de lúgubre oscuridad parecía proyectarse como una sombra sobre mí. Desapareció al instante, y su sonrisa no era amistosa. Era una sonrisa que anunciaba problemas. Y una promesa.
Miré a la pizarra. Barbie y Ken me devolvieron la mirada sonriendo de un modo extrañamente alegre.
El entrenador dijo:
—La reproducción humana puede ser un tema difícil…
—¡Buuuh! —abucheó un coro de alumnos.
—Exige un tratamiento maduro. Y como en toda ciencia, la mejor forma de aprender es investigando. Durante lo que queda de clase practicaréis la técnica del detective para averiguar tanto como sea posible acerca de vuestro nuevo compañero de pupitre. Para mañana quiero un trabajo escrito sobre vuestros descubrimientos y, creedme, voy a verificar su autenticidad. Esto es Biología, no Literatura, así que ni se os ocurra inventar. Quiero ver una interacción real y un trabajo de equipo. —Sus palabras implicaban un «o algo más».
Permanecí en total indiferencia. La pelota estaba en el tejado del chico. Sonreí, sorprendida de lo bien que funcionaba. Fruncí la nariz, tratando de imaginar a qué olía. A cigarrillos no, a algo más fuerte y apestoso. Puros.
Localicé el reloj de pared y empecé a dar golpecitos con el lápiz al ritmo del segundero. Hinqué un codo en la mesa y apoyé la barbilla en el puño. Suspiré.
Genial. A este paso iba a suspender.
Continuaba con la vista al frente, pero oía el suave deslizamiento de su boli. Estaba escribiendo, y yo quería saber qué. Diez minutos sentados juntos no lo cualificaban para sacar ninguna conclusión acerca de mí. Con una rápida mirada de soslayo vi que llevaba escritas unas cuantas líneas, y su folio seguía llenándose.
—¿Qué escribes? —le pregunté.
—Y además habla inglés —dijo mientras lo garabateaba en la hoja, con trazos suaves y perezosos.
Me acerqué a él tanto como me atreví, tratando de leer qué más había escrito, pero dobló el folio por la mitad, ocultándolo a la vista.
—¿Qué has escrito? —quise saber.
Alargó la mano para coger mi hoja limpia, deslizándola sobre la mesa hacia él. Hizo una bola con ella, estrujándola. Antes de que yo pudiera protestar, la arrojó a la papelera que había junto a la mesa del entrenador. Canasta.
Me quedé mirando la papelera un momento, paralizada, entre incrédula y furiosa. Luego abrí mi cuaderno por una página en blanco.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, lápiz en ristre.
Levanté la vista justo a tiempo para encontrarme con otra sonrisa oscura. Parecía desafiarme a que le sonsacara.
—¿Tu nombre? —insistí, deseando que mi voz quebrada estuviera sólo en mi imaginación.
—Llámame Patch. Lo digo en serio. Llámame.
Guiñó un ojo al decirlo, y tuve la certeza de que se burlaba de mí.
—¿Qué haces en tu tiempo libre? —interrogué.
—No tengo tiempo libre.
—Supongo que esta tarea lleva nota, así que ¿por qué no me lo pones fácil?
Se reclinó en el respaldo de la silla, entrelazando las manos detrás de la cabeza.
—¿Quieres que te lo ponga fácil?
Era una insinuación, de modo que me esforcé por cambiar de tema.
—En mi tiempo libre —retomó pensativo— hago fotos.
Escribí «fotografía» con letra de imprenta.
—No he acabado —dijo—. Tengo una colección bastante completa de una columnista de la revista digital que cree en la alimentación orgánica, que escribe poesía en secreto y que se estremece de sólo pensar que tiene que escoger entre Stanford, Yale y… ¿cómo se llama esa grande que empieza con H?
Lo miré fijamente un instante, conmocionada ante su acierto. No podía haber acertado de pura suerte. Sabía. Y yo quería saber cómo era que sabía tanto. Ahora mismo.
—Pero al final no irás a ninguna de ésas —añadió.
—Ah, ¿no?
Metió la mano debajo del asiento de mi silla y la arrastró hacia sí. Dudé entre apartarme, demostrándole así que estaba asustada, o no hacer nada y fingir que me aburría. Opté por lo segundo.
—Y aunque consiguieras entrar en las tres universidades —continuó—, las despreciarías por considerarlas un cliché del éxito. Pontificar es la tercera de tus tres grandes debilidades.
—¿Y cuál es la segunda? —dije bastante irritada. ¿Quién era ese tío? ¿Acaso todo formaba parte de una broma pesada?
—No confías en nadie. Rectifico: sólo confías en la gente equivocada.
—¿Y la primera?
—Te empeñas en tenerlo todo controlado.
—¿A qué te refieres?
—Tienes miedo de lo que no puedes controlar.
Se me erizó el vello de la nuca y el aula pareció enfriarse. Podría haberme acercado al escritorio del entrenador y solicitarle un nuevo cambio de ubicación. Pero me resistía a que Patch pensara que podía intimidarme o asustarme. Sentí una necesidad absurda de defenderme y decidí que no iba a retroceder hasta que él lo hiciera.
—¿Duermes desnuda? —me preguntó.
Mi mandíbula amenazó con desencajarse, pero logré evitarlo.
—Claro, a ti te lo voy a contar.
—¿Has ido al psicólogo alguna vez?
—No —mentí. La verdad era que acudía a sesiones de orientación con el psicólogo del instituto, el doctor Hendrickson. Pero no era por voluntad propia y no me apetecía hablar de ello.
—¿Has hecho algo ilegal?
—Pues claro que no. —Superar el límite de velocidad de vez en cuando no contaba. No para él—. ¿Por qué no me haces una pregunta normal? Como… qué música me gusta.
—No voy a preguntarte lo que puedo adivinar.
—¿Sabes qué tipo de música me gusta?
—Barroca. Cuando se trata de ti todo tiene que ver con el orden, el control. Apuesto a que tocas… ¿el chelo? —Lo dijo como si se lo hubiera sacado de la manga.
—Error. —Otra mentira, pero se me pusieron los pelos de punta. ¿Quién era realmente aquel chico? Si sabía que tocaba el chelo, ¿qué otras cosas sabía?
—¿Qué es eso? —Tocó la cara interna de mi muñeca con el boli.
Me aparté bruscamente, por instinto.
—Una marca de nacimiento.
—Parece una cicatriz. ¿Eres una suicida, Nora? —Sus ojos encontraron los míos y pude percibir su risa—. ¿Padres casados o divorciados?
—Vivo con mi madre.
—¿Y tu padre?
—Murió el año pasado.
—¿Cómo murió?
Me estremecí.
—Lo mataron. Ésas son cosas personales, si no te importa.
Hubo un momento de silencio y sus ojos se suavizaron un poco.
—Tiene que ser duro. —Pareció que hablara en serio.
Entonces sonó el timbre y Patch, sin más, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
—Espera —lo llamé. No se volvió—. ¡Un momento! —Salió por la puerta—. ¡Patch! Aún no tengo nada sobre ti.
Se dio la vuelta y regresó hasta mí. Me cogió la mano y garabateó algo antes de que me diera tiempo a retirarla.
Bajé la vista y vi siete números escritos con tinta roja en mi palma, y cerré el puño. Quería decirle que ni en sueños iba a llamarlo esa noche. Quería decirle que había sido culpa suya por haberse tomado todo el tiempo para interrogarme. Quería decirle muchas cosas, y, sin embargo, me quedé cortada, incapaz de cerrar la boca.
Al final dije:
—Esta noche estoy ocupada.
—Yo también —repuso él con una sonrisa, y se marchó.
Me quedé asimilando lo que acababa de pasar. ¿Había consumido todo el tiempo interrogándome a propósito? ¿Para hacer que suspendiera? ¿Acaso pensaba que una sonrisa radiante podía redimirlo? «Sí —me dije—. Eso es lo que piensa.»
—¡No te llamaré! —le grité a sus espaldas—. ¡Nunca!
—¿Has acabado tu columna de mañana? —Era Vee. Apareció a mi lado, haciendo anotaciones en la libreta que llevaba a todas partes—. Estoy pensando que la mía hablará sobre la injusticia de obligarte a cambiar de sitio. Me ha tocado una chica que dice que ha acabado el tratamiento contra los piojos esta mañana.
—Allá va mi nuevo compañero —dije señalando la espalda de Patch en el pasillo. Caminaba de un modo irritantemente seguro, el tipo de andar que combina bien con camisetas estampadas y un sombrero de cowboy. Patch no vestía ni lo uno ni lo otro. Era de la clase de chicos que llevan tejanos oscuros y botas oscuras.
—¿El transferido del último curso? Supongo que la primera vez no estudió mucho. Ni la segunda. —Me lanzó una mirada astuta—. A la tercera va la vencida.
—Me da miedo. Sabe qué música me gusta. Sin tener la menor pista dijo: «Barroco.» —Mi intento de imitar su voz grave fue bastante pobre.
—¿Un golpe de suerte?
—Además sabe... otras cosas.
—¿Como qué?
Suspiré. Sabía más de lo que yo quería admitir.
—Sabe cómo meterse debajo de mi piel —dije finalmente—. Mañana hablaré con el entrenador y le diré que nos vuelva a cambiar.
—Pues hazlo. Podría usarlo de gancho para mi próximo artículo. «El alumnado del cuarto curso se resiste.» Mejor aún: «El cambio de ubicación recibe una bofetada.» Hummm… me gusta.
Al final del día fui yo la única en recibir una bofetada. El entrenador desechó mi alegato para reconsiderar la nueva disposición en el aula. Todo parecía indicar que seguiría pegada a Patch.
De momento.
CAPÍTULO
2
Mi madre y yo vivimos en una granja del siglo xviii en las afueras de Coldwater. Es la única casa sobre la carretera de Hawthorne, y los vecinos más cercanos están a más de un kilómetro de distancia. A veces me pregunto si el constructor original se dio cuenta de que de entre todas las parcelas de tierra disponibles eligió construir la casa en el centro de una inversión atmosférica que parece aspirar toda la niebla de la costa de Maine y trasplantarla al jardín. En aquel momento, la casa estaba velada por una niebla tenebrosa que recordaba a espíritus prófugos y errantes.
Yo pasaba la tarde clavada a un taburete de la cocina en compañía de los deberes de Álgebra y de Dorothea, nuestra ama de llaves. Mi madre trabaja para la casa de subastas Hugo Renaldi, coordinando subastas de antigüedades y propiedades inmuebles a lo largo de toda la costa Este. Aquella semana, ella estaba en el norte del estado de Nueva York. Su trabajo le exigía viajar mucho, y pagaba a Dorothea para que cocinara y limpiara, aunque estoy segura de que la letra pequeña del contrato de Dorothea incluía que me vigilara de cerca.
—¿Cómo va el colegio? —me preguntó con su acento alemán. Estaba de pie junto a la pila, fregando los restos de lasaña adheridos en el fondo de una cazuela.
—Tengo un nuevo compañero de pupitre en la clase de Biología.
—¿Eso es bueno o malo?
—Antes, Vee era mi compañera de pupitre.
—Ya. —A medida que fregaba con más energía, la carne de su brazo se zarandeaba—. O sea, que malo.
Suspiré admitiéndolo.
—Cuéntame algo de ese nuevo compañero. ¿Cómo es físicamente?
—Es alto, moreno e irritante. —Y misteriosamente impenetrable. Los ojos de Patch eran como dos bolas de cristal negras. Lo absorbían todo sin revelar nada. No es que quisiera saber más sobre él. No me gustaba lo que veía a simple vista, así que dudaba de que me gustara lo que acechaba bajo la superficie.
Pero eso no era del todo cierto. Lo que veía me gustaba, y mucho. Unos brazos delgados y musculosos, unos hombros anchos pero relajados, y una sonrisa entre pícara y seductora. Tenía un pacto frágil conmigo misma, en un intento por ignorar aquello que empezaba a volverse irresistible.
A las nueve en punto, Dorothea terminó su jornada y cerró con llave antes de salir. Yo le hice la doble señal con las luces del porche para despedirla; las luces debieron de penetrar la niebla, porque ella respondió con un bocinazo. Me quedé sola.
Hice inventario de cómo me sentía. No tenía hambre. No estaba cansada y ni siquiera me sentía sola, pero estaba un poco inquieta por mi trabajo de Biología. Le había dicho a Patch que no lo llamaría, y seis horas atrás lo decía en serio. Ahora sólo pensaba en que no quería suspender. Biología era para mí la asignatura más difícil. Mi nota oscilaba problemáticamente entre un sobresaliente y un notable. En mi mente ésa era la diferencia entre media beca y una beca completa para el futuro.
Fui a la cocina y cogí el teléfono. Miré lo que quedaba de los siete números tatuados en mi mano. En mi fuero interno deseaba que Patch no respondiera a mi llamada. Si no estaba disponible o se negaba a cooperar con el trabajo, era evidente que podía usarlo en su contra para convencer al entrenador de que anulara el nuevo mapa de ubicación en la clase. Aferrada a esta esperanza, marqué su número.
Patch contestó al tercer tono.
—¿Sí?
Con total naturalidad, dije:
—Llamo para ver si podemos quedar esta noche. Dijiste que estabas ocupado, pero…
—Nora. —Pronunció mi nombre como si fuera el remate de un chiste—. Creía que no llamarías nunca.
Odiaba tener que tragarme mis palabras. Odiaba a Patch por restregármelo por las narices. Odiaba al entrenador y sus trabajos demenciales. Abrí la boca, con la esperanza de decir algo atinado.
—Bien. ¿Podemos quedar o no?
—Resulta que no puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—Estoy en medio de una partida de billar. —Podía percibir la risa en su voz—. Una partida muy importante.
Por el ruido de fondo deduje que decía la verdad sobre la partida de billar. Si era más importante que mi trabajo de clase, eso era discutible.
—¿Dónde estás? —le pregunté.
—En el Salón de Bo. No es la clase de sitio que frecuentas.<