Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
PERSONAJES (por orden alfabético)
PRÓLOGO
Libro I. LOS LOBOS
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Libro II. LOS CORDEROS
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Libro III. LOS LEONES
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DESENLACE
NOTA DEL AUTOR
Para Erika Kutzi,
1922-2012,
quien me enseñó que el pasado sigue vivo
PERSONAJES
(por orden alfabético)
Amalrico I |
rey de Jerusalén |
Balián de Ibelín |
noble del reino de Jerusalén |
Blacwin |
templario normando |
Casandra |
una esclava |
Cuthbert de Durham |
monje benedictino |
Gaumardas |
templario francés |
Gérard de Ridefort |
Gran Maestre de los templarios |
Guido de Lusignan |
regente de Jerusalén |
Edwin |
presbítero de la orden de los cluniacenses |
Lady Escheva |
esposa del conde Raimundo |
Farid el Armenio |
jefe de caravanas |
Hugo de Lacy |
preceptor de Metz |
Hunfredo de Toron |
esposo de Isabela |
Lady Isabela |
hija de Amalrico I |
Kathan |
templario bretón |
Mercadier |
templario francés |
Raimundo III |
conde de Trípoli |
Reinaldo de Châtillon |
conde de Antioquía |
Reinaldo de Sidón |
noble del reino de Jerusalén |
Robert de Morvaie |
alguacil de Berwickshire |
Rowan de Lauder |
monje laico, criado de Cuthbert |
Lady Sibila |
hija de Amalrico I |
Ung-Jan |
señor de los kerait |
Yussuf Salah al-Din |
sultán de Siria y Egipto |
PRÓLOGO
Bretaña
Otoño de 1151
El viento del norte azotaba el mar en violentas ráfagas, lanzaba olas grises contra los arrecifes y finalmente las estrellaba contra las rocas negras, donde se disolvían convirtiéndose en blanca espuma.
Una solitaria figura estaba de pie en el acantilado, como si pretendiera enfrentarse a los enfurecidos elementos, con las manos unidas y la cabeza gacha. El joven llevaba el atuendo y las armas de un caballero; sin embargo, se había quitado el yelmo y el capuchón, y su espada estaba clavada en la tierra. El caballero hacía caso omiso del azote de la lluvia y del viento, que le revolvía los cabellos e hinchaba su manto. Mantenía la vista clavada en el pequeño montículo de piedras erigido en la parte más alta del arrecife y coronado por una cruz de madera en la que aparecían tres nombres tallados, unos nombres que resonaban en su mente amenazando con hacerle perder el juicio.
Clarisse.
Ruvon.
Alicia.
Permaneció allí durante un momento que parecía eterno mientras la lluvia le empapaba los ropajes y enfangaba la tierra bajo sus pies. El caballero permanecía indiferente a todo ello, como si el tiempo y el mundo ya no lo afectaran.
En cierto momento hincó las rodillas y, aferrado a su espada, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados, evocó en silencio una oración. Entonces, cuando el dolor se volvió insoportable, levantó la cabeza y soltó un alarido de tristeza y desesperación, pero las ráfagas de la tormenta se llevaron sus gritos.
Nadie los oyó.
No obtuvieron respuesta.
De pronto el caballero se puso de pie, arrancó la espada de la tierra y la enfundó en la vaina que colgaba de su cinturón. Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, abandonó el túmulo y se volvió a los dos animales que permanecían estacados un poco más allá, al amparo de una tumba megalítica. Uno era un destrier, un enorme caballo de batalla cuya sudadera estaba tan empapada como el propio caballero, mientras que el otro era un rocín, un caballo de carga que transportaba los bienes del caballero..., los pocos que aún le quedaban.
Mientras soltaba las riendas y montaba en su corcel, el caballero no se volvió ni una sola vez, espoleó a su cabalgadura y poco después desapareció tras la cortina de lluvia y niebla gris.
Norte de Francia
Invierno de 1172
Ella corría cuanto podía.
No notaba el frío ni la nieve bajo sus pies desnudos; lo único que sentía era terror.
Un terror de muerte.
El corazón le latía desbocado al tiempo que seguía corriendo cuesta arriba entre los árboles desnudos, sin prestar atención a las ramas que le azotaban el rostro y le dejaban verdugones ensangrentados, ni al viento gélido que soplaba desde el valle. Solo quería seguir adelante y llegar a casa.
Se volvió sin dejar de correr: el lobo ganaba terreno.
Ella vio sus ojos azules fríos como el hielo, los dientes y el morro del que surgía el vapor del aliento de la bestia, y su terror dio paso al pánico.
La niña soltó un grito y procuró correr aún más rápido, pero el lobo iba pisándole los talones. Como si el tiempo se hubiera detenido, distinguió la forma de los músculos bajo la piel negra grisácea de la fiera e incluso le pareció percibir su aliento en la nuca.
La niña de cuerpo frágil y demacrado corrió desesperadamente para salvar la vida..., y de pronto alcanzó el camino que descendía en dirección a la aldea. Quizá, con un poco de suerte...
La pequeña cerró los ojos y siguió corriendo tan rápido como le permitían sus fuerzas por entre la nieve helada, sin prestar atención al rastro de sangre que dejaban sus pies lastimados. La bestia aún debía de estar persiguiéndola... Pero ¿por qué ya no la oía?
Echó un rápido vistazo por encima del hombro... ¡El lobo había desaparecido!
Incapaz de sentir alivio o de sorprenderse siquiera, la niña bajó hasta el final del camino, desde donde ya se divisaban las casas de la aldea... Sin embargo, la imagen que apareció ante ella era tan inesperada y aterradora que se quedó paralizada.
¡La aldea era pasto de las llamas!
Lenguas de fuego de color rojo anaranjado surgían de los techos de paja y se elevaban al cielo gris produciendo un inconfundible olor a quemado que se difundía por el aire gélido. Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas: toda la aldea estaba en llamas, no se había salvado ni una sola de las chozas, pero aún más que el incendio lo que la consternó fueron los cuerpos sin vida, desparramados en torno a las chozas en llamas, cubiertos de la sangre que manaba de las heridas de la garganta. Y allí estaban dos lobos devorando sus carnes, uno fuerte y de ojos oscuros casi negros; el otro flaco, huesudo y de pelaje rojizo.
Como un fuego fatuo, el reflejo de las llamas recorrió el rostro infantil, crispado por el espanto. La niña, incapaz ya de hacer ni un movimiento, permanecía allí como petrificada, con la boca abierta en un grito silencioso... De pronto una sombra oscureció la luz de las llamas.
Aterrorizada, alzó la vista y comprendió que su perseguidor le había dado alcance: justo al final del camino, erguido sobre las rocas, se encontraba el gran lobo gris, contemplando a su víctima con ojos gélidos. Sin embargo, no parecía dispuesto a abalanzarse sobre ella.
Durante un instante que pareció interminable, la niña creyó enloquecer de miedo y horror, pero de pronto le pareció entender las palabras, el profundo gruñido que surgía de las fauces del monstruo.
—Ellos vendrán —dijo la bestia—. Vendrán los lobos.
Justo entonces la niña despertó de su pesadilla.
Berwickshire, Escocia
Primavera de 1173
—¿Por qué, madre, por qué?
Era la enésima vez que el niño formulaba la pregunta, pero tampoco en esta ocasión obtuvo respuesta. Y no porque su madre, una mujer joven de aspecto frágil, rasgos dulces enmarcados por cabellos negros como el carbón, no quisiera contestarle..., sino porque no podía hacerlo. Se conformó con acariciar los largos cabellos negros de su hijo procurando consolarlo y trató de sonreír, aunque no estaba precisamente de ánimo para ello.
—Todo irá bien, Rowan —dijo, procurando contener las lágrimas—. Todo irá bien.
—¡No! —la contradijo el niño en tono decidido, contemplándola con expresión impotente—. ¡No irá bien! ¡No quiero acompañar a ese hombre! ¡Quiero quedarme contigo!
Ella inspiró profundamente y procuró en vano recuperar la calma.
—Rowan —dijo, escogiendo cada palabra con cuidado—, ese hombre es tu padre.
—Pues yo no quiero que sea mi padre —replicó el niño en tono tozudo, frunciendo el ceño.
—No digas eso —lo regañó ella en tono suave pero enérgico—. Sir Robert de Morvaie no solo es tu padre, también es el alguacil del rey y por ello el hombre más poderoso de Berwickshire. Y solo quiere lo mejor para ti.
—¿Lo mejor? —La arruga del entrecejo se hizo aún más profunda—. Si solo quiere lo mejor para mí, ¿por qué he de separarme de ti?
—No nos corresponde cuestionar las decisiones de tu padre, Rowan. Si nos da una orden, debemos obedecerlo.
—Eso tú —gruñó el niño—, ¡yo, no!
—¡Rowan! —exclamó su madre, cuya bondadosa expresión adquirió un matiz de severidad—. Eso no lo digas nunca más, ¿me oyes? ¡Nunca más! Durante todos estos años sir Robert ha cuidado de nosotros. Ahora has de demostrarle que mereces su confianza y afecto.
—¿Qué quieres decir? No comprendo...
Ella volvió a suspirar y los latidos de su corazón se sosegaron, pero no el dolor que le oprimía el pecho y amenazaba con destrozarla. Pese a que su hijo solo había cumplido ocho inviernos, habría preferido darle la razón, admitir ante él que su padre era un hombre frío e insensible y que dejarle marchar con él le rompía el corazón. Pero no podía hacerlo, no solo por ella misma sino sobre todo por Rowan.
—Tu padre ha tomado una sabia decisión —dijo, tras infundirse ánimo mediante otra profunda inspiración—. Estarás bien con los monjes. El convento de Melrose es respetado por ser un lugar de conocimiento. Allí aprenderás a leer y escribir y te enseñarán la lengua de la Iglesia.
—¡Pues resulta que no quiero ir allí! —replicó Rowan, negando violentamente con la cabeza—. ¡Quiero quedarme contigo, madre!
Se aferró a ella y derramó lágrimas amargas en la rústica tela de su falda. Su madre le acarició el pelo para consolarlo, tal como hacía cuando era más pequeño y se hacía sangre en las rodillas o se cortaba. Pero esa vez el dolor y la herida eran mucho mayores.
Mientras Rowan seguía sollozando, fuera resonaron golpes de cascos.
—Han llegado —dijo la madre en voz baja.
—¡No! —gritó el niño, aferrándose a ella con más fuerza.
—Ahora has de ser valiente —dijo ella y, echando mano de todas sus fuerzas, se desprendió de los brazos cortos pero fuertes de su hijo—. Ha llegado tu padre.
En contra de la voluntad del niño, que se debatía cuanto podía, la madre logró abrir la puerta de la pequeña choza de paredes de adobe. La luz cegadora del día penetró en la cabaña y deslumbró a Rowan, quien se frotó los ojos tanto para protegerse de la claridad como para secarse las lágrimas.
Ante la choza de la pequeña granja rodeada de un muro bajo aguardaban cuatro jinetes. Dos eran soldados al servicio del alguacil, el tercero era un hombre que llevaba un hábito de monje de color claro y la cabeza tonsurada; el cuarto era el propio sir Robert, un hombre alto de duros rasgos normandos que ni siquiera se dignó mirar a la mujer: sus ojos, en los que parecía arder un fuego helado, se posaron inmediatamente en el niño.
—Bien, Rowan, ¿estás preparado?
El pequeño guardó silencio y, temeroso, se ocultó tras su madre, que se vio obligada a hacer un último intento.
—Os lo ruego, señor —dijo—, ¿no querríais considerar de nuevo el...?
—¡No, mujer! —la interrumpió sir Robert—. ¡He tomado una decisión!
Desmontó de su enorme caballo de batalla y entregó las riendas a sus soldados. Se acercó a Rowan haciendo tintinear las espuelas y le tendió la enguantada mano derecha.
—Ven, hijo —dijo—. Este es el día del que te habló tu madre. El día en que tu vida cambiará.
Como si estuviera hechizado, el niño clavó la mirada en la mano tendida, pero no la cogió.
—Ese de allí —prosiguió el alguacil, retirando la mano y señalando al monje— es el padre Angus, del convento cisterciense de Melrose. Ha accedido a hacerse cargo de ti.
Rowan contempló al monje que, sentado en su caballo, le lanzó una mirada en la que se mezclaban el aburrimiento y el desprecio.
—No quiero —soltó el niño.
—¿Qué?
Sir Robert arqueó una ceja delgada.
—Todavía es joven —se apresuró a excusarlo su madre—. ¡Aún ignora el favor que le habéis ofrecido, señor!
—Es posible —admitió el alguacil, frunciendo la nariz—. Pero pronto lo comprenderás, muchacho. A más tardar cuando los monjes te hayan enseñado buenos modales y te despojen de esa rebeldía escocesa. Ahora ven, no dispongo de todo el día.
Rowan no volvió a manifestar su rechazo, pero tampoco obedeció, sino que se ocultó tras la delgada figura de su madre.
—¿Eso es lo que le has enseñado, mujer? —preguntó sir Robert—. ¿A esconderse detrás de tu falda?
—Perdonad, señor —murmuró ella, inclinando la cabeza—. Es un buen chico, ya lo veréis. Hará todo lo posible para ser digno de vuestro favor.
—Así lo espero —gruñó el alguacil del rey, y antes de que Rowan pudiera reaccionar o su madre decir otra palabra, lo cogió del brazo y se lo llevó.
—¡Madre!
—¡Rowan!
El niño tendió los brazos hacia ella, pero no le sirvió de nada, ya que su padre lo aferraba con fuerza.
—¡Por favor, madre!
Al oír sus súplicas, al ver el temor en su mirada y las lágrimas que se derramaban por sus mejillas, ella no pudo aguantar más y echó a correr tras él, mientras el niño se soltaba de su padre y se abalanzaba hacia ella. Sin prestar atención al fango que cubría el patio interior, ella cayó de rodillas, lo abrazó una vez más y sintió los latidos de su pequeño corazón contra su propio pecho... Pero enseguida volvieron a arrancarle a su hijo de los brazos.
—Pero ¿qué te has creído, mujer?
Ella notó un golpe fuerte y doloroso en la sien y se desplomó hacia atrás sobre la tierra enlodada. Con la vista nublada vio que uno de los soldados levantaba a su pequeño hijo y lo sentaba ante él a lomos de su caballo.
—¡No, madre! ¡No, por favor!
Lo último que ella oyó antes de perder el conocimiento fueron los gritos de Rowan mientras los jinetes hacían girar sus cabalgaduras y se marchaban.
Después se sumió en la oscuridad.
Libro I
LOS LOBOS
1
En cierta llanura, entre el mar de arena y las montañas, se encuentra una fuente de extraño poder curativo; a los cristianos y a aquellos que quieren convertirse en cristianos los libera [...] de todas las dolorosas enfermedades.
Carta del Preste Juan, 142-145
Norte de Francia
Noviembre de 1173
Eran tres y llegaron de madrugada: tres figuras fantasmales que descendían por la miserable callejuela mientras la oscuridad daba paso a las primeras luces del alba, envueltas en amplias capas que flotaban en torno a ellas cual descomunales alas. Silenciosamente, sus sombras se deslizaron por encima de los pedregosos campos, cuyos surcos semejaban supurantes heridas congeladas por el hielo y la escarcha. Solo aquí y allá se elevaban las ramas nudosas de los árboles desnudos en medio del páramo: parecían huesudas garras que intentaban atrapar a los tres jinetes.
La nieve no tardaría en caer; el invierno se anunciaba en oscuras nubes que se acumulaban en el acerado cielo como un ejército enemigo dispuesto a atacar.
Pronto, muy pronto.
Kathan aborrecía el invierno casi tanto como a los paganos. Y no solo porque ya no estaba acostumbrado al frío y a la humedad que invadían sus huesos dolorosamente, sino también porque el invierno despertaba recuerdos, recuerdos de una vida anterior, distinta, que había dejado atrás.
Hacía mucho tiempo.
Si por él fuera, jamás habría regresado a esa tierra mezquina, carcomida por el frío y la niebla..., pero las cosas no se habían desarrollado según su voluntad.
El duro golpe de los cascos en la tierra helada dio paso a un rumor apagado cuando los jinetes detuvieron sus caballos en lo alto de una colina; el camino proseguía al pie de la elevación, un sendero que era poco más que una estrecha franja de lodo congelado, el lecho de un río. Más allá del río, más allá de otras colinas, delgadas columnas de humo se elevaban al cielo.
—¿Estás seguro de que este es el camino correcto, Mercadier? —dijo Gaumardas, inclinándose hacia delante en la silla de montar. Al igual que sus dos cofrades, él también llevaba una capucha de lana bajo el coif de cota de malla, para protegerse la cabeza del frío; era el único de los tres que no se había levantado la visera que ocultaba el rostro deforme donde se abrían dos bocas—. Me parece que ya hemos pasado por aquí antes.
—Esto es porque en esta zona dejada de la mano de Dios todas las colinas son iguales —replicó el otro, arrebujándose en su capa. A través de la visera su voz tenía un sonido apagado—. Aquí solo hay frío, piedras y miseria.
—¿Y eres tú quien lo dice? —rezongó Gaumardas, fulminándolo con la mirada—. ¿Acaso no naciste en esta región?
Mercadier soltó una amarga carcajada.
—Precisamente por eso sé de lo que hablo.
La risa de Gaumardas parecía el jadeo de un perro.
—¿Y qué dice nuestro orgulloso bretón a todo esto? —quiso saber.
Kathan no respondió. Ya se había acostumbrado al inútil parloteo de sus cofrades; no tenía ganas de participar en él y en realidad casi no les prestaba atención.
—¿A qué viene tanto silencio? —insistió Gaumardas—. ¿Has vuelto a perderte en tus recuerdos?
Kathan miró fijamente a su cofrade.
—Calla —fue lo único que dijo.
—¿Por qué habría de callar? Todos estuvimos allí y todos hemos sangrado tanto como tú.
—Calla, he dicho —contestó Kathan en un tono que no dejaba lugar a dudas: era mejor guardar silencio. La sonrisa maliciosa de Gaumardas, que le había crispado los labios y la cicatriz que le atravesaba el mentón deformándole el rostro, desapareció en el acto.
—El asentamiento situado más allá de las colinas se llama Bouvais —dijo Mercadier, cambiando de tema.
Su corcel soltaba nubes de vapor mientras resoplaba y escarbaba la tierra con los cascos.
—Tal vez allí hallemos el indicio que estamos buscando.
—Ojalá —gruñó Gaumardas, malhumorado—. Estoy harto de cabalgar de un pueblucho de mala muerte a otro, siempre haciendo las mismas preguntas. ¿Cuánto durará esto?
—Hasta que obtengamos las respuestas correctas —replicó Kathan e impulsó su caballo colina abajo.
—Hasta que obtengamos las respuestas correctas —repitió Gaumardas con voz malévola—. ¿Y eso cuándo ocurrirá? Ni siquiera sabemos qué estamos buscando. Puede que estemos persiguiendo un fantasma, una quimera.
—Ten confianza —le aconsejó Mercadier al tiempo que espoleaba su caballo.
—¿Confianza? —gritó Gaumardas a sus espaldas—. ¿En qué?
Mercadier se volvió hacia él. Una helada ráfaga agitó la capa con la cruz patada y la hinchó como si fuera una vela.
—Solo sé que hemos de encontrar a esa mujer —respondió el templario, esquivando la pregunta—. Esa es la orden que recibimos.
—¿Con qué fin? —preguntó Gaumardas. Sus pequeños ojos, que recordaban los de una fiera, volvieron a brillar—. ¿Qué sentido tiene todo este asunto, Mercadier? ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿Por qué nos enviaron justamente aquí?
Su cofrade lo contempló un buen rato.
—De par Dieu —dijo por fin, citando el lema de la orden, antes de volverse hacia delante y espolear a su corcel—. Porque lo quiere Dios. Jamás deberías dudar de ello, hermano.
Reino de Jerusalén
En la misma época
La imagen siempre parecía la misma, no obstante ejercía una extraña fascinación sobre Cuthbert.
Como hechizado, el monje observó la oscilación del péndulo, ese pequeño objeto de latón en forma de gota invertida, sujeto a la cuerda de cuero que sostenía entre el pulgar y el índice. Se desplazaba de un lado a otro dirigido por los movimientos casi imperceptibles de la mano derecha de Cuthbert... y, sin embargo, siempre se atenía a su propio principio.
Cuthbert tenía la costumbre de sacar el péndulo de entre los pliegues de su oscuro hábito cada vez que se veía obligado a esperar. La paciencia nunca había sido su característica más destacada y, como siervo de su orden, solía administrar cuidadosamente el tiempo que se le había concedido. Le disgustaba malgastar ese bien que el Señor le había otorgado en esta Tierra en esperas inútiles, y el péndulo ofrecía la posibilidad de llenar los huecos diarios con pensamientos útiles y discernidores.
—¿Qué es eso?
Cuthbert dejó de mirar la pieza oscilante de latón y contempló a la niña que se había acercado a él, una muchachita de doce años, de cabellos color rubio ceniza y ojos azules. El vestido que llevaba revelaba su origen aristocrático más aún que su expresión de asombro y su mirada curiosa.
—¿Qué tenéis ahí, hermano Cuthbert?
—Un péndulo —dijo el monje, quien rozó el objeto de latón con el dedo y detuvo la oscilación—. ¿Queréis sostenerlo, princesa?
La niña asintió sin vacilar, se acercó y cogió la cuerda. De inmediato, la gota metálica empezó a balancearse de un lado a otro.
—Lo hacéis muy bien —la elogió Cuthbert.
Mientras contemplaba el péndulo, una sonrisa fugaz apareció en el rostro serio de la niña.
—¿Y para qué sirve?
—Para varias cosas.
La niña inclinó la cabeza a un lado.
—¿Tiene poderes mágicos?
—No —contestó Cuthbert—. Y no es prudente que habléis de esas cosas con tanta ligereza. Soy un hombre de fe, princesa Sibila, no soy supersticioso.
—Entonces, ¿para qué sirve el péndulo? —preguntó la niña en tono impaciente.
—El hombre que me lo dio afirmó que albergaba la respuesta.
—¿La respuesta a qué?
Cuthbert sonrió.
—Esa es la pregunta, exactamente. Vuestra inteligencia supera con mucho vuestra edad.
Sibila dejó oscilar el péndulo un momento más y lo contempló mientras Cuthbert la observaba a ella. No cabía duda de que tenía el color del cabello y los ojos almendrados de su madre, pero la nariz pequeña y recta, el mentón anguloso y la forma de la frente eran herencia paterna.
Lanzando un suspiro de enfado, Sibila bajó la mano que sostenía el péndulo.
—Si ignoráis la pregunta y si este objeto no tiene poderes mágicos, no sirve —constató y se lo devolvió al monje. Cuthbert quiso replicar, pero en ese momento regresó el criado al que había estado esperando.
—Ahora podéis entrar, hermano —anunció el sirviente—. Su Majestad os aguarda.
Cuthbert se despidió de Sibila guiñándole un ojo, pero la niña ni siquiera parpadeó; luego siguió al criado, pasó junto a los guardias y atravesó el arco del portal, tan bajo que tuvo que agacharse al tiempo que ocultaba el péndulo bajo su hábito.
Al otro lado del arco reinaba la penumbra. Las cortinas que cubrían las altas ventanas de estilo árabe estaban echadas y teñían de rojo la luz del sol. Distintas alfombras cubrían las paredes y el suelo, encima del cual reposaban grandes cojines de seda. En el aire tibio flotaba el pesado aroma de la mirra y otras hierbas que ardían en un incensario.
Cuthbert podría haber tomado la habitación por una estancia oriental; solo tras echar un segundo vistazo resultaba evidente que el ocupante pertenecía a la fe cristiana: había libros escritos en latín con letras latinas, un escudo triangular con la imagen de un león y un crucifijo cuajado de piedras preciosas. Sin embargo, casi nada indicaba que ese aposento era el del hombre más poderoso de Jerusalén.
—Es el hermano Cuthbert, majestad —anunció el criado antes de retirarse respetuosa y silenciosamente.
Cuthbert se detuvo e inclinó la cabeza como correspondía ante un soberano secular. Al otro lado de los velos colgados del techo que separaban la zona de trabajo del dormitorio se adivinaba la borrosa silueta del monarca.
Amalrico había engordado. Casi nada evocaba al hombre que, desde hacía más de siete años, ocupaba el trono de Jerusalén, heredado de su hermano Balduino. Aunque aún no había visto cuarenta inviernos, el rey se había convertido en un anciano encorvado, no debido al peso de su cuerpo sino al de los acontecimientos que ensombrecían su vida y su gobierno.
—Acercaos, amigo mío —dijo en ese tono lento y mesurado que en la corte le había granjeado la fama de ser dubitativo, pero que formaba parte de su carácter—. He de confesar que ahora que estáis aquí, me invade la inquietud.
—Lo siento, majestad —dijo Cuthbert, atravesando los velos.
Era evidente que Amalrico se encontraba a solas en su aposento, algo que ocurría en muy escasas ocasiones. El rey tendía a prestar oídos a consejeros de todo tipo, que a menudo solo acudían por interés propio y eran el motivo de que en los últimos años Cuthbert se hubiera alejado cada vez más de la corte y dedicado a la vida conventual. Por ello, el hecho de que el rey lo convocara y le encargara una tarea supuso una gran sorpresa.
El rey de Jerusalén estaba sentado sobre un montón de cojines de seda que hubieran hecho honor a todos los visires musulmanes. Su atuendo, de corte oriental, era de brocado verde adornado con borlas doradas. Los rasgos que un día fueron nobles se habían enrojecido y parecían hinchados, mientras que los largos cabellos rubios formaban mechones grasientos. La barba que cubría la parte inferior del rostro era larga y descuidada.
—Os saludo, viejo amigo.
—Majestad —dijo Cuthbert, haciendo una reverencia.
—¿Sabéis que ya hace casi treinta años que nos conocimos? En aquel entonces yo aún era un muchacho y Fulk, mi padre, os escogió para que fuerais mi maestro.
—Mucho tiempo, en verdad.
—Vos me enseñasteis que debemos aprovechar el tiempo que nos han concedido en esta Tierra —prosiguió Amalrico—, como si no fuerais un hombre de fe sino un seguidor del viejo Epicuro. Lo he recordado con frecuencia: vuestras interminables clases de literatura en latín, vuestra insistencia cuando se trataba de estudiar silogismos y teoremas filosóficos...
—Erais un alumno aventajado —dijo Cuthbert.
—Pero aún más que vuestros conocimientos —continuó el rey sin hacer caso del elogio—, siempre he apreciado vuestra sinceridad. Como monarca de Jerusalén, estoy rodeado de mentirosos..., gente que me desea el mal, pero también de aduladores que solo procuran complacerme. No obstante, durante todos estos años vos siempre habéis sido franco, incluso cuando ello me desagradaba. Por eso os he encargado a vos y a nadie más que a vos este importante asunto.
—Os lo agradezco, majestad —respondió Cuthbert, quien volvió a hacer una reverencia—. Sé valorar vuestra confianza.
—¿Así que habéis examinado el escrito que os rogué que comprobarais?
La expresión de Amalrico no revelaba nada, pero su voz trémula demostraba claramente la tensión que lo embargaba.
Cuthbert se mordió los labios y descubrió que deseaba encontrarse en otro lugar y en otro momento. Evidentemente, el hombre que se encontraba sentado ante él ya no era el adolescente al que había instruido en Jaffa. Sin embargo, bajo los rasgos obesos y marcados por el dolor y las preocupaciones aún parecía quedar algo de aquel muchacho a quien Cuthbert había apreciado por su carácter despierto y su inteligencia, más que a cualquier otro alumno.
—Sí, majestad, lo he examinado.
—Entonces, decidme qué conclusión habéis alcanzado.
Cuthbert inspiró profundamente. Tratar de prolongar el momento no tenía sentido, ya que no podía hacer nada para evitar el trance.
—He traducido el escrito en latín que me entregasteis —dijo, iniciando su informe—. He considerado cada palabra y cada significado que podría tener en nuestra lengua con gran minuciosidad, pero el resultado de mis esfuerzos no os complacerá, majestad, pues temo que dicho escrito no os servirá de ayuda.
—¿Qué?
Presa de un ataque de ira, Amalrico se levantó con una rapidez sorprendente en un hombre de su corpulencia.
—¿Qué decís? ¡La carta cuya copia os di a leer está más allá de cualquier sospecha! ¡Proviene del emperador de Bizancio y me fue confiada hace dos años, cuando permanecí allí!
—No lo dudo, majestad —dijo Cuthbert, sacudiendo la cabeza sin alzarla.
—Solo unos pocos han disfrutado del privilegio de leer dicha carta, entre ellos el emperador, Su Santidad el Papa y también el rey de Francia..., ¿y vos dudáis de su autenticidad?
—Lo hago a mi manera, majestad —le aseguró Cuthbert, moviendo de nuevo la cabeza—. Pero basándome en la información contenida en la carta, considero que encontrar el lugar al que se refiere resulta imposible.
—¿Cómo podéis decir algo así? ¡Y encima de manera tan categórica! —exclamó Amalrico con los ojos desorbitados—. ¿Acaso ignoráis lo que está en juego? ¿Es que no os lo expliqué con suficiente claridad?
—Sí, majestad. Solo temo que...
—¿Teméis? —espetó Amalrico—. ¡Os diré lo que habéis de temer, hermano Cuthbert! ¡Damietta supuso un fracaso! La batalla por Egipto está perdida y no hace falta ser adivino para saber lo que nos depara el futuro. Oscuros nubarrones se acumulan en el horizonte. Una tormenta se avecina, ¡y su nombre es Salah al-Din! ¡El poder del visir de Egipto aumenta día tras día! Tarde o temprano vendrá para apoderarse de Jerusalén y para vengarse de la suerte que corrió su gente cuando nosotros conquistamos la ciudad. Aún poseo la fuerza suficiente para defender mi reino, pero... ¿durante cuánto tiempo más? ¿Y qué sucederá una vez que haya abandonado este mundo? ¿Quién ocupará el trono de Jerusalén después de mí? ¿Mi hija adolescente? ¿O tal vez mi heredero varón, enfermo de lepra?
Cuthbert bajó la mirada.
Que Balduino, el hijo de Amalrico, padeciera lepra desde su más tierna infancia era un hecho lamentable. El muchacho había heredado la perspicacia y la energía de su padre, pero era de suponer que no alcanzaría la edad suficiente como para llevar la corona de Jerusalén.
—Todos aquellos que hoy me besan los pies se abalanzarán como hienas sobre el muchacho —dijo el rey en tono lúgubre—, y Jerusalén, débil e incapaz de defenderse, caerá en manos de los sarracenos. Los nobles no respetarán a un leproso por más que ocupe el trono y Balduino no será lo bastante fuerte como para defender su poder. El muchacho debe recuperar la salud... ¡y con ella, también mi reino!
—Pedís un milagro, majestad —replicó Cuthbert—, y el único capaz de obrarlo es Dios Todopoderoso.
—¿Ah, sí? Pues al parecer no tiene intención de obrar un milagro para mí y para mi familia. En cambio dicen que Dios se ha apartado de nosotros. ¿No sabéis lo que murmuran en la calle? ¡Dicen que yo soy el único responsable de la derrota en Egipto! ¡Que traicioné nuestra sagrada causa ante los muros de Damietta! Que me dejé comprar por los sarracenos y que cargo con la culpa de que Salah al-Din, ese advenedizo al que también llaman Saladino, haya consolidado su poder. Y también dicen —añadió en voz baja y con mirada vidriosa, dejándose caer sobre los cojines— que el Señor quiere castigarme a mí y a los míos por ello.
—Vos me conocéis, majestad —objetó Cuthbert—. Soy un hombre de fe y de ciencia; no doy crédito a las habladurías callejeras. Para mí lo que cuenta son los hechos, pues en ellos se refleja el orden divino.
—Yo solo os pedí que examinarais los hechos —insistió el rey en tono obstinado—. ¿Es que en dicha carta no pone que existe una fuente de raro poder curativo que libera a los cristianos de cualquier dolencia?
—Sí, eso es lo que pone —asintió Cuthbert—. No obstante, los datos de los lugares no son suficientes para encontrar esa fuente. Si bien menciona montañas y ríos y también habla de un gran desierto, el nombre de dichos lugares no figura en ninguna parte, como tampoco los puntos cardinales o la posición de las constelaciones.
—¿Y?
—No sabemos mucho acerca de los lugares situados más allá de Oriente, señor, sin contar con que son tierras salvajes y paganas y de una extensión casi inconmensurable. Si la fuente que se menciona en la carta existe, podría estar en cualquier parte y toda una vida no bastaría para...
—¡Basta! —exclamó Amalrico con voz destemplada, al tiempo que su mirada adquiría un brillo febril—. ¡No quiero objeciones! ¡Esa carta es de una gran rareza y está destinada a los ojos de poderosos soberanos!
—Y yo os agradezco el privilegio de poder estudiarla, señor —dijo Cuthbert—. Puede que todo lo que se menciona en la carta exista. No lo discuto, porque no puedo demostrar lo contrario, pero si vos afirmáis que me encargasteis dicha tarea debido a mi sinceridad, entonces y por mor a la verdad, he de deciros que sin una descripción precisa del lugar considero que no existe la menor posibilidad de encontrar dicha fuente de aguas curativas.
—¡Pero... yo lo deseo! —replicó Amalrico con impotente terquedad, más propia del adolescente que antaño fue alumno del monje que de un hombre adulto.
Compadeciéndose, Cuthbert dio un paso hacia el rey, que permanecía acurrucado en sus cojines, encorvado y con la cabeza gacha.
—A veces no basta con desear, majestad —dijo en voz baja.
Amalrico lo contempló. La ira se había desvanecido de su mirada y solo quedaba la resignación y, tal como Cuthbert constató consternado, un gran temor.
—No tenéis ni idea —susurró—, no podéis comprender lo que significa cuando todo aquello por lo cual uno ha luchado durante su vida llega a su fin y no queda nada.
—Eso es algo que no podéis saber, majestad. Los milagros del Señor se manifiestan de diversas maneras, pero no siempre como nosotros esperamos.
—Desde luego —convino Amalrico y soltó una carcajada amarga—. Oigo la voz de mi antiguo maestro, que siempre me instó a recorrer la vida ojo avizor y a honrar la diversidad de la Creación. ¿Acaso no me aconsejasteis que no considerara a los sarracenos solo como enemigos, sino que también aprendiera de ellos? ¿Que uniera lo mejor de ambos mundos?
Cuthbert titubeó. Le disgustaba tanto el tono de las preguntas de Amalrico como su modo de formularlas. El soberano de Jerusalén se asemejaba a un león herido que se ha retirado para lamerse las heridas. Puede que estuviera derrotado y debilitado... pero no dejaba de ser un león.
—Sí, es verdad —dijo el monje.
Amalrico se inclinó hacia él y Cuthbert percibió en el aliento de su soberano el hedor a vino y podredumbre.
—¿Alguna vez se os ha ocurrido que mi actitud ante los paganos podría ser el motivo del terrible castigo que Dios me ha impuesto? ¡Tal vez vos, mi viejo amigo, sois el culpable de mis desgracias!
Cuthbert dio un respingo. La alegría de haber sido uno de los consejeros destacados del rey se había desvanecido hacía tiempo, así como el último vestigio de vanidad. De pronto comprendió que a Amalrico, su antiguo alumno, solo le importaba una cosa: el propio Amalrico.
Inspiró y escogió sus siguientes palabras con suma prudencia.
—Majestad —dijo en voz baja pero firme—, durante el tiempo que tuve el honor de instruiros siempre fuisteis más que un alumno para mí. Os he amado como a un cofrade y si hubiese algo que pudiera hacer para ayudaros a aliviar vuestros sufrimientos, no dudaría en hacerlo. Pero no puedo.
—¿Es vuestra última palabra?
—Me temo que sí —contestó Cuthbert, inclinando la cabeza.
—¡Entonces marchaos! —le espetó el rey desde lo alto de los cojines—. ¡Abandonad mi palacio y no regreséis jamás! ¡Nunca, mientras yo viva!, ¿habéis comprendido?
—Majestad, yo...
—¿Es que no me habéis entendido? ¡Marchaos!
Cuthbert comprendió que toda réplica o cualquier otro intento de explicación no solo serían inútiles, sino quizá también peligrosos. Negar la ayuda al soberano del país por el motivo que fuese podía ser considerado un acto de alta traición; el motivo por el cual Amalrico aún no tomaba medidas al respecto quizá guardaba relación con aquel adolescente que todavía se ocultaba bajo los rasgos obesos e hinchados del rey.
Cuthbert hizo una profunda reverencia y abandonó el aposento. En el umbral se volvió por última vez y contempló al rey, que permanecía sentado en sus cojines tras los velos.
Derrotado.
Solo.
En ese momento el monje notó los acelerados latidos de su corazón y deseó abandonar el palacio en el acto, pero al volverse alguien se interpuso en su camino.
Era una figura menuda que apenas le llegaba a las caderas; sin embargo, Cuthbert dio un violento respingo.
—¡Princesa Sibila! ¡Perdonad, yo... no os había visto!
La hija de Amalrico guardó silencio; imposible saber si la niña estaba al tanto de lo que ocurría. La mirada de sus ojos azules traspasó a Cuthbert como la punta de una lanza..., y parecía decir que el asunto aún no había acabado.
En algún momento ambos volverían a encontrarse y entonces él se vería obligado a rendirle cuentas.
Un lejano día.
2
Entre nosotros nadie miente y nadie puede mentir; puesto que si alguien ha mentido a sabiendas, morirá en menos de una hora.
Carta del Preste Juan, 199-201
Ascalón, reino de Jerusalén
Enero de 1187
14 años después
—¡No! ¡Madre! ¡No, por favor!
Soltando un grito, Rowan despertó repentinamente y abrió los ojos. Deslumbrado por la resplandeciente luz, solo acertó a distinguir el contorno borroso de una delgada figura envuelta en un largo vestido.
—¿Madre?
—No exactamente, hijo mío, pero me alegro de que hayas despertado.
Durante un instante Rowan se sumió en la confusión. Comprobó que sus cabellos y la parte superior de su atuendo estaban completamente empapados, vio que la figura sostenía un cubo de madera y comprendió que un súbito chorro de agua lo había arrancado del sueño.
En ese momento recuperó la memoria y recordó que el dolor de cabeza que le martirizaba procedía de un fuerte golpe por encima de la nuca. Se llevó la mano a la cabeza y palpó la herida situada justo debajo de la tonsura: los cortos cabellos estaban pegoteados de sangre, pero al parecer la herida había cicatrizado.
—He de confesar que te había imaginado con otro aspecto. A juzgar por todo lo que me dijeron creí que me encontraría con un individuo basto con el rostro de un camello y el intelecto de un buey. Pero tú pareces ser todo lo contrario.
Todavía desconcertado, Rowan solo comprendió la mitad de lo que le decía y no supo si acababa de elogiarlo o de criticarlo. Quiso replicar unas palabras, pero solo logró soltar un graznido.
—Poco a poco, hijo mío —le advirtió el desconocido que, como Rowan advirtió en ese instante, le hablaba en su lengua materna—. Todavía has de recuperar fuerzas; semejante batalla deja huella. Según me informaron, fueron necesarios el cillerero, tres novicias y cuatro hermanos laicos para someterte. Y al parecer, también una porra de madera.
Rowan se limitó a asentir con la cabeza; aún recordaba el golpe de la porra.
—¿Quién sois?
—¡Así que también eres capaz de hablar! Las sorpresas parecen no tener fin.
Los rayos del sol lo hicieron parpadear y, poco a poco, Rowan vislumbró los detalles del recinto: las paredes desnudas de la carcer, la celda en la que por lo visto lo habían encerrado mientras estaba inconsciente, las rejas ante la alta ventana..., y la figura que permanecía de pie ante él.
Entonces, cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, Rowan advirtió que el desconocido no llevaba un vestido, sino un hábito de monje y una amplia casulla con la capucha echada hacia atrás. No obstante, no eran de un color claro como los hábitos de los cistercienses, sino negros como los de los benedictinos, y ello aumentó su confusión.
El monje desconocido era delgado y no muy alto, de modo que al menos en ese aspecto su figura era un tanto femenina; sus rasgos eran delicados y, pese a las arrugas que surcaban su rostro, expresaban una curiosidad juvenil que Rowan nunca había observado en otro monje. Unas tupidas cejas se alzaban por encima de los ojos pequeños, pero de mirada vivaz y atenta a la que nada parecía escapar. El cabello del hombre —Rowan calculó que tendría unos sesenta años— era fino y gris. El hecho de que solo formara una pequeña corona que se extendía de una oreja a otra hacía que la tonsura resultara superflua.
—Soy el hermano Cuthbert —se presentó el desconocido antes de que Rowan pudiera repetir la pregunta.
—Vos... no sois...
—No —admitió Cuthbert enseguida—, pertenezco a la orden de san Benito. Sin embargo, mi propia gente se complació en nombrarme embajador en el convento de nuestros hermanos cistercienses, tal vez para fomentar la comunicación entre los siervos de Cristo, o quizá solo porque estaban hartos de mí. Entretanto, puede que me hayan olvidado desde hace años, pero yo aún conservo las ropas que me recuerdan mi origen.
—¿Q... qué? —tartamudeó Rowan al tiempo que se palpaba la cabeza dolorida. No estaba seguro de haber entendido correctamente: por una parte, el benedictino hablaba con excesiva rapidez y, por la otra, su manera de referirse a sí mismo y a los demás era muy poco habitual en un monje. Rowan no podía pasar por alto cierto tono irónico, que por cierto no era mordaz ni malicioso, sino más bondadoso de lo acostumbrado.
—¿Puedes levantarte? —preguntó Cuthbert de pronto.
—Yo... creo que sí.
—Muy bien. Porque resultaría bastante extraño si yo tuviese que cargar a mi criado en brazos.
—¿Vuestro criado?
—Eso es. Te han adjudicado a mí como mi nuevo criado. Y abandonarás Ascalón hoy mismo.
—Claro.
Rowan asintió: no había esperado otra cosa. Siempre sucedía lo mismo desde la primera vez que se puso el hábito de monje, y de eso ya habían transcurrido catorce años.
Los primeros en obligarlo a marchar fueron los hermanos de la orden, los de Melrose, quienes debido a su «espíritu desobediente y rebelde» lo trasladaron al convento de Tintern. Desde allí lo enviaron a Francia, a Clairvaux, Fontenay y Sénaque. Por fin llegó a Italia, hasta que al abad de San Clemente se sintió en la obligación de enviarlo a Tierra Santa, quizá con la esperanza de que las circunstancias del lugar doblegaran su carácter indómito o al menos lograran intimidarlo un poco. Hacía dos años que Rowan había llegado a Ascalón, donde había una pequeña comunidad de cistercienses... Y ahora parecía que había vuelto a llegar la hora de partir.
—Por si sientes curiosidad al respecto: no supuso un gran esfuerzo convencer al prior de despedirte de su servicio.
—No lo dudo.
—Dijo que eras el hermano laico más tozudo con el que se ha topado durante sus largos años de servicio al Señor. Y que yo..., ¿qué fue lo que dijo...? Ah, sí: que debía de haber perdido el juicio por escogerte precisamente a ti como mi nuevo adlatus, mi asistente.
—¿Decís que vos... que vos me escogisteis?
Rowan contempló al monje benedictino con expresión de incredulidad.
—Así es. Como al Señor le ha complacido bendecirme con una larga vida y conservar mi juicio en la misma medida en que ha hecho desaparecer mi fuerza corporal, he de recurrir a la ayuda de un cofrade cuando emprendo un viaje... Y esa es mi única intención.
—¿Emprenderéis un viaje? ¿Adónde?
—A Jerusalén —se limitó a responder Cuthbert.
—¿Iréis a... Jerusalén? —tartamudeó Rowan—. ¿Y queréis que os acompañe?
—Es curioso —dijo el benedictino, frotándose la barbilla—. Creí que trataba con una persona inteligente. ¿Acaso me he equivocado?
—¿Y por qué yo, precisamente?
La pregunta lo acuciaba más que cualquier otra cosa. Solo por poder abandonar el convento de Ascalón habría seguido al hermano Cuthbert a casi cualquier parte... Que fuera a Jerusalén, la ciudad de la que tanto había oído hablar pero que aún no había pisado, hacía que el asunto fuera todavía más excitante.
—En primer lugar, porque somos compatriotas —replicó el benedictino con una sonrisa, explicando de paso por qué dominaba el gaélico—. Nací y me crie cerca de Dumfries, donde viví hasta que los monjes de Durham me aceptaron. Y algo me decía que los escoceses, tercos y solitarios como somos, hemos de estar unidos.
Rowan no parpadeó. Se resistía a considerar que ese individuo extraño le resultara simpático, pero era evidente que hasta cierto punto era bastante distinto de sus anteriores amos.
—¿Y en segundo lugar? —quiso saber.
La sonrisa que iluminaba los rasgos juveniles de Cuthbert se ensanchó aún más.
—Porque siento debilidad por los rebeldes.
Jerusalén
En la misma época
—¿Y qué pensáis hacer para remediarlo?
La pregunta quedó flotando en la habitación, amenazadora como la punta de un puñal y penetrante como el olor que el viento arrastraba a lo largo de las estrechas callejuelas del barrio armenio hasta el Palacio Real.
Sibila estaba de pie junto a la ventana mirando hacia el este, mientras a sus pies se extendía la Ciudad Santa, el centro del mundo. Como solitarios guardianes, las torres y las cúpulas se elevaban del mar gris y polvoriento formado por las casas y la confusión de techos planos entre los cuales se extendían las calles y callejuelas: allí la iglesia de San Jacobo, más allá la de San Martín, a quien los franceses veneraban como su santo patrono, y a la derecha la de San Pedro. Y, por detrás, en lo alto de la meseta rodeada de formidables murallas, la Cúpula de la Roca, el monumento característico de la ciudad en cuyo remate dorado se reflejaban los rayos del sol naciente. Allí ondeaba el estandarte blanco y negro de los templarios que habían elegido el monte sagrado como su domicilio. Junto con la torre defensiva de David, bajo cuya protección se elevaba el palacio del rey, era la columna sobre la cual reposaba el poder del reino de Jerusalén desde hacía casi cien años.
Pero dicho poder no era inquebrantable.
Sibila pensó en Amalrico, su padre, que a menudo había permanecido junto a esa ventana observando la ciudad —su ciudad— por la cual había hecho tan grandes sacrificios. Embargada por la nostalgia, desprendió la mirada del panorama y, una vez más, se volvió hacia el hombre que para entonces ocupaba los aposentos reales.
—Os he preguntado qué remedio pensáis ponerle, esposa mía.
Guido de Lusignan estaba sentado al borde del lecho que ocupaba el centro de la habitación y en el que siempre solía dormir a solas. Si deseaba la compañía de Sibila, acostumbraba a visitarla en su habitación. Sin embargo, últimamente esas visitas se habían vuelto menos frecuentes. Guido se veía afectado por las preocupaciones y estas parecían mermar su fuerza viril.
—¿Que qué haré para remediarlo? —replicó ella en tono burlón.
Ese no era el hombre con quien se había casado. Aquel Guido de Lusignan, que antaño llegó a Jerusalén desde Francia dispuesto a acabar con los paganos con puño de hierro, no podía compararse con esa figura melancólica, carcomida por la ambición y las preocupaciones, que se acurrucaba en el borde de la cama. Cuando Sibila lo conoció, él era un hombre joven y dinámico, un héroe resplandeciente a cuyo cortejo sucumbió en cuanto la abordó. Por entonces ella aún no había cumplido los veinte y sin embargo ya era una viuda. Guillermo de Montferrat, con el que se había casado en contra de su voluntad por orden de Raimundo, regente de Trípoli, había muerto poco después de que ella diera a luz a su hijo. Como madre del futuro rey, le permitieron permanecer en la corte de Jerusalén, pero su influencia se redujo considerablemente..., hasta que Guido entró en su vida.
Sibila ya no sabía qué había acabado por convencerla: la atracción física que el caballero ejercía sobre ella o la perspectiva de recuperar el poder y la influencia gracias a su ayuda. Tal vez ambas cosas. Guido, intuyendo sin duda la pena y la soledad de la joven, así como la oportunidad de alcanzar los círculos más elevados gracias a la intervención de ella, le había hecho la corte. Después no era fácil decir quién había sucumbido a los encantos de quién. Ambos se habían encontrado como dos halcones en medio de la tormenta y por fin Sibila logró convencer a su hermano Balduino, enfermo de lepra, de que le diera a Guido como esposo.
De eso hacía muchísimo tiempo, o al menos eso le parecía.
—¿No debería ser yo quien os hiciera esa pregunta, estimado esposo mío? —preguntó Sibila en tono mordaz—. ¿Acaso he de recordaros que sois el rey de Jerusalén? ¿Que habéis cargado con el peso que le correspondía a mi hermano, debilitado por la lepra?
Guido la miró fijamente. Entonces, en un estallido infrecuente, se puso de pie y, con unos pocos pasos de su desmañado andar, se situó a su lado. Los cabellos negros, largos hasta los hombros, enmarcaban sus finos rasgos acentuados por la puntiaguda perilla. Su mirada, que siempre parecía un poco ansiosa, se había vuelto colérica.
—No deberías decir eso —la regañó, procurando no levantar la voz—. No olvides que ambos estamos involucrados en este asunto, Sibila. Sin mí, no serías reina...
—... y tú no serías rey sin mí —replicó ella, alzando la cabeza con su elegante peinado trenzado con gesto orgulloso.
Entonces lo contempló con sus almendrados ojos delineados de negro al estilo oriental, lo cual destacaba aún más el azul de sus pupilas.
—Lo dicho —espetó él entre dientes, aproximándose todavía más—, ambos estamos metidos en ese asunto. No podemos separarnos, Sibila: estamos sujetos el uno al otro como el ciego y el cojo.
—Una bonita comparación —dijo ella con una sonrisa forzada al tiempo que deslizaba la mirada por su delgada figura—. No resulta difícil adivinar cuál de los dos eres tú.
—¡Sibila! —gritó él, al tiempo que la agarraba de los hombros y la golpeaba contra la pared—. ¡Esto no es un juego! ¿No comprendes lo que está ocurriendo? ¡La corona que llevo en la cabeza se tambalea! Muchas de las familias que habitan Jerusalén desde hace generaciones habrían preferido que el conde Raimundo fuera el sucesor de tu hermano. Solo logramos convencerlos mediante la astucia y por ello muchos nos detestan.
—¿Y qué esperabas, esposo mío? ¿Que sería sencillo? ¿Que te harías con el poder sin dar golpe?
—No, pero yo...
—¿O acaso tienes miedo?
—¡Calla, mujer! —exclamó, presionándola aún más contra la pared—. No soy un cobarde y jam