Como un sueño en un sueño

Mina Vera

Fragmento

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CAPÍTULO 1

La alarma de mi móvil me hizo brincar en la silla de mi escritorio cuando anunció las seis, hora a la que debía cerrar los libros y empezar a vestirme. Realmente no tenía que recoger a la repelente de Carolina hasta las ocho. Pero conociéndola como la conocía, tras tres años siendo su canguro, más me valía estar en la fiesta de carnaval de su también insoportable amiguita Soraya al menos una hora antes. El año anterior ya me la había jugado con su fingida cara de niña buena y sus «un poquito más» y sus «porfaaa», y habíamos acabado llegando a su casa casi una hora tarde, lo que me costó una merecida reprimenda de sus padres. Para ellos era más que evidente que una niña de siete años no podía tener la culpa. Pero en esta ocasión no me la iba a colar, porque pensaba presentarme allí una hora antes para que, por mucho que se hiciera de rogar, pudiera tenerla en su casa a las ocho y treinta minutos exactos.

Aunque, al igual que los dos años anteriores, tuviera que ir disfrazada a recogerla, por lo menos me dejaban elegir mi disfraz. Siempre acababa reciclando alguno de los que había llevado cuando me disfrazaba con mis amigas del colegio. Pero este año me había prometido a mí misma que llevaría algo que me gustara de verdad, algo que me hiciera sentir yo misma, sin ser realmente yo, claro está. Fue entonces cuando encontré casi por casualidad el traje de Dama Oscura. Parecía estar esperándome a mí, allí, en un maniquí oculto tras varias cajas en la tienda de disfraces. A pesar de que cuando mi madre lo había visto me había dicho que si me ponía unos colmillos falsos parecería una vampiresa, mi disfraz era más que eso. No era el típico vestido negro ceñido y una capa del mismo tejido carnavalesco sumado a una peluca larga con mechones descoloridos. No. Mi disfraz era de dama del siglo XIX, y parecía auténtico. De hecho, tal vez lo fuera, porque había pagado un buen pico por él.

La tela de color gris marengo estaba recubierta de un encaje negro con pedrería —en teoría de imitación— en partes estratégicas como el busto, los puños y la mitad superior de la falda. El cuello también llevaba algunos bordados y era tan alto que casi me llegaba hasta la barbilla. Las mangas eran abullonadas y la cintura se estrechaba hasta tal punto que el contraste con mis caderas hacía que la falda pereciera tener aún más vuelo del que de por sí tenía, que no era poco. Tuve que ponerme unos zapatos de tacón algo más altos de lo que yo acostumbraba a llevar para no arrastrar demasiado el bajo. Y teniendo en cuenta que por esas fechas en Bilbao, mi ciudad natal, y al igual que en el resto de la costa del mar Cantábrico, era más que probable que lloviera, no quería acabar con la ropa hundida en agua. No obstante, la parte trasera iba a arrastrarla de todas formas, ya que tenía un poco de cola. Al menos, el paraguas que venía incluido en el lote podría serme útil en ese caso. Lo que sí me iba a venir de perlas, ya que el vestido no tenía un solo bolsillo, era el bolsito a juego, pequeño y con un brazalete para llevarlo colgado de la muñeca. Como toque final, el gorrito del mismo tejido era un detalle muy cuco sobre mi recogido bajo, haciendo parecer mi melena castaña casi dorada en contraste con aquellos colores oscuros.

Me pinté con sombras ahumadas, haciendo que mis ojos castaños adoptaran un brillo especial, y los labios de un rojo mate, sin cargarlos demasiado. Aunque fuera solo un disfraz, lo que yo quería era parecer una auténtica dama londinense de la época victoriana. En concreto, una que pareciera haber deambulado por las calles desde entonces hasta nuestros días. Podía resultar algo siniestro, pero ese era precisamente el tipo de literatura que más me gustaba. ¿Y acaso la etiqueta de mi disfraz no decía: «Dama Oscura, Modelo Valeria: vestido, sombrero, bolsito y paraguas,150 €»? Había que hacer honor a ese nombre. Aunque el vendedor podría haber disimulado mejor el tachón en la palabra «pesetas» y en los dos últimos ceros de la cifra que delataba que antes de la conversión al euro, el vestido era mucho más barato. En más de diez años con la moneda común, podría haberse dado cuenta de que aquello era más que una notable diferencia. Me quedaba el consuelo de pensar que el vestido llevaba allí, como poco, dos terceras partes de mi vida, como si realmente hubiera estado esperando por mí.

De todas formas, de nada valía lamentarse, porque ya estaba hecho. Ahora quería disfrutar del pequeño despilfarro de mis duramente conseguidos ahorros, a los cuales era la primera vez que echaba mano en meses. Este era un lujo que creía haberme ganado después de casi anular mi vida social. El vestido era mi primer capricho desde aquella loca semana con mis amigas antes de empezar el curso, en la casa de la playa de los tíos de Esther, mi mejor amiga y compañera de pupitre. Pensar en aquello casi logró que estropeara el exagerado efecto ahumado de mis ojos con unas inoportunas lágrimas. Todas mis amigas iban a salir, juntas, con sus disfraces de estrellas del pop actual, a bailar por ahí. No es que envidiara poder disfrazarme como ellas, mi vestido era mil veces mejor y más abrigado que los que ellas llevaban en pleno febrero. Pero poder pasar una tarde de sábado con mis amigas como una adolescente normal era algo que echaba de menos. Mientras ellas se divertían, yo tenía que ir a recoger a Carolina, porque ese era mi trabajo. Un trabajo que no podía arriesgarme a perder, aunque eso supusiera no poder disfrutar de los fines de semana más importantes de la vida de cualquier chica de mi edad.

Tras la foto de rigor en el recibidor de mi casa, mi madre me deseó que me divirtiera y me despidió hasta que las puertas del ascensor se cerraron. ¿Acaso alguien que va a recoger a una mocosa mimada, a una fiesta montada en un local alquilado para las veinte compañeras snobs del colegio de pago al que les llevan sus aún más snobs padres, podría divertirse? Ni yo ni las otras tantas canguros que nos encontraríamos allí hacíamos esto por diversión. Lo hacíamos por dinero y, yo concretamente, para poder pagarme la universidad en pocos meses. Nunca se sabe si van a acabar concediéndote la beca por la que llevas luchando desde que aprendiste a leer, y si se quiere estudiar Literatura en una de las universidades más importantes del país, o incluso del extranjero, la cosa se complica aún más. Por eso llevaba tres años soportando a Carolina, a su familia, a sus amiguitas y sus tonterías de gente bien. Y por eso estaba metida en el metro intentando averiguar con mi móvil qué parada era la más cercana a la dirección que, lista de mí, había dejado olvidada en una nota pegada en la puerta de la nevera. Mazarredo 67, creía recordar.

Cuando bajé del vagón abarrotado de gente disfrazada —la cual no había derrochado tanto dinero en su disfraz como yo, lo que me hizo sentirme un poquito culpable otra vez—, me dirigí a la dirección que recordaba, leyendo uno a uno los portales para buscar el número. Crucé a la calle de los impares y cuando llegué al 67 me dije que no podía ser. Allí no había nada parecido a un bar repleto de niñas disfrazadas. Me planteé que quizás el número fuera el 77, ya que como mi madre había cogido el mensaje por teléfono, y ambos números sonaban parecidos, podría haberse confundido. Yo recordaba bastante claramente haber leído un 6 y un 7. ¿Podría ser sino el 76? Recorrí la calle arriba

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