Nota del autor
Posiblemente muchos lectores recuerden mi anterior libro, El mundo sin nosotros, como un experimento mental que imaginaba qué ocurriría si la gente desapareciera de nuestro planeta.
La idea de eliminarnos teóricamente de la faz de la Tierra pretendía mostrar que, pese al daño colosal que le hemos infligido, la naturaleza tiene una resistencia y una capacidad de curación extraordinarias. Cuando se ve aliviada de las presiones que los humanos ejercemos a diario sobre ella, el restablecimiento y la renovación se inician con sorprendente rapidez. A la larga incluso evolucionan nuevas plantas, criaturas, hongos, etc., para llenar nichos vacíos.
Mi esperanza era que quizá los lectores, seducidos por la magnífica perspectiva de una Tierra renovada y saludable, se preguntaran cómo podríamos reintroducir al Homo sapiens en la foto, solo que ahora en armonía, y no en mortal combate, con el resto de la vida terrestre.
En otras palabras, ¿cómo podríamos seguir teniendo un mundo con nosotros?
Bienvenidos a otro experimento mental exactamente sobre el mismo tema. Solo que esta vez no se trata de imaginación: aquí los escenarios son reales. Y además de la gente de la que hablo, lugareños y expertos bien informados, están todos los demás, incluyéndonos a usted y a mí. Resulta que todos formamos parte de la respuesta a lo que básicamente he reducido a cuatro preguntas que he ido planteando por todo el mundo, preguntas que varios de los mencionados expertos consideraban las más importantes en relación con la Tierra.
«Pero probablemente —añadió uno de ellos— son imposibles de responder.»
Cuando hizo esta observación estábamos almorzando en una de las instituciones de enseñanza superior más antiguas y veneradas del mundo, en la que él era un distinguido miembro del cuerpo docente. En aquel momento me alegré de no ser un experto. Los periodistas raras veces se atribuyen un conocimiento profundo de ningún ámbito; nuestro trabajo consiste en buscar a gente que dedique su carrera al estudio de lo que estemos investigando —o que de hecho viva de ello— y plantearle las suficientes preguntas racionales como para que el resto de nosotros podamos entenderlo.
Cuando tales preguntas resultan ser probablemente las más importantes del mundo, que los expertos consideren o no imposibles sus respuestas es irrelevante; no nos queda otra que encontrarlas. O seguir preguntando hasta que lo hagamos.
Y eso fue lo que hice, en más de veinte países durante más de dos años. Ahora el lector podrá planteárselas por sí mismo siguiendo mis viajes e investigaciones.
Si al final le parece que hemos encontrado las respuestas, ¡bueno!, estoy bastante seguro de que sabrá qué debemos hacer a continuación.
A. W.
PRIMERA PARTE
1
Una tierra cansada de cuatro preguntas
LA BATALLA DE LOS BEBÉS
Es una fría tarde de enero en Jerusalén, las últimas horas del viernes anteriores al inicio del sabbat judío. El sol de invierno, al acercarse al horizonte, convierte el color dorado de la Cúpula de la Roca, en lo alto del Monte del Templo, en un tono anaranjado sanguinolento. Desde el este, donde la llamada vespertina del muecín a la plegaria musulmana acaba de terminar en el Monte de los Olivos, la dorada cúpula aparece envuelta en una difusa corona rosácea de polvo y humo del tráfico.
A esta hora, el propio Monte del Templo, el lugar más sagrado del judaísmo, es una de las zonas más tranquilas de esta antigua ciudad, casi vacía salvo por la presencia de unos cuantos estudiosos vestidos con abrigos, que atraviesan a toda prisa con sus libros una plaza fría a la que dan sombra los cipreses. Hubo un tiempo en que el tabernáculo original del rey Salomón se hallaba aquí. Este albergaba el Arca de la Alianza, que a su vez contenía las tablas de piedra en las que se creía que Moisés había grabado los Diez Mandamientos. En el 586 a.C., los invasores babilonios lo destruyeron todo y se llevaron cautivo al pueblo judío. Medio siglo después los judíos fueron liberados por Ciro el Grande, emperador de Persia, lo que les permitió regresar y reconstruir su templo.
En torno al 19 d.C., el templo fue renovado y fortificado con una muralla circundante por el rey Herodes, solo para ser demolido de nuevo por los romanos noventa años después. Aunque el exilio de Tierra Santa se produjera tanto antes como después, es esta destrucción romana del Segundo Templo de Jerusalén la que simboliza de manera característica la Diáspora que dispersó a los judíos por toda Europa, el norte de África y Oriente Próximo.
Hoy, un fragmento conservado del perímetro de dieciocho metros de altura del Segundo Templo en la Ciudad Vieja de Jerusalén, conocido como el Muro Occidental (o «de las Lamentaciones»), es un lugar de peregrinación obligatoria para los judíos que visitan Israel. Sin embargo, para evitar que pisen inadvertidamente el lugar donde antaño se alzaba el Sanctasanctórum, un decreto rabínico oficial prohíbe a los judíos subir al propio Monte del Templo. Aunque de vez en cuando se cuestiona, y pueden acordarse excepciones, eso explica por qué el Monte del Templo lo gestionan musulmanes, que también lo consideran sagrado. Se dice que desde allí el profeta Mahoma viajó una noche sobre un corcel alado hasta el Séptimo Cielo para luego regresar. Solo a La Meca y Medina, respectivamente el lugar de nacimiento y la tumba de Mahoma, se las considera más sagradas. En un raro acuerdo entre Israel y el islam, solo los musulmanes pueden rezar en este sagrado terreno, que ellos llaman al-Haram al-Sharif.
Pero actualmente no llegan aquí tantos musulmanes como antaño. Antes de septiembre de 2000 acudían a miles, haciendo cola ante una fuente rodeada de bancos de piedra para hacer sus abluciones de purificación antes de entrar en la mezquita de al-Aqsa, tapizada de alfombras carmesíes y revestida de mármol, situada frente a la Cúpula de la Roca en el extremo opuesto de la plaza. Venían especialmente los viernes al mediodía para escuchar el sermón semanal del imán, que versaba sobre los acontecimientos del momento además del Corán.
Un tema frecuente por entonces, rememora Jalil Tufakyi, era el que la gente denominaba en broma «la bomba biológica de Yasir Arafat». Salvo que no era ninguna broma. Como recuerda Tufakyi, un demógrafo palestino que hoy trabaja en la Sociedad de Estudios Árabes de Jerusalén: «En la mezquita, en la escuela y en casa nos enseñaban a tener un montón de hijos, por un montón de razones. En América o en Europa, si hay un problema, puedes llamar a la policía. En un lugar sin leyes que te protejan dependes de tu familia».
Da un suspiro, acariciándose el cuidado bigote gris; su propio padre era policía. «Aquí necesitas una familia grande para sentirte protegido.» Es aún peor en Gaza, añade. Allí un líder de Hamas tenía catorce hijos y cuatro esposas. «Nuestra mentalidad se remonta a los beduinos. Si tienes una tribu lo bastante grande, todo el mundo te teme.»
Otra de las razones para tener familias grandes, conviene Tufakyi, definitivamente no representa ninguna broma para los israelíes. La mejor arma de la Organización para la Liberación de Palestina, le gustaba decir a su líder Arafat, era el útero palestino.
Durante el Ramadán, Tufakyi y algunos de sus trece hermanos solían hallarse entre el medio millón de fieles que desbordaban la mezquita de al-Aqsa, desparramándose por la plaza de piedra de al-Haram al-Sharif. Eso era antes del día de septiembre de 2000 en que el antiguo ministro de Defensa israelí Ariel Sharon fue a visitar el Monte del Templo escoltado por un millar de policías antidisturbios israelíes. Por entonces Sharon era candidato a primer ministro. Tiempo atrás una comisión israelí había considerado que había actuado deliberadamente con negligencia por no proteger a más de mil refugiados civiles palestinos masacrados por las falanges cristianas durante la guerra civil libanesa de 1982, mientras las fuerzas de ocupación israelíes se mantenían al margen. El viaje de Sharon al Monte del Templo, que pretendía reafirmar el derecho histórico de los israelíes sobre este, desencadenó manifestaciones y el lanzamiento de piedras, a las que se respondió con gases lacrimógenos y balas de goma. Cuando se arrojaron piedras del Monte del Templo a los judíos que rezaban debajo en el Muro Occidental, el fuego pasó a ser real.
Los altercados pronto provocaron una espiral con cientos de muertes en Jerusalén y fuera de ella, en lo que pasaría a conocerse como la Segunda Intifada. A la larga se produjeron atentados suicidas, y luego, sobre todo cuando Sharon fue elegido primer ministro, llegaron años de represalias mutuas por tiroteos, matanzas, ataques con cohetes y nuevos atentados suicidas, hasta que Israel empezó a construir un muro.
Hoy, una altísima barrera de hormigón y alambre de más de 200 kilómetros de largo rodea casi por completo Cisjordania, excepto allí donde penetra profundamente a través de la Línea Verde que delimita los territorios ocupados por Israel desde la guerra de los Seis Días de 1967 con sus adversarios árabes circundantes. En algunos puntos zigzaguea entre ciudades como Belén y la denominada Gran Jerusalén, replegándose sobre sí misma para separar barrios concretos, aislando a los palestinos no solo de Israel, sino también unos de otros y de sus campos y huertos, y propiciando la acusación de que su objetivo es anexionarse territorio y apoderarse de pozos tanto como garantizar la seguridad.
Esto impide también a la mayoría de los palestinos llegar a la mezquita de al-Aqsa, excepto si viven en Israel o en las zonas de Jerusalén Este que quedan dentro de la barrera de seguridad. Pero, aun de entre todos estos, a menudo la policía israelí solo permite a los varones palestinos de más de cuarenta y cinco años atravesar los detectores de metales situados a las puertas de Monte del Templo. Oficialmente, el motivo de ello es evitar que cualquier joven árabe se vea tentado de nuevo a apedrear a los judíos en oración; especialmente a los turistas extranjeros judíos cuando introducen plegarias escritas en las grietas que separan los enormes bloques de caliza de color claro del Muro Occidental que se alzan sobre la plaza adyacente.
Esta costumbre es especialmente popular cuando se inicia el sabbat, pero, en los últimos años, tratar de acercarse lo más mínimo al Muro Occidental un viernes a la puesta de sol se ha convertido en un desafío incluso para los judíos. A menos que seas un jaredí (en hebreo haredi) y un varón.
La palabra haredi significa, literalmente, «temor y temblor». En el Israel actual designa a los judíos ultraortodoxos, cuya austera vestimenta y ferviente estremecimiento ante Dios recuerdan a los siglos pasados y las tierras distantes donde vivieron sus ancestros durante dos milenios de Diáspora. Ante la alarma de los judíos no jaredíes, en la práctica el Muro Occidental ha sido usurpado y convertido en una sinagoga jaredí. El sabbat, decenas de miles de hombres ataviados con levita negra, sombrero de borde ancho y flecos rituales, que se inclinan, tiemblan, se regocijan, cantan, loan y rezan, ocupan toda su extensión, salvo una pequeña sección vallada reservada a las mujeres; es decir, a las mujeres que se atreven a acercarse. Las que insisten en el derecho de una mujer judía a llevar chales de oración y filacterias —o el horror supremo de un jaredí: tocar y leer un rollo de la Torá— pueden encontrarse con que los varones jaredíes, que han llegado a arrojar sillas sobre las audaces blasfemas, les escupan, o con que los rabinos las tilden de «putas» tratando de ahogar a gritos sus cánticos del sabbat.
Las mujeres, creen los extremistas jaredíes, deben quedarse en casa preparando la comida del sabbat para sus piadosos maridos y sus florecientes familias. Aunque todavía son una minoría, los jaredíes de Israel se han propuesto inexorablemente cambiar ese estatus. Su táctica es simple: procrear. Las familias jaredíes tienen un promedio de casi siete hijos, y con frecuencia alcanzan cifras de dos dígitos. Multiplicar su descendencia se considera la solución frente a los judíos modernos, que profanan su religión, a la vez que la mejor defensa contra los palestinos, que amenazan con superar a los judíos en población en su histórica patria.
El diario de Jerusalén Haaretz informa de un varón jaredí que se jacta de tener 450 descendientes. Su vertiginoso ascenso numérico obliga a los políticos israelíes a incluir a partidos jaredíes en las coaliciones que dirigen los gobiernos del país. Esa influencia les ha valido a los ultraortodoxos una serie de privilegios que provocan las airadas quejas de otros israelíes: la exención del servicio militar (supuestamente, ellos defienden el judaísmo por medio del estudio incesante de la Torá) y un subsidio público por cada niño israelí que traigan al mundo. Hasta 2009 dicho subsidio se iba incrementando en la práctica con cada nuevo nacimiento, hasta que el coste de la escalada demográfica alarmó incluso al primer ministro conservador Benjamin Netanyahu, que lo modificó estableciendo una cantidad fija. Pero ningún efecto disuasivo sobre la reproducción jaredí resulta aún visible en el Muro Occidental, donde miles de jóvenes varones con kipás negras y oscilantes tirabuzones se arremolinan en torno a sus danzarines y barbudos padres.
Una luna creciente, amarilla como la piedra caliza de Jerusalén, asciende en lo alto sobre la amurallada Ciudad Vieja, y los jaredíes empiezan a regresar masivamente a sus casas —a pie, ya que en el sabbat no se permite el uso de ningún transporte motorizado— junto a sus mujeres embarazadas y sus hijas. La mayoría se dirigen a Mea Shearim, uno de los barrios más grandes de Jerusalén, que está deteriorándose visiblemente bajo la presión de tanta gente. El conocimiento erudito de la Torá rinde poco o nada económicamente; la mayoría de las mujeres jaredíes trabajan en cualesquiera empleos que puedan encajar entre las tareas relativas al cuidado de sus hijos, y más de una tercera parte de las familias se hallan por debajo del umbral de la pobreza. Los vestíbulos y escaleras de los altos y desvencijados bloques de pisos están abarrotados de cochecitos de bebé. El aire apesta a exceso de desperdicios, alcantarillas al límite de su capacidad y —lo cual resulta sorprendente para un lugar donde el sabbat no puede circular ningún vehículo— gases de escape de motores diésel. Dado que muchos jaredíes insisten en que la combustión ininterrumpida de carbón en las plantas de la Compañía Eléctrica de Israel constituye un sacrilegio por trabajar en sabbat, antes de la puesta de sol ponen en marcha cientos de generadores portátiles en los sótanos de Mea Shearim para mantener las luces encendidas. Los tradicionales zemirot (himnos) que en el sabbat se escuchan en torno a las mesas se cantan sobre el ruido de fondo de su monótono estruendo.
Cuatro kilómetros al norte de Mea Shearim, la tierra se alza formando unas elevaciones de piedra caliza. Una colina situada justo encima de la Línea Verde, Ramat Shlomo, alberga una antigua cantera de la que se extrajeron las losas de cimentación de casi diez metros que Herodes utilizó para construir los muros del Segundo Templo. En 1970, no mucho después de tomar la zona, Israel plantó allí un bosque. A diferencia de los primeros bosques del Fondo Nacional Judío (FNJ) —hileras perfectas de eucaliptos australianos o pinos de Alepo en régimen de monocultivo, financiados con las monedas ahorradas por niños judíos de todo el mundo en latas de colecta azules del propio FNJ—, este era un bosque mixto que incluía algunos robles, coníferas y pistachos autóctonos. El joven bosque fue declarado reserva natural, una designación ante la que los palestinos protestaron, alegando que la verdadera intención de ello era impedir el crecimiento de una aldea árabe cercana, Shuafat. Sus sospechas se confirmaron cuando, en 1990, el bosque fue arrasado para dejar espacio a un nuevo barrio jaredí de Jerusalén, o un nuevo asentamiento judío en Cisjordania, según quién lo describa.
«Pelamos la colina entera», admite Dudi Zilbershlag, rabino jasídico y colono de Ramat Shlomo. Zilbershlag, fundador de Jaredíes por el Medio Ambiente —una organización sin ánimo de lucro cuyo nombre en hebreo también puede traducirse como «Temor por el Medio Ambiente»—, lamenta ese hecho. «Pero luego —añade en tono animado— la replantamos.»
En su sala de estar, Zilbershlag sorbe un té de escaramujo, rodeado de estanterías de madera noble con puertas de cristal que contienen varias hileras de volúmenes encuadernados en piel de literatura cabalística y talmúdica. También hay un cajón reservado a menorás de plata, candeleros para el sabbat y copas para el kidush. Zilbershlag, un cincuentón robusto con una amplia sonrisa, espesos payot grises colgando en rizos a cada lado de su kipá negra y una barba gris que se prolonga hasta el chaleco negro que lleva sobre la camisa blanca y las franjas rituales, es también el fundador de la mayor organización benéfica de Israel, Meir Panim, una red de comedores sociales. Su grupo ecologista ultraortodoxo se centra principalmente en temas urbanos: el ruido, la contaminación del aire, las calles congestionadas, la incineración de basura a cielo abierto y los ubicuos envoltorios de comida basura que tapizan los abarrotados barrios jaredíes. Pero sus intereses personales van más allá: afectan a la preservación de la naturaleza.
«Según la gematría [numerología cabalística] —explica—, las palabras “Dios” y “naturaleza” son equivalentes. De modo que la naturaleza es lo mismo que Dios.»
No hacen falta milagros, sostiene, para saber que Dios existe. «Yo veo a Dios en los detalles de la naturaleza: los árboles, los valles, el cielo, el sol.» Sin embargo, en lo que constituye un misterio que quizá solo un cabalista puede resolver, señala que la supervivencia judía ha dependido de milagros que han implicado el dominio de Dios sobre la ley natural e incluso la suspensión de esta. «Un ejemplo clásico es cuando Israel dejó Egipto. Él hizo abrirse los mares.»
Este acto estuvo precedido por otros milagros antinaturales: el agua convertida en sangre, nubes de ranas en el desierto, una noche que duró tres días, el granizo que afectó selectivamente a las cosechas egipcias, y la muerte que se llevó solo al ganado y a los primogénitos egipcios. Todas esas intervenciones divinas se conmemoran en el Séder de Pésaj, que se inicia con los niños judíos formulando cuatro preguntas tradicionales sobre el simbolismo de esa primera noche de la pascua judía. Las respuestas, que se dan en el transcurso de la cena, relatan la milagrosa liberación de Israel de la esclavitud.
En cada rincón de la casa de Dudi Zilbershlag hay un recordatorio —un cochecito, un parque, una cuna— de los niños que han formulado esas preguntas; él y su esposa, Rivka, han tenido once hijos, y esperan ser abuelos muchas veces más. Pero ya nada es seguro en esta tierra mítica, donde la tensión entre los dos pueblos que la reclaman impregna la atmósfera. Mientras las presiones y los intereses en juego aumentan cada día —y las cifras, con cada uno tratando de superar al otro en población—, también lo hace una realidad de la que tanto judíos como árabes han empezado a ser igualmente conscientes, atravesando todo el espectro político y religioso de ambos bandos.
En la Palestina histórica —es decir, entre el mar Mediterráneo y el río Jordán en las disputadas tierras de Israel y Palestina, una distancia de apenas ochenta kilómetros— actualmente hay cerca de doce millones de personas.
Inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, los británicos, que gobernaban Palestina bajo un mandato internacional, creyeron que esta tierra, en su mayor parte desértica, podría sustentar como mucho a dos millones y medio de personas. En la década de 1930, a fin de persuadir a una dubitativa monarquía de que aquella debía ser una patria para judíos, el sionista David Ben Gurión argumentó que no había que pasar por alto la determinación y el ingenio judíos para transformar lo que los británicos consideraban una zona atrasada.
«No habrá una pulgada cuadrada de tierra que descuidemos; ni un manantial de agua que no aprovechemos; ni un pantano que no drenemos; ni una duna de arena que no hagamos fructificar; ni una colina estéril que no cubramos de árboles; no dejaremos nada intacto», escribía el que sería el primer ministro de Israel. Ben Gurión se refería a la capacidad del suelo y los recursos hídricos de Palestina para sustentar a los seres humanos, tanto judíos como árabes, que en aquellos primeros escritos imaginaba coexistiendo.
Estaba convencido de que aquella tierra podía sustentar a seis millones de personas. Más tarde, ya como primer ministro, Ben Gurión ofrecería premios a las «heroínas» israelíes que tuvieran diez o más hijos (un ofrecimiento a la larga interrumpido porque muchas de las vencedoras eran mujeres árabes). Hoy, la población jaredí de Israel se duplica cada diecisiete años. Al mismo tiempo, dado que la mitad de todos los palestinos están entrando en la edad reproductiva o acercándose a ella, la población árabe de la Palestina histórica —Israel, Cisjordania y la Franja de Gaza— podría superar a los judíos israelíes en 2016.
En ese punto, las proyecciones acerca de qué bando ganará este derbi demográfico —o lo perderá, según el punto de vista— se vuelven difusas. Históricamente, una gran parte del crecimiento de Israel ha dependido de la inmigración de judíos de otros lugares. Tras la desintegración de la Unión Soviética llegaron más de un millón de rusos. Sin embargo, la tendencia de los judíos a realizar la aliyá a Israel se ha ralentizado drásticamente. Hoy día son muchos más los judíos que se desplazan de Israel a Estados Unidos que los que lo hacen en sentido contrario. Sin embargo, dado que la tasa de natalidad de los jaredíes aumenta exponencialmente, es posible que los judíos recuperen la mayoría en la década de 2020. Al menos por un tiempo.
Hay algo aún más importante que quién lleva la delantera, y que no niegan ni los demógrafos judíos ni los árabes: si las cosas se mantienen en la misma tendencia, a mediados de este siglo el número de seres humanos apretujados entre el mar y el Jordán casi se duplicará, llegando como mínimo a 21 millones.
Ni siquiera el milagro de Jesús con los panes y los peces podría acercarse a cubrir sus necesidades. Tal implacable aritmética exige una nueva serie de cuatro preguntas.
Primera pregunta
¿Cuánta gente puede albergar realmente su tierra? Y ya puestos, dado que la influencia de esta Tierra Santa se extiende mucho más allá de sus disputadas fronteras, ¿cuánta gente puede albergar nuestro planeta?
Es esta una pregunta que, en cualquier parte de la Tierra, exige un conocimiento panorámico, destreza e imaginación si se pretende intentar darle respuesta. ¿Qué gente? ¿Qué comen? ¿Cómo se guarecen y cómo se desplazan? ¿De dónde sacan el agua que necesitan y cuánta hay a su disposición? Y el combustible, ¿de cuánto disponen y cuán peligrosos son sus gases de combustión? Y volviendo a la comida, ¿la cultivan ellos mismos? Si es así, ¿cuánta pueden cosechar?, lo que significa: ¿cuánto llueve?, ¿cuántos ríos fluyen por su tierra?, ¿cuán buenos y fértiles son los suelos?, ¿cuánto fertilizante y otros productos químicos están involucrados, y cuáles son los inconvenientes de su utilización?
La lista continúa: ¿qué tipo de casas y de qué tamaño? ¿Y hechas de qué? Si son de material local, ¿cuánto hay a mano? (aunque la mitad de Israel es un desierto, hoy ya preocupa la posibilidad de que se agote la clase de arena adecuada para la construcción, por no hablar del agua necesaria para mezclar el cemento). ¿Y qué hay de la existencia de lugares de construcción adecuados, y de todos los caminos, redes de alcantarillado y canalizaciones de gas y electricidad que deben conectarlos? ¿Y las infraestructuras de todas las escuelas, hospitales y empresas necesarios para servir y dar trabajo a… cuánta gente?
Cualesquiera respuestas completas a tales preguntas exigen la aportación de ecólogos, geógrafos, hidrólogos y agrónomos, y no solo de ingenieros y economistas. Pero en Israel y Palestina —como en todas partes— la mayoría de las decisiones no las toma ninguno de ellos. La política, que incluye la estrategia militar junto con el negocio y la cultura, ha sido aquí el árbitro definitivo desde que se iniciara la civilización, y sigue siéndolo.
El rabino jasídico Dudi Zilbershlag, conocedor del mundo de los negocios y políticamente astuto como director de una organización sin ánimo de lucro, es también un realista cultural, al menos hasta cierto punto. Acepta que Israel necesita judíos laicos además de religiosos —¿quién si no iba a sustentar a todos los talmudistas?— e incluso que, en última instancia, sus hijos y los árabes tendrán que convivir. «Debemos encontrar un lenguaje común y dejar que prevalezca la paz.»
Lo que no puede hacer, sin embargo, es imaginar siquiera la posibilidad de restringir el número de hijos que su gente trae al mundo.
«Dios trae los hijos al mundo. Él les encontrará un lugar», dice la educadora medioambiental jaredí Rachel Ladani.
Si para algunos la expresión «control de la población» evoca un escalofrío malthusiano o las pesadillas del gobierno totalitario chino, para los judíos jasídicos como Ladani y Dudi Zilbershlag resulta simplemente impensable. Ladani vive en la ultraortodoxa Bnei Brak, la ciudad más densamente poblada de Israel, situada justo en el interior de la costera Tel Aviv. Ella no ve conflicto alguno entre enseñar conciencia medioambiental y ser madre de ocho hijos. El estilo de vida jasídico de su familia se traduce en ir andando a las tiendas, a la escuela y a la sinagoga, y aventurarse solo raras veces fuera de su barrio. Ninguno de sus miembros, incluida la propia Rachel, ha subido nunca a un avión. «Mis dos hijas y seis hijos producen menos dióxido de carbono en un año —le gusta decir— que el que produce alguien que visita Israel desde Estados Unidos en un vuelo.»
Es posible. Pero todos ellos comen y necesitan un lugar donde guarecerse, lo que a su vez requiere materiales de construcción y toda la infraestructura de comunicación; como ocurrirá con su miríada de descendientes. Y pese a la proximidad de los servicios —en un área de dos manzanas hay tiendas de comestibles, carniceros kosher, puntos de venta de falafel y muchas tiendas que venden productos para bebés y pelucas (una cobertura aceptablemente modesta para la cabeza de las mujeres ortodoxas; la de Rachel es de color caoba, con un corte estilo paje)—, resulta evidente que los austeros jaredíes no son inmunes a las tentaciones modernas, devoradoras de energía. En Bnei Brak hay coches aparcados por todas partes: en las líneas divisorias de la calzada, medio subidos a las aceras… Las motocicletas inundan unas calles abarrotadas de casas erizadas de antenas parabólicas.
Es esta la concentración humana más tupida del norte de Israel, su mitad no desértica, que con 740 habitantes por kilómetro cuadrado tiene la mayor densidad de población de todos los países del mundo occidental. (Holanda, la más densa de Europa, tiene 403 habitantes por kilómetro cuadrado.) Entonces, ¿qué cree Rachel Ladani que ocurrirá cuando la población de su país se duplique en 2050? ¿O a nuestro mundo, que, según las Naciones Unidas, a mediados de siglo puede albergar a casi 10.000 millones de seres humanos?
«No tengo que pensar en ello. Dios creó el problema, y Él lo solucionará.»
Antaño había un bosque de pinos cerca, donde la madre de Rachel, una inmigrante rusa, le enseñó los nombres de las flores y los pájaros. Cuando tenía solo diez años conoció a una arquitecta paisajista; una doble revelación, ya que ella no sabía que existía algo llamado «arquitectura paisajista» ni que hubiera mujeres que trabajan. Cuando se casó, a los diecinueve años, no le dijo al rebe que oficiaba la ceremonia que también se había matriculado en el Technion, el Instituto de Tecnología de Israel. Tardó cinco años en graduarse, ya que durante ese tiempo también tuvo tres hijos.
Ella y su marido, Eliezer, director de una escuela para alumnos con dificultades de aprendizaje, se las arreglaron para tener otros cinco aun cuando Rachel trabajaba para mantener hermosa su abarrotada ciudad. Cuando tenía cuarenta años descubrió el principal grupo de expertos medioambientales de Israel, el Centro Heschel de Aprendizaje y Liderazgo Medioambiental de Tel Aviv. Como el Technion, no era ortodoxo, pero le abrió los ojos y cambió su vida sin cambiar su fe.
«El medio ambiente es como la Torá. Forma parte de ti», les dice a las niñas a las que da clase en varias escuelas religiosas. En un país donde antaño los escolares entonaban canciones patrióticas sobre los sionistas que transformaban la tierra cubriéndola de hormigón, ella les enseña a abrir los ojos viendo brotar las semillas y observando con atención la naturaleza hasta que empiecen a ver realmente. Cita una antigua midrash —un comentario rabínico sobre la Torá— en la que Dios le muestra a Adán los árboles del Edén, diciéndole: «Mira mis obras, cuán hermosas son. Todo lo que he creado lo he creado para ti».
Sin embargo, como señalaba Jeremy Benstein, uno de los fundadores del Centro Heschel, en el libro de 2006 The Way into Judaism and the Environment, en la misma midrash Dios pasa luego a advertirle a Adán: «Ten cuidado de no corromper y destruir Mi mundo, porque si lo arruinas nadie vendrá detrás a enderezarlo».
Citando esas palabras, Benstein respondía al optimismo teológico de los profundamente devotos en el sentido de que, de un modo u otro, Dios no nos fallará si hacemos lo correcto a Sus ojos. «Se nos invita —recordaba en su libro— a no depender de milagros para solucionar nuestros problemas. Dios deja claro que no vendrá nadie a limpiar lo que ensuciemos.»
Benstein creció en Ohio y estudió en Harvard antes de trasladarse a Israel, donde obtuvo un doctorado en antropología medioambiental en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Junto con otros emigrantes de Estados Unidos, fundó el Centro Heschel y ejerció la docencia en el Instituto Arava, un centro de investigación sobre la sostenibilidad establecido en un kibutz del sur de Israel. Las Intifadas le aclararon dos cosas con respecto a la población: que esta ejercía un enorme impacto en el medio ambiente conjunto palestino-israelí, pero que hablar de ello era casi un tabú.
«Se debe a que todavía nos estamos reponiendo de la aniquilación de una tercera parte de los judíos del mundo», comenta sentado a horcajadas en una silla en la biblioteca del Centro Heschel. El Holocausto, que llevó a las Naciones Unidas a dividir Palestina en dos a fin de crear una patria judía, aquí está siempre presente. «La significación de 6.000 millones [la población mundial entonces] —escribía en su libro de 2006— debería en justicia quedar en un segundo plano con respecto a los 6 millones [de judíos que murieron en el Holocausto].» Sobre todo, añade, teniendo en cuenta que un millón de los judíos sacrificados eran niños.
«Hay menos judíos en el mundo ahora que en 1939. Nosotros nos vemos como cualquier población indígena diezmada por la cultura occidental. Tenemos derecho a reponernos.»
Sin embargo, Benstein, él mismo padre de gemelos, sabe que el mundo ha tardado solo doce años en pasar de los 6.000 a los 7.000 millones de habitantes. Al examinar la Torá y los tratados bíblicos en busca de consejos medioambientales, como el edicto que aparece en el Éxodo (23, 11) decretando que se deje la tierra en barbecho cada séptimo año, también ha buscado pistas acerca de qué era exactamente lo que Dios quiso decir cuando ordenó a los humanos que fueran fecundos y se multiplicaran.
«Parece haber un límite implícito, puesto que no se dice: “Sed fecundos y multiplicaos indefinidamente, o todo lo que podáis”. Se dice: “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la Tierra”.»
Benstein, que en Harvard se había graduado en lingüística, ha sondeado el lenguaje rico en matices del Génesis. «Si nos tomamos esto en serio, entonces llegará un momento en que habremos cumplido aquel mandato, y entonces podremos parar. La pregunta pasa a ser: ¿cuándo?; ¿hemos llegado allí ya? Y los rabinos no saben responder a la cuestión de qué significa que la Tierra se llene. Esa es una cuestión para ecólogos.»
En el Génesis, sin embargo, encuentra una pista interesante. Se produce después de cuarenta capítulos de hombres tomando a mujeres y las posteriores listas de linajes y generaciones de hijos. Las gentes del Antiguo Testamento no tenían ningún problema en obedecer el mandato de multiplicarse, algo que hacían con vigor y frecuentemente con lujuria. Pero entonces llegó José, uno de los trece descendientes del patriarca Jacob.
José tuvo dos hijos antes de interpretar el sueño del faraón egipcio. En ese punto, escribe Benstein, «dejó de procrear ante la hambruna que sabía que se avecinaba. El Talmud utiliza este ejemplo para afirmar: “Está prohibido mantener relaciones conyugales en época de hambruna”».
Un pasaje talmúdico paralelo, añade, «ve la prohibición como un llamamiento al control de la población al señalar claramente: “Cuando veas que una gran privación invade el mundo, mantén a tu esposa sin hijos”».
Pero un mero recuento de personas, dice Benstein, no explica totalmente el hambre y la sed que afligen a una gran parte de la humanidad, y que se prevé que empeoren gravemente durante este siglo. Mientras que la población humana se ha cuadruplicado en los últimos cien años, él calcula que nuestro consumo de recursos, medido en función del producto interior bruto mundial conjunto, se ha multiplicado por diecisiete. Este atracón en el bufet planetario lo han disfrutado relativamente pocos, y a expensas de muchos. La distribución desigual de los bienes, que causara guerras e infortunios ya en tiempos bíblicos, nunca ha sido tan acusada como hoy.
Pero el consumo y la población, reconoce, son dos caras de la misma moneda. A medida que esta gira cada vez más deprisa, plantea preguntas que trascienden el ámbito de su dividida nación, porque el mundo entero siente cada vez mayor vértigo a consecuencia de unas fuerzas que giran vertiginosamente fuera de control.
EL AGUA
Segunda pregunta
Si, para tener un ecosistema lo bastante robusto como para asegurar la supervivencia humana, tenemos que evitar que la población mundial crezca por encima de los 10.000 millones —o incluso reducirla por debajo de los 7.000 millones que ya ha alcanzado—, ¿existe una manera aceptable y no violenta de convencer a la gente de todas las culturas, religiones, nacionalidades, tribus y sistemas políticos del mundo de que redunda en su propio interés hacerlo? ¿Hay algo en sus liturgias, historias o sistemas de creencias —o cualquier otra razón— que potencialmente acepte la idea aparentemente antinatural de limitar lo que más naturalmente se nos ocurre, a nosotros y a todas las demás especies: hacer copias de nosotros mismos?
Ayat Um-Said sabe una: «No la religión. La realidad».
Con grandes ojos pintados con sombra de ojos azul que complementa su hiyab de color lavanda y su abrigo de lana púrpura, echa una rápida mirada a su madre. Ruwaidah Um-Said, protegida por un vestido de terciopelo verde y un pañuelo de lana negro del frío de enero, se apoya en el brazo de la silla de plástico blanco y enumera las edades de sus hijos: «Veinticinco, veinticuatro, veintitrés, veintidós, veinte, diecinueve, dieciséis, catorce, trece y diez». Seis chicos y cuatro chicas. El más joven se apoya en su rodilla, envuelto en una sudadera negra con cuello de cremallera sobre un jersey de cuello alto y cubierto con una chaqueta de nailon forrada de borreguillo. El único calor que hay en su hogar —tres habitaciones en la planta baja de un bloque de hormigón de cinco pisos en al-Amari, un campo de refugiados que hoy se ha convertido en un barrio permanente de la ciudad cisjordana de Ramallah— es el que emana de los cuerpos de las personas que allí viven, de las que siempre hay en abundancia.
Ruwaidah nació aquí en 1958, diez años después de que su familia fuera expulsada de Lod —o Lydda— cuando se creó el Estado de Israel. Por aquel entonces su padre tenía un huerto de granados, naranjos y limoneros, y también cultivaba cebollas, rábanos, espinacas, judías verdes, trigo y cebada. «Él siempre imaginó que volveríamos, de modo que se negó a comprar propiedades aquí. —Observa a su alrededor las húmedas paredes azules que ha visto toda su vida, desnudas salvo por el zócalo de madera, de un azul más oscuro—. Las Naciones Unidas poseen esta tierra —espeta—. Nosotros poseemos la casa.»
A medida que varios miles de refugiados de al-Amari fueron comprendiendo gradualmente que no volverían a sus aldeas en un futuro próximo, a lo largo de una década el hormigón y el mortero vinieron a reemplazar las tiendas de la ONU. Después de otra década y de la guerra de los Seis Días, cuando ya no había fronteras porque todo se había convertido en territorio de Israel, su padre los llevó a ver su tierra. Todavía tenía una escritura de propiedad, pero daba igual. Finalmente se rindió cuando sus árboles desaparecieron bajo una pista de aterrizaje de lo que hoy es el Aeropuerto Internacional Ben Gurión.
Algo más fue cambiando gradualmente. «Toda familia palestina tenía a alguien en la cárcel, o herido, o muerto. De modo que las familias que solían tener cinco o seis hijos comenzaron a tener más.» Ruwaidah señala una foto de la escuela de su hijo de trece años, Yassim. «Cuando te matan a un pariente, tienes otro hijo para que lleve su nombre. Y vamos a necesitar muchos más —añade volviéndose hacia a su hija Ayat— para liberar toda la tierra.»
Ayat sonríe dulcemente, pero menea la cabeza. «Solo dos», dice.
Ruwaidah se encoge de hombros impotente. Todas sus hijas quieren solo dos, confiando en que sean uno de cada sexo.
«Todos los de mi edad —dice Ayat— están hartos de vivir seis en una habitación. ¿Y quién puede permitirse tantos niños? La vida está muy cara.»
No hay ningún lugar donde puedan cultivar sus propios alimentos; y aunque lo hubiera, dado que a menudo el agua mana de los grifos de Cisjordania solo dos veces por semana, tampoco podrían regar. La ONU solía repartirles azúcar, arroz, harina, aceite para cocinar y leche, pero se terminó el presupuesto. «La única posibilidad de ganarse la vida —dice Ayat rodeando con los brazos a su hijo Zacariah y su hija Rheem— es la educación. Que cuesta dinero.»
Dos de sus hermanos fueron a la universidad. Al otro, milagrosamente, le pagan por jugar al fútbol en Noruega. Para los demás, los empleos son escasos y por lo general muy mal pagados. «Y ahora, con la mayor parte de Israel cerrado, encontrar trabajo es aún más difícil.»
Los muros que se alzan sobre Ramallah y las interminables esperas en los ubicuos controles militares israelíes hacen que sea casi imposible ir a donde podría haber trabajo; o, de hecho, ir a cualquier parte. Las mujeres embarazadas dan a luz mientras esperan para pasar; una incluso le puso «Control» a su bebé. Los muros de seguridad son visibles prácticamente desde cualquier punto de Cisjordania, y en muchos sitios separan a los agricultores de sus olivares. Como los asentamientos israelíes —en realidad ciudades, con edificios altos, centros comerciales, parques industriales y crecientes periferias de casas rodantes—, obligan a los palestinos a apiñarse en zonas cada vez más estrechas.
Con la vivienda tan escasa y todo el mundo tan apretujado, en las mezquitas ya no se predica sobre los bebés. «De todos modos, eso no es asunto del imán», espeta Ayat.
«Eso es exactamente lo que quieren que pienses los israelíes», dice una vecina que acaba de entrar, envuelta en un hiyab con flecos de color marrón.
«Así que dejemos ya que los políticos liberen Palestina, que no nos pidan que lo hagamos nosotros teniendo muchos niños. ¿Cómo es que el propio Arafat tenía solo una hija? —Ayat ha visto en televisión que los políticos israelíes pagan a los jaredíes para que tengan más bebés—. Aquí, cuantos más bebés tienes, más pagas tú.»
Al menos la clínica de la ONU sigue distribuyendo DIU gratis.
En Belén, Abir Safar estudia un mapa mural del territorio de Cisjordania, que tiene forma de habichuela. Allí donde la habichuela se curva hacia dentro está Jerusalén. Belén, su ciudad natal, está solo unos kilómetros más abajo.
Abir se formó como ingeniera química en la Universidad de Ciencia y Tecnología de Jordania. Aquí, en Belén, trabaja como especialista en hidrología en el Instituto de Investigación Aplicada de Jerusalén (ARIJ), una entidad palestina. Lleva vaqueros, un suéter negro sobre un jersey de cuello alto de color lima, un colgante de oro y el largo cabello castaño descubierto. Ella y su marido viven en casa de la familia de él, que, como la mayoría de las casas de aquí, se va volviendo cada vez más alta. Con el lugar de nacimiento de Jesús cercado por los muros de seguridad israelíes —o «muros de segregación», como los llaman los palestinos—, no hay otra opción.
Para ella eso no tiene ningún sentido. Si Israel sigue fragmentando Palestina, jamás podrá formarse un Estado palestino viable. Pero si sigue manteniéndose como un solo Estado, los judíos se arriesgan a terminar siendo la minoría numérica. La única forma en que una minoría podría mantenerse en el poder sería por medio del apartheid, no de la democracia. Por otra parte, Abir, que se acerca a la cuarentena, solo ahora está esperando su primer hijo. Otras profesionales palestinas también han pospuesto la maternidad, y hoy las chicas quieren educación y empleos antes que bebés.
Aun así, pasará un tiempo antes de que la presión de los números se reduzca, y mientras tanto hay otras preocupaciones más inmediatas. «Nosotros compartimos los acuíferos de Cisjordania con Israel —dice Abir—, pero no hay una gestión global de toda la cuenca.»
Lo que significa que solo la gestiona Israel, y a Palestina no se le permite explotar nuevos pozos. Las principales zonas de recarga del importante Acuífero de las Montañas Occidentales de la región ahora caen dentro del ondulante muro de seguridad. Sin embargo, las tres cuartas partes de las aguas subterráneas que se originan en las tierras altas de Cisjordania van a Israel. «Y además —dice Abir—, los asentamientos cogen la que quieren», incluso para mantener llenas sus piscinas. Los palestinos afirman que los israelíes obtienen 280 litros de agua por persona y día, mientras que ellos apenas obtienen 60. Las directrices de la Organización Mundial de la Salud recomiendan al menos 100.
Los ecologistas israelíes coinciden en que es una locura que la mitad de la preciosa asignación de agua de su país se destine a la agricultura, que produce solo el 1 por ciento de la renta de Israel. Aunque el país ha sido pionero en técnicas como la irrigación por goteo y el reciclaje de aguas negras para los cultivos, ellos argumentan que cultivar plantas sedientas como el algodón y flores para vendérselas a Europa, o patatas para Polonia, donde seguramente pueden cultivarse las suyas, equivale a exportar su recurso más vital. («La buena noticia —señala el Jerusalem Post— es que en 2020 todos los israelíes beberán aguas residuales recicladas. La mala es que puede que no haya bastante.»)
El río Jordán es ahora una acequia fétida que se abastece de un lago cuyo nombre evoca el conflicto, puesto que no tiene uno, sino tres: lago Genesaret para los judíos, lago Tiberíades para los palestinos y mar de Galilea para los cristianos. Dado que el río forma parte de la frontera internacional de Israel con un país que toma su nombre de él, la cuenca ribereña del Jordán es una zona militar restringida, de modo que Palestina no tiene acceso a ella. Jordania se lleva una parte, al igual que Siria, que controla una parte de su cabecera. (El resto está en los Altos del Golán, que Israel le arrebató a Siria en 1967 y que no le va a devolver; los ataques aéreos israelíes sobre los proyectos de la Liga Árabe para desviar dichas aguas ayudaron a desencadenar la guerra de los Seis Días.)
Hoy, todas las aguas del Jordán menos un 2 por ciento están ya repartidas cuando dejan el lago. El hilillo que llega al mar Muerto es el sobrante de su paso por campos o piscifactorías, lleno de pesticidas, fertilizantes, hormonas, residuos de pescado y aguas residuales sin tratar. Los peregrinos que intentan bañarse en el punto donde la tradición dice que Jesús fue bautizado y Josué cruzó a Tierra Santa suelen contraer sarpullidos; o vomitar, en el caso de que traguen un poco de aquella agua sagrada que antaño fue pura.
Más del 90 por ciento de las aguas negras de Cisjordania fluyen sin tratar al medio ambiente. Hasta 2013 solo había un vertedero controlado, cerca del lago Genesaret/Tiberíades; finalmente se abrió otro para Belén y Hebrón. La mayoría de los residuos sólidos, sin embargo, se queman o simplemente se dejan pudrir en el desierto. Pero no son solo residuos palestinos.
«Los asentamientos vierten libremente aguas negras sin tratar en las tierras de labranza palestinas —dice Abir—. Muchos tienen fábricas que no aplican las leyes medioambientales israelíes.» Sus equipos de campaña, que viajan por carreteras secundarias después de que las principales rutas fueran cerradas a los palestinos tras la última Intifada, intentan rastrear el efluente de las plantas de pesticidas y fertilizantes que se trasladaron a Cisjordania después de que en Israel se cerraran por orden judicial.
«Todo eso fluye al acuífero del que también bebe Israel. Nosotros sostenemos que se están envenenando a sí mismos.» Pero Israel no va a dar permiso a los palestinos para construir más plantas de tratamiento de aguas residuales a menos que acepten tratar también las aguas residuales de los asentamientos judíos. «Algo que no haremos, porque son ilegales —dice mientras juguetea con su colgante—. Es un callejón sin salida.»
Eso, además, agotaría su ya limitado presupuesto, dado que actualmente hay un tercio de millón de judíos viviendo en los asentamientos de Cisjordania. Luego está la Franja de Gaza, un millón y medio de personas en un pedazo de tierra de 40 kilómetros de largo y entre 6 y 11 de ancho cuya población se duplica cada doce o quince años. Se sospecha que Israel se retiró unilateralmente de allí en 2005 porque hoy día su Acuífero Costero está tan agotado que del 90 por ciento de los manantiales de Gaza brotan residuos de lechos sépticos o agua del mar. Aunque las tuberías del Acueducto Nacional de Israel pasan directamente por allí, transportando el agua del lago Genesaret al desierto del Néguev, en el sur, que tiene la intención de desarrollar en un futuro inmediato, la parte que vende a los palestinos cubre solo el 5 por ciento de las necesidades de Gaza.
Dos pueblos, genéticamente casi idénticos, según algunas versiones enemigos desde que las dos celosas esposas de Abraham/Ibrahim, Sara y Agar, engendraran, respectivamente, a los judíos y a los árabes, peleándose por un reseco pedacito de tierra, aunque uno de ellos con una desmedida influencia en el mundo, histórica, religiosa y políticamente.
Sin embargo, en otro aspecto, el ecológico, ¿qué importancia tiene su diminuto cajón de arena al borde del mar, y su población conjunta de alrededor de 12 millones de habitantes —apenas una 584.ª parte de la población actual del planeta—, en un mundo que se acerca a los 10.000 millones de almas?
Mucho más de lo que el mundo cree, piensa Yossi Leshem. A menos, claro está, que uno alce la vista.
EL CIELO
Tercera pregunta
¿Cuánto ecosistema se requiere para mantener la vida humana? O dicho de otro modo, ¿qué especies o procesos ecológicos son esenciales para nuestra supervivencia?
O dicho aún de otro modo, ¿en qué punto nuestra arrolladora presencia desplaza a tantas otras especies que a la larga acabamos por expulsar del planeta algo de lo que, sin ser conscientes de ello, dependía nuestra propia existencia hasta que ya es demasiado tarde; algo sin lo que no podemos vivir en absoluto?
En realidad, Yossi Leshem empezó mirando abajo, desde un risco en los montes de Judea. Debería haber estado en el laboratorio de ornitología de la Universidad de Tel Aviv, correlacionando las longitudes de los picos de currucas con sus dietas para su máster en biología. En lugar de ello, desesperado por estar en plena naturaleza, se había ofrecido voluntario para ayudar a otro científico a observar ejemplares de ratonero moro. La primera vez que su robusto cuerpo descendió haciendo rápel hasta un nido, para anillar a tres polluelos de ratonero, se quedó enganchado a las rapaces.
Pasó de las currucas a estudiar el águila perdicera, una gran ave de presa que habita en África, Asia y el sur de Europa. En Israel se habían llegado a registrar al menos 70 parejas, pero en 1982 solo quedaban 16. Leshem decidió averiguar por qué y ver si algo podía salvarlas. No tardó mucho en descubrir la causa.
En la década de 1960, Israel había soltado 50.000 pollos bañados en estricnina para erradicar un brote de rabia atribuido a un aumento de la población de chacales, el cual, a su vez, resultaría deberse a un aumento de la población humana. Los chacales se atiborraban de cadáveres de pavos, gallinas, terneros y vacas acumulados en los rebosantes vertederos adonde iban a parar los desechos de las granjas. El éxito de la operación de los pollos —que también mató a mucha fauna silvestre y probablemente causó la extinción del leopardo de Galilea— vino a reforzar sobremanera la creencia de los funcionarios en las ventajas del veneno. A medida que el número de personas iba creciendo y la agricultura se intensificaba, los cielos israelíes se llenaron cada vez más de aviones que fumigaban con DDT y organofosfatos. Las águilas perdiceras, al alimentarse de perdices chucar y palomas envenenadas, empezaron a desaparecer. Aunque actualmente el DDT está prohibido, el volumen de pesticidas por área de cultivo usados en Israel es todavía el más elevado del mundo desarrollado. En 2011 solo quedaban ocho parejas de águilas.
El mayor descubrimiento de Leshem, sin embargo, llegó a comienzos de la década de 1980, cuando investigaba sobre otra rapaz en peligro para su doctorado, un poderoso carroñero llamado buitre torgo. A fin de hacerse una mejor idea de su número, contrató a un piloto para sobrevolar el desierto del Néguev, en el sur de Israel, durante la migración de otoño. Lo que vio desde el aire le asombró. Bandadas de pájaros de todos los tamaños, grandes, pequeños y medianos. Millones de ellos.
Su piloto le mencionó que, poco antes, una colisión con un abejero cerca de Hebrón había destruido un jet de cinco millones de dólares de la Fuerza Aérea Israelí (IAF). De repente Yossi Leshem supo lo que debía estudiar. Pronto se hallaba en el cuartel general de la fuerza aérea, examinando los archivos en busca de incidentes con pájaros que se hubieran estrellado contra aviones militares. Como media se producían tres colisiones graves cada año. Entre 1972 y 1982, vio que se habían perdido más aviones y habían muerto más pilotos en colisiones con pájaros que en incursiones enemigas.
«Las diferentes aves migratorias llegan en épocas distintas y a diferentes alturas —informó Leshem, que era veterano de cuatro guerras y oficial de la reserva, a la IAF—. ¿No les gustaría saber exactamente cuándo y dónde?»
La fuerza aérea le proporcionó un planeador motorizado. Durante los dos años siguientes pasó 272 días siguiendo a oscilantes nubes de pájaros cantores, bandadas de gansos en forma de «V» y bandadas de grullas, cigüeñas y pelícanos que sobrevolaban las arenas del Néguev, las tierras de labranza de Galilea y los bosques de pinos del Fondo Nacional Judío. Luego informó al cuartel general de que aquella no era simplemente una ruta migratoria aviar; era la ruta. Todos los años, mil millones de pájaros atravesaban el espacio aéreo israelí. Dado que sobre las grandes extensiones de agua no hay corrientes térmicas en las que viajar, muchas aves que emigran estacionalmente entre África y Europa o Asia occidental evitan el Mediterráneo. Algunas cruzan por el estrecho de Gibraltar o saltan de Túnez a Italia a través de Sicilia, pero la mayoría —280 especies distintas— sobrevuelan directamente Israel y Palestina, la encrucijada entre los tres continentes, donde siempre hay corrientes de aire caliente que se elevan desde tierra.
En relación con su superficie, escribió Leshem en su tesis doctoral, Israel ostentaba el récord mundial de aves migratorias, y también el de aviones militares en el aire en cualquier momento dado. Evitar más colisiones, informó a la fuerza aérea, requería dos cosas. La primera era una estación de radar. Por fortuna, en aquel momento la desintegración de la Unión Soviética se traducía en una liquidación de equipamiento militar, y encontraron una estación de seguimiento meteorológico de Moldavia, valorada en 1,6 millones de dólares, que se vendía por 20.000. Además, el antiguo general judío de la URSS que la manejaba aceptó desplazarse a Israel y adaptarla a la investigación ornitológica.
La segunda cosa que necesitaban era la cooperación con los vecinos de Israel, a fin de que los observadores de aves de otros países pudieran advertirles cuando las migraciones se dirigieran hacia ellos. Leshem convenció a la IAF de que le dejara ponerse en contacto con las fuerzas aéreas de Turquía y Jordania, y conseguir que los ornitólogos palestinos y jordanos compartieran información con sus colegas israelíes. Él ya conocía a ornitólogos del Líbano, de Egipto e incluso de Irán. La información de Siria podía obtenerla de manera indirecta, a través de una delegación de BirdLife International en Ammán.
Estas relaciones, y la estación de radar camuflada que instalaron junto a la autopista Jerusalén-Tel Aviv, redujeron las colisiones en un 76 por ciento y ahorraron una cantidad estimada de 750 millones de dólares en aviones perdidos o dañados, por no mencionar las vidas de los pilotos (y las de los pájaros). Y probablemente bastante más. Si algo amenaza alguna vez la viabilidad de este estrecho corredor aéreo, o el ecosistema que debajo de él alimenta y da refugio a las aves migratorias cuando se detienen, afectará a mucho más que Israel y Palestina. Las aves no son simplemente vistosas y musicales; son también polinizadoras, difusoras de semillas y comedoras de insectos. Los ecosistemas de una gran parte de África y Europa serían inimaginables, y posiblemente se desmoronarían, sin este cuello de botella.
No solo los cazas lo amenazan. Los buitres torgo que estudiaba Yossi Leshem han desaparecido del Néguev, al igual que los enormes quebrantahuesos que solían anidar más arriba del mar Muerto, en Masada. Antes de que se pierdan más especies, ha iniciado una campaña nacional contra los pesticidas, utilizando a los propios pájaros como alternativas. Conscientes de que la lechuza común que antaño anidaba en las construcciones agropecuarias de madera hoy no encuentra refugios decentes en las modernas estructuras metálicas, Leshem, sus colegas y cientos de escolares israelíes, palestinos y jordanos han colocado cerca de 2.000 ponederos en campos agrícolas.
«Un par de lechuzas comen alrededor de cinco mil roedores al año. Multiplícalo por dos mil —dice Leshem—. Así los granjeros dejan de usar pesticidas fuertes. Tal vez no podamos impedírselo a todos, pero de los 826 pesticidas utilizados en Israel podemos reducir el uso de los peores. —Se ajusta la kipá de punto que cubre sus poblados rizos grises—. Nuestros recuentos de esperma han bajado ahora un 40 por ciento. Nuestras tasas de cáncer han aumentado en esa misma proporción. Todo por las hormonas y pesticidas. En el valle de Jule han usado tantas sustancias químicas que ello ha afectado a la capacidad cognitiva. Lo sabemos porque llevan veinte años haciendo pruebas a sus hijos. Ahora están haciéndoselas a sus nietos.»
El valle de Jule, justo al norte del lago Genesaret, es donde inverna la grulla común. En la década de 1950, la marisma de Jule —la zona biológicamente más rica de Oriente Próximo— fue drenada a fin de reconvertir la tierra para la agricultura. Israel comprendió demasiado tarde que el humedal había sido el filtro del lago. Los nutrientes de nitrógeno y fósforo que antaño absorbía fluían ahora libremente al Genesaret, junto con tanta cantidad de turba que la fuente de agua más importante de Israel se hallaba en peligro de convertirse en un estiércol verde pobre en oxígeno.
Grullas, valle de Jule, Israel
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Hubo que volver a inundar 3.000 hectáreas de Jule para evitar la muerte del lago Genesaret. Pero eso era menos de una décima parte del antiguo humedal que antaño alimentaba a las aves acuáticas en su migración. Los granjeros amenazaban con envenenar a todas las grullas que arrasaban sus campos de cacahuetes, junto con los 70.000 pelícanos y 100.000 cigüeñas blancas que saqueaban las piscifactorías de carpas y tilapias, hasta que Leshem y sus colegas consiguieron subvenciones que permitieron esparcir miles de kilos de maíz y garbanzos para las grullas, y criar peces mosquito en el lago de Jule para las cigüeñas y pelícanos.
En lo que hoy constituye una atracción turística invernal diaria, 30.000 estridentes grullas son alejadas de los campos de cacahuetes de Jule por un tractor que arroja granos de maíz sobre la tierra esponjosa, con la nieve sobre los Altos del Golán como telón de fondo. Es un espectáculo surrealista en este árido corredor, donde quedan tan pocos sitios húmedos para unas aves que vuelan la tercera parte de una vuelta completa al mundo para reabastecerse. Si Jule desapareciera por completo, podría producirse una cascada de desastres ecológicos desde Rusia hasta Sudáfrica.
Desde una estación de anillado que estableció en una ladera rocosa en los terrenos de la Knesset israelí, Yossi Leshem mira al este por encima de Jerusalén, hacia Jordania, e imagina lo que el profeta Jeremías debía de haber visto cuando señaló: «Hasta la cigüeña en el cielo conoce sus tiempos determinados; la tórtola, la golondrina y la grulla guardan el tiempo de sus migraciones».1
«Él no necesitaba radar. Contemplaba un cielo lleno de al menos el triple de las aves que vemos hoy. Y más aún.»
Por entonces la población de Jerusalén era de menos de 2.000 habitantes. El desierto, debajo, debía de estar lleno de flores de salvia, oxalis rosa y cardo. Una espesa capa verde de robles, pistachos y olivos rebosaría de currucas, paros, pinzones, abejarucos, gorriones y nectarinias. De los montes de Judea vendrían guepardos, leones, lobos y leopardos para cazar ciervos rojos, gacelas, órix, asnos salvajes e íbices. Hoy quedan algunas de esas aves. La mayoría de las demás han desaparecido.
«Nuestras reservas naturales son meros fragmentos de aquel antiguo ecosistema —dice Leshem—. Somos un país del tamaño de Nueva Jersey, con nuestra mitad superior completamente superpoblada. Estamos llenos de carreteras y muros de seguridad que dividen las manadas de gacelas e íbices en poblaciones que no pueden entrar en contacto unas con otras. Una gacela macho necesita dominar a un grupo de hembras. De repente aparece ese muro y no puede llegar a ellas. Lo mismo ocurre con las mangostas y los lobos; recorren setenta kilómetros en una noche para encontrar una presa. Los pájaros vuelan. Pero los mamíferos y los reptiles tienen un problema.»
Con un gesto señala hacia los montes de Judea, en la linde de la ciudad, donde aún queda una manada de veinte gacelas. «Los perros salvajes dan caza a sus terneros. Su futuro es dudoso.»
Y el de la gente también, añade. «Los palestinos están muy fragmentados. Como la fauna.»
EL DESIERTO
En lo más profundo del Néguev, en las arenas del valle de Arava, justo en el extremo sur de Israel, hay una reserva natural vallada para los mamíferos que aún perviven. Entre ellos está el órix blanco, que los cruzados tomaron por unicornios. Ya extinguido salvo por unos cuantos especímenes en zoológicos de otros continentes, se cría aquí con la esperanza de reintroducirlo en sus ecosistemas originarios. En la reserva, los leopardos de Arabia, caracales, lobos y hienas se mantienen en jaulas, pero los órix, íbices y otros ungulados vagan libremente a lo largo de un circuito de cinco kilómetros que los turistas pueden recorrer en coche. Hay incluso avestruces, aunque estos sean sustitutos somalíes de la subespecie local original, el avestruz de Arabia, que aquí se vio por última vez en estado salvaje en 1966.
A diez minutos de distancia está Ketura, el kibutz donde tiene su sede el Instituto Arava, que ofrece un programa de estudios medioambientales de posgrado para árabes y judíos. Los miembros del cuerpo docente, que enseñan energías renovables, gestión de aguas transfronterizas y agricultura sostenible, son israelíes y palestinos; muchos estudiantes proceden también de Jordania, solo a unos kilómetros al este. La filosofía rectora de Arava es que el medio ambiente es un derecho de nacimiento compartido y una crisis compartida; una crisis cuya urgencia supera todas las diferencias políticas, culturales y económicas que dividen a la gente.
En el comedor comunitario para estudiantes y kibbutznik se sirven leche de la vaquería del kibutz y abundantes pepinos, tomates y verduras frescos. La costumbre de comer ensalada en las tres comidas diarias, un hábito que comparten israelíes y palestinos, se remonta a los años de los pioneros en que la carne era un lujo, y puede explicar el hecho de que ambos pueblos se encuentren entre los que tienen la esperanza de vida más alta del mundo —casi ochenta años— pese a todos los pesticidas ambientales. Algunos de ellos se utilizan incluso aquí; los ingresos del kibutz Ketura se derivan principalmente de los huertos de palmeras datileras no autóctonas, una especie vulnerable a un escarabajo cuya hembra pone los huevos en los huesos de los dátiles, lo cual da lugar a una descendencia que ataca los árboles. La vigilancia química para protegerlos es una tarea que los israelíes no quieren y que los palestinos, con su movilidad y sus permisos de trabajo fuertemente controlados por la ocupación militar, no podrían hacer ni siquiera aunque quisieran. Como resultado, la población de Tierra Santa se ve aumentada todavía más por miles de trabajadores agrícolas inmigrantes tailandeses, incluido un contingente en el kibutz Ketura para realizar tales tareas tóxicas.
Los mal pagados trabajadores tailandeses, que en su tierra eran cazadores, complementan su dieta en Israel con trampas y hondas para cazar gacelas, tejones, chacales, zorros, conejos, jabalíes y hasta vacas y perros. Usando trampas adhesivas, capturan roedores, pájaros, ranas, salamandras, serpientes y lagartos. Dado que las leyes dietéticas kosher solo permiten el sacrificio de animales domésticos, pocos israelíes cazan. Pero la ya escasa fauna, como escribía Alon Tal, uno de los fundadores del Instituto Arava, en su libro Pollution in a Promised Land, se ha visto críticamente mermada por 30.000 tramperos tailandeses. Solo en los Altos del Golán, estima que han exterminado al 90 por ciento de la población de gacelas.
Tal, un hombre pulcro de cincuenta y pocos años con una perilla gris, se cuenta entre los pocos ecologistas israelíes que se han atrevido a abordar un tema delicado en una nación fundada para rescatar una cultura abocada a la aniquilación. «Nuestra tierra está abarrotada. Puede que los futuros historiadores identifiquen el actual callejón sin salida como una de las mayores tragedias de Israel.» Según Tal, que es vicepresidente del Partido Verde de Israel, la cuestión demográfica llegó a un punto muerto a causa de las subvenciones que recompensan a las familias ultraortodoxas por tener más hijos. «A su muerte, un judío ortodoxo medio deja una progenie de cien. ¡Piense solo en los pañales!»
Las presiones que esos pañales encarnan se vuelven letales no solo para el medio ambiente, sino también para la gente, cuando judíos y palestinos reclaman el mismo pedazo de tierra. La bendición de su longevidad común no hace sino acrecentar aún más su rivalidad demográfica. Como profesor de ecología en la Universidad Ben Gurión, Tal ha diseñado numerosos proyectos medioambientales con colegas palestinos, especialmente para la gestión conjunta de las aguas. «Pero la población es la base de todo. Si no la abordamos pronto, será demasiado tarde. Seremos ecológicamente estériles y socialmente insostenibles. Yo dejaría todo lo demás para poner esto sobre la mesa. Pero es muy difícil.»
Alon Tal conduce media hora hacia el sur desde Ketura hasta la ciudad más meridional de Israel, Eilat. Al otro lado de la frontera, en un hotel de la cadena Days Inn en Aqaba, Jordania, va a pronunciar un discurso en una reunión de antiguos alumnos del Instituto Arava, jóvenes jordanos, judíos y palestinos que ahora trabajan para organismos gubernamentales y entidades sin ánimo de lucro como planificadores y científicos medioambientales. De camino, pasa ante las plantas desalinizadoras israelíes del golfo de Aqaba, que transforman agua salada en agua potable. Una de las razones por las que la gente niega, o cuestiona, la amenaza de la superpoblación, dice Tal, es el optimismo tecnológico de su país. La fe en que Israel podía hacer florecer un desierto alentó donaciones de judíos de todo el mundo, que se tradujeron en inventos como el riego por goteo. Cuando David Ben Gurión comprendió que la Tierra Prometida de la que manaban leche y miel carecía de un ingrediente crucial en el Oriente Próximo contemporáneo —el petróleo—, el reto que lanzó a los físicos judíos internacionales para que hallaran el modo de explotar el único recurso abundante de su nación, la luz del sol, dio origen al moderno panel solar de tejado.
La convicción existente aquí de que los seres humanos pueden encontrar infinitas formas de extender la capacidad de sustentación de esta tierra no es exclusiva de los judíos. Tareq Abu Hamed, un palestino que dirige el Centro de Energías Renovables y Conservación Energética de Arava, está llenando el campus de paneles fotovoltaicos. Su objetivo es perfeccionar la electricidad de origen solar para dividir las moléculas de agua en sus componentes, oxígeno e hidrógeno, y luego almacenar este último en un medio de base bórica para utilizarlo a voluntad como combustible libre de carbono.
«Esta región tiene el nivel de radiación solar más alto del mundo. Podemos reducir la contaminación y volvernos energéticamente independientes», explica.
Sin embargo, las soluciones técnicas a lo que limita la existencia de Israel y Palestina chocan con ciertas realidades. Las plantas desalinizadoras de Eilat están hoy rodeadas de gigantescos montones de sal. Parte de ella se vende como sal del mar Rojo para acuarios, y otra parte como sal de mesa kosher. Pero los mercados no pueden absorber más, y verter la sal sobrante en el Golfo produciría un exceso de salinidad peligroso para la vida marina. Asimismo, se requiere una formidable cantidad de energía para hacer pasar el agua del mar por los filtros de ósmosis inversa. En Israel, que no solo carece de petróleo, sino también de ríos que represar para obtener energía hidroeléctrica, la energía proviene de las plantas alimentadas por carbón que cubren su costa mediterránea. En 2011, la escasez de agua llegó a ser tan grave que, en virtud de un decreto de emergencia, las plantas desalinizadoras israelíes empezaron a funcionar las veinticuatro horas del día, quemando aún más carbón.
Más energía solar parecería un remedio obvio, pero la ventaja de la luz del sol de Oriente Próximo se ve comprometida por el hecho de que a 45 °C, una temperatura que se alcanza con frecuencia en Arava, la eficacia de los paneles solares disminuye. «Estamos trabajando para solucionar eso», dice Tareq Abu Hamed mientras se enjuga la cabeza rapada.
Sin embargo, las temperaturas no dejan de subir. Si el patriarca Jacob volviera —pasó cerca de allí hace cuatro mil años cuando iba a reunirse con su hijo José, que estaba advirtiendo a los egipcios de la escasez que se avecinaba—, exceptuando que hay bastante menos fauna, el paisaje todavía le parecería familiar. La principal vegetación, ahora como entonces, es una especie de acacia resistente a la sequía, que es la fuente de alimento de gacelas, íbices, insectos y pájaros. «Toda la agricultura del valle de Arava se basa en ellas —explica el ecólogo Elli Groner, colega de Abu Hamed en Arava—. Ellas mantienen el suelo en su lugar, y también su agua.»
El problema es que las acacias están muriendo debido al descenso de las precipitaciones.
«Si desaparecen, se producirá un colapso total del ecosistema, lo que los ecólogos denominan un “cambio de fase”, de un estado a otro nuevo. No sabemos cómo será el nuevo. Nadie puede predecirlo.»
La Autoridad de Protección de la Naturaleza de Israel ha aconsejado regarlas. Groner, que aquí dirige la investigación ecológica a largo plazo, se quita las gafas de montura metálica y señala el valle reseco con un gesto. «¿Con agua del lago Genesaret? ¿De las plantas desalinizadoras?»
La agencia forestal de Israel, añade, «hizo lo único que sabe hacer. Empezaron a plantar nuevas acacias. Los donantes del Fondo Nacional Judío ahora pueden adoptar una acacia en Israel, para reemplazar a otra muerta».
Los ecólogos especializados en demografía a menudo hablan de la denominada «falacia de los Países Bajos»; el hecho de que tantos holandeses en un territorio tan densamente poblado tengan un nivel de vida tan alto no prueba que los seres humanos puedan prosperar en un entorno esencialmente antinatural y artificial. Como todos los demás, los holandeses necesitan cosas que solo un ecosistema puede proporcionar; por fortuna, pueden permitirse comprar esas cosas en otra parte. Del mismo modo, Israel sobrevive gracias al excedente (y la generosidad) de otros.
Supongamos, no obstante, que el precio del combustible de transporte necesario para traer plátanos, arándanos o cereales a través de los océanos se vuelve prohibitivamente caro, debido a su escasez o a lo que quemar combustible emite a la atmósfera. Si Israel, Palestina o cualquier lugar de la Tierra se ve alguna vez obligado a ser autosuficiente, tendrá que afrontar numerosas necesidades humanas, así como el hecho de que los humanos dependen de otros seres vivos, que requieren suelo y agua suficientes para prosperar.
Dicha supeditación afecta no solo a israelíes y palestinos; en Tierra Santa, ellos ni siquiera son los más fecundos. Antes las familias beduinas, calcula Alon Tal, podían tener una media de hasta catorce hijos, que sería la más alta del mundo. Dado que siempre han sido nómadas que han vagado por el desierto, nadie lo ha sabido nunca a ciencia cierta. Pero desde luego hay muchos de ellos.
Dado que solo le queda el Néguev para construir más ciudades y bases militares, Israel está reclamando tierras donde los beduinos tradicionalmente h