A paso lento

Igor de Amicis

Fragmento

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La noche era como un manto pesado entre los edificios y las calles.

El viejo caminaba a paso lento.

El leve roce de los zapatos sobre el asfalto subrayaba el esfuerzo de su avance. Atado a la correa, el perro se adaptaba dócil a aquel paso incierto. Un movimiento coordinado y cómplice que los hacía parecer similares, con esa semejanza inexplicable e injustificada que se genera con el pasar de los años. De todos aquellos años transcurridos desde que el viejo, que entonces no lo era, encontró un cachorro abandonado al lado del contenedor. Herido y ensangrentado, gimoteaba desconsolado por el dolor que le habían provocado los golpes de quien se divirtió apaleándolo. El hombre se lo había llevado con él y, ante la perpleja mirada de su mujer, lo había cuidado, curado y alimentado. Y después de mil dudas había decidido no darle un nombre, no hacía falta, lo llamaba simplemente perro. Entre ellos se entendían y se reconocían de forma plena, y bastaba una señal del amo para comunicarse. Juntos habían atravesado las estaciones y los años, juntos habían crecido y envejecido en las calles de aquel barrio. Juntos lo habían visto cambiar y transformarse.

En otra época, fue un barrio bonito, de familias, con jardincitos cuidados, tiendas, restaurantes y millares de sillitas de paseo que se cruzaban por las aceras entre sonrisas y saludos. Pero después las cosas cambiaron, el césped cortado fue sustituido por malas hierbas y suciedad, los antiguos negocios cerraron para dejar paso a casas de apuestas y salones de masajes, las sillitas de paseo desaparecieron, los niños crecieron y las familias se mudaron. Todo sucedió lentamente, de manera casi imperceptible, un paso detrás de otro, como una marea que sube implacable hasta ahogarte. Y ahora del viejo barrio quedaban solo él y su mujer, en el pequeño apartamento del quinto piso, sin hijos crecidos, sin sillitas de paseo vacías, pero con el perro que lentamente cojeaba a su lado.

El viejo ensayó un gesto de cariño hacia el animal, dio un ligero tirón a la correa, el mínimo necesario para hacerle girar el hocico. Hombre y perro se miraron a los ojos, un diálogo mudo de reconocimiento y afecto, y en silencio continuaron su paseo.

El viejo meditaba resignado sobre el paso del tiempo. Se abrigó con su pesado abrigo, alzándole el cuello para refugiarse de aquel aire frío que se le metía hasta los huesos. Sintió el reconfortante peso en el bolsillo e intentó, en la medida de lo posible, acelerar el paso. Su mujer estaba en casa sola y no quería hacerla esperar mucho, después de tantos años juntos ya no estaban acostumbrados a encontrarse solos, no podían alejarse mucho tiempo, pero sobre todo no lo deseaban. Se habían vuelto indispensables el uno para el otro. O quizá siempre lo habían sido.

El viejo sonrió acordándose de la muchacha de dieciséis años que había conocido al terminar la guerra: cabello rubio, ojos resplandecientes y la sonrisa descarada de quien tiene toda la vida por delante. Solo el cabello había cambiado, volviéndose gris; los ojos y la sonrisa seguían siendo los mismos, aunque ya no les quedara tanto tiempo por delante.

El viejo aceleró de nuevo. El perro se adaptó a regañadientes a aquel ritmo que era más rápido de lo habitual.

Dejaron atrás un edificio de viviendas con las ventanas tapiadas. La puerta estaba atrancada y se encontraba entero lleno de pintadas y dibujos obscenos. En otra época, hace mucho tiempo, había sido un cine del que no recordaba ni siquiera el nombre, ahora no era nada. Las farolas de la calle estaban rotas, solo una iluminaba el empedrado de forma intermitente. Llegaron a la esquina de la calle, ante la oficina de correos abierta tres días a la semana que ya solo tenía como única función dispensar la limosna a los pensionistas del barrio.

Los chicos estaban allí. Tirados en los escalones de la entrada y la rampa para las sillas de ruedas. Piernas estiradas, risotadas vulgares y una buena cantidad de botellas de cerveza vacías. Apiladas una sobre otra como soldados caídos en una batalla, una batalla que distaba de ser honorable. El viejo oía su conversación llena de insultos y obscenidades, pero siguió como si nada. Caminaba en silencio fijando la vista en la acera que tenía delante, a pesar de que sabía que no pasaría desapercibido. Aquellos muchachos estaban allí todo el tiempo, día y noche, en la esquina de aquellas cuatro calles, borrachos y aburridos, con sus drogas baratas y la imperiosa necesidad de encontrar algo que hacer.

Hasta que al fin algo encontraron.

Robaban a los viejos su pensión. A fuerza de ver a ancianas que salían de la oficina de correos dirigiéndose inseguras hacia casa con el bolso apretado bajo el brazo, habían comenzado a pensar que… «en el fondo, a los viejos no les hace falta el dinero…, total, solo lo meten bajo el colchón…, pasaron la guerra, están acostumbrados a comer pan y cebolla…».

Así habían comenzado los tirones. Al principio eran ocasionales, rápidos, casi temerosos, tratando de no causar demasiados problemas. Después, poco a poco, las cosas fueron cambiando. Tenían más dinero en el bolsillo, más droga en la nariz y en las venas, y más ganas de seguir teniéndola. Una creciente sensación de omnipotencia e impunidad, garantizadas por el silencio y el miedo, los había hecho más atrevidos, más arrogantes, pero sobre todo más malvados. Los asaltos se habían vuelto violentos, ancianas por los suelos, hombres golpeados y ellos que desaparecían a bordo de una escúter sin matrícula, con el casco integral bien apretado. Todo el mundo sabía que eran ellos, pero nadie parecía poder hacer nada y todo les resultaba cada vez más fácil, casi un juego de niños. Lo llamaban «ir al cajero». «Vamos al cajero» era la expresión que usaban cuando le echaban el ojo a una anciana con un peinado pasado de moda que intentaba llegar a casa.

Pero por las noches la oficina de correos estaba cerrada y ellos no tenían nada que hacer, sino beber e imaginarse valientes y fuertes. Héroes de grandes hazañas, que en realidad se encontraban en un pozo sin fondo. Muertos antes incluso de haber estado vivos. Reían, gritaban y trataban de derrotar al silencio de la noche.

Uno de ellos, apurando la enésima botella de cerveza, vio a través del fondo verdoso la figura confusa y lenta del viejo con su perro, recogiéndose en la oscuridad. El alcohol y el aburrimiento le llenaron la mente, se levantó de los escalones de la oficina de correos y les hizo un gesto a sus amigos murmurando la palabra «cajero»… No era la mejor de las ocasiones, pero se le estaba acabando el dinero del bolsillo, no sabían qué hacer, y, ¿qué quieres?…, cuando no hay nada mejor, uno debe conformarse.

Los otros asintieron. A ellos todo les parecía bien. Se alzaron siguiendo a su amigo y acercándose al viejo.

El hombre oyó cómo las risas se apagaban de repente, percibió sus sombras alargándose hacia él bajo la luz de la farola intermitente. El perro comenzó a gruñir, enseñando sus pequeños dientes consumidos por la edad. El viejo sonrió por dentro lleno de valor.

—Hola, abuelo, hoy se te ha hecho tarde.

—Pero ¿no sabes que es peligroso andar por ahí a estas horas?

—Me parece que este vejestorio ha perdido la cabeza.

—¿Y el perro sí te parece normal?

Los muchachos se reían acercándose al viejo, bloqueándole el paso. El hombre no respondía, mantenía la cabez

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