Índice
Cubierta
Noches azules
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Notas
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Este libro es para Quintana
1
En ciertas latitudes hay un lapso de tiempo, al acercarse el solsticio de verano y los días posteriores, unas semanas como mucho, en que los crepúsculos se vuelven largos y azules. Este periodo de las noches azules no tiene lugar en la California subtropical, donde yo viví durante gran parte del tiempo del que voy a hablar aquí y donde el final de la luz del día es brusco y queda perdido en el resplandor del sol poniente, pero sí que ocurre en Nueva York, que es donde vivo ahora. Se puede ver ya a finales de abril y principios de mayo, un cambio de estación, no es exactamente que afloje el frío –de hecho, el frío no afloja para nada– y sin embargo de repente el verano parece próximo, una posibilidad, una promesa incluso. Pasas por delante de una ventana, paseas hasta Central Park y te encuentras bañada en el color azul: la luz en sí es azul, y al cabo de una hora más o menos este azul se acentúa, se intensifica aun mientras se oscurece y se apaga y se aproxima finalmente al azul del cristal en un día despejado en Chartres, o al de la radiación de Cherenkov que emiten las varas de combustible de las piscinas de los reactores nucleares. Los franceses llaman a esta hora del día «l’heure bleue». Nosotros la llamamos «el crepúsculo». La misma palabra «crepúsculo» reverbera, despierta ecos –crepitación, crescendo, corpúsculo, crisálida–, lleva en sus consonantes las imágenes de persianas que se cierran, de jardines que se oscurecen, de ríos flanqueados de hierba que se deslizan entre las sombras. Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre) uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido. Este libro se titula «Noches azules» porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición.
2
26 de julio de 2010.
Hoy sería su aniversario de boda.
Hoy hace siete años que sacamos de sus cajas las guirnaldas de flores y echamos el agua en la que venían sobre la hierba de delante de la catedral de San Juan el Divino de Amsterdam Avenue. El pavo real blanco desplegó la cola. El órgano sonó. Ella llevaba jazmines de Madagascar blancos enhebrados en la gruesa trenza que le colgaba a la espalda. Se echó un velo de tul sobre la cabeza y los jazmines de Madagascar se soltaron y cayeron. La flor de plumeria que tenía tatuada justo debajo del omóplato se le veía a través del tul. «Vamos allá», susurró ella. Las niñas con guirnaldas de flores y vestidos de color claro fueron dando brincos por el pasillo de la iglesia y se acercaron por detrás de ella al altar elevado. Terminados todos los discursos, las niñas salieron detrás de ella por las puertas principales de la catedral y pasaron rodeando a los pavos reales (los dos pavos reales azules y verdes iridiscentes y el pavo real blanco) hasta la casa capitular. Allí había sándwiches de pepino y berros, una tarta de color melocotón de Payard y champán rosado.
Todo elegido por ella.
Elecciones sentimentales, cosas que ella recordaba.
Y también yo las recordaba.
Cuando ella dijo que en su boda quería sándwiches de pepino y berros, yo me acordé de ella poniendo los platos de sándwiches de pepino y berros en las mesas que habíamos colocado alrededor de la piscina para el almuerzo de su decimosexto cumpleaños. Cuando ella dijo que en su boda quería guirnaldas de flores en lugar de ramos, yo me acordé de ella con tres o cuatro o cinco años bajando de un avión en el aeródromo Bradley Field de Hartford, llevando la guirnalda de flores que le habían dado al marcharse de Honolulú la noche anterior. Aquella mañana estaban a seis grados bajo cero en Connecticut y ella no llevaba abrigo (no lo había llevado cuando salimos de Los Ángeles para ir a Honolulú y no había entrado en nuestros planes ir a Hartford), pero ella no había visto problema alguno. Los niños con