Especiales (Traición 3)

Scott Westerfeld

Fragmento

Sin invitación

Sin invitación

Las seis aerotablas se deslizaban entre los árboles con la elegancia y la rapidez de unas cartas lanzadas por un crupier sobre una mesa de juego. Los que las montaban esquivaban risueños las ramas cargadas de hielo, con las rodillas dobladas y los brazos estirados. A su paso dejaban una lluvia cristalina de carámbanos diminutos que caían de las hojas de los pinos, lluvia que se veía resplandeciente a la luz de la luna.

Tally lo percibía todo con una claridad glacial; notaba el viento helado en sus manos desnudas y la fuerza de gravedad variable que mantenía sus pies pegados a la tabla. Cada vez que aspiraba el aire del bosque, los zarcillos de los pinos le impregnaban la lengua y la garganta con su aroma, espeso como el almíbar.

El aire frío parecía acartonar los sonidos; el faldón de la cazadora de la residencia que llevaba puesta restallaba como una bandera azotada por el viento, y sus zapatos de suela adherente crujían al rozar la superficie de la tabla cada vez que viraba. Fausto estaba poniéndole música de baile a todo volumen a través de la antena de piel, pero en el mundo exterior reinaba el silencio. Por encima del ritmo frenético de la música, Tally oía cada uno de los movimientos, por leve que fuera, que efectuaban sus nuevos músculos revestidos de monofilamentos.

Entrecerró los ojos para protegerlos del frío, pero las lágrimas agudizaban aún más su visión. Los carámbanos de hielo la azotaban cual haces centelleantes, y la luz de la luna lo cubría todo con un baño de plata, dándole el aspecto de una vieja película gris que cobraba vida en momentos fugaces.

Eso era lo que tenía ser un cortador, que todo era glacial, como si el mundo le lacerara a uno la piel.

Shay descendió en picado para ponerse al lado de Tally y, rozando sus dedos un instante, le sonrió. Tally intentó devolverle el gesto, pero algo se le revolvió en el estómago al mirar su rostro. Aquella noche los cinco cortadores iban de incógnito, con los iris negros ocultos bajo lentillas de un tono apagado y la mandíbula afilada de una perfección cruel suavizada por máscaras de plástico inteligente. Se habían convertido en imperfectos con la intención de colarse en una fiesta en el parque Cleopatra.

Para el cerebro de Tally, aún era demasiado pronto para jugar a disfrazarse. Solo llevaba dos meses siendo especial, pero cuando miraba a Shay esperaba ver la nueva perfección cruel y maravillosa de su mejor amiga, no el disfraz de imperfecta que llevaba aquella noche.

Tally inclinó la tabla hacia un lado para esquivar una rama cargada de hielo, separándose de Shay. Se concentró en el mundo resplandeciente que tenía a su alrededor, y en ondular el cuerpo para que la tabla se deslizara entre los árboles. La ráfaga de aire frío le sirvió para volver a centrar la atención en el exterior, no en la sensación de añoranza que tenía en su interior, derivada del hecho de que Zane no estuviera allí con los demás.

—Ahí delante tenemos una fiesta llena de imperfectos. —Las palabras de Shay se abrieron camino a través de la música, fueron captadas por un chip que llevaba en la mandíbula y se extendieron por la red de antenas de piel hasta percibirse como un susurro en el oído—. ¿Seguro que estás preparada para esto, Tally-wa?

Tally inhaló una amplia bocanada de aquel aire frío que tan bien le iba para aclarar la mente. Aún tenía los nervios a flor de piel, pero volverse atrás en aquel momento sería totalmente aleatorio.

—No te preocupes, jefa. Esto va a ser glacial.

—Por fuerza. Al fin y al cabo, se trata de una fiesta —dijo Shay—. Venga, metámonos en la piel de unos imperfectillos felices.

Algunos de los cortadores soltaron una risita, mirándose sus rostros de pega los unos a los otros. Tally tomó conciencia de nuevo de la máscara que llevaba puesta, de un grosor milimétrico, con bultos y protuberancias de plástico que semejaban granos y defectos propios de una cara imperfecta, bajo los cuales se ocultaba una fantástica red de tatuajes flash que no paraban de girar. Una serie de fundas dentales de aspecto irregular tapaban su afilada dentadura, e incluso sus manos tatuadas se veían cubiertas por una capa de piel artificial.

Antes de salir, Tally se había mirado en el espejo. Su aspecto era propiamente el de una imperfecta: desgarbada, mofletuda, con la nariz torcida y una expresión de impaciencia, impaciencia por cumplir años, por someterse a la operación que la dotaría de una mente chispeante y por mudarse al otro lado del río. En otras palabras: tenía el aspecto de una quinceañera aleatoria cualquiera.

Aquel era el primer ardid de Tally desde su transformación en una especial. Imaginaba que a partir de entonces estaría preparada para lo que fuera, con todas aquellas operaciones que le habían llenado el cuerpo de nuevos músculos helados y reflejos que reaccionaban con la velocidad propia de una serpiente. Y luego se había pasado dos meses de instrucción en el campamento de cortadores, viviendo en plena naturaleza sin apenas dormir y sin provisiones.

Pero había bastado un vistazo en el espejo para que su confianza flaqueara.

Tampoco le ayudaba el hecho de que hubieran entrado en la ciudad por los barrios residenciales de Ancianópolis, sobrevolando hileras interminables de casas ensombrecidas, todas ellas iguales. El tedio aleatorio del lugar en el que se había criado le transmitió una sensación viscosa que se extendió por el interior de sus brazos, sensación que se vio potenciada por el tacto del uniforme reciclable de la residencia en su nueva piel, de una sensibilidad extrema. Los árboles podados del cinturón verde parecían apiñarse a su alrededor, como si la ciudad tratara de aplastarla para que recuperara la mediocridad que había dejado atrás. Le gustaba ser especial, estar en plena naturaleza y sentirse glacial y mejor, y no veía la hora de regresar al exterior, lejos de la ciudad, y quitarse aquella máscara de imperfecta que le tapaba la cara.

Tally apretó los puños y escuchó la red de antenas de piel. La música de Fausto y los sonidos de los demás la envolvieron, con la suave respiración de cada uno de ellos y el soplo del viento en sus rostros. La parecía que casi podía oír el latido de sus corazones, como si la creciente excitación de los cortadores resonara en sus propios huesos.

—Separaos —ordenó Shay al ver las luces de la fiesta cada vez más cerca—. Que no se note que vamos en grupo.

La formación de los cortadores se disgregó. Tally se quedó con Fausto y Shay, mientras que Tachs y Ho se desviaron hacia la parte alta del parque Cleopatra. Fausto reguló el volumen de la caja de resonancia y la música se perdió entre el silbido del viento y el rumor lejano de la fiesta.

Tally respiró nerviosa y por un momento percibió el olor de la multitud imperfecta, una mezcla de sudor y alcohol derramado. El equipo de sonido de la fiesta no utilizaba antenas de piel; la música retumbaba de un modo rudimentario a través del aire, dispersando ondas so

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