Secta letal (Juan Cabrillo 5)

Clive Cussler

Fragmento

1

Bandar Abbas, Irán En la actualidad

El viejo barco de carga llevaba fondeado fuera del activo puerto de Bandar Abbas el tiempo suficiente para despertar las sospechas de los militares iraníes. Una patrullera zarpó de la base naval cercana y navegó a gran velocidad por las poco profundas aguas turquesa hacia la nave de ciento setenta metros de eslora.

El carguero, según el nombre escrito en la popa, se llamaba Norego y tenía registro panameño, si la bandera que ondeaba en el mástil era de fiar. Tenía todo el aspecto de haber sido un barco de carga antes de ser reformado en un portacontenedores. En la cubierta se alzaban como troncos de árbol cinco botalones; tres a proa y dos a popa. A su alrededor había contenedores de brillantes colores apilados hasta justo por debajo de las ventanas del puente. Pese al gran número de contenedores, el barco se alzaba muy por encima del agua; quedaban a la vista por lo menos cinco metros de pintura roja por debajo de la línea de carga máxima. El casco era de un color azul uniforme, aunque parecía que no le hubiesen dado una mano de pintura en mucho tiempo, mientras que la superestructura estaba pintada con diversos tonos de verde. El hollín oscurecía las chimeneas gemelas hasta tal punto que era imposible distinguir el color original.

Las finas columnas de humo que salían de ellas flotaban sobre el barco como un sudario.

Habían bajado un andamio de metal por la popa y unos hombres vestidos con monos grasientos parecían trabajar en la reparación del eje del timón.

El oficial al mando de la patrullera se llevó el megáfono a la boca cuando estaban a unos cien metros del barco.

Norego —dijo en farsi—. Vamos a abordarlos. —Muhammad Ghami repitió la llamada en inglés, el idioma internacional del tráfico marítimo.

Un momento más tarde, un hombre obeso vestido con una camisa de oficial sucia y con manchas de sudor apareció junto a la borda. Hizo un gesto a un marinero y comenzaron a bajar la escalerilla.

Ghami vio los galones de capitán en los hombros de la camisa y se preguntó disgustado cómo un hombre de su rango podía haberse abandonado hasta ese extremo. La barriga del capitán del Norego sobresalía un palmo por encima del cinturón. Debajo de la gorra, que alguna vez había sido blanca, el pelo negro canoso se veía sucio y desgreñado, y, al parecer, llevaba un par de días sin afeitarse. Se dijo que los armadores no podían haber encontrado a un marino más a juego con el decrépito barco para ponerlo bajo su mando.

El oficial comprobó que uno de sus hombres estaba junto a la ametralladora calibre 50, y otro con un fusil de asalto AK-47 terciado a la espalda, antes de ordenar a un tercer tripulante que amarrase la neumática de casco rígido a la escalerilla. Apoyó la mano en la pistolera para asegurarse de que estaba tapada y luego saltó a la plataforma de la escalerilla con su segundo pegado a los talones. Mientras subía, vio que el capitán intentaba arreglarse el pelo y alisar la pechera de la camisa sucia. Unos intentos del todo inútiles.

Cuando llegó a la cubierta lo primero que vio fue que algunas de las planchas estaban levantadas y que llevaban décadas sin recibir una mano de pintura. El óxido manchaba casi todas las superficies excepto los contenedores, sin duda porque no llevaban a bordo el tiempo suficiente para sufrir los efectos de la negligencia de la tripulación. Había huecos en la barandilla que habían sido reparados con trozos de cadena, y la corrosión había hecho estragos en la superestructura hasta el punto de dar la impresión de que se desplomaría en cualquier momento.

Ghami disimuló su desagrado y dedicó al capitán un saludo impecable. El hombre se rascó la barriga antes de levantar la mano más o menos en dirección a la visera de la gorra.

—Capitán, soy el alférez Muhammad Ghami de la marina iraní. Este es el marinero Jatahani.

—Bienvenido a bordo del Norego, alférez —respondió el amo del mercante—. Soy el capitán Ernesto Esteban.

El acento español era tan cerrado que Ghami se vio obligado a repetir cada palabra mentalmente para asegurarse de haberlas entendido. Esteban era unos centímetros más alto que el alférez, pero su voluminosa barriga le obligaba a bajar los hombros y curvar la espalda, de modo que los dos hombres parecían tener casi la misma estatura. Sus ojos eran oscuros y llorosos, y su sonrisa cuando estrechó la mano del iraní dejó a la vista unos dientes amarillentos y torcidos. Su aliento olía a leche cortada.

—¿Tiene algún problema con el mecanismo del timón? Esteban maldijo en español.
—Se han trabado los cojinetes. Es la cuarta vez que pasa este mes. Los armadores, condenados tacaños, no me dejan que vaya a un astillero para que lo reparen, así que deben hacerlo mis hombres. Tendríamos que zarpar esta noche, o mañana por la mañana como muy tarde.

—¿Cuál es la carga y el destino?

El capitán golpeó con la palma uno de los contenedores. —Cajas vacías. Es para lo único que sirve el Norego. —No lo entiendo —confesó Ghami.
—Transportamos contenedores vacíos desde Dubai a Hong Kong. Los mismos que después de descargar apilan en los muelles. Nosotros los llevamos a Hong Kong para que vuelvan a llenarlos.

Esto explicaba la razón por la que la línea de flotación del barco estaba tan alta, se dijo Ghami. Los contenedores vacíos solo pesaban un par de toneladas cada uno.

—¿Qué transportará cuando vuelva?
—Apenas lo suficiente para cubrir los costes —respondió Esteban, en tono amargo—. Nadie se atrevería a confiarnos una carga más valiosa que cajones vacíos.

—Necesito ver la lista de la tripulación, el manifiesto de la carga y el registro del barco.

—¿Hay algún problema? —se apresuró a preguntar Esteban. —Lo sabré después de ver esos documentos —respondió Ghami con autoridad, para asegurarse de que el hombre desastrado le obedeciese—. Su barco está en aguas territoriales iraníes y tengo todo el derecho de inspeccionarlo a fondo si lo considero conveniente.

—Ningún problema, señor —afirmó Esteban, con voz servil. Su sonrisa apenas era una mueca—. ¿Qué le parece si salimos de este calor sofocante y vamos a mi despacho?

Bandar Abbas estaba en la curva más cerrada del estrecho de Ormuz, la angosta entrada al golfo Pérsico. En verano, las temperaturas solían rondar los cincuenta grados centígrados y soplaba poco viento. Como suele decirse, se podría freír un huevo en la cubierta.

—Muéstreme el camino —dijo Ghami, y señaló con la mano la superestructura.

El interior del Norego mostraba el mismo aspecto ruinoso. Los suelos de linóleo se veían pelados por años de pisadas, la pintura estaba desconchada en los mamparos y los fluorescentes instalados en el techo sonaban como un enjambre. Varios de los tubos se apagaban al azar, y dejaban sumidos algunos de los tramos del angosto pasillo en una oscuridad total.

Esteban llevó a Ghami y a Jatahani por una estrecha pasarela con la barandilla floja y luego por un pasillo corto. Abrió la puerta del despacho e invitó a entrar a los dos marinos con un gesto. Al otro lado del despacho, la puerta del camarote del capitán estaba abierta y dejaba a la vista una cama deshecha y las sábanas sucias en el suelo. Había una mesita atornillada al tabique y un espejo con una raja de una esquina a otra.

El despacho era rectangular y un único ojo de buey dejaba pasar una luz turbia debido a la gruesa capa de sal que lo empañaba. Unos payasos de ojos tristes pintados con colores chillones sobre terciopelo negro adornaban los tabiques. Otra puerta daba a un baño minúsculo que superaba en suciedad a cualquier urinario público de Teherán. Se habían fumado tantos cigarrillos en aquel despacho que el olor a tabaco parecía impregnarlo todo, incluso la garganta de Ghami. Pese a ser un fumador empedernido, el marino iraní sintió asco.

Esteban metió las puntas peladas del cordón de una lámpara en un enchufe junto a la mesa; maldijo cuando se produjo un chispazo pero se mostró complacido al ver que se encendía la bombilla. Se acomodó en la silla con un gruñido. Señaló a los dos marinos sendas sillas. Ghami cogió una estilográfica del bolsillo de su camisa para quitar una cucaracha muerta de la silla antes de sentarse.

El capitán buscó en un cajón de la mesa y sacó una botella de licor. Miró a los dos musulmanes, maldijo por lo bajo en español y guardó la botella.

—Aquí tiene el manifiesto. —Ofreció la carpeta al alférez—. Como le dije, la carga son los contenedores vacíos con destino a Hong Kong. —Dejó otras carpetas sobre la mesa—. El rol de la tripulación. Una pandilla de vagos, si le interesa saber mi opinión. Si quiere arrestar a cualquiera de ellos, usted mismo. Aquí tiene los documentos de registro del Norego.

Ghami echó una ojeada a la lista de tripulantes, se fijó en las nacionalidades de cada uno y verificó los documentos que los identificaban. La tripulación estaba compuesta por chinos, mexicanos y marinos de varias islas del Caribe, lo que coincidía con el aspecto de los hombres que había visto trabajando en la reparación del timón. Esteban había nacido en Guadalajara, México, y después de trabajar durante once años en la TransOcean Shipping and Freight, llevaba seis como capitán del Norego. El oficial se sorprendió al ver que Esteban tenía solo cuarenta y dos años. Parecía que ya hubiera cumplido los sesenta.

No había nada sospechoso en la documentación, pero Ghami no quería pasar nada por alto.

—Aquí dice que transporta ochocientos setenta contenedores. —Más o menos.
—¿Están en las bodegas?
—Los que no están apilados en cubierta —puntualizó Esteban.

—No quiero ofenderlo, capitán, pero un barco como este no fue diseñado para transportar contenedores. Sospecho que en sus bodegas hay espacio más que suficiente para ocultar contrabando. Quiero inspeccionar las seis.

—Hasta que reparen el timón, lo que me sobra es tiempo, alférez —manifestó Esteban, con absoluta calma—. Si quiere inspeccionar todo el barco, adelante. No tengo nada que ocultar.

En aquel momento, se abrió la puerta del despacho. Un tripulante chino vestido con un mono y sandalias se dirigió al capitán en cantonés. Esteban soltó una maldición y se levantó de un salto. La urgencia de sus movimientos alertó a los dos iraníes. Ghami se levantó con una mano apoyada en la pistolera. El capitán no le prestó la menor atención y cruzó el despacho tan deprisa como le permitía su considerable barriga. Ya casi había llegado a la puerta del baño cuando las tuberías emitieron un sonoro gorgoteo. Alcanzó a cerrar la puerta y, un segundo más tarde, escucharon el sonido de un surtidor de agua que se estrellaba contra el techo. Un nuevo olor, mucho más repugnante, llenó la cabina.

—Les pido disculpas —se excusó Esteban—. Seng ha estado intentando reparar los desagües de los baños. Por lo visto, no lo ha conseguido.

—Si esta gente oculta algo —susurró Jatahani a su superior, en farsi—, creo que prefiero no encontrarlo.

—Tienes razón —respondió Ghami—. No creo que haya ningún contrabandista en el golfo que confiara en esta bola de grasa o en su apestoso barco. —Teniendo en cuenta que el contrabando en el golfo Pérsico era una noble tradición de siglos, Ghami no pretendía hacerse el gracioso. Se dirigió a Esteban—:

Capitán, veo que está muy ocupado con el mantenimiento de su barco. Los documentos parecen estar en orden, así que no abusaré de su tiempo.

—¿Está seguro? —preguntó Esteban, que enarcó una de sus cejas—. No me importaría acompañarlo en una visita turística.

—No será necesario. —Ghami se levantó.
—Como quiera.

Salieron del despacho y Esteban los guió de regreso por los lóbregos pasillos. El resplandor del sol fue todavía más cegador después de la penumbra del camarote. Detrás del Norego, recortado sobre el horizonte neblinoso, un superpetrolero de cuatrocientos metros de eslora navegaba hacia el norte, donde le llenarían de crudo las bodegas.

Ghami estrechó la mano de Esteban en la plataforma de la escalerilla.

—Si mañana por la mañana no ha reparado el timón, tendrá que informar a las autoridades portuarias de Bandar Abbas. Quizá deban remolcar su barco hasta la rada para apartarlo de las rutas de navegación.

—No tardaremos mucho en reparar este buey —afirmó Esteban—. Está cansado, pero aún hay vida en el viejo Norego.

El alférez lo miró con evidente escepticismo. Bajó a la lancha patrullera e hizo un gesto al tripulante en cuanto él y Jatahani estuvieron a bordo. Soltaron la amarra y la embarcación se alejó a gran velocidad del viejo carguero, dejando una estela limpia y blanca sobre el agua oscura.

Desde la borda, Esteban saludó a la lancha iraní por si alguien de la tripulación lo estaba mirando, pero por lo visto procuraban alejarse lo más rápido posible del Norego. El capitán se rascó la barriga y continuó observando la patrullera hasta que se perdió en la distancia. Cuando ya no era más que un punto, un segundo hombre salió de la superestructura. Era mayor que Esteban, con una corona de pelo cobrizo alrededor del cráneo calvo. Sus ojos castaños mostraban una expresión alerta y parecía una persona de trato fácil; aunque se mantenía en buena forma física, una incipiente barriga asomaba por encima del cinturón.

—Habrá que cambiar el micrófono de tu despacho —dijo, sin preámbulo—. Sonabais como personajes griposos de dibujos animados.

El capitán se tomó un momento para quitarse los rollos de venda colocados entre los dientes y las mejillas, y la aparente gordura desapareció en el acto. A continuación, se quitó las lentillas marrones para dejar a la vista unos ojos de un color azul vivo. La transformación de un viejo marino gordinflón en un hombre apuesto se completó en cuanto se quitó la gorra y la sucia peluca. Tenía el pelo rubio y un poco más largo que el habitual corte militar. La barba de un par de días era natural, y no veía la hora de afeitarse, pero no podría hacerlo hasta después de haber salido de aguas iraníes ante la posibilidad de que tuviese que interpretar de nuevo el papel de Ernesto Esteban, capitán del MV Norego.

—Nuestra mejor imitación de las tres ardillas Alvin, Simon y Theodore —bromeó Juan Rodríguez Cabrillo.

—Me han dicho que has tenido que pulsar el botón de alarma.

Había unos controles disimulados debajo de la mesa del despacho que Cabrillo podía utilizar según la situación. Con uno de ellos llamaba a Eddie Seng, que interpretaba a un desafortunado fontanero y ponía en marcha la bomba de las tuberías de debajo del inodoro. La bomba hacía que por la taza surgiese un chorro con la fuerza de una erupción volcánica. Los productos químicos que añadían al agua para darle un olor hediondo reforzaban el engaño.

—El alférez Ghami quería jugar a ser Sherlock Holmes e inspeccionar el barco. Tenía que evitarlo —explicó Cabrillo a Max Hanley, presidente de la corporación, de la que Juan era el director ejecutivo.

—¿Crees que volverán?
—Puedes contar con ello si seguimos aquí por la mañana. —Entonces tendremos que asegurarnos de que para entonces nos hayamos largado —manifestó Hanley, con una mirada pícara.

Los dos hombres entraron en la superestructura. Fueron hasta un pequeño cuarto donde se amontonaban escobas, fregonas y artículos de limpieza que tenían todo el aspecto de no haber sido nunca utilizados. Giró los grifos de un fregadero como si estuviese manipulando la rueda de una caja de caudales. Se oyó un chasquido y la pared trasera se abrió para dejar a la vista un pasillo con una gruesa alfombra. Adiós a los tabiques de metal y al linóleo barato. Las paredes del pasillo estaban cubiertas con paneles de caoba y las lámparas de araña del techo daban una luz cálida.

Al igual que el disfraz que se había puesto Cabrillo para engañar a la marina iraní, el Norego no era lo que parecía. En realidad, ni siquiera ese era su nombre. Cambiando de orden las letras sujetadas con imanes a proa y a popa, la tripulación había creado Norego a partir del nombre original: Oregon.

Aunque originariamente se había construido para transportar madera, el barco había surcado el Pacífico durante casi dos décadas. Había llevado troncos de Canadá y Estados Unidos a Japón y a otros mercados asiáticos. El mercante de once mil toneladas había prestado un buen servicio a sus armadores, pero los años no pasaban en balde. Como cualquier otro barco viejo, se acercaba al final de su vida útil. El casco comenzó a corroerse y los motores no daban el mismo rendimiento que cuando eran nuevos. Los armadores publicaron anuncios en las revistas del ramo para venderlo como chatarra, esperando conseguir algunos dólares por tonelada.

En aquel tiempo, Juan Cabrillo acababa de poner en marcha la corporación, y necesitaba un barco. Con tal objetivo, había visitado puertos por todo el mundo, en busca del adecuado. Cuando vio las fotos del carguero, supo que había dado con su buque. Había tenido que pujar contra tres empresas de desguace, pero de todos modos lo había comprado por un precio muy inferior al de un barco nuevo. No le interesaba en absoluto la capacidad de carga. Lo deseaba por el anonimato.

El Oregon había pasado casi seis meses en un dique seco cubierto en Vladivostok, donde había sido objeto de una radical transformación. Sin hacer cambios en el aspecto exterior, habían vaciado todo el interior. Los viejos motores diesel fueron reemplazados por propulsores de tecnología punta. Los motores magnetohidrodinámicos utilizaban unos magnetos a muy baja temperatura para obtener electrones libres del agua de mar y producir electricidad en cantidades casi ilimitadas. Esta energía alimentaba cuatro turbinas que expulsaban el agua a través de un par de resplandecientes tubos de empuje vectorial con una fuerza tremenda. Esta tecnología solo se había probado en unas pocas naves, pero desde el incendio de un barco de crucero con propulsión MHD llamado Emerald Dolphin había vuelto a los laboratorios para que continuaran perfeccionándola en modelos a escala.

Dada la velocidad que ahora podía alcanzar el barco, había sido necesario reforzar el casco. Habían añadido aletas estabilizadoras y se había modificado la proa para darle la resistencia de un rompehielos. Varios centenares de kilómetros de cable recorrían toda la embarcación debido a los avanzados equipos electrónicos, que incluían desde radares militares y sonares hasta docenas de cámaras de televisión de circuito cerrado. Todo este sistema se controlaba desde una supercomputadora de Sun Microsystems.

También estaba el armamento. Dos tubos lanzatorpedos y un cañón de 120 milímetros con el sistema de tiro de un carro de combate M1A1 Abrams. Asimismo, contaba con tres ametralladoras Gatling de 20 milímetros fabricadas por la General Electric, lanzadoras de misiles superficie-superficie y múltiples ametralladoras de 30 milímetros para defender el barco. Todas estas armas estaban camufladas detrás de planchas de acero retráctiles, similares a las empleadas por las lanchas K alemanas durante la Primera Guerra Mundial. Las ametralladoras de calibre 30 milímetros estaban dentro de bidones oxidados fijados en cubierta. Bastaba accionar un interruptor en el centro de operaciones para que se abriesen las tapas y apareciesen las armas; los artilleros las disparaban por control remoto desde la seguridad del interior de la nave.

Cabrillo también había añadido unas cuantas sorpresas. La bodega situada más a popa se había convertido en el hangar de un helicóptero Robinson R44 con capacidad para cuatro pasajeros que se subía a cubierta por medio de una plataforma hidráulica. A la altura de la línea de flotación había compuertas disimuladas por las cuales se podían lanzar al agua diversas embarcaciones menores como lanchas neumáticas Zodiac y una lancha de asalto SEAL, y en la quilla había dos enormes puertas que daban a un espacio enorme llamado piscina lunar, desde donde se podían botar en secreto dos minisubmarinos.

En lo referente al alojamiento de la tripulación no se había reparado en gastos. Los pasillos y los camarotes tenían el lujo de un hotel de cinco estrellas. El Oregon disponía de una cocina que superaba la de cualquier gran crucero, con un equipo de cocineros de primera fila. Uno de los tanques de lastres colocado en los lados, con los que se pretendía hacer creer que el barco llevaba la carga máxima, estaba revestido con planchas de mármol de Carrara y tenía las dimensiones de una piscina olímpica.

Los operarios que se habían encargado de la reforma creían que trabajaban en uno de los nuevos barcos espía de la marina rusa. Para llevar a cabo ese engaño, Cabrillo había contado con la colaboración del comandante de la base donde estaba el dique seco, un almirante corrupto hasta las cejas que Juan conocía desde hacía años.

El dinero para poner en marcha la corporación y pagar las reformas del Oregon había salido de una cuenta secreta en un banco de las islas Caimán que había pertenecido a un asesino a sueldo que Cabrillo había eliminado por encargo de su antiguo empleador, la Agencia Central de Inteligencia. Técnicamente, el dinero tendría que haber ido a parar al presupuesto de operaciones encubiertas de la CIA, pero Juan había recibido la aprobación tácita de su superior inmediato, Langston Overholt IV, para quedarse con los fondos.

Cabrillo ya llevaba algún tiempo pensando en abandonar la CIA cuando Saddam Hussein invadió Kuwait el 2 de agosto de 1990 y pilló por sorpresa a toda la gente de Langley. La agencia llevaba tanto tiempo librando la Guerra Fría que cuando cayó el Muro de Berlín y se hundió la Unión Soviética no estaba preparada para los conflictos que Cabrillo ya preveía en aquella zona. La cultura corporativa de la CIA estaba demasiado arraigada para advertir el peligro que acechaba. Más tarde, cuando Pakistán probó su primera bomba nuclear y la agencia se enteró por los periódicos, llegó a la conclusión de que la inflexibilidad de la Central de Inteligencia les impedía ver que el mundo se estaba transformando tras años de dominación de las superpotencias.

Overholt nunca le había dado permiso formalmente para que formara su propia compañía paramilitar de operaciones encubiertas, la Corporación, pero él también había comprendido que las reglas estaban cambiando. En el sentido estricto, Cabrillo y su tripulación era mercenarios, y si bien el dinero para financiar la operación nunca podría ser rastreado hasta Estados Unidos, Juan no había olvidado quién le había permitido empezar. Por lo tanto, era por Overholt por lo que el Oregon había fondeado a un par de millas de la costa de Irán y fingía ser lo que no era.

Cabrillo y Hanley se dirigieron a la sala de conferencias en las profundidades del barco. Estaban reunidos cuando un radar secundario había captado que la patrullera se acercaba y Cabrillo había tenido que salir para interpretar el personaje del capitán Ernesto Esteban.

Eddie Seng se encontraba delante de una pantalla de televisión plana con un puntero láser en la mano. Lejos de ser el simple fontanero que había representado para los iraníes, era otro veterano de la CIA, como Cabrillo. Debido a su increíble capacidad para trazar planes meticulosamente y dirigir misiones, Eddie era el dire

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