La noche detenida

Javier Reverte

Fragmento

1

Vuelvo mi memoria hacia los días de Sarajevo y pienso en el í dejé, y pienso en la guerra y en la muerte, y me estremece saber que todo aquello fue tan cierto, tan furiosamente verdadero, que en ocasiones puede llegar a parecerme imaginario. Ahora al escribir sobre ello, tantos años dess, apenas distingo con claridad las fronteras entre el recuerdo, la imaginación, la realidad y la pesadilla. No he aprendido a acostumbrarme a la idea de la muerte y, para mi sorpresa, en Sarajevo, en los territorios de la infamia y el espanto, volví a amar como cuando era un muchacho. Al convocar aquellos días, con la muerte otra vez delante de mis ojos y el amor temblando de nuevo en mi alma, no sé explicarme casi nada de cuanto sucedió. Dejo que las palabras engullan mi conciencia mientras el rostro de Alma asoma desde el pasado como una llamarada que aún me quema la piel. Apenas logro dar sentido al oleaje de emociones que alteran mis sentidos y sólo acierto a pensar que pertenecemos a la noche, como ella me dijo una vez. Y que yo pertenezco a una noche en el tiempo detenida, una noche de disparos y alaridos, de susurros dulces de amor entre la carne mula de dos cuerpos que se amaron y dos corazones que an como si fuesen uno solo. Casi nunca vislumbro el alba prendidas en la eternidad de las tinieblas, cerradas al sol, noches de estrellas apagadas para siempre en el firmamento oscuro, en un profundo universo negado a la luz del día.

Todo aquello lo viví tal y como intento ahora contarlo, aunque no sepa responder a las preguntas que una y otra vez me hago desde entonces. Son cuestiones sencillas, que caminan al lado de nosotros en el breve sendero de la vida, y que la mayor parte de los días no queremos escuchar, sencillamente porque no tenemos respuestas para ellas. ¿Por qu muerte, por qué el asesinato, para qué el amor cuando se niega a abrirse a un futuro feliz? Y sobre todo: ¿por qu empeño en buscar un perfume de dignidad y ternura entre el hedor del crimen?

Hace nueve años, en el otoño de 1992, yo vivía en Par Paula, en un pequeño apartamento en la calle Roi de Sicile, no muy lejos del Hôtel de Ville y en las proximidades del Sena, cerca del lugar donde el río se rompe en dos ramales para esquivar las islas de Saint Louis y de la Cité. Yo tení cuarenta y cinco años y ella treinta y siete. Nos amá
con una rara mezcla de pasión y desánimo. Creo que consiábamos nuestras vidas de una manera semejante, dos bioías construidas sobre una leve desidia que bañ
dorosa esperanza. Pero no hablábamos sobre ello. Es probable que nos quisiéramos más incluso de lo que supon mos, pues el amor es una ventana siempre abierta a la fe en el futuro. Pero yo miraba la existencia con un sentimiento en el que latía un permanente pálpito de hastío, mientras que en sus ojos me parecía distinguir, no sé por qué, pero en especial por las mañanas, una melancolía que algunas veces llegaba a soy de las mujeres de nuestro tiempo no sea muy diferente. Hemos crecido alimentando anhelos que en muy pocas ocasiones alcanzamos. Y esa extraña sabiduría que propone una poca en la que los seres humanos conocen más que en ninguna otra lo absurdo de la existencia y de su destino, se mezcla con un terco empeño por sostener el escondido aliento de la esperanza. Quizá aquella fuese la clave de la relación que íamos Paula y yo. Hacíamos bien el amor a mediod ábamos superar la pena que acometía nuestro ón por las mañanas. Los cafés de las primeras horas del a eran amargos, y las copas de la noche sabían dulces.

Yo estaba escribiendo una novela. Intentaba una vez m cumplir mi antiguo sueño de llegar a ser un escritor sobrio y exacto, poseedor de una acerada fuerza poética y de un lido verbo que penetrase el corazón de los lectores y los identificara conmigo: quería alcanzar a escribir con dulzura y vigor discretos, como canta el agua. Había publicado ás varias novelas, que me parecieron, desde el momento en que comencé a trabajarlas, dignas de mucha mejor suerte de la que lograron después de editarse: muy escasas ventas e indiferencia por parte de la crítica. En realidad, mi carrera literaria era muy semejante a la relación que me a a Paula, esa mezcla de pasión y desánimo. Por las maanas estaba seguro de que lo más juicioso sería dejar de escribir. Pero a mediodía y, sobre todo, muchas noches, me ía un vehemente furor creativo, una irreductible deón por seguir escribiendo. En ocasiones me veí mismo como un estúpido presuntuoso. Pero otras penólo los que no se dejan vencer alcanzan a tocar con su dedos aquello que no es efímero. No renunciaba a lo perdurable y no había aprendido aún a domeñar mi orgullo.

de que decidí concentrar todos mis esfuerzos en la literatura, cuando dejé la redacción del periódico donde habí bajado durante años en Madrid y me vine a vivir a Par
te apartas del periodismo, el periodismo de inmediato se aparta de ti, por muy alto que sea tu prestigio, y el mí
a sido elevado. No obstante, gracias a aquellos añ brega periodística, todavía contaba con amigos en los puestos directivos de algunos medios de informació
do en cuando, me buscaban para encargarme algú
digno. Ganaba algo de dinero, poco más que lo justo, enviando desde París crónicas diarias a una modesta agencia de noticias madrileña y con ocasionales reportajes para unas pocas revistas y periódicos de ámbito nacional.

Paula trabajaba en una empresa especializada en el diseo de muebles futuristas. Tenía un salario bastante alto y el apartamento donde vivíamos era de su propiedad. A veces, cuando el dinero no me alcanzaba a final de mes y deb recurrir a ella, me sentía como si fuera un chulo paté decadente. Paula había nacido en París y era hija de emigrantes españoles llegados a Francia en los años cincuenta, desés de vagabundear por varios países europeos. Su car ter me confundía. Podía ser maternal en ocasiones; a menudo dulce y cálida en el sexo, y gélida y distante cuando menos podías esperarlo. Alternaba el malhumor con la ternura, la sequedad con un ludismo, y lo hacía con pasmosa naturalidad. Yo quería pensar que me admiraba y me gustaba imaginar que la causa eran mis libros, que ella hab
do con avidez, según me decía en mis momentos de á
ás bajo. Pero a veces, en los instantes de íntima relaci cuando terminábamos de hacer el amor y nos sentí bien, ella decía: «Creo que lo que más me une a ti es el sexo

La naturaleza del amor es tan extraña como la lógica del mundo. Creer en la vida no es otra cosa, en la mayor parte de las ocasiones, que intentar ser amado, de la misma forma que vivir puede no ser más que un intento de volver la espalda a la realidad del caos. Y pienso que Paula, pese a su brusquedad, pese a su seca amargura, sólo intentaba que la quisiera. Ella no se había casado nunca, aunque mantuvo largas relaciones con otros dos hombres antes de conocerme. Por mi parte, había roto mi matrimonio cuando me insen París, y apenas veía a mis dos hijos: Michael, que a diecisiete años, y Manuela, que había cumplido quince. Mi antigua esposa, una inglesa que trabajaba como alta ejecutiva para una empresa británica afincada en Madrid, a enviado a los chicos a estudiar a Inglaterra y yo só
a reunirme con ellos unos pocos días durante los veranos. Cada vez eran más distintos a mí y se me hacían m ños. A cambio de esa lejanía, Kathy nunca me ped dinero. Y el tiempo transcurría y yo comenzaba a entender que uno puede también olvidar en cierta manera a sus hijos. Sin ellos, probablemente mi vida era algo más triste, pero tamás libre. Así eran mis días en París en el otoño del 92.

ñana de principios de noviembre Paula hab salido temprano de casa. Era un día de cielo enmohecido y sobre la ciudad descendía una baba húmeda que pringaba el aire. En la prox

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos