Índice
La pasión de José Antonio
Agradecimientos
Introducción. El hombre
Primera parte. EL AMOR
El retrato
La familia de ella
La familia de él
El romance
La boda
Gredos
El despertar
La princesa
Azaña y ellos
El triángulo
La dama misteriosa
Segunda parte. LAS ANSIAS DE LIBERTAD
La Pimpinela Escarlata
El soborno
Del golpe al canje
El último órdago
Franco y José Antonio
Tercera parte. LA MUERTE
El verdugo
La víctima
El testigo
Alicante
El alzamiento
El general
El gobernador
El terror
Los bombardeos
El «paseo»
Días contados
El complot
El ministro
El juez
Los cómplices
En capilla
La pasión
La huida
La maleta
Cronología de José Antonio
Anexo I. DECLARACIONES, CARTAS Y TESTAMENTO
Anexo II. EL JUICIO DE LA IZQUIERDA
Imágenes
Fuentes consultadas
Avance de La pasión de Pilar Primo de Rivera
Portada
La pasión de Pilar Primo de Rivera
Introducción. Ella
Los cochecitos
Biografía
Créditos

La pasión de José Antonio
José María Zavala
www.megustaleerebooks.com
A la memoria de mi padre,
testigo de aquellos años de luchas,
afanes e incertidumbres
Agradecimientos
Publicado con motivo del 75 aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, acaecida el 20 de noviembre de 1936, este libro es en gran parte deudor de mis editores de Plaza & Janés, a quienes agradezco su ayuda y aliento en esta apasionante pero dura, y a veces ingrata, profesión de escritor.
Muchas de estas páginas estarían aún hoy en blanco también sin las valiosas aportaciones y sugerencias de María del Carmen Coll Hernando, María Ángeles y Rafael Garcerán, Federico von Knobloch, Pilar Cavero y Crespi de Valldaura, Carmen de León y Urquijo, el Padre Antonio, Blas Piñar, José María y Santiago Velo de Antelo y tantas otras personas relevantes que, en el transcurso de inolvidables encuentros, desgranaron sus recuerdos de José Antonio y de la dramática época que le tocó vivir.
Mi gratitud sincera a todos los autores que, antes que yo, rescataron en sus biografías la memoria de José Antonio con mayor o menor acierto.
Tampoco hubiera podido emprender esta nueva aventura literaria sin la consulta obligada de los fondos documentales custodiados en el Archivo Histórico Nacional, Centro Documental de la Memoria Histórica, Archivo del Palacio Real, Archivo del general Juan Yagüe, Archivo de la familia Von Knobloch, Real Biblioteca, Biblioteca Nacional y Hemeroteca Nacional.
Mi agradecimiento eterno a las tres personas que más quiero en el mundo: Paloma, Borja e Inés.
INTRODUCCIÓN
El hombre
A fuerza de querer exaltar la figura de José Antonio, hemos llegado a hacer de él casi un mito. Y, a mi modo de ver, su mayor importancia radica en que era un hombre como todos los hombres, capaz de debilidades, heroísmos, caídas y arrepentimientos.
PILAR PRIMO DE RIVERA Y
SÁENZ DE HEREDIA
Pese a ser uno de los personajes más estudiados en la historia reciente de España, la aureola mítica con que se ha cubierto demasiadas veces a José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia desvirtúa en parte su eminente figura, la de «un hombre como todos los hombres», en palabras de su hermana Pilar.
El libro que el lector tiene ahora en sus manos no pretende ser una biografía, como tal, del carismático fundador de Falange Española, sino un relato de los aspectos más desconocidos de su fascinante vida.
José Antonio fue, como recordaba su hermana Pilar, un hombre «capaz de debilidades, heroísmos, caídas y arrepentimientos».
Un hombre, muy hombre, en toda la extensión del término, que supo amar como el que más a una mujer en especial, pese a que un periódico español le incluyese hace ya algunos años, en un acto de flagrante injusticia, entre los homosexuales más célebres de la Historia.
Flaco favor han hecho a su legado quienes, creyendo rendir con su sigilo el mejor tributo al biografiado, callaron sus conquistas sentimentales y exageraron otros detalles importantes de su vida.
La pasión de José Antonio, parafraseando el título de esta obra, fue antes que ninguna otra la del Amor, con mayúscula.
«Los grandes hombres —escribía Blas Piñar—, los que han signado el acontecer histórico, para bien o para mal, han tenido grandes pasiones. Lo que importa no es tanto desconocerlas o aniquilarlas —como suponen ciertos espirituales—, sino encauzarlas, dominarlas y ponerlas al servicio de un gran ideal; de un gran ideal por el que valga la pena vivir y dar la vida: como lo hizo José Antonio. »
José Antonio se enamoró platónicamente de Cristina de Arteaga, hija de los duques del Infantado, a la que conoció siendo un veinteañero; nada más verla, se sintió deslumbrado por su belleza, pero pronto reparó en que era una mujer muy inteligente y culta, además de una excelente oradora ante la que también había sucumbido Emilio Castelar, quien, tras escucharla hablar en público, dijo inspirándose en ella: «El mundo está gobernado por faldas».
La ingenua relación de los dos jóvenes duró poco tiempo, hasta que Cristina de Arteaga, que barruntaba ya entonces su verdadera vocación, decidió consagrar su vida a Dios como religiosa de la Orden de las Jerónimas; hoy, su abnegada entrega aspira al reconocimiento universal en los altares.
José Antonio conoció entonces al gran amor de su vida, Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna. Era su tipo de mujer: rubia, delgada, de ojos claros… y también inteligente.
Esta vez el apasionamiento fue mutuo.
«Ella estaba enamoradísima y él también», me comentaba Pilar Cavero y Crespi de Valldaura, nieta del conde de Orgaz.
José Antonio y Pilar Azlor pensaron incluso en casarse; pero el padre de ella, enemigo político del dictador Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, a quien culpaba en parte de la caída del rey Alfonso XIII, se opuso al enlace con todas sus fuerzas.
El duque de Villahermosa tampoco estaba dispuesto a tolerar que el marquesado de Estella heredado por José Antonio de su padre prevaleciese, tras una hipotética boda, sobre los títulos históricos de su familia, una de las grandes casas aristocráticas de España; condados, ducados, marquesados y baronías que, a falta de un heredero varón, pasaron finalmente a manos de su primogénita Pilar.
José Antonio cayó en brazos así de Elizabeth Bibesco, hija del primer ministro británico entre 1908 y 1916, el liberal Herbert Asquith, y esposa del príncipe y diplomático rumano Antoine Bibesco.
Convertida en la princesa Bibesco tras su matrimonio, Elizabeth se enamoró perdidamente del líder de Falange, a quien trató de salvar la vida cuando estaba preso en Alicante, recurriendo al presidente de la República, Manuel Azaña, y a los contactos diplomáticos de su padre y de su marido en Inglaterra y en Francia.
El último amor de José Antonio fue una joven falangista de Ávila, a la que había conocido poco antes de ingresar en la madrileña cárcel Modelo y con quien mantuvo contacto epistolar hasta poco antes de su muerte, en Alicante.
Especial atención merecen también en este libro los intentos de rescate de José Antonio en la prisión de Alicante, los cuales desmenuzamos con detalle en la segunda parte; especialmente, los dos planes respaldados por la Alemania de Hitler, con el beneplácito de Franco, en los que participaron el entonces cónsul germano en Alicante, barón Von Knobloch, junto con Agustín Aznar, Rafael Garcerán y otros significados falangistas.
Analizamos el verdadero papel de Franco en los intentos de liberación de José Antonio —desde el soborno hasta el canje de prisioneros o el golpe de mano—, tratando de arrojar luz sobre los aspectos aún más sombríos, como el grado de disposición del Caudillo para rescatar al líder de Falange.
Me recordaba, en este sentido, María Ángeles Garcerán, primogénita de Rafael Garcerán, el comentario del capitán alemán Schubert a su padre cuando éste visitó a Franco en su Cuartel General de Salamanca: «Garcerán, ¿usted cree que será bueno que haya dos cabezas?», inquirió el militar.
Federico von Knobloch, hijo del entonces cónsul alemán en Alicante, ahondaba conmigo en esa misma bicefalia: «Mi padre me decía que nunca supo quién fue en última instancia el responsable de que no se salvase a José Antonio: si sus propios compatriotas alemanes, o tal vez Franco; es posible que a los alemanes no les interesara que hubiese dos mandos en España, dos cabezas…».
Finalmente, ni el asalto a la prisión, ni el soborno del gobernador civil de Alicante, ni tampoco el canje de José Antonio por el hijo de Largo Caballero o por la esposa e hijas del general José Miaja pudieron concretarse con éxito.
El destino quiso así que José Antonio fuese condenado a muerte y ejecutado poco después ante un pelotón de fusilamiento en el patio de la cárcel de Alicante.
Precisamente en los últimos instantes de su vida se centra la tercera y última parte de este libro. Conoceremos aspectos importantes de la heroica muerte del mártir, que derramó su sangre en aquel miserable patio tras reconciliarse con el Altísimo.
Asistiremos a su propio Gólgota, a su auténtica pasión.
Publicamos por vez primera las cuatro declaraciones del miliciano que descerrajó a José Antonio el tiro de gracia en la cabeza. Su nombre: Guillermo Toscano Rodríguez, nacido en Huelva el 28 de junio de 1906.
Desenmascaramos a los verdaderos responsables de su muerte, como el juez Federico Enjuto y el fiscal Vidal Gil Tirado, nombrado en sustitución del también fiscal Juan Serna para garantizar la condena a muerte de José Antonio. Fiscal y juez, por cierto, que al mes siguiente fueron elevados, cual cazadores de recompensas, a la categoría de magistrados del Tribunal Supremo.
Sin olvidar, por supuesto, a los dos cómplices que estamparon sus firmas en la orden de ejecución: el gobernador civil Valdés Casas y Ramón Llopis Agulló, cuya enigmática rúbrica «R. Llopis», en representación del Comité Provincial de Orden Público, indujo a confusión hasta ahora, siendo identificado por algunos erróneamente con el líder socialista Rodolfo Llopis.
Aludiremos también al director de la cárcel, Adolfo Crespo Orrios, quien ordenó que se hiciesen fotografías del fusilamiento de José Antonio. Macabras imágenes que, al cabo de dos días, mientras tomaba unas cañas de cerveza, mostró a los funcionarios de Hacienda Agustín de Castro y Luis Bernabéu, que habían acudido a la cárcel para visitar a su compañero preso Manuel Velasco.
Reservamos al lector algunas otras sorpresas sobre la vida y muerte de nuestro protagonista; entre ellas, la existencia de un testigo que ahora cuenta, por primera vez en España, todo lo que vio con sus propios ojos la mañana del 20 de noviembre de 1936 en el patio de la cárcel provincial de Alicante…
EL AUTOR,
en Madrid, a 22 de abril de 2011
PRIMERA PARTE
EL AMOR
El retrato
Llegué a convencerme de que esa mujer añoraba de verdad a José Antonio.
MARÍA DEL CARMEN COLL HERNANDO,
viuda de Rafael Garcerán
La rubia botticelliana permaneció absorta ante el pequeño retrato de un hombre.
Asomada a uno de los balcones del madrileño Palacio de Villahermosa, convertido hoy en el Museo Thyssen-Bornemisza, acababa de conocer a María del Carmen Coll Hernando, esposa de Rafael Garcerán, pasante y confidente de José Antonio Primo de Rivera.
Esculpido en la fachada, que daba al frondoso y melancólico jardín, lucía un gran escudo del ducado de Villahermosa en mármol blanco, vuelto hacia el patio para evitar enfrentarse con el vecino de Medinaceli.
La escena tuvo lugar una mañana de abril de 1939, recién terminada la Guerra Civil.
—Cuando llegamos a Madrid —evoca hoy la propia Carmen Coll, a punto de cumplir ciento cuatro años, acompañada de su hija soltera María Ángeles Garcerán, de casi setenta y nueve— comprobamos que en nuestra casa de la calle Infantas número 25 habían caído por lo menos diez obuses. El piso estaba hecho unos zorros. El portero, que era buena persona, solía hablar con los milicianos que desvalijaban las viviendas. En la nuestra habían dejado tan sólo el piano de cola, una silla y el armario agujereado de un puntapié. Todos los vecinos se habían marchado…
Nuestra conversación discurre plácidamente en marzo de 2011, en su residencia actual de la calle Gaztambide, frente a la parroquia de Santa Rita. Testigo mudo de la entrevista, en el saloncito iluminado desde la calle, permanece el viejo piano de cola desechado por los milicianos, cuyas teclas los desfigurados dedos de la antigua concertista son incapaces ya de pulsar.
Nacida el 18 de agosto de 1908, en la misma casa de la calle Infantas destruida por las bombas y asaltada por los milicianos, doña Carmen prosigue con sus lejanos recuerdos:
—La única familia que allí permanecía era la dueña de Platerías Serrano; el primer piso donde vivía Conchita Serrano era el único habitable de toda la finca, en cuyo bajo mantenía abierto su establecimiento. Cierto día, el portero me dijo: «Tienen ustedes muebles en el Casino de Madrid». Recuerdo que había allí un salón repleto de pianos de cola que no sé muy bien para qué los guardaban. Hasta que otro día, el portero me dijo: «Vaya usted también al Palacio de Villahermosa…».
—Los milicianos —añade ahora María Ángeles— habían convertido aquel palacio en un gran almacén, donde apilaban los botines de sus asaltos a los domicilios particulares. El administrador de la dueña del palacio era amigo nuestro; se llamaba Faustino de Ángel y se ofreció a enseñarle a mi madre algunas de sus dependencias, por si en ellas se encontraban nuestros objetos robados.
Además de incendiar iglesias y profanar conventos, las turbas de energúmenos se incautaron, en nombre de las más variopintas organizaciones, de numerosos palacios como el de Villahermosa y su vecino de Medinaceli, requisado por la Motorizada socialista a los duques de Lerma.
Tampoco se libró el hotel de Juan March, en la calle Núñez de Balboa, de caer en las garras de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU); ni el palacio de Murga, de ser ocupado por Izquierda Republicana, cuyas juventudes se adueñaron también del Casino de Madrid.
Familias nobles y aristocráticas como los Osuna, Tamames, Tovar, Romanones, Oñate, Montijo, Uceda y un largo etcétera se vieron despojadas así de sus fastuosas mansiones.
La lista de palacios requisados se hizo interminable: la Federación de Trabajadores de Crédito y Finanzas se apoderó del palacete del conde de Revilla; la Asociación de Actores de España de UGT hizo lo propio con el de Lázaro Galdeano; la Alianza de Escritores Antifascistas ocupó el hotel de la viuda de Muguiro, en el Paseo de la Castellana; la Federación de Trabajadores de la Enseñanza, el del duque de Medina de las Torres, en Recoletos; la Federación de Trabajadores de la Tierra, el de Adanero, en la calle de Santa Engracia… Y así, hasta un sinfín de suntuosos edificios confiscados, de los cuales el Palacio de Villahermosa, situado en la Carrera de San Jerónimo, con fachadas también al Paseo del Prado y a la calle de Zorrilla, sobresalía como joya arquitectónica.
Construido en 1807 sobre el solar de la antigua morada del abate italiano Picco della Mirandola, el palacio de los duques de Villahermosa era un bello exponente del estilo neoclásico, edificado en ladrillo y granito. Constaba de tres plantas, con amplios ventanales en la baja y balcones en la principal, a uno de los cuales se asomó precisamente, aquella mañana de abril, la misteriosa dama de marfileña figura.
—Recuerdo —comenta doña Carmen, haciendo gala de una prodigiosa memoria a su edad— que estando en la última planta del palacio, en una especie de ático enorme que había, señalé a Faustino uno de los numerosos muebles requisados: «Ese tresillo es igualito que el de mi casa… pero en blanco», lamenté. Él sacudió entonces ligeramente el polvo y comprobé con gran satisfacción que era el mío, que todavía hoy conservo. Luego, me advirtió: «Fíjese, señora, en que hay incluso fotografías de los rojos desperdigadas por el suelo». Recogió algunas del pavimento y me las tendió para que las examinara. Nada más verlas, yo le repliqué: «¿De rojos?… ¡Pero si estas fotos son de mi casa!».
Entre ellas, había una imagen de José Antonio con Rafael Garcerán en plena calle, a la salida de un juicio… La misma estampa que contemplaba aquella mañana, sumida en sus más íntimos recuerdos, Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna.
—Fue entonces —agrega doña Carmen— cuando ella irrumpió inesperadamente en el ático. Faustino me presentó como «la señora de Garcerán», y le explicó a la duquesa que acabábamos de encontrar allí varias fotografías de mi álbum familiar, en una de las cuales aparecía José Antonio junto a mi marido. Ella, pareciendo muy afectada, susurró: «¿Me deja verla, por favor?». Yo, naturalmente, accedí. Con la imagen en sus manos, como si temiese que fuera a romperse, se dirigió a uno de los balcones de la planta principal, donde estuvo contemplándola sola y en silencio un largo rato. Pensé incluso, dada su actitud, en regalársela, pero refrené mi primer instinto al reparar en que ella estaba casada. La escena me dejó muy impresionada; llegué a convencerme de que esa mujer añoraba de verdad a José Antonio.
Aquélla fue la primera y última vez que la señora de Garcerán vio a Pilar Azlor en su vida.
Con José Antonio, en cambio, coincidió varias veces.
—Firmó como testigo de mi boda en el acta matrimonial —proclama, orgullosa—. Rafael y yo nos casamos a finales de abril de 1931, recién instaurada la República, en la parroquia de San José… Durante el banquete nupcial —añade con una sonrisa, mientras su resquebrajada piel se tensa en mil grietas—, José Antonio se levantó indignado al escuchar los inesperados compases de una melodía republicana. Él siempre se mostró muy amable conmigo, sin perder un ápice de su seriedad habitual. Era un gran católico y español; un hombre muy creyente…
La extenuada retina de doña Carmen conserva aún hoy, al cabo de setenta años, la silueta imborrable de Pilar Azlor asomada al balcón del Palacio de Villahermosa.
¿Qué pensamientos e imágenes fluyeron por la mente de aquella refinada mujer en los eternos instantes que estuvo allí, abstraída en la fotografía?
La familia de ella
Quien podía haber sido su suegro se oponía tenazmente también a la boda por el odio político que sentía hacia el dictador.
RAMÓN SERRANO SÚÑER
José Antonio y Pilar se habían conocido en Madrid, en el ocaso de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, padre del futuro fundador de Falange.
Su relación fue, desde el comienzo, un fiel ejemplo de los amores imposibles; y no por falta de afecto entre ambos, pues estaban perdidamente enamorados, sino por los continuos recelos familiares, que resultaron al final nefastos.
El padre de ella —me explica Pilar Cavero y Crespi de Valldaura, cuya madre, hija a su vez del conde de Orgaz, estaba emparentada con los Azlor de Aragón— le prohibió terminantemente casarse con José Antonio por una cuestión de título, que antes se llevaba a ultranza. Él era marqués de Estella, pero ella, al ser la primogénita, iba a heredar los títulos de su padre, entre ellos el de duquesa de Luna. Si se casaba con José Antonio, éste se convertiría en duque de Luna. Parecerá una tontería, pero entonces no lo era. José Antonio tampoco quería dejar su título para llevar el de su mujer. Entonces, empezaron las luchas familiares. Ella estaba enamoradísima y él también, según me contó mi madre.
Claro que las apariencias, en la alta sociedad del primer tercio del siglo XX, prevalecían sobre cualquier criterio humano, aunque éste fuese el del Amor, con mayúscula; especialmente, tratándose de los duques de Villahermosa, a cuyo primer apellido Azlor se había incorporado el topónimo «de Aragón», que los señalaba como descendientes directos de aquella Casa Real, como advertía, certero, el historiador Ricardo Mateos.
La propia Pilar Azlor se declararía luego, convertida ya en la decimoctava duquesa de Villahermosa, ligada para siempre al reino de Aragón y a la defensa de sus antiguos fueros:
Ésta es una tierra —proclamaba con entusiasmo— a la que quiero de manera especial. Me siento más aragonesa que muchos aragoneses… Una de mis antepasadas, Consolación Azlor y Villavicencio, fue considerada heroína de los sitios [los célebres sitios de Zaragoza durante la guerra de la Independencia]. Y los hijos de María Manuela Pignatelli y de Juan Pablo Aragón Azlor también estuvieron en el sitio. Uno murió allí mismo, del cólera, y el otro fue mi antetatarabuelo.
Tampoco José Antonio era un hombre que diese su brazo a torcer fácilmente; a su compromiso político con la Patria y con sus camaradas se sumó, como factor determinante de la ruptura con Pilar Azlor, su frontal rechazo a postergar el marquesado de Estella a la retahíla de títulos de su futuro suegro, como advertía también Serrano Súñer, testigo y confidente de aquellos tiempos:
Consideraba entonces José Antonio la posibilidad de casarse, pero parece que el destino se empeñó en acosarle siempre en la misma dirección: el sacrificio de la vida privada; y el proyecto matrimonial se frustró. El orgullo de una parte, y el deber político de otra, pudieron más que su natural impulso a la felicidad. Su sentimiento del deber político no le permitía elegir la felicidad personal mientras sus camaradas se enfrentaban diariamente con incomodidades y peligros.
Por otra parte —añadía Serrano Súñer—, nunca hubiera postergado su apellido, o su «modesto título de marqués de Estella», a otros de su novia, con gran significación histórica, que pertenecía a una de las familias españolas de mayor tradición. […] José Antonio, con su humor habitual, me decía: «Son motivos muy fundados los de ese señor para oponerse a nuestro matrimonio, ya que si un día tiene lugar, “sus Estados y Señoríos”, “sus Grandezas”, “sus Títulos y honores”, irán todos a asfixiarse en la “pequeña casa de Estella”. Yo no seré más que José Antonio Primo de Rivera y cuando razones convencionales lo exijan usaré, fugazmente, mi modesto título».
Pese al hecho incuestionable de que los «Aragón», descendientes de reyes, fuesen declarados la primera Casa noble de aquel reino, tampoco podía soslayarse la existencia de dos importantes bastardías en su mismo origen, que cuestionaban la pureza de su altanera sangre azul.
El propio rey Juan II de Aragón, padre de Fernando el Católico, erigió en ducado a la villa de Villahermosa en 1476, otorgando el título a su hijo natural Alonso de Aragón, fruto de su relación ilegítima con Leonor de Escobar, quien, para expiar su pecado, ingresó finalmente en el convento de Santa María de las Dueñas.
El bastardo sumó al ducado de Villahermosa, con todas sus villas y ba