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¡A comer!

Dr. Eduard Estivill
Montse Domènech

Fragmento

I N T R O D U C C I Ó N

1
«Este niño no me come»

Cuando unos padres me cuentan que lo han probado todo para que su hijo coma, sé de qué me están hablando: del recorrido del avión con la cuchara, de los peluches embadurnados de puré, del menú repartido a partes iguales para la mamá y para el niño, del comedor instalado en la alfombra repleta de juguetes o en la terraza entre macetas, o incluso de dar la cena al pequeño mientras se baña acompañado de sus muñecos de goma. Son padres que llegan a disfrazarse e interpretar a los mil y un dibujos animados con el único fin de desatar las carcajadas del terrible «malcomedor» y ¡hacerle abrir la boca!

Sé también que el empeño por lograr una estrategia para que el niño se nutra bien esconde el gran temor a que el pequeño no crezca o, lo que es peor, enferme por una espantosa anemia. Y ese temor, como padres, nos carcome.

Recuerdo especialmente a Marisa, una madre primeriza que llegó a enfermar porque su inquietud por los problemas de alimentación de su hija desembocó en terribles pesadillas. En ellas, la pequeña Ruth se convertía en la increíble mujer menguante y, con

¡ A C O M E R !

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sus apenas cinco años, terminaba cabiendo en una diminuta caja que Marisa tenía sobre la cómoda y en la cual guardaba sus pendientes. Así pasó esta madre los últimos meses de su segundo embarazo, por el cual, como podréis comprender fácilmente, iba perdiendo toda la ilusión ante el miedo de repetir la experiencia. Afortunadamente, Marisa acertó en la aplicación del método del buen comer y, antes de que naciera el bebé, su primogénita aprendió a asimilar todo tipo de alimentos sin dificultad. El calvario no volvió a repetirse, ni siquiera con su segundo hijo.

«Este niño no me come» es una de las muchas frases que unos padres desesperados pueden decir. Como respuesta, en los parques de todas las ciudades, en las reuniones de amigos o a las puertas de la guardería llueven innumerables advertencias, consejos, sugerencias y ritos varios; en definitiva, soluciones milagrosas ofrecidas con la mejor de las intenciones que son puestas a prueba sin la mayor

res disfrazados para conseguir que el niño abra la boca.

« E S T E N I Ñ O N O M E C O M E »

dilación. Y olvidamos que, en muchos casos, esos «trucos» con los que se experimenta ayudan momentáneamente, pero de ningún modo educan.

Homogeneizar los sabores, adaptar el menú a los caprichos del niño o perseguirle durante horas por toda la casa con la cuchara llena de comida son todas ellas fórmulas inadecuadas. Los «trucos» o las argucias a las que recurren los padres para distraer a sus hijos y hacerles engullir un bocado son… contraproducentes. Principalmente, porque no educan sino que engañan al niño y le llevan a confundir los roles. ¿El ejemplo más claro de esto último? Cuando nos disfrazamos para animar a comer a un niño, hemos transfigurado nuestra personalidad ante él y con ello hemos perdido nuestro rol de «guías» en el aprendizaje correcto del hábito de comer bien, cuando ésa es nuestra responsabilidad como padres.

Lo cierto es que la mayoría nos quejamos de cómo comen nuestros hijos. No comen, o no comen lo que debieran, o tardan demasiado, o… Pero mejor veamos unos cuantos casos reales. ¿Alguna vez os habéis encontrado en una situación parecida?

Primer caso:
camuflaje con ketchup o platos con trampa

Magda y José estaban algo mosqueados. Cada vez que se encontraban en la piscina comunitaria de la urbanización con sus vecinos Andrés y Paquita, éstos presumían de lo bien que comía y dormía su primer lucero, Julián. Con tan sólo año y medio, do

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minaba a la perfección el arte de llevarse él solito la comida hasta la boca. En cambio, Magda y José estaban pasando por un infierno con su pequeña Marta.

A sus tres años, Marta no aceptaba más que los potitos de farmacia de pescado y verduras en las comidas, y de frutas en la merienda. La niña no probaba el pan ni la leche que no fuera del pecho de su madre (¡a su edad!). Ni siquiera le atraían las golosinas, las patatas fritas, la Fanta o el Cola-Cao. Nada. Su paladar se había convertido en una burbuja que sólo admitía tres tipos de potito de farmacia.

Llegó la Navidad y la comunidad de vecinos donde vivían ambos matrimonios celebró una comida conjunta. Ése fue el día en que Magda y José descubrieron la estrategia que utilizaban los padres de Julián para alimentarlo, y, automáticamente, dejaron de ser un ejemplo para nadie.

Efectivamente, el pequeño de los vecinos engullía sin problema y completamente solito, pero no sin que antes su madre embadurnara a conciencia el plato con ketchup, fuera cual fuese el alimento. Sí, Julián comía de todo, pero de todo camuflado con la salsa de tomate americana. También añadida a postres y meriendas.

El descubrimiento de la verdadera historia —«Érase una vez una madre enganchada a un bote de ketchup»— tranquilizó a los padres de Marta. Sólo entonces Magda y José pudieron superar la desconfianza en sí mismos que les había provocado el «éxito» de sus vecinos (con quienes, inconscientemente, establecieron una relación de rivalidad). Poco después acudían a mi consulta, en la que aprendieron a aplicar nuestro método, que convirtió a su pe

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queña Marta en una, ella sí, verdadera degustadora de cualquier menú variado. Y sin necesidad de ketchup.

Camuflar los alimentos que un niño no aprecia demasiado, bañándolos con ketchup, mayonesa o cualquier otro producto, es contraproducente. Mañana, en la escuela o en casa de los abuelos, tendrá que comerlos al natural. Enseñarle a comer bien es, entre otras cosas, ayudarle a reconocer, aceptar y aprender a disfrutar de todos los distintos sabores de nuestra gastronomía.

Segundo caso:
¿cómo se puede ser tan lenta comiendo?

Mercè es madre de tres niñas: Laura, Míriam y Blanca. Siempre tuvo problemas con la mayor, a quien le costaba comer. Después de mucho esmerarse sin éxito, finalmente dio con la solución. Ella misma nos lo cuenta:

Antes de explicar cómo aprendió a comer mi hija Laura, la mayor de tres hermanas, que ahora tiene doce años y acaba de empezar los estudios de secundaria, quisiera remontarme a cuando tenía dos añitos.

Laura era una niña muy activa y espabilada. Sin embargo, le costaba muchísimo acabarse la comida. Desde muy pequeña, la hora de comer había sido para ella y para todos un verdadero suplicio. No terminaba nunca: ni dándole su cuchara preferida, ni con la sirena del cuento de los bomberos, ni cam

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biando el menú, ni con las canciones de la abuela… ¡Laura era tan lenta comiendo!

Como ya lo habíamos probado absolutamente todo, habíamos agotado nuestra paciencia y sus dos hermanas, sobre todo la pequeña, también pedían nuestra atención, pusimos en práctica el último y dispar consejo que quedaba por probar: sencillamente, no hacerle caso. ¡Parecía tan difícil… y resultó tan sencillo!

Durante la fase de aprendizaje, cuando decidíamos que ya había pasado tiempo más que suficiente para haber dado cuenta de la comida, le retirábamos el plato, se lo hubiera acabado o no. Por la noche, después de haberla acostado, nos pedía a gritos desde la cama: «¡Quiero pollo!». Evidentemente, no hicimos ningún gesto para darle comida fuera de horario…

Cuando fue más mayor, y la veíamos espabilarse sola delante del plato, le decíamos: «Cuando no quieras más, dejas el plato en el mármol». Más adelante, empezamos a utilizar un temporizador de cocina que sonaba media hora después de haberle servido el plato con la comida en la mesa… y Laura sabía que, pasado aquel tiempo, se había terminado la cena.

Poco a poco, nuestra pequeña se esforzaba en masticar algo más rápido y se ajustaba cada vez más al tiempo de cada comida. Cuando terminaba, la felicitábamos regalándole un montón de besos de satisfacción por su increíble progreso. Y el rostro de Laura se iluminaba por la ilusión que a ella misma le hacía darse cuenta de que estaba realizando un aprendizaje correcto. Eso también la motivaba a seguir adelante, afianzando cada vez más el arte de la cuchara y el tenedor.

Hoy Laura y sus hermanas son niñas sanas que comen de todo y rápido, gracias a que los padres aprendimos a no hacer

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del plato un problema… Cuánta razón tenía el pediatra cuando nos decía: «En África son las criaturas las que persiguen a sus madres para comer».

Es una práctica sencilla, firme y que partió de algo muy simple: Mercè cambió de actitud, dejó de ponerse nerviosa y se relajó. Fue entonces cuando pudo aplicar una estrategia de aprendizaje que recondujo el mal hábito de Laura. Hay que procurar no perder los nervios con un niño, porque detecta que hemos perdido el control. Si fingimos no hacerle caso, al final el hambre le llevará a ceder.

Tercer caso: biberón a los cinco años

Una tarde llegaron a mi consulta los padres de un niño de cinco años que, al parecer, se pasaba el día buscando pelea con los otros niños de su clase. Tampoco en casa era posible mantenerlo tranquilo y hasta los vecinos empezaban a estar hartos de él. La llegada de un hermanito parecía ser la causa del mal comportamiento de Jaime, al que el nuevo nacimiento había robado su butaca preferente.

Las malas costumbres que estaba adquiriendo Jaime y su deseo de corregirlas fue lo que llevó a sus padres a consultar con un especialista. Me describieron las peleas que tenían con el niño —por la mañana, para llevarlo al colegio; por la tarde, cuando llegaba a casa, para que se estuviera quieto; por la noche, para me

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terlo en la cama— pero, sin embargo, en ningún momento comentaron nada acerca de los hábitos de alimentación de Jaime. Hasta que en un momento de la conversación, sin ser ellos conscientes de la suma importancia del dato, se les escapó que Jaime, desde el nacimiento de su hermano, volvía a tomar el biberón. Que no quería otra cosa. Que le costaba horrores engullir cualquier alimento sólido y, en cambio, recuperar el biberón había convertido las comidas en una tarea muy sencilla.

Como el niño continuaba ganando el peso apropiado a su edad y, en realidad, les resultaba mucho más cómodo enchufarle el biberón para alimentarlo, los padres de Jaime ni tan siquiera se plantearon que estuvieran creando una situación anómala. A lo sumo, lo justificaron diciéndose que era lógico que su primogénito, al observar que los mimos se concentraban en el nuevo retoño, quisiera ser de nuevo bebé. Y en cierto modo ésa era la causa del retroceso de Jaime: había visto peligrar su espacio de cariño y sobreprotección, y no quería ser desplazado.

También es cierto que los padres perdieron el control de la situación desde el momento en que aceptaron volver a darle biberón. Conscientes de haber desplazado buena parte de su afecto al bebé, trataron de compensarlo concediendo a Jaime su deseo de ser, de alguna manera, otra vez pequeño. Se refugiaron en los celos de su hijo mayor (que, por otro lado, estaban dentro de la normalidad) para concederle lo que por edad no le correspondía. Y como habían transigido con la comida, Jaime por su parte cada vez les exigía más en otros terrenos.

En la sesión de orientación, lo primero que hice fue tranqui

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lizarles, procurar librarlos de cualquier sentimiento de culpabilidad. Estaban a tiempo de enderezar correctamente la conducta de su hijo y, de hecho, haberle consentido que volviera a utilizar el biberón no dejaba de ser una muestra de su afecto hacia él. El fallo había sido no plantearse el trato adecuado a la edad de Jaime. Todo el mundo sabe que, por mucho que con cinco años se tome biberón, algún día el ser humano acaba comiendo entrecots y lenguados. Pero también es cierto que las incorrecciones en nuestros hábitos alimentarios se construyen precisamente durante la niñez, y es entonces cuando hay que detectar el problema y encauzarlo correctamente.

Hay tantos casos como niños, y siempre nos pensamos que el nuestro es único. Lo primero, y lo más duro, que han de aprender los padres es que lo de «Mi niño es muy especial para comer» no significa otra cosa que «Mi niño necesita un buen aprendizaje, pues nos toma el pelo como quiere». Cuando aceptamos el problema que tenemos, podemos empezar a trabajar para crear el hábito de comer bien. Y en este libro os presento un método para conseguirlo.

Sin embargo, no quiero acabar este capítulo sin mostraros un último caso que nos demuestra que, a veces, no es el niño quien tiene el problema.

¡ A C O M E R !

¿Seguro que mi hijo no come nada?

El testimonio de Marta puede resultarnos muy útil para comprender que, antes de decidir que nuestro niño tiene un problema a la hora de comer y que hemos de actuar, tenemos que asegurarnos que ese problema es real.

Pol, mi hijo, resultaba exasperante: ¡es que no comía nada! Era un niño enclenque, lo que se dice «poquita cosa». Claro que, si nos conocierais a mi esposo, Iván, un metro sesenta y ocho y cincuenta y dos kilos de peso, y a mí, con un metro cincuenta y tres y cuarenta kilos, no os parecería tan extraño. Sin embargo, ni mi marido ni yo habíamos tenido problemas de «comida» cuando éramos críos. Tal vez es que nuestros padres sup

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