INTRODUCCIÓN
Dicen en Tehuantepec que a veces muy noche se ve prendida una luz del primer piso del chalet, y se deja entrever a Juana Cata parada en la ventana contemplando su amada ciudad. Uno puede o no creer en fantasmas, pero lo que sí es cierto es que la presencia de Juana Catarina Romero sobrevive por todas partes en la ciudad de Tehuantepec. La avenida central que corre entre el mercado y el zócalo se llama Juana C. Romero, hay una escuela Juana C. Romero, su estatua está en el zócalo, su chalet está de pie en la avenida Ferrocarril, aunque en un estado de lamentable deterioro, y su mausoleo se levanta regio en el Panteón del Refugio. Sin embargo, en el resto de México, si acaso se reconoce su nombre es casi siempre como la supuesta amante “zapoteca” del joven Porfirio Díaz.1
En cambio, Juana C. Romero fue una mujer excepcional: de nacimiento humilde llegó a ser reconocida como la cacica de Tehuantepec. Surgió de la pobreza para llegar a ser una empresaria riquísima del sureste de México, acumuló enorme poder económico, social, cultural y político en una época cuando la mujer no podía votar ni ocupar un cargo político. Tuvo una vida fuera de serie que entretejió con tres periodos cruciales en la historia de México: la Reforma Liberal, el porfirismo y la Revolución, durante los cuales el país vivió la construcción del Estado nación, el desarrollo de una economía capitalista y la formación de la identidad nacional. Tuvo una vida azarosa de novela, una vida que habría que dar a conocer.
Así lo pensé cuando me topé con ella mientras hacía la investigación para mi tesis doctoral, que analizó el desarrollo económico, político y social del estado de Oaxaca entre 1902 y 1911, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Mientras leía los libros sobre la historia de Oaxaca, tanto actuales como de la época, me di cuenta de que no hablaban de las mujeres. Eran casi invisibles, tal vez asomaban en una anécdota o una nota a pie de página. Sin embargo, en mis investigaciones en los archivos y periódicos había bastante información sobre mujeres y me esforcé por incluirlas a ellas y a Juana C. Romero en esa tesis y en el libro que publiqué muchos años después, Oaxaca entre el liberalismo y la Revolución.2 Pero no era suficiente, hacía falta escribir la historia extraordinaria de esta tehuana.
Nacida en 1837 en Tehuantepec, Oaxaca, esta joven y vivaz vendedora ambulante de cigarrillos sirvió como espía para el ejército liberal en la Guerra de Reforma (1858-1860). En ese momento el comandante militar en su pueblo era un joven militar de veintiocho años, el capitán Porfirio Díaz. Como la mayoría de la población de Tehuantepec era muy católica, favorecía más a los conservadores, aunque también había un pequeño núcleo de liberales. Así, la información que Juana C. Romero le proporcionaba fue de mucho valor para Díaz. Para ella, arriesgarse como espía cambió el derrotero de su vida. A raíz de colaborar juntos por dos años, nació una amistad que perduró por todas sus vidas. Así es que el nombre de Juana Cata, como se le conoce popularmente,3 ha estado enlazado con el de Porfirio Díaz desde entonces. A raíz de esta relación han surgido muchos mitos, rumores y anécdotas, algunos sensacionalistas, que se repiten sin cansancio, generación tras generación. El más coreado es que fueron amantes (algo que no se ha podido comprobar), pero también que Díaz le dio su fortuna, que hizo pasar el ferrocarril frente a su casa, que le construyó su gran chalet francés, que recordó su nombre en su lecho de muerte, y que le dio su poder político. Otro mito refiere a su amorío (comprobado) con el corrupto prefecto imperialista Remigio Toledo durante la Intervención francesa: que él le heredó su fortuna al decirle dónde había enterrado su tesoro. Lo que sí es cierto es que Juana Cata nunca se casó, así que fue libre, independiente y empresaria en una época en la que eso no era bien visto en una mujer.
¿Cómo entonces excavar los hechos verdaderos de la vida de una mujer cuya vida ha sido ofuscada por tantos mitos? Por un lado, como la hija más famosa de Tehuantepec, la gente la quiere presentar como una benefactora respetable, hasta intachable, sin manchas. Pero por otro lado les encanta repetir los mitos, mitos que tienden a trivializar y esconder sus verdaderos logros, así como los aspectos problemáticos de su historia. Quienes la repudian, la critican con todo el repertorio de estereotipos históricamente aplicados a las mujeres, como una lujuriosa hechicera, o después como una matriarca déspota. Como explicó Stacy Schiff con respecto a la vida de una mujer mucho más famosa y poderosa: “Restaurar la verdadera historia de Cleopatra es al mismo tiempo salvar los pocos datos existentes y despegar los mitos encostrados y la vieja propaganda”.4 Efectivamente, la vida de Juana Catarina Romero, y sobre todo los mitos, han inspirado tres novelas, varios artículos periodísticos, un librito, una pequeña obra teatral, y Salma Hayek la representó como una bella zapoteca que sedujo a Porfirio Díaz en la telenovela biográfica del dictador El vuelo del águila (1994-1995).5
Pero encontrar los hechos de su vida ha sido obstaculizado no sólo por los mitos sino también por la escasez de fuentes, sobre todo la falta de su propia voz, un elemento considerado fundamental hoy en día por los biógrafos. Sólo hay unas pocas cartas suyas dirigidas a Porfirio Díaz por razones de negocios o de política que se han encontrado en la Colección Porfirio Díaz en la Universidad Iberoamericana. No hay un archivo personal centralizado de Juana C. Romero. Miembros de la familia informaron a César Rojas Pétriz que todos los documentos personales estaban en un cuarto al fondo de su casa y fueron destruidos en la inundación de 1944. Según su sobrina bisnieta, Juana Moreno Romero, fueron quemadas sus cartas personales. Algunos de sus descendientes tienen unos pocos documentos y fotos dispersos, que me permitieron ver.6 Entonces, para solventar el problema de fuentes, anduve tras sus huellas hurgando en archivos públicos y personales, en bibliotecas y en hemerotecas, leyendo libros, periódicos y revistas viejas, y memorias personales y de viaje. Analicé su cultura material, sus pertenencias y sus fotos, y fotos de la época, y realicé muchas entrevistas para descubrir los datos de la vida real de Juana C. Romero. También seguí sus pasos y caminos por las calles de Tehuantepec una y otra vez.7
“Un biógrafo —escribió Leon Edel— es como un afilador de lentes. Su objetivo es hacernos ver.” Entonces, necesita tener cuatro ojos, no sólo los suyos, sino también los de su personaje; tratar de ver a través de los ojos de su personaje para comprender cómo concibió su vida ella misma y su momento histórico. Pero esto resulta un problema cuando faltan no sólo su voz sino también muchos datos personales. Al investigar la biografía de cinco mujeres jaliscienses que participaban en la vida pública, María Teresa Fernández Aceves lamentó que fuera “casi imposible reconstruir la infancia, la intimidad, la vida privada y la subjetividad de estas mujeres”. A sus entrevistadas les molestaron las preguntas personales porque seguían el “patrón masculino” de resaltar lo público a costa de lo privado, lo que frustró a la biógrafa en su intento de adentrarse en su vida interior. Igualmente, por la falta de documentos y cartas personales, fue muy difícil tratar de ver a través de los ojos de Juana C. Romero y conocer su subjetividad, su vida interior.8
A veces uno sólo localiza fragmentos: “Nunca tenemos todas las piezas del rompecabezas —advierte Mílada Bazant—, y debemos aprender ciertas estrategias para llenar estos vacíos de la historia”. Ahí entra “la parte creativa” del biógrafo, “es decir la construcción de la estructura, el andamiaje que va a sostener el edificio con todos sus recovecos y sus iluminados y sombreados espacios y paisajes”. Como notó Verónica Oikión Solano, hay que buscar en “ ‘los silencios’ y en ‘lo no dicho’ por las fuentes, es decir, leer entre líneas y descubrir lo implícito, corroborando con algún grado de certeza y de manera indirecta la presencia” del personaje. Como se verá adelante, a falta de sus palabras, una clave para entender a Juana Cata se encontró en el análisis de su fascinación con la modernidad y la sociedad de consumo. La manera en que ella manejó sus negocios y sus empresas filantrópicas, la ropa que llevaba y las telas que vendía, la arquitectura y los muebles de su casa, hasta la comida que servía en su mesa, todo esto proveyó pistas para entender sus ideas. Pero al mismo tiempo, sin recurrir a la ficción, escribir la biografía requiere también especular con imaginación, pero siempre con base en el conocimiento histórico. Entonces, la biógrafa indica eso a través del uso de lo que la biógrafa inglesa Hermione Lee llamó los “ganchos biográficos”, palabras como parece, acaso, tal vez, posible o probablemente, que avisan al lector que se trata de una interpretación o especulación basada en los datos disponibles.9 Y así se hace aquí.
El presente estudio es la primera biografía basada en una investigación seria y extensa de la vida de Juana C. Romero, un trabajo de detective realizado poco a poco a través de muchos años. No se trata de escribir una hagiografía de una santa: ella fue una mujer compleja, con todas las contradicciones humanas, tanto sus cualidades como sus debilidades. Si, por un lado, este estudio intenta “pinchar” los mitos para encontrar a la mujer de carne y hueso detrás de ellos, también se trata de entender los mensajes que encierran.10 En las próximas páginas se revela la vida de quien se esforzó por sobreponerse a las trabas puestas en el camino de una mujer emprendedora en una sociedad dominada por los hombres. Con base en eso se observa cómo su obra contribuyó directamente a la modernización a nivel regional a que apuntaban sus paisanos Benito Juárez y Porfirio Díaz. En efecto, su vida encarnó las políticas fundamentales del porfirismo, del “orden y progreso”, siempre dentro de los parámetros del catolicismo social. Mientras que no hay duda de que ella fue muy hábil en aprovecharse de la influencia de sus amigos poderosos, y tuvo varios, es innegable que su éxito puede ser atribuido mayormente a su inteligencia, su iniciativa y ambición, su perspicacia política, su destreza en los negocios y su enorme capacidad para el trabajo duro. Al mismo tiempo que hace visible la trayectoria de esta tehuantepecana,11 cómo una mujer humilde y analfabeta llegó a los altos rangos de la sociedad mexicana, esta biografía proporciona una nueva perspectiva sobre la vida de las mujeres mexicanas en el siglo XIX.
Asimismo, no se podía apreciar la participación de las mujeres anteriormente porque por siglos se narraba la historia mexicana como la historia del “centro”, de la ciudad de México y sus alrededores. No obstante, a partir de la década de 1970, dado el creciente desarrollo de las universidades estatales y la fundación de la Sociedad Nacional de Estudios Regionales, se dio lugar al florecimiento de los estudios regionales que han transformado la manera en que se escribe la historia del país.12 Empezaron a surgir muchos estudios académicos sobre los estados, las ciudades, los pueblos y las regiones hasta entonces dominio de escritores locales, quienes más bien narraban los hechos al estilo anticuario. Por otra parte, la historia regional se desarrolló paralelamente al auge de la historia de la mujer mexicana. No es coincidencia, entonces, que ha sido precisamente a través de la lupa de la historia local y regional que se ha logrado divisar más claramente la actuación de las mujeres.
En efecto, la historia regional y la microhistoria descubren lo que la macrohistoria oculta, sobre todo con respecto a las mujeres, quienes raras veces actuaban al nivel político nacional, pero sí al nivel local, sobre todo en la economía, sociedad y cultura. Por eso la vida de Juana C. Romero proporciona ese lente nuevo para percibir las posibilidades de acción de las mujeres. Pero además resulta imposible separar su vida de la de Tehuantepec, la ciudad y sus habitantes a cuya mejoría ella dedicó su vida. Así, este libro resultó ser una doble biografía, tanto de Juana Cata como de la ciudad de Tehuantepec en esos años. Lejos de ser una microhistoria miope, es una historia de la interacción de fuerzas locales, regionales, nacionales e internacionales, no sólo en el momento en que México se modernizaba, sino también cuando la construcción de una conexión interoceánica pretendía transformar el istmo de Tehuantepec en un puente internacional de comercio.
Una nota sobre la modernidad
A pesar de que Juana C. Romero no asistió a la escuela ni un día de su vida, comprendió muy pronto que la modernidad le podría brindar grandes ventajas tanto en el comercio como en la agricultura. Muy hábil, aprovechó de la política modernizadora del liberalismo para adentrarse en la esfera política, supuestamente vedada a la mujer. Desde joven aprendió bien de sus amigos liberales. Una vez derrotado el efímero segundo imperio y reducido el poder temporal de la Iglesia católica, la modernización se volvió el orden del día para los liberales. Sin entrar en las disputas académicas actuales respecto a la definición de la modernidad,13 lo que interesa aquí es más bien entender que en ese momento histórico las palabras moderno y modernización significaban “progreso”, “prosperidad” y “civilización”.14
El mundo a su alrededor estaba cambiando a un ritmo vertiginoso y se observaban grandes transformaciones sociales, sobre todo el crecimiento de los enlaces económicos y culturales engendrados en gran parte por el desarrollo del capitalismo mundial, los avances en los transportes y medios de comunicación.15 Según Porfirio Díaz, México quería oír “el silbido de la locomotora en los desiertos donde antes sólo se oía el alarido del salvaje, es un anuncio de la paz y la prosperidad para esta noble nación”. La modernización para los liberales porfirianos consistía en la construcción de infraestructura (ferrocarriles, líneas de telégrafos y teléfonos, puertos, puentes, caminos, desagües, etc.), atraer las inversiones y la tecnología extranjeras, el avance de la propiedad privada sobre la comunal, la expansión de la agricultura comercial y el mercado interno, la exportación de productos mexicanos y la importación de mercancías extranjeras, la expansión de la educación y el desarrollo de ciudades modernas.16 Estos cambios traerían la “civilización”, que para ellos llegaba de Occidente. Todo esto entrañaba una nueva mentalidad, una visión distinta de ver el mundo, la modernidad.17 Las élites porfirianas querían ver a México reconocido como un país moderno entre los países avanzados del mundo. Debió haberles encantado cuando la señora Alec-Tweedie intituló su biografía del presidente, publicada en 1906, The Maker of Modern Mexico: Porfirio Díaz.18
Sin embargo, para estos liberales la modernización, la construcción de la nación y la administración estatal eran definitivamente empresas masculinas. Excluían a las mujeres que se consideraban emocionales, de menor inteligencia y más relacionadas con el mundo natural por su capacidad de reproducción. “La mujer es la criatura tierna y deliciosa formada por la naturaleza para inspirar el amor y para transmitir la vida”, escribió un editor del periódico oaxaqueño El Día en julio de 1839. Más “dulces”, “dóciles” y “compasivas” que los hombres, su lugar era el hogar y su quehacer el doméstico, no en espacios públicos como la calle, mucho menos en la política.19 Pero la modernidad liberal resultó ser un arma de doble filo. Si, por un lado, entrañaba la subordinación de las mujeres a los hombres y al hogar, por otro exigía que la mujer recibiera suficiente educación para que fuera capaz de formar los futuros ciudadanos. Pero también, con una educación mejor, un oficio o un negocio, podrían volverse “modernas” y mejorar su situación económica y social.20 Y como se verá en las siguientes páginas, así hizo Juana C. Romero. Como empresaria en el comercio y en la agricultura, se transformó en una mujer moderna, cambiando su huipil y su enagua por el vestido occidental. Se unió a la obra de la modernización, sobre todo en su amada Tehuantepec, y así pudo acrecentar su influencia y poder, y, por cierto, su fortuna, al mismo tiempo que modernizaba su ciudad. Ella también fue una constructora del país, una Maker of Modern México.
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UNA JUVENTUD EN TIEMPOS PRECARIOS1
Nacimiento
El padre León Saucedo registró el bautizo número 317 en la iglesia del Sagrario de Santo Domingo Tehuantepec el 27 de noviembre de 1837.
En esta parroquia de Tehuantepec en veinte y ciete de noviembre de ochocientos treinta y ciete: de L.P. bautice solemnemente a Juana Catarina ladina de tres días hija de padres no conocidos, madrina Edubiges Gallegos de San Sevastian a quien adbertí su abligacióny parentesco espiritual y para constancia lo firme. Fr. León Saucedo.2
Así, la vida de Juana Cata se inició con halo de misterio y con muchos interrogantes. ¿Quienes fueron sus padres y por qué no aparecieron sus nombres en el registro de bautizo? ¿Por qué la llevó a bautizar una madrina y no sus padres? ¿Quién nombró madrina a Gallegos? Claramente, alguien sabía algo que no se registró aquel día. Aunque es claro que María Clara Josefa Romero fue su madre, hasta hoy, todavía no se sabe quién fue su padre.3 Incluso no se sabe si ella misma lo supo, pero si lo sabía, lo mantuvo callado. Este secreto del parentesco seguía angustiando a su familia todavía un siglo después de su muerte.
María Clara Josefa Romero, madre de Juana Catarina, nació en el barrio de Santa Cruz, Jalisco, el 13 de agosto de 1811, hija de Isabel Egaña Cerqueda y Juan Andrés Romero Rueda, quienes se habían unido en matrimonio en junio de 1806.4 Juan Andrés era hijo de doña Tomasa León y Rueda Pinos y don Juan Antonio Romero Gutiérrez, teniente segundo de la Milicia Real de Tehuantepec, originario de Ayamonte, Castilla. Isabel fue hija de don Mariano Laureano Egaña Gómez y doña Micaela Cerqueda. En el archivo parroquial de Tehuantepec se refieren a los abuelos paternos y maternos como don y doña, es decir, eran “personas de distinción”, personas con honor. El concepto de honor en esa época (se iría transformando a través del siglo XIX) se componía de dos aspectos enlazados —honor y honra—, estatus y virtud, respectivamente. Ambos aspectos estaban íntima, pero no exclusivamente, relacionados con el comportamiento sexual de la mujer: el mantenimiento de la virginidad antes del matrimonio y la fidelidad después.5 Mientras que el honor de toda una familia podría depender del comportamiento de una mujer, el honor también se asociaba con la ética en las relaciones tanto familiares como comerciales. Y aunque las élites de la América ibérica creían que sólo ellas poseían honor, las clases populares tenían sus propias ideas al respecto. Para ellas, el honor se trataba no sólo de asuntos de sexualidad y virginidad, sino también de la ética del trabajo, la modestia y la maternidad responsable.6
Para las élites, como los bisabuelos de Juana Cata, el honor sirvió para reforzar su estatus superior a través de la discriminación de los otros. Pero el honor no era tan rígido: una vez retado, se podía perder, pero también recuperar. Aunque se habían casado por la Iglesia, los padres de María Clara, Isabel y Juan Andrés, de algún modo habían perdido el derecho a llamarse don y doña como sus padres. Acaso la familia había tenido problemas económicos: la ascendencia española no aseguraba el éxito económico. Sin embargo, el hermano de Juan Andrés había recuperado su honor; como dueño de un rancho y miembro del ayuntamiento de Tehuantepec en 1823, se le conocía como don Laureano Romero Rueda.7 Además, el hecho de que María Clara tuviera una hija ilegítima comprometió no sólo su propio honor sino también el de la familia, sobre todo desde que sus padres, hermanos y hermanas se habían casado por la Iglesia.
La ley española, que todavía regía en gran parte en 1837, clasificaba rigurosamente a los hijos ilegítimos. Aunque ilegítima, desde que su madre era una soltera de veintiséis años, la niñita Juana Cata no era expósita, una bebé depositada anónimamente en una institución, como era el caso de muchos infantes de “padres desconocidos”. Alguien le había designado una madrina, quien la llevó a bautizar. Pero tampoco se registró como hija natural, nacida de dos padres solteros y, entonces, con derecho de heredar todo o parte de la fortuna de ellos. En este caso los nombres de ambos padres estarían incluidos en el registro del bautizo, o mínimamente los de su madre y abuelos maternos. Un hijo o una hija de padres desconocidos sólo podría heredar si después fuera legitimado.8 El hecho de que el nombre de María Clara no apareció en el registro significa que la familia buscó protegerse; o porque no se conocía quién era el padre o necesitaba, por alguna razón, ocultar su nombre. Los curas, como Saucedo, recurrían a estas maniobras cuando coincidían con sus intereses sociales o económicos.9
Los padres de María Clara, sin duda, sintieron la vergüenza del desvío de su hija.10 En la misma hoja donde se registró el bautizo de Juana Cata se encuentran los registros de tres indígenas y otra ladina, y en todos ésos aparecen los nombres de sus progenitores. Dado que su madre no estaba casada, podría haber sido registrada como hija natural si su padre fuera soltero, pero no fue así y probablemente era casado. O tal vez era muy pobre e indígena, rechazada por una familia hispanizada. ¿Pero por qué nunca reconoció a su hija? ¿Quién exigió que se registrara a Juana Cata como “de padres no conocidos”? Y ¿cómo supo el padre Saucedo registrarla como ladina? ¿Le aconsejó la madrina Edubiges o lo dedujo con sólo mirar a la bebé?11 De todos modos, el estigma de la ilegitimidad del nacimiento de Juana Cata siguió siendo fuente de consternación y vergüenza para su familia todavía en la década de 1990.
Esto se hizo evidente cuando solicité una entrevista con doña Juanita Moreno Romero, la sobrina bisnieta de Juana Cata. Ella aceptó, pero con la condición de que no se hicieran preguntas acerca del supuesto amorío entre Juana Cata y Porfirio Díaz. Doña Juanita, una elegante señora mayor de pelo blanco, enseñaba inglés a los niños tehuanos y se consideraba de la élite de la ciudad. Aquella tarde abrazadora de julio de 1996 ella nos recibió en el zaguán de su casa, el chalet francés que había construido su ilustre antepasado. Afirmó que los padres de Juana Cata se llamaban María Clara Josefa Romero y José Inés Romero. Cuando se comentó sobre el hecho de que ambos tenían el mismo apellido, ella respondió que ese apellido era muy común en el barrio de Jalisco donde Juana Cata nació.12 Según Rosa Sosa Mimiaga, en ocasión de una conferencia que dio en honor de su tía abuela en el palacio municipal de Tehuantepec, doña Juanita dijo que un tal Mariano Romero y María Clara Egaña fueron los padres de Juana Cata. Era todavía importante para doña Juanita encontrarle un padre a Juana Cata a fin de tapar su ilegitimidad. Pero Sosa Mimiaga, investigadora asidua de las genealogías de Tehuantepec en archivos eclesiásticos, notariales y estatales, descubrió que José Inés Romero no nació sino hasta 1842, cinco años después de Juana Cata y, además, que el apellido correcto de María Clara era Romero Egaña. En otra entrevista, Emilio García Romero nos informó que creía que José Inés Romero fue su bisabuelo, padre de su abuelo, Camilo Romero, primo cercano y aliado comercial de Juana Cata, un hecho corroborado por las investigaciones de Sosa Mimiaga.13
Entonces, ¿quién fue el padre de Juana Cata? Existen varias teorías. Andrés Betances Reyes, un ingeniero de la ciudad de Matías Romero (antes Rincón Antonio) en el istmo, afirmó que su abuelo, Andrés Reyes, era medio hermano de Juana Cata, y que ambos eran hijos de uno de los hermanos Carballo Santibáñez, españoles, dueños de las haciendas de Las Jícaras y Santa Rosa. Él declaró que en algún momento los Carballo habían reconocido a Juana Cata pero que ella dejó de usar su apellido dado el comportamiento odioso y explotador de esa familia. De todos modos, Juana Cata después casó a su primo consentido Maximino Romero con Anita Reyes Morán, hija de Andrés, y fue muy generosa con ellos regalándoles dinero y casas.14 En cambio, la familia de la señora Inocencia Chiñas de Orozco, esposa del zapatero de Juana Cata y abuela de Pilar y César Pacheco Orozco, descendientes de Pedro Carballo (y dueños de casas que habían pertenecido a Juana Cata), aseveraba que Juana Cata era hija de un tal Toledo Robledo del barrio de San Sebastián y miembro de la familia de Bernarda Zárate Robledo,15 que se creía descendiente de los últimos caciques indígenas del istmo, y quien después sería una comerciante rival de Juana Cata.
Carmen Romero de Leyto y Pedro Romero Salinas, descendientes de Cristóbal Romero Egaña, hermano de María Clara, aseguraban que el padre de Juana Cata era un hombre casado y que ella era la media hermana de Fernando y Andrés Gallegos Romero, conocidos como “los Pote”. Ellos fueron los hijos de la hermana de María Clara, Zeferina Francisca Romero Egaña, y su esposo el arriero Mariano Gallegos. Sosa Mimiaga sugiere que tal vez ambas, María Clara y su hermana Zeferina, tuvieron hijos con Gallegos, quien le llevaba doce años a Zeferina. ¿Tuvo María Clara un amorío con el esposo de su hermana? En ese caso, Juana Cata sería adulterina, una buena razón para mantener callados los nombres de sus padres. ¿O tuvo María Clara una relación con Mariano antes de que se casara con Zeferina, dado que María Clara le llevaba nueve años a su hermana?16 Entonces, ambos hubieron sido solteros y se podría haber registrado a Juana Cata como hija natural. Zeferina Francisca tenía diecisiete años cuando nació Juana Cata, y no se conoce la fecha de su casamiento. Por otra parte, el historiador Daniel Chicatti García identificó a su madre como María Clara Egaña y su padre como un campesino mestizo llamado Juan José Romero. No ha aparecido, desgraciadamente, evidencia concreta para comprobar alguna de estas teorías y las circunstancias del nacimiento de Juana Cata siguen sin esclarecerse. Así es que la gente sigue inventándole un padre a falta del dato verdadero de su prócer. Antonio Olivera, en su novela Juana Cata: La confidente de Porfirio Díaz, imaginó que su padre había sido liberal militar, que su madre se dedicaba al hogar y a vender en el mercado, y que su bautizo fue un gran acontecimiento en Tehuantepec. Alejandro Rosas también confundió al padre de Juana Catalina (sic) con su bisabuelo: “había sido criollo y militar y desde muy pequeña quedó huérfana de padre y madre”. ¡Qué sorpresa para María Clara Josefa Romero, quien vivió hasta la década de 1860! Aquel enigma de su nacimiento ilegítimo y el misterio de quién era su padre marcó su vida y la de su familia, y proporcionan una clave para comprender su empeño posterior en restablecer su honor y ganar el respeto de la sociedad tehuantepecana. No en vano un novelista decimonónico escribió que “la mujer vale por la honra, el buey por el asta, y el hombre por la palabra: el honor de una mujer es un espejo que todo el mundo debe ver limpio”.17
Tehuantepec, Oaxaca y la nueva República
Situado en la parte más angosta del sureste de México, el istmo de Tehuantepec ha sido históricamente un centro comercial donde han confluido diversas culturas, mercancías y personas desde la época prehispánica. Densos bosques y el río Coatzacoalcos (que desemboca en el Golfo de México) y sus muchos tributarios cubrían la región septentrional del istmo (que hoy forma parte del estado de Veracruz). Los llanos costeños de la región meridional del istmo (ahora parte del estado de Oaxaca) se extienden desde las faldas de la Sierra Madre hasta las orillas de los ríos, lagunas y playas del Océano Pacífico.
Presionados por la expansión del reino mixteco en el siglo XV, la realeza y los colonos zapotecas mudaron su capital en Zaachila en los Valles Centrales de Oaxaca hacia el istmo. Pronto dominaron la región y empujaron a los habitantes originales a tierras marginales: los chontales al oeste donde hoy se encuentran los pueblos de Tequisistlán y Huamelula, los zoques al este a los ricos bosques de los Chimalapas y los huaves terminaron en las orillas de las lagunas superiores e inferiores de la costa del Pacífico. Los mixes se concentraron en las faldas de la sierra por Guichicovi.18 En la víspera de la Conquista, Tehuantepec (traducción náhuatl del zapoteco Dáani Béedxe, que significa cerro del tigre) tenía una población de aproximadamente veinticinco mil habitantes y fue uno de los centros más importantes del sureste. Su economía dinámica y multiétnica prosperaba del comercio de sal, pescado y camarón salado, conchas marinas, algodón y textiles, plumas preciosas y pieles con las regiones vecinas. Cuando los mexicas buscaban expandir su imperio hacia el sur, sobre todo para controlar la producción de cacao en la región del Soconusco en Chiapas y la producción istmeña de oro y plumas, entraron en conflicto con los zapotecas del istmo.19 Esta confrontación culminó en la batalla legendaria de Guiengola (1495), que terminó en una tregua cuando el rey Cosijoeza acordó casarse con Coyolicatzin, hija del emperador Ahuitzotl. Pero, además, los zapotecas tuvieron que aceptar pagar tributo al imperio mexica, algo que resentían mucho.20
Debido a las hostilidades con los mexicas, y también con el reino de Tututepec en la costa del Pacífico, cuando llegaron los españoles los gobernantes zapotecas optaron por acceder a su tutelaje pacíficamente a cambio del apoyo español en contra de sus enemigos. La dominación colonial tuvo un impacto desmesurado en el istmo. Hernán Cortés, los colonos españoles y los frailes dominicos (quienes fueron los evangelizadores en la región) se apoderaron de grandes extensiones de tierras. Introdujeron ganado mayor y menor, que dio lugar a un “boom ranchero”, pero la catástrofe demográfica causada por la llegada de las enfermedades europeas devastó a la población indígena, reduciéndola entre 60 y 75 por ciento. Para responder a la escasez de mano obra, los españoles empezaron a importar esclavos desde África para trabajar en sus ranchos.21 Como recompensa por la conquista, Carlos V cedió a Cortés un enorme territorio conocido como el Marquesado, que comprendía grandes extensiones de lo que hoy es el estado de Oaxaca, incluyendo parte del istmo de Tehuantepec. Gracias a los ricos y espesos bosques de la región central del istmo, Cortés estableció la primera industria de construcción de buques en el puerto de Tehuantepec en 1529. Sin embargo, para 1563 el virrey había arrebatado el control de ese pueblo estratégico de los herederos de Cortés, aunque ellos mantuvieron los ranchos ganaderos y grandes plantaciones cañeras conocidas como las Haciendas Marquesanas. La Corona estableció su gobierno en Tehuantepec (designada como la Villa de Guadalcázar, un nombre que nunca prosperó) porque se encontraba directamente sobre el camino real entre las ciudades de México, Puebla, Oaxaca y Guatemala. Tehuantepec surgió como un centro comercial y administrativo colonial importante gobernado por un alcalde mayor, un tipo de juez. A finales del siglo XVII el fraile dominico Francisco de Burgoa caracterizó a los zapotecas de Tehuantepec como “toda gente hábil, ladinos, políticos, liberales, trabajadores”.22
El censo real de 1793 reportó una población total de 21 746 para la región de Tehuantepec: 2 230 españoles (1 149 hombres y 1 081 mujeres), 10.25 por ciento de la población; 3 316 castas (1 674 y 1 642 mujeres), 15.25 por ciento de la población, y 16 183 indígenas (8 916 hombres y 7 273 mujeres), 74.5 por ciento de la población. Mientras que los españoles componían 10 por ciento de la población, sólo se podía considerar 1.5 por ciento de ellos miembros de la élite.23 Aunque esto representaba una población española considerable, que también incluía a los criollos (y tal vez algunos mestizos hispanizados), hay que tener cuidado con exagerar el carácter español y mestizo de Tehuantepec como algunos oficiales españoles e historiadores posteriores han hecho, especialmente cuando lo comparan con Juchitán, su vecino más indígena. El Tehuantepec colonial nunca perdió su cultura zapoteca, aunque el mestizaje sí se desarrolló más allí.24
Para finales del siglo XVIII mucho del territorio del istmo bajo control de españoles se dedicaba al pastoreo y la producción de reses, cuero y lana para los mercados de las ciudades de Oaxaca, México y España. Los españoles introdujeron el cultivo de la caña de azúcar, la grana cochinilla y el añil. El padre Gay juzgó que una industria de seda también existía allí en esos años. El sistema de repartimiento real impuso muy severas demandas de textiles en la región, lo que forzó a las mujeres a tejer día y noche en casa con tal de cumplir con sus cuotas. Esta situación contribuyó a la ya reconocida destreza istmeña en tejer y el surgimiento de una próspera industria textil que surtía a los habitantes de la sierra oaxaqueña y también guatemalteca. Las abundantes salinas de las lagunas superiores e inferiores de la costa pacífica facilitaron la producción no sólo de la sal, sino también de res y pescado salados, que fueron comerciados tanto por españoles y zapotecas como por chontales, huaves, zoques y mixes en las regiones vecinas.25
Para principios de 1800 la ubicación de Tehuantepec en el cruce del camino real entre Guatemala y Oaxaca, Puebla, Veracruz y México facilitó la dominación de los comerciantes istmeños de añil, grana cochinilla y sal. Muchos de ellos, de descendencia española, también eran dueños de ranchos ganaderos. Mantuvieron una milicia de 300 mulatos de los pueblos de El Barrio de la Soledad, Zanatepec y Niltepec para proteger sus intereses.26 Como iba prosperando la economía istmeña en la segunda mitad del siglo XVIII, comerciantes de la ciudad de Oaxaca se apresuraron a participar en la lucrativa comercialización de los tintes, que fue menguada durante la larga guerra de Independencia. No obstante, el conflicto por la dominación política y económica del istmo entre las élites locales y las de la ciudad de Oaxaca fue una constante del siglo XIX.
La República de México sólo tenía trece años cuando nació Juana Cata. Las primeras décadas de vida independiente fueron turbulentas, así, ella tuvo una juventud y adolescencia precarias. Después de la abdicación de Iturbide el 19 de marzo de 1823, las Cortes, como se llamaba al Congreso entonces, organizaron un nuevo gobierno nacional. Se creó un Supremo Poder Ejecutivo de tres hombres con tal de centralizar el poder en el Legislativo. En la ciudad de Oaxaca previamente se había formado una Junta Provisional Gubernativa que buscó privilegiar el control político local; pronto Yucatán hizo lo mismo. En oposición a las Cortes en la ciudad de México, que había asumido la soberanía nacional, las provincias sustentaban que la soberanía retornaba a ellas en ausencia del emperador. Opuestas al temido centralismo histórico de la ciudad de México, las provincias buscaban la convocación de un nuevo congreso que produciría una constitución federalista. El 1º de junio de 1823 el pueblo de la ciudad de Oaxaca se congregó en la plaza mayor y pidió el establecimiento de una república federal. Se declaró “un estado libre y soberano” en oposición a las Cortes: fue la primera vez, pero no la última, que Oaxaca asumiría su soberanía. Este acto no les pareció a las Cortes, y para agosto el ejército del nuevo gobierno nacional se encontraba a punto de invadir a Oaxaca.27 Como las provincias resistían los designios centralistas de las élites de la ciudad de México, así también varias regiones de Oaxaca rechazaron la dominación de la élite comercial de la ciudad de Oaxaca. Las intenciones de ésta se revelaron cuando, consumada la Independencia, se cambió el nombre colonial de la ciudad de Antequera a la ciudad de Oaxaca.
En Tehuantepec y en Jamiltepec en la Costa Chica, dos regiones históricamente desconfiadas de las élites de los Valles Centrales de Oaxaca (conocidas como los vallistas), el pueblo se rebeló en contra de esas autoridades. En Tehuantepec la gente conformó su propio gobierno provisional y el 15 de agosto escribió a las Cortes pidiendo ayuda en contra de la ciudad de Oaxaca. Bajo una presión intensa, el coronel Antonio de León firmó un acuerdo en la capital estatal con las autoridades nacionales el 22 de septiembre que evitó la acción militar y aminoró la tensión entre el gobierno nacional y los oficiales de la ciudad de Oaxaca. El artículo 6 de ese acuerdo aseguró que las autoridades de la ciudad de Oaxaca no hostigarían a los pueblos de Tehuantepec y de Teotitlán, que anteriormente habían reconocido el gobierno supremo en la ciudad de México.28
Y luego, el 15 de octubre de 1823, para agrado de mucho istmeños, el Supremo Poder Ejecutivo en la ciudad de México decretó la separación del istmo del gobierno en la ciudad de Oaxaca y la creación de una “provincia del Ystmo”, que incluiría todo el territorio anteriormente perteneciente a la jurisdicción de Tehuantepec en Oaxaca y Acayucan en Veracruz. El Poder Ejecutivo nombraría un jefe político como intendente, quien organizaría una diputación provincial que asistiría a la convención constitucional y administraría a la provincia usando los ingresos de las salinas en la costa del Océano Pacífico. Tehuantepec sería la capital hasta que se construyera una más adecuada en el centro del istmo. El decreto también contempló el futuro desarrollo económico de la nueva provincia.29 Aunque esta provincia tuvo una existencia muy breve, y un año después se volvió a incorporar al territorio de los estados de Oaxaca y Veracruz, los istmeños no dejaban de soñar con tener el control económico y político sobre su propia región, mientras que los vallistas seguían codiciando monopolizar el comercio y los abundantes recursos naturales istmeños. Esta fricción generaría conflictos frecuentes y el separatismo istmeño se reviviría una y otra vez durante casi cien años.
La convención nacional constitutiva declaró la república en enero de 1824 y produjo una constitución federal. Oaxaca, uno de los estados más grandes y el más diverso en términos étnicos, redactó su propia constitución en 1825, que dividió su territorio en 20 partidos. Poco después se reorganizó el territorio en ocho departamentos, los cuales fueron divididos en 24 partidos. La división territorial de 1844 reportó que la población del estado era de 521 187 habitantes (88 por ciento era indígena), mientras que el departamento de Tehuantepec tenía una población de 54 711 personas. En cambio, en 1842 Gaetano Moro, un ingeniero italiano que hizo un estudio topográfico del istmo, calculó 30 845 habitantes para el departamento. Él estimó que Tehuantepec tenía una población de 8 934, mientras que el vecino pueblo de Juchitán contaba con 4 567 y San Juan Guichicovi, un centro comercial mixe que abastecía a Tehuantepec con maíz, frijol y mulas, tenía 5 000 habitantes.30
Juana Cata vivió casi toda su vida en ese centro comercial de Tehuantepec. Aunque hoy se refieren a los habitantes como tehuanos, durante el siglo XIX se hablaba de tehuantepecanos, y así se hará en el presente trabajo.31 A pesar de que Juana Cata haría una gran fortuna, nunca se mudó permanentemente a la capital del estado ni a la ciudad de México como acostumbraban hacer los ricos, quienes luego visitaban sus haciendas o industrias algunas veces al año. Ella radicó casi siempre en su adorada ciudad y trabajó constantemente para su mejoramiento una vez que tuvo suficientes recursos. Su vida está tan entrelazada con la de Tehuantepec, que esta biografía es, en gran parte, también la biografía de la ciudad que ella tanto amaba. En este primer capítulo se esboza el escenario y el trasfondo histórico de Tehuantepec entre las décadas de 1840 y 1850 como base para los capítulos siguientes en que se desarrolla la vida y obra de Juana Catarina Romero.
Desde la época colonial Tehuantepec había sido punto nodal de comercio que atraía gente e inspiraba todo tipo de imágenes. Su ubicación geoestratégica la hizo un foco de gran interés para quienes soñaban con realizar una comunicación entre el Atlántico y el Pacífico. Empresarios y aventureros de una vanguardia capitalista, así como científicos naturalistas y arqueólogos llegaron al istmo y elogiaron la fecundidad de la tierra, los recursos naturales y los habitantes. Ellos veían todo con “ojos imperiales”; en su mira estaba la ambición no sólo de hacer una conexión interoceánica sino también de explotar los recursos naturales y a la población. Pero con frecuencia no entendían bien o confundían lo que veían, y hasta lo describían con desdén. No obstante, gracias a los relatos de esos viajeros se puede reconstruir una imagen de la vida cotidiana de Tehuantepec durante la juventud y adolescencia de Juana Cata.32
Mathieu de Fossey llegó a Tehuantepec a principios de la década de 1830, después del fracaso de establecer una colonia francesa en la parte norte del istmo.33 Encargado por don José de Garay, quien tenía la concesión para construir un canal o ferrocarril, Gaetano Moro dirigió un estudio científico del istmo en 1842.34 Gustavus Von Tempsky, un periodista y aventurero prusiano, visitó Tehuantepec a mediados de la década de 1850. El estadounidense John McCleod Murphy participó primero en el estudio científico estadounidense del istmo del mayor J. G. Barnard en 1850, y luego fue superintendente de la Tehuantepec Louisiana Company, que organizó el primer servicio de transportes a través del istmo. Matthias G. Hermesdorf arribó a la región en 1857 y publicó su estudio para la Royal Geographical Society de Londres.35 El abate y arqueólogo Charles Brasseur de Bourbourg llegó al país en 1848 como capellán de la delegación francesa; escribió varios volúmenes sobre México y fue el primer traductor del Popol Vuh y el Rabinal-Achí de los mayas. En un viaje posterior en 1859 arribó al istmo enviado por el Ministerio de Educación de Napoleón III para reportar sobre un territorio que aquel dictador codiciaba. Por cierto, la gente sospechaba que había ido como espía francés. Otro arqueólogo francés, Désiré Charnay, llegó a finales de 1859. Escribió: “¡Cuántos, en Europa, piensan que no hay en México sino salvajes en estado de naturaleza, y se imaginan todavía un pueblo viviendo bajo las palmeras, con la cabeza y la cintura adornada con plumas!”.36 Estos relatos informativos, a veces amenos, revelan una mentalidad colonialista que idealiza, erotiza y naturaliza aquella “belleza salvaje”. La supuesta civilización superior y el racismo de los viajeros justificaban su dominación de lugares y personas que sus ojos imperiales veían como inferiores.37
Uno de esos lugares era el istmo de Tehuantepec. Geográficamente se divide en tres partes, la septentrional del Atlántico —muy verde—, cruzada por muchos ríos y arroyos, perteneciente al estado de Veracruz; la de en medio es una “selva inmensa de sorprendente hermosura que por sus naturales productos encierra evidentemente tesoros de un valor incalculable”, en especial maderas finas; y la austral, las llanuras del Pacífico del estado de Oaxaca, cubiertas de matorral, palo de Brasil, palo de rosa, cactus y palmas, en general una vegetación muy variada. No hubo una línea divisoria clara entre Oaxaca y Veracruz debido a que la selva no estaba poblada. Las llanuras, con una anchura de un poco más de treinta kilómetros, se extendían desde las faldas de la Sierra Madre hacia la costa del Pacífico, un territorio surcado por ocho ríos que desembocan en el mar y las muchas lagunas de la costa.38 Desde el cerro de Dani-Guivedji (el monte o lugar del tigre), que prestó su nombre a la ciudad,39
la vista abarca a la vez la ciudad y el campo, los barrios que enlaza la montaña, con sus iglesias moriscas, sus casas blancas y almenadas, sombreadas por hermosas palmas […]. La llanura alrededor se muestra ondulada por eminencias abruptas, donde cada una guarda una ruina y cuenta un recuerdo o una leyenda de los reyes de Tehuantepec. Más lejos, la mirada se extiende sobre la superficie azulada del océano Pacífico, iluminada por los esplendores del sol yacente, o bien va a perderse en el vasto hemiciclo de la sierra cuyos profundos accidentes acaban por confundirse en una sola sombra. […] Extendido hacia un lado sobre la llanura como una larga cinta metálica, reflejando los últimos fuegos del día, el río de Tehuantepec, serpenteaba majestuosamente en dirección al mar.40
El afluente de este río, desde su nacimiento en las montañas del distrito de Tlacolula en los Valles Centrales hasta la pintoresca bahía de La Ventosa en el Océano Pacífico, regaba Tequisistlán, Jalapa del Marqués y Tehuantepec. Y “cubre de verdes cultivos los alrededores arenosos de la ciudad, se divide en mil arroyuelos que fertilizan las huertas entre los ángulos áridos del Guivedjí”. Pero daba poca frescura en ese clima donde “la atmósfera seca abrasaba hasta el exceso”. Tehuantepec, “situado en un arenal abierto por el lado del Sur y encerrado por los demás lados entre cerros que impiden la llegada de los vientos cuya frescura suele mitigar los ardores de un cielo abrasador, es sin duda el punto más cálido de todo el istmo”.41 Cuando empezaba la época de lluvias en junio, se refrescaba un poco, pero entonces los caminos se volvían intransitables y era casi imposible pasar el río a caballo. Después, cuando la lluvia paraba en septiembre, la tierra se resecaba. De noviembre a junio la tierra era tan árida que la vegetación escaseaba y las milpas requerían irrigación, pero hasta los ríos y arroyos se secaban. Entonces el ritmo del río determinaba la vida de los tehuantepecanos: en época de lluvias tenían agua suficiente, pero vivían bajo la amenaza de desbordes e inundaciones, mientras que en época de secas escaseaba este elemento vital.42 De día el río era un refugio muy popular del sol abrasador. De noche era el lugar preferido de los amantes para ir a hacer el amor, y por eso dice la canción: “Ay de mí, llorona, llorona. Llorona, llévame al río”. Von Tempsky lo llamó los “Boulevards of Tehuantepec”:
el río, cerca del pueblo, seguramente fue el paseo más concurrido y el descanso de los habitantes hombres, mujeres, niños y niñas. La muchedumbre no era muy agradable siendo de un carácter bastante revuelto con respecto a las edades y comportamiento, solamente teniendo en común la más perfecta uniformidad en la total falta de vestimenta. […] allí se reunía la gente para negocios, política, intrigas de todo tipo, riñas y declaraciones de amor, todo se discutía con el agua al cuello o sentados en el líquido, ese elemento transparente, con las actitudes más relajadas, cuando ya se han cansado de estar flotando, dando clavadas o volteretas u otros pasatiempos excéntricos que estaban de moda entre los tehuantepecanos.43
Un tal Veritas, en una carta dirigida al editor del periódico Daily Alta California en diciembre de 1858, también designó el río como la “atracción principal” de Tehuantepec, donde los nativos en masa se bañaban juntos con sang froid y sin preocupación. No obstante, notó que las mujeres ya demostraban algo de pena ante la mirada de los estadounidenses y algunas ya mantenían puestas sus enaguas mientras se lavaban el cuerpo.44
Los productos naturales del istmo maravillaron a los viajeros, sobre todo los peces, camarones y otros animales del mar: “Dejando aparte el monstruoso lagarto que puebla los esteros de la costa y afea con su asquerosa presencia el cuadro de tan hermosa creación, las lagunas, los ríos y el océano contienen una cantidad y variedad de peces que solo viéndolos se hace creíble. La multiplicidad de tortugas de varias especies no es menos admirable […] el precioso carey, los corales, y las perlas que estos parajes contienen con alguna abundancia”. Tampoco se debían olvidar los productos de dos insectos istmeños: “la miel y la cera de que las abejas llenan los bosques”, mientras que los gusanillos “dejan suspendidas en los árboles” grandes bolsas de seda silvestre que las industriosas tehuantepecanas aprovechan para tejer sus textiles.45
Al lado norte del río Tehuantepec se encontraban los barrios de Santa María Roloteca, Santa Cruz Tagolaba, San Juan Atotonilco y Santa María Lieza. Por el sur, cruzando el río estaban Laborío (Nuestra Señora de la Natividad) y San Sebastián (en estos dos vivía la mayoría de españoles), San Blas Atempa, San Jerónimo Vinizo, San Pedro Vixhana, Santa Cruz Jalisco, San Jacinto Tapaguichi, San Juan de los Cerrillos, San Juan Guichivere, Santa María Asunción Diagabeche y San Pedro Guichixigui. Varios se conocían por su oficio: “San Blas a la pesca, Vixana al artesanado, Guichivere a la herrería, Santa María a hacer sillas de montar y zapatos, Tagolaba explotaba sal, a San Jerónimo le quedó el apodo ‘de los mexicanos’ en recuerdo de quienes vivieron ahí en el siglo XVI”. Aunque en 1550 parece que había cuarenta y nueve barrios, ya nada más quedaban quince, cada uno con su propia administración política y religiosa para mantener su iglesia y coordinar la celebración de su santo particular. Se regían por el sistema tradicional de un consejo de principales, los xuanas (zapoteco), quienes estaban auxiliados por sus mujeres, las xelaxuanas, sobre todo para la organización de las fiestas.46
El jefe político (también llamado gobernador), designado por el gobernador del estado, un juez de Primera Instancia y el ayuntamiento, compuesto por tres alcaldes y dieciséis regidores (en la década de 1850), gobernaban el territorio. Había también una Aduana Terrestre para la recolección de impuestos internos y otra Aduana Marítima para los impuestos sobre exportaciones e importaciones por mar. El palacio de gobierno se encontraba en una calle aledaña a la plaza central y las calles estaban cubiertas de arena, mientras que la mayoría de los edificios y casas eran de adobe de un piso encaladas con techos planos de teja. Las casas de la gente pobre eran de paja con techos de palma sin ventanas ni chimeneas, como notó Hermesdorf. Pero tenían buena ventilación y estaban hechas con materiales locales adecuados para el clima tropical. A ninguna le faltaba su hamaca. Von Tempsky describió la casa donde se hospedó, que era de gente más acomodada: “Nuestra casa era de un piso, como todas. Muros gruesos de adobe, cuartos amplios y frescos, y un espacioso corredor alrededor de un patio interior colmado de naranjos. Hacía falta toda esta provisión de sombra ante el calor tan opresivo”.47
Zapotecas, huaves, zoques, chontales, mixes, mestizos, afromexicanos, criollos y europeos poblaban las llanuras. Había unas familias españolas, y unos pocos alemanes, franceses y estadounidenses. Según Gaetano Moro, quien llegó cuando Juana Cata tenía cinco años: “Por su estado de civilización los indígenas de Tehuantepec son incomparablemente superiores a los de las demás partes de la República, y sus cualidades morales los hacen altamente recomendables: generalmente los he hallado inteligentes, laboriosos, dóciles y joviales. En cuanto al físico los tehuantepecanos son vigorosos, de buen aspecto, y puedo decir que entre los indios que yo conozco, son acaso los únicos que tienen un bello sexo”. Aunque faltaban muchas comodidades, según Veritas, la gente era alegre y contenta, “remarcablemente cortés y muy hospitalaria”. Hermesdorf los consideró “más inteligentes que gentes sin educación de otras naciones”, siendo capaces de trabajar y aguantar mucho, pero en general informales. Muy aficionados a la música, cada pueblo tenía su propia banda, aunque bastante “defectiva”. Pero “siendo de una disposición pacífica, sin duda, se volverían muy útiles e industriosos si fueron bendecidos con un buen gobierno. La educación no ha recibido todavía la atención que debe tener, y, de hecho, parece que existe una gran indiferencia a esta necesidad entre la mayoría de la gente”. Un juicio semejante emitió Von Tempsky: “En general, los habitantes de esta porción de México son una raza que demuestra buen humor, despreocupados, quien en manos de gobernantes más honrados, estarían capaces de gran mejoramiento. Pero en el presente, van directos al camino de ruina y desastre, bajo la tutela de curas y un gobierno despreciable”. A Mathieu de Fossey le sorprendió que no todos los indios eran pobres: “Con todo hay indios ricos que aunque no mudan nada respecto de sus costumbres y de su modo de vivir, sacrifican al lujo y a la vanidad, gastando cantidades considerables en las alhajas de su casa. He comido en casa de estos indios, en donde he visto a menudo vajilla de plata y otras cosas preciosas”.48
En 1851, cuando llegó la expedición de J. G. Barnard, Tehuantepec era el segundo pueblo del estado de Oaxaca en términos de comercio, manufacturas y población, que él calculó en trece mil “mayormente indígenas, algunos mestizos y con unos pocos de Castilla. La clase superior son muy aristocráticos, los mestizos civiles y corteses, y los pobres indios humildes y agradecidos por la menor atención”.49 La mayoría de los hombres vestía con manta blanca y huaraches, o simplemente sin zapatos, mientras que los niños no llevaban ropa alguna. Con frecuencia las mujeres iban con el pecho descubierto o llevaba un huipil, una camisola corta y ligera de manga corta. Como falda traían la enagua de enredo, “un lienzo cuadrangular como de dos metros y medio de longitud, por un metro de anchura, el que usan enrollado, sujetándolo en la cintura por medio de una faja o ceñidor”.50 Por lo general no usaban zapatos. Una minoría vestía con ropa occidental, sobre todo los extranjeros y los criollos. Siempre censurador, Hermesdorf opinó que las mujeres eran flojas, no muy limpias y no sabían nada de cocina o de coser; estaban pésimamente preparadas para ser buenas amas de casa. Comían sobre todo maíz y frijoles negros. Para el desayuno tomaban atole y tortillas y para la comida lo mismo con un pedazo de tasajo. Cuando viajaban se llevaban con ellos totopos, un tipo de tortilla tostada que se podía comer caliente o fría, que le recordaba “los panes que la población israelita de Alemania comía en Pascuas”. No usaban ni cucharas ni tenedores ni sillas, así que comían al estilo “turco”. El café era muy raro entre los indígenas, y los que podían tomaban chocolate. Su licor consistía en maíz machucado con agua fría, una bebida que él encontró “agradable y refrescante”. Los tehuantepecanos, tanto hombres como mujeres, eran muy aficionados a fumar puros, los mejores venían en carretas de mulas de los pueblos de la costa del Atlántico, aunque también se sembraba el tabaco más cerca en Santa María Chimalapa.51
Los istmeños cultivaban maíz, frijol, calabaza, garbanzos, jitomates, camotes, ajo, cebollitas y caña de azúcar. Disponían de los frutos de una variedad de árboles, incluyendo de cacao, y desde la época colonial prosperaba el ganado mayor y menor en muchos ranchos.52 Las salinas proveían un producto vital en un clima tan caliente. Desde el Soconusco en Chiapas hasta Puebla, los tehuantepecanos comerciaban no sólo la sal sino también carne, pescado y camarones salados. Laura Machuca señaló que, desde finales de la Colonia, la producción de sal se volvió el “hilo conductor” de la dinámica socioeconómica de la región.53 Moro consideró que las salinas
son tan numerosas que es bastante difícil determinar la cantidad de sal que producen, pero […] podía estimarse sus rendimientos mientras se explotaba por cuenta del erario público en 35 mil quilogramos, mas puede asegurarse que sus productos no redundaban totalmente en provecho del fisco, porque ninguna exageración se comete en decir que desde Huamelula hasta Tonalá todo es una continuada salina. La limpieza y blancura de esta sal la hacen solicitar de varios puntos de la República, pero en su principal consumo lo verifican los departamentos de Chiapas y Oajaca.54
Los tintes fueron productos de suma importancia: la grana cochinilla y el añil eran muy cotizados en Europa (los productos que más tarde Juana Cata comerciaba). También se cosechaba un tinte púrpura. La grana cochinilla, un insecto de donde se obtenía el carmín, se conocía desde la época prehispánica, pero se empleó en Tehuantepec hasta finales del siglo XVIII. Cuando los nopales tenían por lo menos dos o tres años, se podían asemillar: “Colocar las cochinillas hembras en las hojas y esperar a que nacieran los hijos, que se esparcían por todo el nopal y se alimentaban de su jugo. Todo el proceso duraba más o menos cuatro meses, al cabo del cual el insecto se raspaba y se mataba. Se podía hervir, sofocar al vapor o meterlo a un temazcal. Después de muerto debía secarse unos cinco días al sol”.55 El polvo, entonces, proveía un tinte rojo profundo. El añil se sembraba en mayo y se cosechaba en septiembre:
El añil es una planta parecida a la alfalfa, que después de cortada se echa en una tina llena de agua en la cual se deja fermentar, y cuando ha llegado a punto la fermentación se suelta una llave para dejar correr en otra tina el agua que contiene en disolución la fécula que da el color azul. Se menea con violencia en esta segunda tina para separar esta fécula de las sales propias de la planta, y al tiempo que las partículas coloridas se van juntando, se dejan asentar, y quedando clara el agua se suelta una llave por donde sale afuera: luego se pasa la fécula azul a otra tercera tina hasta que haya adquirido cierto grado de desecación, en cuyo estado se pone en cajitas, en las cuales acaba de perder su humedad.56
Para mediados del siglo, la creciente producción de la grana cochinilla guatemalteca y de los Valles Centrales de Oaxaca y la producción de añil por los ingleses, franceses y holandeses en sus colonias provocaron la caída en los precios de los tintes y pusieron en jaque el futuro de dos productos de exportación vitales para la economía del istmo.57
No ha perdido su popularidad entre las istmeñas el tinte púrpura que viene del múrice, un marisco que se observa en la costa pacífica desde Guayaquil hasta Acapulco. Se conocía ese tinte desde la antigüedad, pero “cuyos cardúmenes se han agotado en las playas de la isla de Chipre”. Ahora se podía encontrar “especialmente en las rocas de las lagunas de Tehuantepec en donde abunda. Van las mujeres a las rocas con piezas de género o mazos de algodón hilado, divididos en pequeñas madejas, y a medida que van sacando el marisco aprietan con los dedos al animal en lo que quieren teñir y exprimen un licor blanquizco que se vuelve purpúreo en secándose”. Este tinte es indeleble y todavía mantiene su “lustre después de muchos lavados: no pega igualmente bien en todos géneros, así es que tiñe mejor el algodón y la lana que la seda”. Las istmeñas lo estiman mucho y “pagan muy caro este adorno cuando no van por sí a teñir sus efectos”. Este tinte dejaba un olor muy fuerte que disgustaba a los viajeros, pero gustaba mucho a las mujeres porque demostraba lo auténtico del tinte de sus prendas.58
Además de la producción de tintes, había en Tehuantepec “panaderos, carpinteros, herreros, hojalateros, plateros, curtidores, zapateros y guarnicioneros”. En cada familia, hasta en las más pobres, se fabricaba el jabón que consumían. Para Moro, “los tejidos de seda silvestre y de algodón que labran las mujeres, son verdaderamente admirables, y mucho más cuando se consideran los imperfectos instrumentos que les sirven para el objeto”. En cuanto a la industria, Tehuantepec y Juchitán se distinguían por su preparación de toda clase de pieles, pero en particular la de una gamuza de venado muy suave. Producían zapatos y sillas de montar muy estimados tanto en Guatemala como en otras partes de la República. A través de todo México, la entrada de textiles europeos impactó seriamente la producción local de telas. Los istmeños empezaron a intercambiar ilegalmente grandes cantidades de sal, grana cochinilla y añil por los textiles franceses e ingleses.59 El gobierno estatal trató de combatir el contrabando porque afectaba gravemente el monopolio de textiles europeos que tenía la élite vallista. Esta situación sólo sirvió para profundizar la rivalidad entre los comerciantes de la ciudad de Oaxaca y los istmeños.60
La inestabilidad política trastornaba al país en las décadas que siguieron a la Independencia. Con una población tan diversa, sólo la religión católica unía a los mexicanos; así, el Acta Constitutiva de la nueva nación había declarado: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la proteje por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquiera otra”. Según el exinsurgente José de San Martín, estando en la catedral de Guadalajara en 1821, “la Religión tiene un indispensable enlace con el orden público”; solamente habría prosperidad si siguieran unidas la política y la religión. Por eso tanto los sermones como los discursos cívicos en los años siguientes subrayaban esa mancuerna de la identidad nacional.61 No obstante, esa constitución federal dio lugar al conflicto entre centralistas y federalistas, que después se tornó en la funesta confrontación entre conservadores y liberales, aunque todos católicos. Oaxaca se agitaba también por la fricción entre el istmo y la ciudad de Oaxaca y la creciente tensión entre Tehuantepec, como sede del gobierno en el istmo, y su rival Juchitán, ya de mayor población para mediados del siglo. Frecuentemente se ha caracterizado como un conflicto étnico entre el Tehuantepec mestizo y el Juchitán indígena, aunque ambos eran de origen zapoteca. No obstante, J. J. Williams describió a Juchitán en 1850 como un pueblo muy industrioso con un comercio animado donde radicaban bastantes europeos. A pesar de que con frecuencia esos distritos se han definido en oposición uno del otro, sus historias están íntimamente ligadas.62 Este antagonismo entre tehuantepecanos y juchitecos en las décadas de 1840 y 1850, y la violencia que engendró, fue el telón de fondo de la juventud y adolescencia de Juana Cata.
Las mujeres y la nueva República
La transición de colonia a república independiente no sólo exigió la construcción de un nuevo Estado sino también de una identidad nacional y la reformulación de los roles de género. Ya que el rey no era el patriarca principal, la autoridad máxima ahora se centraba en el Estado republicano y en la ciudadanía, ambos definidos como masculinos. Mientras que los conservadores deseaban una ciudadanía restringida para propietarios y los liberales buscaban extender los privilegios de ésta a una población más amplia, no se distinguían mucho en cuanto a sus ideas respecto de las mujeres.63 Ninguno de esos partidos las consideraba aptas para la ciudadanía, merecedoras de los derechos inherentes a ella de votar y ocupar cargos públicos. La subordinación femenina ni siquiera se especificó en la Constitución porque era obvio para sus escritores que el ciudadano era, por definición, un hombre. Pese a que las mujeres de todas las clases sociales habían tenido un papel vital en la lucha por la independencia (como enfermeras, cocineras, costureras, propagandistas, correos y espías), era necesario después excluirlas de la política para restablecer el dominio masculino en la casa y en la calle. Un hombre insistió que en su casa “los pantalones daban las órdenes, no las naguas”.64 Consecuentemente, el padre definía la nacionalidad de los hijos. Si una mujer se casaba con un hombre de otra nacionalidad, perdía la nacionalidad mexicana de su padre y adquiría la del esposo. Una petición de 1824 al gobierno estatal de Zacatecas, que declaró que las mujeres también querían verse contadas en el censo como la “Ciudadana H” o la “Ciudadana N” ni siquiera recibió respuesta.65
Tanto liberales como conservadores sostenían la teoría de las esferas separadas: los hombres en la esfera pública y las mujeres en la doméstica. Simplemente, las mujeres no tenían las facultades físicas ni intelectuales para gobernar. Un periodista mexicano explicó que “el hombre es superior debido a su fuerza física y su coraje, y por eso es más apto para disfrutar y defender el respeto de su familia. Si una sociedad fuera gobernada por la esposa, ¿no sería objeto de la rebelión constante de sus sujetos en contra de esa autoridad?”.66 La familia patriarcal estable era la base del orden público: en la nueva nación, las madres “republicanas” debían ser capacitadas para criar a los ciudadanos patriotas del futuro. En su discurso inaugural de una escuela para niñas en 1823, la profesora Ana Josefa Caballero de la Borda contendió que la mujer no debía ser simplemente un adorno sino más bien servir como útil compañera a su esposo, debía ser educada para su papel como madre.67 Entonces, las mujeres debían recibir alguna educación, pero para ser los “ángeles del hogar”. Las mujeres de las clases media y alta no debían andar solas en las calles, sin acompañante o sirviente. Si lo hacían, arriesgaban su reputación y ponían en jaque su honor: se podrían confundir con las mujeres “públicas”, las prostitutas, mujeres de las calles. Para esa gente decente las mujeres pobres, de la clase trabajadora, no tenían honor que cuidar: “No eran madres buenas cuya modestia merecía ser protegida ni tampoco ciudadanos con derechos civiles en la arena pública”.68 Andaban solas en las calles de las ciudades y pueblos vendiendo comida, o tal vez cigarrillos hechos en casa.
Sin embargo, desde tiempos prehispánicos las istmeñas frecuentaban los espacios públicos. Disfrutaban de gran fama de vendedoras y comerciantes viajeras ya que el comercio era el alma de la vida económica del istmo, debido a su ubicación geográfica.69 En efecto, las mujeres monopolizaban el mercado que era, según Von Tempsky, “un edificio grande, sin muros, su techo apoyado en grandes pilares altos y con aleros inclinados de teja”. Él creyó ver allí “más de mil mujeres” (seguramente una exageración, pues otros viajeros contaban entre doscientas y trescientas), quienes venían “diariamente para vender y comprar”. Había “poco dinero disponible para la circulación; consecuentemente todo es extremadamente barato dado que hay una gran abundancia de todo —frutas, carnes y vegetales—”. Los hombres eran vedados en el mercado: “El comercio es enteramente monopolizado por las mujeres”. Le maravillaba que mientras que en otras partes los hombres cargaban las mercancías, aquí las mujeres cargaron pasto y maíz, y lo que él llamó por equivocación “los fardos de los tallos verdes de maíz”, que debía haber sido la caña de azúcar cortada. Observó que “veinte a treinta de ellas, todas jovencitas ligeras de pie, están allí paradas con sus fardos de tallos de maíz, listas para levantarlos y balancearlos sobre sus cabezas y cargarlos a la casa de cualquier comprador”.70
El mercado también impresionó a Brasseur: “Sobre el suelo, bajo el techo de los pasillos, se extienden confusamente los objetos de venta al menudeo de la industria nacional: cuerdas y el hilo de maguey y de pita, telas de algodón, cinturones de seda natural, zapatos de piel de gamo, negros y amarillos, sombreros de paja y de hojas de palma, petates de todas calidades, desde los más finos, de brillantes colores, hasta los más comunes”. También hubo “todo esto entre frutas, legumbres, salchichas, carne seca al sol, cortada en tiras y que se vende a tanto la vara, tabaco, dulces, huevos, queso, iguanas de horrible forma, colgadas, y que da miedo ver, aunque sean el plato favorito de los Brillat-Savarin de Tehuantepec”.71 Igualmente, la presencia de tantas mujeres le llamó la atención:
Esta mescolanza tiene sin embargo su lado pintoresco por la extrañeza misma de su confusión. Con la excepción de un pequeño número de indios que vienen de bastante lejos, son las mujeres quienes están encargadas de la venta. Algunas están de pie; otras, arrodilladas, ocupadas incesantemente en moler la masa de maíz sobre su metate y en cocer al lado sus tortillas que ellas venden calientes a los compradores. Pero la mayor parte están acomodadas, con las piernas cruzadas, como cuando están en la iglesia, con las faldas extendidas a su alrededor. Viejas y jóvenes, indias y mestizas, formando grupos delante de sus mercaderías, parloteaban, reían, conversaban, gritaban discutiendo con una animación increíble, burlándose abiertamente de los hombres, que provocaban indistintamente en español o zapoteco, con un descaro apenas igualado por el de las verduleras de París. Los perros, puercos, pollos, guajolotes, que gruñen y chillan en medio de este bullicio, sin contar una multitud de niños de dos a diez años, vestidos únicamente con su inocencia y tocados con un sombrero de paja, que se atropellaban desordenadamente sobre los animales y las verduras, completan este cuadro que encontraba bastante original. Este mercado después de todo, no ofrece ningún objeto de valor. La orfebrería de Tehuantepec, antaño tan renombrada, apenas se encuentra en las tiendas, en las que con suerte se encuentra algo: es allí incluso donde hay que ir para ver las monturas y arneses labrados, todavía muy estimados en los municipios vecinos y por el trabajo de los cuales los habitantes de esta ciudad gozan hasta ahora de un merecido renombre.72
Como ofrecían una variedad de mercaderías en pequeños puestos en la calle y como vendedoras callejeras, las tehuantepecanas de “todas las edades, tamaños y colores de cutis”73 monopolizaban el comercio en pequeño y siempre estaban visibles en los espacios públicos de la ciudad. Charlaban y chismeaban sobre la vida cotidiana de los vecinos y también sobre los acontecimientos políticos; el mercado estaba justo en frente de la plaza principal, donde se acostumbraba convocar a las asambleas del pueblo. Como muchas mujeres de la clase trabajadora en todo México, teniendo que trabajar para sobrevivir, cocineras, lavanderas, sirvientes domésticas, y artesanas, no tuvieron la oportunidad de quedarse en casa cuidando el hogar, esa domesticidad idealizada. Esto, por supuesto, fue el caso de las madres solteras como María Clara Josefa Romero.
La juventud de Juana Cata
En 1833 María Clara tenía veintiún años, todavía soltera vivía en casa de sus padres, Isabel y Juan Andrés. Diez años después, en el censo parroquial de 1843, apareció como una madre soltera con una niña o un niño (la letra no es legible) de cinco años, la edad exacta de Juana Cata en ese momento. María Clara no volvió a tener otro hijo o hija, así, la madre y la hija residían todavía en el barrio de Jalisco, pero ya no en casa de sus padres. Ahora compartía una casa con Juanita Romero, una viuda con tres hijos, y Francisca Romero de dieciséis años, posiblemente parientes. Bárbara Gutiérrez, una viuda; María de la Luz Gutiérrez, una madre soltera; Manuela Gutiérrez, el arriero Antonio Ignacio y el tejedor Cecilio Rueda fueron sus vecinos. Su hermano menor, el jornalero Cristóbal Romero Egaña, y su esposa, Juana Villalobos Gallegos, vivieron cerca. María Clara y su hija ya residían en un barrio de clase trabajadora compartiendo una casa o una vecindad con varias otras personas de pocos recursos. Llama la atención que vivían entre viudas y madres solteras. Al mismo tiempo, su hermana menor de veinte años, Zeferina Francisca Romero Egaña, y su esposo, el arriero Mariano Gallegos de treinta y dos años, se habían mudado al barrio contiguo de San Blas.74
Desafortunadamente, poco se sabe acerca de la juventud de Juana Cata, aunque su madre vivía todavía en 1862 en el barrio de Jalisco. Ellas sobrevivieron a varias crisis que azotaron al istmo: el hambre espantosa que sufrió el estado en la segunda mitad de 1838, el incendio que arrasó con varios barrios de Tehuantepec en abril de 1842, la terrible inundación de 1844, el cólera morbo que cobró la vida de más de diez mil oaxaqueños en 1850 y el terremoto de 1854 que casi destruyó toda la ciudad. Por otra parte, la niña no tuvo la oportunidad de asistir a la única escuela primaria en Tehuantepec; Juana Cata no aprendió a leer ni a escribir hasta adulta. En una época cuando muy pocas niñas tenían acceso a la educación, en 1845 hubo una escuela del sistema lancasteriano en Tehuantepec donde estudiaban trescientas ocho “mujercitas” y ciento ocho muchachos.75 Unos años después, cuando Benito Juárez llegó a la gubernatura del estado de Oaxaca, él puso gran énfasis en la educación y en particular en la femenina: “Formar a la mujer con todas las recomendaciones que exigen su necesaria y elevada misión, es formar el germen fecundo de regeneración y mejora social. Por esto es que su educación jamás debe descuidarse”. Esa elevada misión fue precisamente la de la maternidad republicana de criar futuros ciudadanos. Juárez favorecía escuelas separadas para hombres y mujeres debido a que su “misión” era distinta, y él lamentaba que los presupuestos del estado y de los municipios frecuentemente no daban para eso. En 1848 ya había dos escuelas en Tehuantepec, una para niños y otra para niñas, y ahora asistían cuatrocientos veintidós muchachos y solamente ciento noventa y ocho niñas, aunque Juana Cata no entró a ninguna, probablemente por la pobreza de su familia. Juárez deploró la pobre asistencia a clases, pero reconoció “la miseria pública” como gran parte del problema:
El hombre que carece de lo preciso para alimentar a su familia, ve la instrucción de sus hijos como un bien muy remoto, o como un obstáculo para conseguir el sustento diario. En vez de destinarlos a la escuela, se sirve de ellos para el cuidado de la casa o para alquilar su débil trabajo personal, con qué poder aliviar un tanto el peso de la miseria que lo agobia. Si ese hombre tuviera algunas comodidades; si su trabajo diario le produjera alguna utilidad, él cuidaría de que sus hijos se educasen y recibiesen una instrucción sólida en cualquiera de los ramos del saber humano. El deseo de saber y de ilustrarse es innato en el corazón del hombre.76
Ese deseo de aprender y de ilustrarse también estaba en el corazón de las tehuantepecanas, entre ellas, como se verá adelante, Juana C. Romero.
¿Cuánto más difícil sería para una madre soltera viviendo en una vecindad ofrecer esas comodidades a su hija? Algunas versiones pintan su juventud más agradable. Así como doña Juanita, Gustavo Toledo Morales también le proporcionó un padre: “Su padre se dedicaba a las labores del campo y esporádicamente ayudaba a unos parientes del mismo barrio, que en antiguo telar fabricaban servilletas y enaguas de enredo para las Tehuantepecanas, y que su madre se dedicaba a las labores del hogar y ocupaba algunas horas del día para torcer cigarros de hoja que vendía en el mercado; ambos formaban una familia muy humilde donde reinaba el analfabetismo”.77 O según Samuel Villalobos:
A mediados del siglo pasado las familias de esta amada ciudad contemplaron casi diario una jovencita alegre vestida como las primeras mujeres de Tehuantepec, con la típica enagua de enredo, que vendía cigarros torcidos a mano, en papel blanco grueso o delgado. Era una joven despreocupada que despertaba curiosidad o la atención de nuestras buenas gentes; por su carácter y modales, inspiraba siempre gran simpatía. Ejerciendo aquel pequeño comercio fue conocida de todas las personas que acostumbraban proveerse con ella de la mercancía, y de ese comercio.78
Esa versión se acerca a un cuento de hadas. Federico Mendoza (quien sí conoció a Juana Cata, pero ya más grande) informó a César Rojas Pétriz: “El destino la llevó a radicar a temprana edad al barrio San Sebastián, barrio donde llegó para quedarse, quizá por la cercanía al área de sus incipientes operaciones comerciales. Vivió primero en una casa humilde, cerca de donde ahora se encuentra el puente Pimentel”. También él aseguró que era bilingüe, al hablar español y zapoteco.79 Como se vio antes, María Clara era una soltera que vivía con su hija y otros en el barrio pobre de Jalisco; si Juana Cata se mudó a San Sebastián, fue después de 1843. Se dice que no era tan hermosa, que era bajita pero que tenía una personalidad vibrante y extrovertida y su porte gracioso impresionó a todos los que la conocieron. En cambio, el antiguo cronista de la ciudad, Antonio Santos, afirmó que su familia la obligaba a vender cigarros, y si no regresaba con algún dinero “no le daban de comer”.80 En fin, no se sabe si tuvo una juventud feliz, quiénes fueron sus amigos, qué juegos jugaba con ellos o qué canciones cantaban, aunque no fue “La Sandunga” porque apenas estaba por componerse. Tampoco se sabe a qué edad Juana Cata empezó a vender sus cigarrillos por las arenosas calles de su ciudad, pero debía haber sido bastante joven, pues no fue a la escuela.
Hay tantos otros interrogantes con respecto a los primeros años de Juana Cata: ¿qué relación tuvo con su madre? ¿Con sus abuelos? ¿O con su tío Laureano, quien se contaba entre los “vecinos de distinción”, aquellos que supuestamente vigilaban la moral de la sociedad? ¿Frecuentaba sus casas? ¿La recibían o la evitaban como recuerdo del desliz de María Clara? ¿Acaso todavía ejercía Juan Andrés el derecho de patria potestad sobre su hija y su nieta? ¿Las protegía? ¿Iba a misa Juana Cata solamente con su mamá, o también con sus abuelos, sus tíos, sus primos? Según doña Juanita, su sobrina bisnieta, aunque Juana Cata no tenía hermanos, ella se llevaba con sus primos hermanos, a quienes llamaba sus “hermanos”, como era la costumbre.81 ¿Tuvo que aguantar de jovencita afrentas o insultos en las calles o en el río por ser ilegítima y sin tener un padre o un hermano que la defendiera? ¿O tal vez la defendían esos primos? ¿Qué experiencias le hicieron aprender a valerse por sí misma? ¿Qué experiencias le servían para forjar su espíritu y carácter indomable y su deseo de mejoramiento? ¿De dónde salió su gran ambición? Antonio Santos opinó que por “la humillación de su juventud, quiso superarla y ser gente importante”.82
Como la hija ilegítima de una madre soltera viviendo en un barrio pobre, en una vecindad, hubiera sido casi imposible evitar cierta discriminación de sus superiores sociales y de los de su misma clase social y hasta de su propia familia, tomando en cuenta que sus primos “los Pote”, hijos de Mariano y Zeferina, eran legítimos. Al mismo tiempo, la ley mexicana distinguía entre las mujeres “honestas” (vírgenes y casadas fieles) y las que no eran ya vírgenes, quienes eran consideradas de costumbres “ligeras” y se les negaba la protección de la ley. Eran madres solteras, como María Clara, o mujeres víctimas de rapto o violación o prostitutas, quienes con frecuencia sufrían acoso, y también sus hijos e hijas.83 Aunque los hijos ilegítimos criados por sus madres tal vez disfrutaban “de su afecto y una atención maternal especial, en casi toda otra situación sufrían desventajas en comparación con los hijos criados por sus padres”, incluyendo, por supuesto, la falta de apoyo material y financiero.84 Con frecuencia la gente les echaba en cara la mancha de su nacimiento cuando se suscitaban conflictos familiares o con los vecinos. La joven Juana Cata difícilmente hubiera escapado de estos insultos y prejuicios en Tehuantepec en la década de 1840. Pero al mismo tiempo, dado lo normal de la actividad comercial de las mujeres y su presencia en las calles, tal vez las actitudes sociales en la región eran menos rígidas que en otras partes de México.
Para cuando Juana Cata llegó a la adolescencia, lo atractivo de las tehuantepecanas ya había ganado fama a través de México y en ultramar. La belleza de la región y de sus mujeres fascinó a los viajeros, cuyo deseo sexual era transparente. Para los europeos, como Mathieu de Fossey, era común imaginar a la mujer como parte integrante de la naturaleza:
La primera ocasión que vi a unas jóvenes tehuantepecanas en su vestido nacional, me parecieron divinas. Por otra parte, tienen su mirar y modales un aire de molicie, que confronta perfectamente con lo airoso de su compostura. Como viven bajo un cielo abrasador, sucede que son apasionadas al placer. El viajero que llega a Tehuantepec un día de fiesta y ve a esas jóvenes tan elegantemente ataviadas, queda admirado y embelesado, así como podría suceder a uno al encontrar una rozagante vegetación y frescas yerbas en medio de los arenales áridos de la Libia; como acaba de recorrer un país cuyos escasos habitantes presentan una fealdad y un hedor repugnantes, el contraste le hace apreciar todo el encanto de un cambio inesperado.85
Como ya se mencionó, Gaetano Moro encontró que los zapotecas eran “los únicos que tienen un bello sexo”. Sin embargo, no lo atribuía a algo inherente a los zapotecas, sino más bien a las relaciones de los istmeños con los europeos porque no se podría decir lo mismo de los zapotecas serranos o vallistas, que eran “semejantes a los indígenas del resto de la República”. Así, según éste, el indígena del istmo debía su condición superior a su contacto con los europeos: “Las tehuantepecanas gozan de alguna celebridad en la República por sus atractivos; y la predilección que tienen por los europeos, junto a un grado algo excesivo de sociabilidad, hacen harto probable esta suposición”. Además, “son notables por su porte airoso y por la regularidad de sus facciones. Su traje de gala es al mismo tiempo rico y elegante, ni se observa menos buen gusto en el peinado que habitualmente usan”.86 Se volverá sobre el tema imprescindible del célebre traje de la tehuana en el capítulo cuatro de este estudio.
El mayor Barnard pensó que los tehuantepecanos, sobre todo los indígenas zapotecas, eran “una raza remarcablemente bien parecida, saludables y de buen cuerpo. Todos profesan el cristianismo, viven en casas, cultivan la tierra y son capaces de progresar más en términos de la civilización. Son amigables y muy hospitalarios con los extranjeros y de una suave y dócil disposición, si es que no son provocados por una opresión o injusticia, y en ese caso pueden volverse muy salvajes en pos de la venganza”.87 Désiré Charnay los consideró “una de las razas más bellas de la república. Hay que verlas, plantadas como marimachos, con la cabeza alta y el pecho erguido, caminando altivas, desafiando las miradas; muy seductoras a pesar de su corte viril saben unir a sus rostros de gran carácter una firmeza de carnes y una silueta admirables. Su vestido, gracioso y provocativo al mismo tiempo, aumenta el encanto de estas criaturas”.88 Mientras que Von Tempsky consideró el físico de los hombres zapotecas “bastante despreciable”, apreció a las mujeres como
sumamente graciosas, y, aunque pequeñas, bien formadas rayando sobre lo gordito. Un traje sumamente pintoresco favorece grandemente a sus cuerpos. […] Pelo sedoso y lujuriante de ébano enmarca sus caras de piel morena clara, sobre las cuales, en su juventud, un pequeño rubor en sus mejillas realza el lustro de sus ojos negros, con pestañas horizontales largas y cejas bien marcadas. Son apasionadas y de buen corazón, sinceras y generosas, pero su moral se encuentra en una condición deplorable. No obstante, exhiben cierta ingenuidad, aparentemente una falta de conciencia del bien y del mal que releva de sus vicios mucho de lo repulsivo.89
Las tehuantepecanas también cautivaron a John McLeod Murphy, quien las encontró “de físico delicado, volubles, voluptuosas y muy vivaces. Son particularmente notables por la gracia exquisita de su porte, la encantadora dulzura de sus expresiones y su afán de trajes vistosos”. No obstante, “su moral deja mucho que desear y están muy dadas a las intrigas, pero en sus costumbres son moderadas e industriosas, muchas de ellas tejen telas admirables de la seda silvestre y algodón, y su manufactura de confituras no tiene igual en todo México”. Mientras los viajeros remarcaban su diligencia y su destreza en la fabricación de telas, se escandalizaban de su actitud independiente, que chocaba con su imagen ideal de la mujer.90 Charles Brasseur afirmó que ¡eran las mujeres “menos reservadas” de toda América! Según el abate francés, fue “la ligereza en las costumbres demasiado generalizada en esta ciudad, esencialmente voluptuosa por su carácter y su situación”, que convenció a don Juan Avendaño, comerciante vallista radicado en Tehuantepec, de mandar a su mujer e hija a Chiapas, a la casa de los padres de su esposa.91
Esos viajeros “vieron en México una tierra incógnita, de incómodo y difícil recorrido, pero de gran riqueza todavía por explotar. Sus relatos representan fascinantes juegos de espejos, en los que las realidades mexicanas son deformadas por los prejuicios e intenciones de los que escriben”, explicó Erika Pani.92 Amazonas, salvajes o marimachos, todas bellas, las tehuantepecanas encendían las pasiones y la lujuria de los forasteros. Atraídos y repugnados al mismo tiempo, los estadounidenses y europeos reproducían el discurso colonial de la “otra” exótica y sensual, especialmente con respecto a su fuerza física y su sexualidad libre. Según Sharon Tiffany y Kathleen Adams , “el sueño acerca de las mujeres en otros mundos exóticos, donde lo imaginado se vuelve realidad, se ve a través de los ojos masculinos. Los hombres usan lugares remotos como una sala de juegos para sus psiquis. Disfrutan de experiencias en una realidad que ellos han creado lejos de sus hogares, mientras las mujeres en estos mundos definidos por los hombres se presentan como mudas y pasivas”. Estas imágenes no sólo no amenazaban la dominación masculina, sino más bien la reforzaban.93 Sin duda, hay que leer esas descripciones con mucha cautela por sus exageraciones y deformaciones. Desgraciadamente, como suele ser el caso, no existe la mirada opuesta, la opinión de las mismas tehuantepecanas respecto a los extranjeros, ni cómo se veían a sí mismas.
Pero este fenómeno no era insólito. A mediados del siglo XIX las zonas sureñas de Europa, “las más cercanas al Mediterráneo —Nápoles, Sicilia, Levante— con influencias musulmanas y árabes principalmente, comenzaron a ser paradigma de la evocación exótica”. En particular Andalucía, con “sus históricos mestizajes culturales”, evocaba las imágenes de la “maja” y la “manola”; por ejemplo, en la ópera Carmen del francés Georges Bizet. Tanto el sur europeo como el Oriente “no eran áreas puramente geográficas, sino espacios imaginarios donde la cultura occidental había encarnado sus sueños y deseos, desde los más sublimes hasta los más grotescos”. Refiriendo al mismo fenómeno de exotismo y erotismo aplicado a la tehuana, Aída Sierra opina que “de la manola a la tehuana había sólo un paso”.94
Esos relatos han sido básicos para la creación del mito del matriarcado istmeño. Descritas como regias, imponentes, arrogantes, mandonas, seductoras y exóticas, las istmeñas han excitado las fantasías de mexicanos y extranjeros por igual durante siglos. Su porte orgulloso, su independencia económica, su presencia ubicua en las calles y mercados causaron gran perplejidad y llevaron a algunos a cuestionar su mo
