Te lo digo porque te quiero

Lili Redondo

Fragmento

1. Ella

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Ella

Por fin me mudaba de mi «zulo» de Malasaña. Que no os engañen, no merece la pena pagar 600 euros por vivir en un bajo de 20 metros sin ventanas. Con 24 años y después de uno independizada compartiendo un piso donde el salón no tiene ventanas y hay que atravesarlo de lado porque no hay espacio, empiezas a valorar ciertas cosas en las que antes no te fijabas. Había estado tan emocionada por irme a vivir al famoso barrio de Madrid que cualquier cosa me valía… Ay, Olivia… Pequeña inconsciente.

Aproveché ese año compartiendo gastos y así ahorrar lo suficiente para volver a independizarme, pero esta vez sola. Salí de mi «cueva» buscando un único requisito para el nuevo piso: que tuviera más de una ventana. En Tribunal me sentía muy a gusto, así que no me quería ir muy lejos. Encontré mi nueva casita en Chueca, en medio de todo el jaleo que tanto me gustaba. Calles siempre llenas de gente, bares por todos lados, cerca de todos los planes. Mi habitación seguía siendo microscópica, pero me conformaba con poco porque me pasaba todo el día en la calle. Y lo más importante: tenía cuatro ventanas. Daban a un patio, eso sí, pero al fin y al cabo eran ventanas.

Mi nueva faceta de influencer cada día me sorprendía más. Sigo aún sin comprender por qué la gente me seguía, creo que porque contaba cosas cotidianas de forma graciosa y mis seguidores se sentían identificados y compartían mis publicaciones cada vez más. Subía vídeos riéndome de experiencias del día a día, chicos, amigas… y las marcas empezaban a interesarse en que les hiciera publicidad. Primero recibía joyitas y ropa a cambio de fotos en mis redes sociales, pero luego empecé a cobrar 1.200 euros por foto. No era mucho dentro de ese mundillo, algunos cobraban hasta 6.000, pero vamos, que yo, profesora de música con un contrato fijo discontinuo en el que figuraban pocas horas, hubiera subido una foto a cambio de unos nuggets.

Con la popularidad que iba teniendo en las redes, amplié mucho mi círculo de amigos. Gracias a eventos y quedadas de influencers, fui conociendo a mucha gente a la que antes solo ponía cara a través de la pantalla. Quedábamos a tomar café, cañas, copas… Siempre había algo que hacer.

Apenas hacía un año que había salido de mi bonito pueblo de San Lorenzo de El Escorial, donde nací y viví veintitrés años, y que sí, es precioso, las fiestas patronales son las mejores y los churros están buenísimos, pero es lo que es, un pueblo, con sus virtudes y sus defectos. Y resulta que su mejor virtud y su peor defecto son las amistades. Mis mejores amigas, entre las que se encontraba Rita, llevaban en mi vida veinte años. Nos hicimos amigas en el colegio, comprando chuches en el patio, sufriendo con el test de Cooper en Educación Física y compartiendo apuntes de Filosofía ya en bachillerato. Rita siempre estaba presente en todos los momentos de mi vida, dividiendo mis penas y multiplicando mis alegrías. Los primeros amores y desamores, las pellas, las largas tardes de estudio, que si «préstame la falda del Bershka para ir a Kapi Light», que si «Fulanito me ha pedido rollo pero me he enterado de que le mola a Menganita»… En fin, media vida de madurar juntas nuestras tonterías. A pesar de las chorradas dignas de la edad, ella siempre aportaba sensatez al grupo, iluminándonos el camino diciendo lo que muchas veces ninguna quería escuchar.

Siempre me había movido en los mismos círculos, con los mismos grupos de gente. Maravilloso para forjar fuertes vínculos y también para darte cuenta de que necesitas nuevas experiencias con otras personas diferentes que también te puedan nutrir como persona. Así que decidí mudarme al centro para vivir esas nuevas experiencias. Además de mis amigas de toda la vida, tenía a Sofía, a la que había conocido en la universidad. Sofía era un show de mujer, siempre con la sonrisa en la boca y la tontería en el cuerpo. Ella hizo que los cuatro años de carrera fueran soportables. Con su larga melena negra siempre perfecta, alegraba la vida a cualquiera con quien se cruzara.

Lo que quiero decir con todo esto es que yo era una chica muy normal, con los valores y las costumbres que te da el pueblo, que acababa de llegar a la gran ciudad. Me sentía libre y comenzaba a vivir. Estaba contenta conmigo misma, me gustaba por dentro y por fuera. Me quería. Estaba en forma, me encantaba la moda, cuidaba mi melena rubia y aprendí maquillajes especiales para ojos claros. El eyeliner ya juega en otra liga. En cuanto a mi trabajo, siempre quise ser profesora de música, por lo que ir a trabajar era un placer (cosa que no todo el mundo puede afirmar). Que si cenas, terraceo, cumpleaños, fiestas, copas aquí, cañas allá… Tenía muchos amigos, dinero, vivía en el centro de Madrid, me creía medio famosilla, me invitaban a eventos, estrenos, galas… Un buen momento de mi vida, vamos. Pero me gustaría hacer un pequeño inciso respecto a las redes sociales: nunca son lo que parecen, os aviso. Todo el mundo quiere que vayas a sus fiestas, pero si desapareces, nadie te va a preguntar dónde o cómo estás. Pero de eso hablaremos más adelante.

Por ahora, allí estaba yo, una chica normal llena de ganas de comerse Madrid, y que tenía todo a favor.

2. Él

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Él

Samuel veraneaba en Marbella desde que era un niño. Su familia tenía un apartamento y se escapaban siempre que el trabajo de su padre se lo permitía. Era subinspector de la Policía Nacional, con aspiraciones a inspector pero sin vocación por eso de «servir y proteger». Más bien lo contrario. En mi opinión, no todo el mundo puede ser lo que quiere ser; me explico: a una persona con claras carencias en su personalidad y dudoso juicio no le puedes dar una porra y dejar que vaya por ahí tomándose la justicia por su mano. Siempre lo vi como un hombre robusto de pocas palabras pero muchas inseguridades.

La madre de Samu era todo lo contrario, una humilde ama de casa dedicada enteramente al cuidado de su familia y su hogar, siempre a la sombra de su marido y al servicio de los caprichos de su hijo. Creo recordar que un día dio «el puñetazo en la mesa» y empezó a estudiar Sociología y Terapia Ocupacional, no sé si por gusto o necesidad… Aun así, bien por ella y su salud mental.

Vivían los tres en un imponente piso en el barrio de Salamanca, donde Samuel soñaba co

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