Te invito a un café

Juliana Riveros S.

Fragmento

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Viernes, 7 de febrero de 2014

Tarde

Otra semana repleta de trabajo. ¿Tienes idea de lo complicado que es llegar al final del día y saber que nadie te espera con una buena comida, un baño caliente y, lo más triste de todo, saber que ya han sacado al perro? Pues espero que sí, porque yo llevo dos años intentando acostumbrarme.

—Brown, maldita sea. Este es el tercer correo que recibo de Carol para informarme que aún no has terminado de corregir la copia de su manuscrito. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar para que se te dé la gana de trabajar?

¿Ves al hombre alto, con los ojos grises; con el traje que parece que su mujer intentó arreglar con mucho esfuerzo, pero que la telenovela que estaba viendo en ese momento la distrajo lo suficiente como para quemarlo un poco, y con el pelo con más de una cana (a pesar de que solo nos llevamos un par de años y, déjame decirte, yo sigo con mi cabello intacto de rastros de edad)? Sí, bueno, te presento al editor en jefe: David Mitchell.

—David, te juro que este fin de semana pensaba terminar de leerlo.

¿La verdad? No tengo idea de dónde demonios dejé el manuscrito, así que no tenía manera de corregirlo. Lo sé, estás pensando: «¿Y por qué no pediste una copia nueva?». Permíteme responderte con la misma lógica con que has hecho la pregunta: hubiera perdido mi empleo.

¡No me mires así! No es que no me guste mi trabajo. Realmente lo amo. No podría imaginar otra forma de ganarme la vida. El problema es que..., bueno, he perdido casi seis manuscritos en tan solo dos semanas. Si el jefe me escuchaba otro «Estoy seguro de que lo he dejado en mi escritorio», me habría sacado de la editorial a rastras.

—Nathaniel, sé que estás terminando con todo el asunto de tu divorcio, pero necesito que cumplas con tu deber.

David me conoce. Sabe que debe de estarme ocurriendo algo muy malo como para que me descuide, pero yo ¿qué culpa tengo? No he podido sacarme de la mente a esa maldita perr...

—Tienes razón —le digo mientras me levanto de mi puesto para guardar unos papeles en mi portafolio—. ¿Podrías decirle a Carol que, a primera hora del lunes, tendrá el manuscrito corregido?

—De acuerdo, Nathaniel —responde David con la poca paciencia que le queda—. Que sea la última vez.

Antes de que pueda agradecerle, se marcha sin mirar atrás.

Noche

El camino a casa siempre es agradable, y más cuando salgo después de haber recibido otro regaño de David. Ya te lo dije: no es como si todos los días me ganara uno, solo me ocurre cuando tengo algo más en la cabeza.

Ahora, que lo pienso, debes estarte preguntando quién te está hablando. Bueno, déjame aclararlo. Mi nombre es Nathaniel Brown, tengo veintiséis años y trabajo para Golden Bluebird Editorial.

«¡¿Tienes tan solo veintiséis años y ya estás pasando por un divorcio?!». No hay que ser un genio para saber qué es lo que estás pensando. Sí, cometí el peor error que un hombre puede hacer con un amor corto de universidad: proponerle matrimonio.

Conocí a (te estoy odiando un poco por hacerme pensar en su nombre y nuestra historia..., solo un poco) Emma Rose en segundo año de la universidad. Ella estaba en el programa de Derecho y Filosofía, mientras yo disfrutaba del programa de Literatura General y Comparada.

Era una chica realmente guapa. El color de su cabello era un rubio cenizo; tenía unos ojos verdes que hacían que te perdieras en ellos, los labios rojos más jugosos que jamás había visto y un cuerpo... Dios, un cuerpo de muerte.

Antes de seguir, me gustaría aclararte un pequeño detalle. Para cuando la vi por primera vez, solo tenía en mente un objetivo: sexo sin complicaciones.

¡Solo tenía veinte años! No quiero que pienses que todos los hombres somos así, pero no puedes evitar la dura realidad. Si fueras joven, atractivo y con una cantidad de mujeres a tus pies, las cuales sabes que cumplirían cualquier deseo que tuvieras, buscarías la mejor. No perderías el tiempo pensando en algo serio porque, y aquí viene una gran verdad femenina, muchas mujeres también están buscando un buen polvo nada más.

Ahora sigamos. Después de observarla por unas semanas, descubrí qué estudiaba y con quién vivía. Kevin Evans, mi mejor amigo hasta el día de hoy, salía con la compañera de apartamento de Emma. Él, apenas se enteró, corrió conmigo para contármelo. Sí, otra gran verdad: los chicos no se guardan nada entre sí.

Kevin me ayudó a acercarme a Emma. Una noche, organizó una reunión en su apartamento. Casi toda la universidad asistió, pero yo estaba ahí por una razón. Para no alargarnos mucho, te lo resumiré todo.

Hablé con ella en esa fiesta; nos divertimos, la pasamos bien y, antes de que se fuera, le dije que quería verla de nuevo. Emma no se negó. Salíamos casi todos los días, mientras que nuestros horarios nos lo permitieran. Teníamos sexo cada vez que ella venía a mi apartamento o que yo iba al suyo. Pero, idiota de mí, quería que fuera algo más.

Nos casamos a finales de ese año, pero el matrimonio no duró mucho. Tan solo cuatro años. Y no lo creas, no fue porque yo no quisiera que funcionara; fue porque ella... No, no puedo. Quizás, más adelante lo descubras, pero por ahora tendré que dejarte así.

Creo que debes estar odiándome un poco, ¿verdad? Espero que también sea solo un poco.

Después de que ocurrió «eso», no podía soportar estar más tiempo en Madrid, así que tomé un avión a Londres. Lo único que me llevé fue mi ropa, libros y a Apolo, mi gran danés.

Puede que más adelante continuemos con esta historia, pero de momento regresemos a la realidad. Las calles nocturnas de Londres son reconfortantes. El frío que hace en ellas logra que me despeje un poco, pero esta noche es demasiado para mi gusto. Cerca de mi apartamento estaban remodelando un viejo local. Era una tienda de artículos para el hogar.

Un rápido consejo antes de continuar: no abras una tienda de productos para el hogar en un sector repleto de apartamentos para solteros. A duras penas sacamos las bolsas de basura y arreglamos el lugar. Créeme: lo último que estamos pensando es si las cortinas combinan con los muebles.

Resulta que el pequeño local se convirtió en una cafetería francesa. ¿Que cómo sé que es una cafetería francesa? Fácil. El nombre es Livre de Café y el dueño estaba afuera, recibiendo a todos los clientes con palabras como bienvenue, salut y bonne nuit. Todas con su acento.

El establecimiento era bonito. Las luces que colgaban le daban al espacio un aire tranquilo y privado, además del delicioso aroma a café. Las mesas que miran a la calle me encantan. ¿Tú nunca has odiado entrar a un restaurante y tener que sentarte en una mesa que queda en el centro? Yo igual. Por eso, antes de ir al baño o de ver si tienen tu pastelillo, toma la mesa.

—Buenas noches, señor. ¿Qué le puedo ofrecer? —Aparece ante mí una mesera con un toque coqueto. Intento no mirarla a los ojos para ver lo que está intentando decirme con su parpadeo excesivo.

¿Recuerdas lo que te dije de las mujeres hace un momento? ¿Ves cómo se toquetea el cabello? Sí, estás en lo cierto. Quiere sexo.

—Un café sin endulzar, por favor.

—¿Algo más?

Dios, esto de ser un hombre atractivo es complicad

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