1
Es la medianoche. Mil quinientos hombres se movilizan. Han salido de la Cuarta Brigada y las estaciones de la Policía Metropolitana. Ahora atraviesan Otrabanda y ascienden por la calle San Juan. Van en camiones, carros, motocicletas y tanquetas. El silencio, ante los motores, se escabulle por entre las ramas de los árboles, los aleros de las casas, las alcantarillas envueltas en sus alientos de podre. Los vehículos se parquean arriba de la iglesia de la América. Allí, inclinados sobre mapas y alumbrados con linternas, los altos mandos dan las últimas indicaciones. El grueso de los uniformados debe continuar a pie hasta que se controlen los primeros barrios. No han comido nada desde hace horas. No han fumado ni bebido, y en murmullos, en silencio o con jaculatorias intermitentes, se encomiendan a María Auxiliadora y a la Virgen del Carmen. El Comando Especial Antiterrorista, que conoce esos parajes, toma la delantera. Se adentra por las calles de San Javier y va guareciéndose detrás de los postes de la luz eléctrica y de los árboles de troncos más gruesos. El objetivo es atravesar el 20 de Julio, llegar hasta la entrada de El Salado y apoderarse del liceo. A través de radios y binoculares, los orientan quienes se tomaron en días anteriores las partes bajas de la zona. El Diablo, al cruzar un descampado, más allá de la terminal de buses, ordena a sus hombres que pongan las bayonetas en las bocas de los fusiles. Ultiman con ellos a los milicianos campaneros con los que se topan por el camino. Es un procedimiento simple y efectivo. Sin hacer ruido, los hieren en el abdomen, en las piernas y en los brazos. Les prometen la vida si confiesan el paradero de sus compañeros, pero cuando constatan la información, los rematan con los cañones afilados. El Diablo, jefe del Comando, es rechoncho, macizo, de vellos gruesos que le brotan de la piel como una coraza. Sus ojos son de un negro chispeante. En sus sienes hay protuberancias pequeñas que, según sus subalternos y sus enemigos, lo emparentan con Satanás. Con bisbiseo ronco, sigue dando las instrucciones. Ubica a algunos de sus hombres en ventanas de los apartamentos de San Michel, abandonados por sus residentes a causa de la guerra, para disparar las balas trazadoras. Atrás vienen los demás escuadrones. Unos se enrumban hacia Belencito Corazón. Allá, desde hace unos meses, los grupos paramilitares tienen controlados los sitios más estratégicos. Y hay una ondulación de caídas, resbaladas y brincos. Voces en sordina, exclamaciones encuevadas, respiraciones rotas suenan como látigos. Una oscuridad tupida lo envuelve todo porque han cortado el fluido eléctrico. En las casas las personas intentan dormir en vano. Saben que algo importante y terrible sucederá. La espera y el silencio, durante minutos extensos, se tocan para separarse enseguida. Entonces dos helicópteros surgen y tajan el aire con sus hélices estridentes. Los hombres del Comando, al verlos, se encogen, se agachan, se acurrucan. El Diablo, la Miniuzi empuñada y erguida a la altura del vientre, sale de un rincón del liceo y grita: ¡Disparen, malparidos, que comenzó la fiesta! Y es como si cayera un aguacero gigantesco sobre La Comuna.
2
París-Madrid-Bogotá-Medellín era el itinerario. La fecha del retorno coincidía con la de su partida, años atrás. Pedro Cadavid llevaba un equipaje engorroso. Una maleta con obsequios para sus hermanas y amigos. Una tula llena de discos de música y disquetes. Su vieja mochila arhuaca atestada de carpetas. Los libros conseguidos en París debían arribar a Medellín semanas más tarde. Los había enviado por barco en cajas de a cinco kilos. El avión aterrizó con retraso en el aeropuerto de Barajas. Cadavid corrió para que el vuelo a Bogotá no lo dejara. Hizo, exhausto, la fila de abordaje. Un hombre, a su lado, lo observaba de pies a cabeza. Compartieron un saludo. El otro quiso dialogar, pero Cadavid sacó unas hojas de la mochila y se concentró en ellas. Ya en el avión, no demoró en quedarse dormido.
Los últimos días habían sido difíciles. Cerrar el ciclo de una estadía larga, separarse de su familia y de la ciudad en la que hubiera querido quedarse, era doloroso. La víspera del viaje había caminado por el Parc de Sceaux. Delante del lago resplandeciente, viendo a los cisnes y a los patos deslizarse por el agua, mientras el sol caía con lentitud y uno que otro caminante deambulaba por los senderos, Cadavid reconoció que su paso por París había terminado. Iba a llorar pero no pudo. Tenía, en cambio, urgencia de presenciar el espectáculo de la luz moribunda. Todo lo suyo en la gran ciudad finalizaba en medio de los matices de una melancolía estival. En tanto se dormía en el avión, vio una vez más los árboles del parque, el lago perfectamente rectangular, las alas de los cisnes. Pero, de pronto, empezaron a caer cajas y bolsas con chécheres de cocina, prendas de vestir, papeles y lapiceros. El polvo fue cubriendo la antesala del sueño. Y, en vez de la naturaleza domesticada del parque, emergió el apartamento de Antony, ya vacío y sin nadie, donde Pedro, Manuela y Susana habían vivido.
El aeropuerto El Dorado se veía fantasmal. Cadavid tenía unos euros, pero las oficinas de cambio, como los restaurantes y las tiendas, estaban cerradas. Al preguntar qué sucedía, un guardia le respondió que al presidente le habían hecho un atentado. Cadavid recordó entonces que ese día era la posesión del mandatario. Le dijeron que durante la ceremonia se habían disparado morteros cuyo destino no había sido la plaza de Bolívar, sino un barrio popular próximo. El atentado lo había hecho la guerrilla de las FARC y el resultado fueron varios muertos y heridos. Cadavid averiguó sobre la última conexión de su viaje y supo del nuevo retraso. Una avioneta estaba varada en la pista de aterrizaje del aeropuerto de Rionegro. Pedro quiso llamar a Raquel, su hermana, para avisarle de la tardanza. Pero se dio cuenta de que no tenía un peso en los bolsillos. Le pareció vergonzoso pedirle dinero a alguien. Supuso que sus familiares, informados de los tropiezos de la jornada, lo aguardarían en el aeropuerto. El vuelo a Medellín, finalmente, se programó y Cadavid llegó en la madrugada. No había ningún familiar suyo esperándolo. Giró y vio al hombre de la fila en Barajas.
—¿Algún problema? —preguntó.
Pedro explicó la dificultad y el hombre le ofreció una moneda para llamar.
3
En los últimos meses hubo otros operativos militares. Poseían nombres que, al pronunciarse, no solo quedaban resonando en los cuerpos, sino que adquirían una aureola tan nítida que se podía palpar. Se denominaban Fuego, Marfil, Mariscal, Potestad, Antorcha, Saturno. Su propósito era sacar a los milicianos de La Comuna, pero ninguno de ellos había logrado su cometido. Eran operativos que duraban algunas horas. Se daba de baja a guerrilleros. Detenían a unos pocos que lo eran y a otros muchos que no. Morían civiles en el cruce de las balas. Se decomisaban fusiles, revólveres, explosivos y propaganda subversiva. La policía, no obstante, debía retroceder. Por un lado, estaba la fuerte presión de las milicias. Por el otro, la gente, durante los últimos enfrentamientos, había salido de sus casas con sábanas, camisas y toallas blancas. Las prendas las colgaban en palos de escoba y las enarbolaban con las manos, clamando para que se les respetara la vida.
Pero esta operación era la decisiva. Se había planeado con más minucia por parte de Montuno, el general del ejército, de Gallo, el general de la policía, y de Bejarano, que no era general de nadie pero sí el jefe de los grupos paramilitares de Medellín. La operación gozaba del apoyo del alcalde de la ciudad, del recientemente posesionado presidente del país y de su ministra de Defensa. Orión, así la nombraron, remitía al cazador dibujado en las estrellas. Eso les había explicado Gallo a sus hombres. Este era un personaje alto, de anteojos ennegrecidos, narices chatas y poco pelo en el cráneo. En el patio de la estación Metropolitana, antes de la medianoche, dijo quién era Orión. Somos como ese guerrero de la antigüedad y nuestra misión es llevar el orden y la paz. Él era gigantesco, precisó. Nació de la orina y el semen de tres dioses y su vigor le permitía cazar con su garrote a todos los animales de la Tierra. Pues bien, esa valentía y esa convicción son las nuestras. Guiados por su fuerza, aplastaremos a los bandidos de La Comuna. Gallo movió sus manos, como si ellas sostuvieran el garrote del guerrero, y las lanzó hacia abajo. Enseguida, asumió su posición de firmeza inicial. Agregó que Orión había sido enceguecido por uno de sus contrincantes. Un compinche suyo, sin embargo, se le montó en los hombros y lo orientó hacia el sol para curarlo. Así haremos nosotros. Nos apoyaremos en su coraje para guiarlo hacia la luz de la victoria.
Pero quienes realmente estaban montados en los hombros de Orión eran los hombres de Bejarano. Gordo, cojitranco, de mirada bizca, el cabecilla paramilitar andaba siempre con un poncho sobre los hombros. Se limpiaba con él el sudor de la cara y el cuello. El Bloque Cacique Nutibara era el nombre del amasijo de bandas que dirigía. Había acabado, por medio de combates cruentos, con los milicianos de otros sectores de Medellín. Pero su poder no había sido suficiente en La Comuna. Las milicias no solo eran poderosas, sino que llevaban instaladas allí muchos años, y los habitantes, por aprensión o por simpatía, las apoyaban. Bejarano, Montuno y Gallo comprendieron que la condición exigida para el triunfo era la unión de sus grupos. Los paramilitares habían llegado, por su lado, hasta las periferias más altas de El Corazón, Eduardo Santos y Antonio Nariño. Controlaban, igualmente, las goteras de Blanquizal y Juan XXIII. El mismo Bejarano vivía en una finca de tapias blancas en lo más alto de la Loma de San Cristóbal. Desde allí, acompañado por sus guardaespaldas, divisaba las casas de los barrios, encaramadas unas sobre otras. Y a lo lejos, en los días más luminosos, los edificios residenciales de El Poblado.
4
Cadavid se enteró de quién era su compañero de viaje. Tomaron juntos un taxi, pues iban para el mismo sector de la ciudad, y bajaron por la carretera Las Palmas. Pedro veía las luces del valle mientras el otro hablaba de su profesión. Era banderillero y vivía en Sevilla, aunque había nacido en Santuario. A sus labores las definía un vaivén por las plazas de Colombia y España. Escuchando el relato, que se había tornado caudaloso, Cadavid percibió en el hombre mohínes amanerados. Sus rasgos eran de gato y unas gafas de sol se empotraban en sus cabellos crespos. Los pantalones y la chaqueta de cuero se asían de tal modo a sus extremidades que parecían el atuendo del banderillero de las ferias. De súbito, el hombre dijo que participaría en una fiesta que unos ganaderos le harían al nuevo presidente.
—¿Dónde es? —preguntó Cadavid con curiosidad repentina.
—En Tarazá —fue la respuesta.
Más adelante, en la glorieta de San Diego, a Pedro le inquirieron por su oficio. Vaciló en responder. En París nunca decía que era escritor. Se apoyaba, más bien, en lo de profesor de español o estudiante de literatura. Una mezcla de inseguridad y pudor lo invadía siempre. Los escritores eran quienes tenían una obra digna de respeto y Cadavid estaba muy distante de esa circunstancia. Apenas había publicado unos libros de cuentos en pequeñas editoriales que pocos leían. Pero si eso pasaba en París, donde la gente se interesaba por la literatura y esta poseía cierto prestigio, ¿por qué cambiaría de opinión en Medellín, donde seguía siendo cierto lo de que las únicas letras que valían la pena eran las letras de cambio? No le gustaban, por lo demás, los interrogatorios procedentes, eso se notaba, de personas que no leían. Pedro decidió decir que era profesor universitario.
—¿Y qué enseña? —insistió el banderillero. Cadavid pensó unos segundos y encontró la palabra incómoda.
—Literatura —dijo.
Hubo un silencio. Pero el otro se enfrascó en un monólogo del cual brotaron las virtudes del presidente. Un animal político nato. Un temperamento puro de caudillo. El mandatario capaz de ofrecerle al país el cambio que urgía. El taxista, que en vez de hablar gritaba, intervino para opinar que el presidente era un hombre con güevas. Empuñó la mano y llevó el brazo erguido hacia el hombro. Cadavid se percató, de pronto, de que en la radio sonaba un bambuco. Lo identificó de inmediato: Tierra labrantía. Una canción cuya letra había aprendido en su época de estudiante de bachillerato. La voz del dueto cantó nostálgica: “Tengo en la plenitud de la montaña una faja de tierra labrantía”. Cadavid, sin embargo, jamás sentía nostalgia por ese tipo de tierras. Nunca había tenido propiedades. Sus vivencias en el campo eran exiguas. No sabía montar a caballo ni había sembrado huertas. Además, esa música le parecía apta para borrachos llorones. Entonces sintió, con claridad insoslayable, que estaba en el verdadero corazón de Antioquia.
Poco después, al descender del taxi, Pedro saludó a Raquel. Su hermana estaba en piyama y tenía el dinero de la carrera en la mano. Volvió a decir que la familia había ido en caravana a recibirlo, pero que les informaron que ambos aeropuertos, el de Bogotá y Rionegro, estarían cerrados hasta el otro día. Pedro le pasó la plata al banderillero y se despidió. Este, afectuosamente, le tendió la mano. Cadavid sintió una humedad cálida y escuchó que lo invitaban a la fiesta de Tarazá. Enarcó las cejas como si no hubiera entendido.
—Puedo ir con alguien —se justificó el banderillero. En sus palabras flotaba el aire de la seducción. Pedro estaba exhausto. Llevaba más de veinticuatro horas viajando. Recordó el rostro de Manuela, su compañera de tantos años, en el instante de la despedida. El abrazo frío que se dieron por última vez.
—Gracias, pero no me gustan las corridas —dijo Cadavid. Y giró para darle un abrazo a su hermana.
5
Es de madrugada cuando las tanquetas ingresan a los dominios de las milicias. Lo hacen hasta donde las calles y el cruce de las balas lo permiten. Meses antes, durante la Operación Mariscal, habían llegado hasta el centro de salud de San Javier. Delante de la entrada se instalaron los vehículos con sus cañones largos. A pesar de la protesta de las enfermeras y el médico de turno, los policías allanaron los consultorios. Decidieron qué heridos recibir y trasladar a otros lugares de la ciudad y cuáles dejar para que se desangraran. Varios jóvenes, sus rostros arrebujados en buzos y camisetas, recogían las granadas de gases lacrimógenos y las devolvían hacia las tanquetas. Entre la multitud, representantes de derechos humanos portaban chalecos con las siglas de sus instituciones, y levantaban los brazos para detener el operativo. Desde el comienzo de Mariscal, se habían comunicado con las sedes de las organizaciones no gubernamentales y con los medios de comunicación que, más allá del centro de salud, trataban de cubrir la jornada. A veces el gentío se abría y, sorteando la humareda, dejaba pasar a un grupo de personas. Cargaban a un chico herido en el vientre por una bala. A una anciana cuya pierna había sido alcanzada por la esquirla de una granada. A un hombre que tenía los intestinos al aire. La calle estaba mojada y parecía como si un depósito de guijarros se hubiera desparramado por su superficie. ¿De dónde había salido tanta piedra?, se preguntaban los curiosos. En los balcones de los apartamentos cercanos se alzaban las banderas improvisadas de la paz. Los residentes se recostaban en las puertas, en las ventanas, en los balcones, o estaban encaramados en los techos, y les gritaban a la policía y al ejército que se fueran.
Entonces una de las tanquetas dispara. El trueno resuena en las laderas y Orión, el mítico guerrero, inicia su descenso por las partes elevadas de los barrios. La estrategia de Bejarano, Montuno y Gallo era sencilla. Por debajo arremeterían los ejércitos del Estado. Por arriba, el de los paramilitares. Un sánduche en cuyo centro, aplastadas, quedarían las milicias y la población. Las tanquetas, con su paso de elefante, van penetrando las callejas del 20 de Julio.
Los subversivos están atrincherados allí. La luz del día se asoma. Las balas rebotan en la acorazada piel de los carros. Junto a una de las tanquetas va el subteniente Hernández. Su corazón se agita y la sangre se le concentra en la cara. La cabeza le zumba como un enjambre de abejorros. Es muy joven y no sabe si tiene miedo o si simplemente un calambre le zigzaguea por las piernas. Ha disparado no sabe cuántas veces. Se había propuesto, como si fuera un juego, contar el número de cartuchos que usaría, pero con los primeros enfrentamientos perdió la cuenta. Supone, en cierto instante, que han transcurrido solo unos minutos, cuando ya son cuatro horas desde que ingresaron a La Comuna. Alguien grita y Hernández comprende que los milicianos abandonaron las trincheras de abajo para irse a lo alto de El Salado. La policía se adueña del 20 de Julio y avanza hacia Las Independencias. Pero ¿en cuál Independencias estamos?, se pregunta Hernández. ¿En el Uno?, ¿en el Dos?, ¿en el Tres? Se siente confundido. ¿Dónde empieza uno y dónde culmina el otro? Hace un esfuerzo para clarificarse. Su compañero más próximo dice que están en el Salón Rojo. ¿Por qué se llama así?, pregunta Hernández. Ni puta idea, le contestan. Puede ser el nombre de unos billares, de un salón comunal o de una sala para reuniones milicianas. De repente, ordenan que hay que subir las escalinatas. Pero les cae una lluvia de granadas de mano. Se refugian otra vez en la tanqueta. Ella es una mamá protectora, piensa Hernández. Lástima que sea de acero y fría, y no de carne y tibia. Respirando hondamente, trata de que la desmoralización no se le rebose. Pero ¿cómo lograrlo si todo a su alrededor es una pelotera? Los ranchos montados unos sobre otros. Las escalinatas haciendo trazos de laberinto. Los disparos ubicuos. De modo que esto, se dice sonriendo, es un combate. Y no sabe si la suya es una sonrisa de aprobación, de decepción o de miedo. Alguien grita del otro lado que deben retomar la subida y disparar hacia el sitio de donde han partido las granadas. Pero ¿de dónde han venido? ¿De esas viviendas suspendidas en lo alto? ¿De los arbustos? ¿De las copas de los árboles? Como de abajo les llegan refuerzos, Hernández y su grupo ascienden de nuevo. ¿Qué horas son?, pregunta el subteniente. Ahora cree que ha transcurrido una eternidad desde que inició Orión. Está verificando en su reloj y de una ventana le cae un muchacho con el cráneo despedazado. Más allá hay dos cadáveres. Uno tiene un tiro en el pecho. El otro, los ojos abiertos, como sorprendido de que le hubieran incrustado una bala en la frente. Están quitando los muertos del camino con las piernas cuando una granada cae. ¡Madre mía!, exclama Hernández, y se derrumba sobre el cuerpo de su compañero. Aquel que le había dicho lo del Salón Rojo.
6
Medellín, de las ciudades de Colombia, era la menos indicada para rehacer una vida. Su violencia ahuyentaba al más avisado. Ella era, literalmente, un valle de lágrimas. O el infierno, como sentenció Ciro Peláez, su amigo abogado. Porque, sucedido el abrazo en la oficina de los juzgados, Ciro, cuyo humor no había cambiado desde los días del Liceo Antioqueño, dijo: ¡Qué alegría, Pedro, tenerte por aquí! ¡Bienvenido al infierno!
En Medellín se enfrentaban, en realidad, varios bandos. Cadavid intentaba comprender los intríngulis de esos combates. Era claro que existían varias guerrillas que luchaban contra el ejército y la policía para adueñarse de algunos sectores de la ciudad. Pero en la disputa se habían involucrado bandas de delincuentes comunes, bandas de narcotraficantes, bandas de paramilitares. Al llegar Pedro, estaba efectuándose la última avanzada del Bloque Cacique Nutibara sobre La Comuna. Bejarano, después de la muerte del Mago y como consecuencia de pugnas internas, se había convertido en el gran jefe de las bandas que operaban. Estas sumaban casi setecientas, y pasar por encima de ellas para derrotar a las milicias parecía imposible. Por tal razón Bejarano, en la lucha contra aquel agresivo comunismo barrial, era el primer aliado de las fuerzas militares. Y no solo de ellas, sino de los dirigentes políticos y los empresarios más poderosos de Medellín.
—O sea que vienes a recomponer tu vida en este mierdero —dijo Ciro después de exponer tales vínculos—. ¡Qué falta de imaginación la tuya! ¿No se te ocurrió otro lugar?
Estaban tomándose un tinto en la Estación del Ferrocarril, junto al edificio de la Fiscalía. Cadavid levantó los hombros y preguntó que en qué otro sitio podía tener el puesto que La Universidad le ofrecía.
—Uno vive donde trabaja, Ciro, no hay que darle más vueltas al asunto.
Pero Cadavid no paraba de darle vueltas. Se amparaba en el “Poema conjetural”, de Borges. Uno de los generales de la independencia argentina se topa con la revelación de su muerte al constatar su destino sudamericano. A Pedro se le presentaba algo semejante y, como en el sur del general Laprida, el asesinato iba y venía por Medellín. Pero si en la pampa palpitaba algo de heroísmo patriótico, en el valle de Aburrá todo estaba, según Ciro, atravesado por la porquería. Cadavid no descartaba, y eso lo consideró ante su amigo, que si las cosas se complicaban se iría de nuevo a París.
—¿Crees que podamos empeorar? —preguntó el abogado—. La ciudad ha tocado fondo, y lo mejor es que te acostumbres a la idea de que por aquí todo pasado fue mejor.
—¿Mejor? —exclamó Pedro—. ¡Jamás viviría en los tiempos de Pedro Justo Berrío!
—Un poco parecidos a los de ahora, querido. Empresarios y terratenientes, Iglesia católica, políticos, grupos paramilitares, contrabando, sociedad civil, confabulados todos para crear la gran provincia de Antioquia. La pujanza y la honorabilidad ancladas en pilares de mierda.
—Pero convengamos en que a la sazón eran menos los muertos.
—No te hagas ilusiones. Simplemente eran proporcionales al número de habitantes que había.
Sin embargo, y a pesar de sus comentarios ponzoñosos, Ciro se reconciliaba siempre con Medellín. Una reconciliación, sin duda, llena de reproches. Aseveraba, entre otras cosas, que un fiscal apocalíptico era una paradoja irrisoria. A diferencia de su amigo escritor, que había recorrido el mundo y trabajado en oficios varios, Ciro nunca había salido de Medellín. Terminó el bachillerato para estudiar derecho. Lo suyo eran las leyes, los juicios, las condenas, las absoluciones. Había trabajado desde un principio en las oficinas de la Fiscalía. Primero como mensajero, después como secretario, más tarde como abogado. Y ahora que Pedro estaba mirando la vieja locomotora del Ferrocarril de Antioquia, detenida allí como si fuera el fósil de un dinosaurio, Ciro dijo que el de Medellín era el mejor clima del mundo. No se cansaba de celebrar a las mujeres con sus cuerpos opulentos y los semblantes enigmáticos. Había indudablemente un cáncer que roía los cimientos de la sociedad, pero la gente, como en otras urbes enfermas, seguía viviendo y era cordial.
—Y no nos engañemos, Pedro, ciudades sanas nunca han existido. Todas tienen su anomalía. La nuestra son estos grupos armados que proliferan como las cabezas de una hidra.
Ciro sorbió el ripio del café. Era la parte que más le gustaba. Le miró el trasero a la moza que los atendía y se dirigió a su amigo.
—Estoy seguro de que aquí encontrarás lo que necesitas —dijo.
7
El alcalde Peralta se había empecinado en llevar a cabo Orión. La rabia lo sitiaba porque él, como máxima autoridad, era despreciado en La Comuna. Unas semanas atrás había ido a inaugurar la terminal de transporte en el sector de La Loma, construida en medio de los tropeles de la guerra. Buscando la atención de las noticias, y empujado por su carácter arrojadizo, Peralta decidió trasladarse en un bus con los periodistas y su equipo de gobierno. Era un hombre bajo, cenceño y engreído. Al hablar se apoyaba con insistencia en la primera persona del singular. Le gustaba vestir trajes caros. Usaba collares de piedras preciosas, brazaletes dorados, relojes finos. Se rodeaba de modelos y reinas de belleza e iba de su mano a las reuniones o fiestas que le exigía su cargo. Aunque en Medellín todos decían que era marica.
Al ingresar al territorio de las milicias, el bus fue repelido por los disparos. Peralta tuvo que ponerse un chaleco antibalas. Uno de los guardaespaldas se lo lanzó, y él se metió, aterrorizado, debajo de una banca. Desde entonces, el emisario del cazador de las estrellas no cejó en su propósito de expulsar a los milicianos de la ciudad. Habló con el presidente y le dijo que un alcalde que no podía ejercer la autoridad era un pelele. Con un tono de voz que iba de la vergüenza al enardecimiento, hizo un recuento de los vejámenes ocurridos en La Comuna. Los bandidos, al atacarlas, no dejaban entrar a las autoridades. Practicaban secuestros y en sus covachas encumbradas retenían a las víctimas hasta que les pagaran el rescate. Había asesinatos continuos y un desplazamiento humano de grandes proporciones. Los milicianos no solo cobraban impuestos de seguridad, sino que eran los amos de las escuelas, los mercados y las juntas comunales. En estos espacios ejecutaban actividades de enrolamiento y los niños y los adolescentes eran la carne de cañón de sus combates. Debido a la ubicación geográfica de la región, controlaban el paso del polvo blanco hacia las tierras del occidente, para que fueran alcanzadas más tarde las grandes urbes de Europa y América del Norte. Recibían, por la misma vía, las armas con que los apoyaban las guerrillas del campo. Peralta, una indignación rojiza le cubría el rostro blanco y lampiño, argumentaba que el caos imperaba en esos barrios donde las direcciones de las calles y las nomenclaturas de las casas se arrancaban para que no se cobraran los impuestos del agua y la luz. Estaban, además, los depósitos de armas que operaban por doquier, la piratería ejercida con la gasolina, la red de tiendas, graneros y legumbreras de la que eran propietarios. Y todo esto, señor presidente, ocurre a menos de media hora del centro administrativo donde yo gobierno.
8
Cadavid recordaba su pasado sentimental y hallaba un campo en ruinas. Una serie de infidelidades vividas con Manuela entre la estrechez material y la urgencia de apurar los placeres de la trashumancia propiciada por París. La precariedad, en vez de unirlos, les había dañado el amor. Quien los mantuvo unidos durante años fue Susana. Pero la hija no logró que sus padres dejaran su ansiedad por vivir el mundo. Pedro y Manuela comprendieron que las coordenadas parisinas eran tan anchas como ajenas y que, en definitiva, no podían compartirlas más. En varias ocasiones, durante su relación, se habían separado y Susana los hacía juntar de nuevo. Volvían con promesas de que Pedro sería más cariñoso y ella menos celosa. Pero las cosas no demoraban en degradarse. Hasta el punto de que la hija, ya mayor y consciente de ello, les aconsejó separarse. Manuela era de Bello y decidió quedarse en París con Susana. Le aterraba pensar que el futuro de ellas estaba en Colombia, donde la vida no valía nada y a las mujeres se las maltrataba cotidianamente. Se había enamorado, por otra parte, de un joven poeta francés y por nada del mundo malograría ese amor que se le obsequiaba en las postrimerías de la juventud.
Aferrándose a una última esperanza, Pedro propuso que regresaran juntos a Medellín. Estaba dispuesto, una vez más, a cambiar. En esta ciudad tendrían una casa amplia y dejarían la estrechez mezquina de París. Atrás quedaría la incertidumbre de los empleos inmigrantes y en Colombia hallarían una dignidad laboral. Ambos seguirían escribiendo: ella sus poemas, él sus cuentos. Susana se acomodaría a un medio que de todas maneras era el de sus padres. Cadavid se atrevió a suponer, incluso, que el lance con el vate francés era solo un embeleco. Manuela se le rio en la cara y dijo que nada ni nadie podía salvar un amor tan desastrado.
—Estoy segura de que no tardarás en acostarte con tus estudiantes —dijo Manuela.
—Te seré fiel, pero prométemelo tú también.
—Estoy hastiada de promesas. Entiéndelo de una vez por todas, Pedro, nuestro amor se acabó.
Quien retornaba a Colombia era, pues, un náufrago. Alguien que había conseguido un puesto universitario luego de varios años de vida azarosa en París. Un profesor de literatura cuyo sueño era escribir. Un desahuciado del amor que había vuelto a una Medellín roída por el crimen. Alguien que buscaba un trozo de madera, un bote salvavidas, ese pedazo de playa donde descansar para reponer las fuerzas diezmadas por la desilusión.
9
El Diablo y su grupo dan de baja a más milicianos. Esconden los cuerpos para que en las horas de la noche los hombres de Bejarano los lleven a La Escombrera. Los del Comando Especial Antiterrorista suben por las escalinatas de El Salado. Antes han pasado por una quebrada de corrientes sucias. Los policías se tapan la nariz. Caca miliciana, comenta el Diablo, la peor de todas. Algunos ríen, pero son risas cortadas por un reguero de balas que brinca entre los peldaños. El Diablo no se altera. Es intrépido como el que más. Durante las operaciones pasadas se había granjeado una fama de coraje entre los milicianos y el sobresalto de quienes habitaban La Comuna. ¡Ahí viene el Diablo!, se amenazaba así a los niños. Y estos no evocaban al personaje que acompaña a Dios en las trifulcas del bien y el mal, sino al militar velludo, con cara de cerdo, que tras sus pasos dejaba la huella de la muerte. Al salir de la portería de los apartamentos de San Michel, le había dicho a su francotirador preferido que se quedara en uno de los pisos superiores. Se llama Jaramillo, y lo apodan Carilindo. Quien lo viera de civil, así le bromean el jefe y sus compañeros, creería que es un actor de televisión.
Jaramillo lleva un montón de tiempo sirviéndole a la patria. El Diablo, sin embargo, lo supera. A pesar de que este bordea los sesenta años, sigue en la policía. Una fidelidad admirable a la institución, se dice. Pero el Diablo continúa allí para protegerse también de las denuncias de asesinatos y desapariciones que carga sobre los hombros. Suspicaz por instinto, inclinado a los insultos si sus subalternos yerran, el jefe del Comando le guarda afecto a Carilindo. Lo saluda y se despide siempre con una palmadita en la tez agraciada. Y si hay dos cosas en las que confía son su propia metralleta y la puntería de Jaramillo. Por el radioteléfono le ha explicado que, mientras él y sus hombres vayan ascendiendo por El Salado, lo irán orientando para que su M60 sea más certera.
Desde lo alto de una de las torres de San Michel, Jaramillo atiende las indicaciones dadas. Ahí, en la esquina, hacia la izquierda, le dicen por el radioteléfono. El rancho donde hay pintado un escudo del Atlético Nacional. Carilindo mira y un hombre se asoma por la ventana. En el lugar de las celosías, un hueco permite que el fusil del miliciano emerja de vez en vez. Jaramillo se sienta con calma sobre una silla de escritorio que ha llevado hasta la ventana. Avezado, exige comodidad para su oficio. Respira profundo porque cree que las inspiraciones y las espiraciones dan la ecuanimidad necesaria para que el pulso no le tiemble. Su pupila derecha está agrandada como la de un gato al acecho. El otro ojo lo entrecierra con cautela. El dedo índice acaricia el gatillo, caliente de tanto tocarlo. Y se topa, en efecto, con el escudo del equipo del cual él también es hincha. Sonríe al ver las estrellas del Atlético Nacional y no tarda en ubicar la sombra enemiga.
Como francotirador, Carilindo era minucioso frente al objetivo. Pedía siempre que se lo describieran. La solicitud no convencía a sus compañeros de escuadrón, que deseaban actuar con velocidad. Describir estatura, color de piel, sexo y cabellera les parecía una pérdida de tiempo. Por lo tanto, él terminó realizando por sí mismo la observación detallada. ¿A cuántos había eliminado? Levantaba los hombros con indolencia y nunca decía la cifra. Pero tenía un censo en un cuaderno que guardaba en su mesita de noche. No eran nombres, solo vistos buenos marcados con una mínima separación sobre la hoja blanca. Al modo de un rito, cada vez que disparaba sopesaba en su boca una palabra antes de lanzarla. Primero la imaginaba, como si esculpiera en el aire las dos sílabas que tenía. Decía cada una de las letras y, al apretar el gatillo, el vocablo “liendre” era pronunciado por sus labios.
La sombra se asoma de nuevo por la ventana. Carilindo, ¿sí lo ves?, escucha. Él dice sí, como un susurro. Pero cuando va a disparar surge la visión. Le tiembla la mano. ¿Qué pasa, francotiro?, pregunta el Diablo desde el enrevesamiento de las casas de El Salado. Jaramillo se retira de la ventana espabilando varias veces. Desaloja de sus ojos la imagen. Fue durante Antorcha, o acaso en Saturno, o quizás en Mariscal. No lo sabe muy bien. Pero al niño lo veía a todo instante. Pasaba de una casa a otra, en Nuevos Conquistadores. Con una mochila que se vaciaba y se llenaba de municiones. Jaramillo lo observó con claridad esa mañana. Había descendido a El Morro desde un helicóptero de la policía con otros hombres. Apenas pisó tierra, ubicó el árbol donde se encaramó y le ordenaron que enfocara hacia abajo. Era un niño de siete u ocho años. A Carilindo se le enfrió el cuerpo. Dijo que no distinguía el objetivo. ¡Ahí está!, le gritó el Diablo, ¿no lo ves? Al lado de la tienda. ¿Cuál tienda?, preguntó Jaramillo. Pues esa, El Paraíso. El francotirador lo veía todo con claridad: el aviso de letras rojas, el niño con la mochila que le llegaba casi a los pies. Estuvo unos segundos anclado en la vacilación, hasta que la voz fue como un estruendo. ¡Fuego, Carilindo, fuego! Él cerró los ojos y apretó el gatillo.
Ahora baja la M60. Le advierte a su jefe que un mosquito se ha cruzado en la mirilla. Promete dar en el blanco si la sombra reaparece. Jaramillo creía que había sido durante Mariscal, porque ese día El Morro fue recuperado por los paramilitares de Bejarano. Así la policía pudo por fin instalarse en ese límite de El Salado. Pero, a veces, tenía la impresión de que había dado de baja al niño en cada una de las operaciones. Lo mataba todas las noches, en las que se despertaba lleno de sudor, con la imagen del cuerpecito volando por los aires. Sentía que los vistos buenos que ponía en el cuaderno se hacían interminables con esa muerte. El Diablo se enteró de los padecimientos de su subalterno y lo invitó a tomarse un tinto en la estación Metropolitana. Olvídate de esas carajadas, Carilindo, le dijo. Diste de baja a un bandido y ya está. Si lo hubieras dejado vivo, seguiría llevando y trayendo armas, y quién sabe cuántos de nosotros estaríamos marcando calavera. Jaramillo bajó los ojos e intentó convencerse de que liendre es liendre, sin importar el tamaño ni la edad.
10
Un profesor que había regresado de Alemania lo asesoró para posesionarse en el cargo de La Universidad. Eduardo Nanclares tenía una jovialidad desbordante. Ambos recorrían los pasillos, con el vasito de café en la mano, y Eduardo le señalaba a su colega la exuberante vegetación.
—Mira, Pedro, quieren asaltar los espacios académicos —decía.
Eran árboles gruesos de mango, ceibas majestuosas, laureles altísimos, balazos, anturios y diefembaquias de hojas verdes y brillantes. Nanclares le aconsejaba observar también a los estudiantes, zarandeados por el ímpetu de sus hormonas.
—La lujuria es invencible en estos trópicos, Pedro. Hay un ansia de copulación por todas partes. Es una maravilla para los sentidos, pero una trampa para el intelecto. Hegel tenía razón: con un arrebato así, al pensamiento le es complicado florecer.
Cadavid sonreía viendo a las chicas con sus camisetas y pantalones apretados. Los ombligos asomados como ojos coquetos. Los escotes dejando ver parte de los senos. Se sentaban en los pasillos, o se agachaban para tomar cualquier cosa, y la raya de las nalgas aparecía como una epifanía. En su oficina, Cadavid continuaba detallando el mundo adonde había llegado para dar clases de literatura. Desde la ventana, entre los follajes de los árboles, veía a los titíes sometidos a las persecuciones del amor. Oía las parvadas de los loros sobrevolar los follajes gritando su dicha en los atardeceres espléndidos. Si se paseaba por los lados del aeropuerto, ahí estaban las parejas, entrelazadas las piernas, el humo de los cigarrillos y la marihuana ondeando en las bocas que se buscaban para besarse. Y si se aventuraba por la imprenta y la editorial, veía a perros que montaban sobre otros perros. Una vez observó, en una senda del bloque administrativo, dos iguanas. Estáticas, se tocaban los hocicos, las colas haciendo un ocho revelador sobre un piso de hojas húmedas. Sí, todo en La Universidad era la expresión de un vasto apetito sensorial que las labores de la burocracia académica y las elucubraciones de la razón trataban de detener. Y Hegel, concluía Pedro, un pobre imbécil.
Pero, al contrario de Ciro Peláez, Eduardo Nanclares creía que a Medellín le esperaba una trasformación favorable. Su raciocinio consistía en que las sociedades mejoraban progresivamente y el hombre ascendía hacia una perfección moral y material. Solo que en la adquisición de esos logros se pagaban precios temerarios. Los dos amigos iban, al finalizar las tardes, a tomar cerveza en los alrededores de La Universidad. En la calle Barranquilla había una discoteca donde ponían música salsa a todo taco. A punta de gritos, en medio de la algarada del piano, la percusión y los bronces, Nanclares decía que a Medellín se le había calcinado el cuerpo y el alma, pero que emergería de sus cenizas como un ave fénix. Aseveraba que ellos, profesores de literatura, formaban parte de ese renacimiento futuro. Y en tanto le daba manotazos al tambor de sus muslos, y en la atmósfera tronaba “Agúzate que te están velando”, vociferaba que ellos cumplirían con la responsabilidad histórica que la ciudad exigía.
Fue Nanclares, que saludaba a todo el mundo en los pasillos, las oficinas y las cafeterías de La Universidad, y ensartaba chistes a diestra y siniestra, quien le presentó a una joven profesora. Se llamaba Marina Vásquez, que recién se había graduado. Cuando se dieron la mano y dijeron sus nombres, hubo como una descarga eléctrica. Los tres, esa misma noche, fueron al Suave, una taberna de música caribeña situada en la calle San Juan. Marina y Pedro salieron a bailar. Comenzaron sonriéndose y haciendo las piruetas que los guaguancó provocaban, hasta que los boleros aproximaron más sus cuerpos. Al otro día se estaban besando a hurtadillas en los corredores, detrás de las puertas de sus oficinas y en los palomares de La Universidad. Poco después fueron a un hotel del centro.
11
Su nombre es Silvia Sánchez y estudia administración de empresas en una de las instituciones privadas de Medellín. Esa mañana, hacia las cinco, en vísperas de Orión, la chica sale para clase. Un amigo la recoge en su carro y atraviesan las calles de Laureles. Un taxi, bruscamente, emerge de las tinieblas. Varios encapuchados los encañonan con sus pistolas. Silvia es obligada a subir con ellos. Su amigo, a quien amenazan, se queda paralizado a