Así lo recuerdo

Rudolf Hommes

Fragmento

1
JACINTA

El día que me pusieron la bomba, cuando se despejó el humo en el carro, me di cuenta de que habían desaparecido mis escoltas, salvo el de la Policía, que estaba herido. Los del DAS se habían esfumado, y en su lugar estaban varios jóvenes en camiseta, riéndose regocijados. Entre ellos, me llamó la atención un catire un poco mayor que los demás porque me recordaba a Jacinta y se parecía a mí, 15 años más joven. Era el primer día de trabajo de 1994, después de las vacaciones de fin de año. Yo me había levantado temprano, desayuné con Esperanza y salí de la casa en dirección al ministerio. No habíamos avanzado más de una cuadra cuando estalló la bomba justo en mi ventana; el carro paró en seco y quedó lleno de humo, pero no sufrimos ni un rasguño.

El jefe de mis escoltas, que era del DAS, estaba bregando a abrir la puerta del blindado y Enrique, el chofer del ministerio, que la tenía bloqueada, le estaba diciendo que recordara que en las reuniones de seguridad les habían dicho que si sucedía cualquier cosa deberíamos permanecer dentro del auto hasta que llegara ayuda. Yo había leído durante las vacaciones un libro sobre la guerra civil en Malasia, donde el virrey inglés había sido asesinado, precisamente porque se bajó de su carro blindado después de haberle estallado una mina en el camino. Me di cuenta de que los jóvenes sonrientes estaban allí para asesinarme o por lo menos para secuestrarme. Entonces cogí el revólver que Enrique, el conductor, conservaba al lado del asiento delantero, y se lo puse en la nuca a mi jefe de escoltas, sin pensarlo. Le dije que si abría la puerta le disparaba. Estuvimos así, paralizados, unos pocos minutos hasta que el conductor pudo poner en marcha el carro y nos fuimos lentamente por la 26 hasta la tercera, donde se apagó definitivamente frente a un hotelito que funciona todavía en esa carrera, a la vuelta de la 26.

Supongo que los que me pusieron la bomba se imaginaron que habíamos logrado escapar, porque desde donde ellos estaban no se veía el carro. Nos quedamos otra vez en suspenso y en silencio, yo apuntándole a la nuca del jefe de escoltas con el revólver de Enrique. Hacía unos pocos días habíamos estado en una finca de Esperanza en Cachipay, y para distraernos hicimos un concurso de tiro al blanco con los escoltas. Yo resulté mejor tirador que todos ellos. Pensé que por ese motivo era creíble mi amenaza y no tengo duda de que le hubiera disparado a ese señor si hubiera hecho un movimiento. Posiblemente él pensaba lo mismo y no se movió.

Durante el tiempo que transcurrió después, encerrados entre el automóvil sin movernos, y que me pareció eterno, me imaginé que el catire me ayudaría a salir del carro que había quedado hecho pedazos y me dejaba escapar, diciéndome: “Corra malparido, coja por la 24, que por ahí no tenemos a nadie, y no se le olvide nunca que la que le salvó la vida fue Jacinta”. Bajé por la 24 y me monté en una buseta a la carrera. Los pasajeros se sorprendieron de verme. Ni sabía cuánto costaba el pasaje y el chofer me preguntó que si tampoco sabía cuánto costaba la canasta familiar. No le respondí porque el vergajo tenía toda la razón. Me abrí camino entre los pasajeros hacia la puerta de atrás, saludando o respondiendo con sonrisas a quienes me hacían chistes bobos, y seguía pensando en Jacinta. El catire no tuvo que aclararme con cuál Jacinta había contraído esa deuda ni por qué. Desde cuando lo vi por la ventana del blindado, ya sabía quién era. No había vuelto a pensar en ella desde hacía muchos años, pero cuando lo había hecho la recordaba con cariño. La última vez que la había visto fue en la plaza de mercado de Ubaté, un viernes.

Estaba en la camioneta Fargo del tío Enrique, recostado de espaldas a la ventana esperando a mi tía Olga mientras ella hacía mercado. Jacinta se me había acercado por detrás, me dio un beso en la nuca y me susurró al oído: “¿Quién soy?”. Su olor era inconfundible. Siempre olía a limpio, a jabón Blanco Azul. Me di vuelta y la abracé a pesar de que nos podían ver. Ella echó la cabeza hacia atrás y se río burlona. “Cómo está de lindo y ya es un hombre, pero todavía le da pena que lo vean conmigo. Cuidado que va y lo ve la tía y le cuenta a su mamá”.

No me acordaba exactamente cuándo había llegado a trabajar en mi casa. Fue poco después de que muriera mi papá. De lo que sí me acordaba claramente era de la primera vez que la vi jugar con Guenter a la pelota. Forcejeaban por ella un rato, pero cuando se les caía al suelo la dejaban ahí y seguían forcejeando. Terminaban abrazados, se reían y se olvidaban de la pelota. Yo les pregunté que cómo era el juego, que no entendía, y ella se rio alegremente. “Mire niño —me dijo—, este es un juego de grandes. Yo se lo enseño después cuando sea mayorcito”. Eso no le gustó a Guenter Staeffler Ramírez. Me dio un coscorrón por metido. A ella le divirtió eso, y le dijo que no fuera celoso, que “había para todos”.

Guenter era el hijo de un amigo comunista alemán de mi papá, plomero y maestro de obra, que había llegado a Bogotá antes de la guerra caminando desde Venezuela. Cocinaba para un grupo de misioneros itinerantes que predicaban por el Orinoco. Había abandonado en La Guaira el barco que lo sacó de Francia, a donde había escapado caminando de noche desde Berlín y escondiéndose en el campo durante el día. Después de cruzar el Rin en una barca proporcionada por camaradas, había llegado a pie a Marsella y se había embarcado rumbo a América. Era albañil, pero también sabía varios otros oficios y era un cocinero muy experimentado. Había cocinado en el ejército, en las trincheras, para los miembros de la resistencia en Brandemburgo y en Pomerania, para la tripulación en el barco que lo trajo y para la orden de padres benedictinos que lo acogió en Venezuela cuando se bajó del barco. En Puerto Carreño se había despedido de los religiosos y emprendió viaje para Bogotá, a donde habían emigrado algunos camaradas.

En esa ciudad había llegado después de pasar muchos trabajos y de haber sido rescatado por un piloto alemán que operaba un desvencijado avión ambulancia por su propia cuenta desde Villavicencio. Lo había recogido en un fundo al oriente de Puerto Gaitán y lo había traído con un enfermo hasta Villavo. De allí lo llevaron en un camión a Cáqueza y finalmente llegó a Bogotá a la Plaza España, en donde se estableció. Decía muy serio que era su “Alexander Platz”.

Se había arrejuntado hacía tiempo con una mesera de una cantina de ese vecindario. Ella se había ido o se había muerto. Eso no quedó claro nunca y Guenter había sido criado y educado por su papá en un cuartucho adjunto a un taller en la Plaza España. Rudolf me llevaba allá a visitarlos, a veces los domingos en la tarde, otras los sábados. Guenter me invitaba a jugar cascarita con los niños de la plaza, mientras los dos mayores hablaban, tomaban Bavaria y Staeffler cocinaba para todos. Fritaba papas con tocino, hongos y cebolla en un reverbero de gasolina de un solo puesto. Las acompañaba con una ensalada de tomate con leche, vi

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