El caos estalla (Las aventuras de Finn en Bocanegra 3)

Shane Hegarty

Fragmento

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Anteriormente en Bocanegra

Diez meses después de haber vuelto del lado infestado, Finn aún tenía que andarse con cuidado.

Si estornudaba en la cocina, el microondas pitaba.

Si tosía muy fuerte, la tele cambiaba por sí sola de canal.

Cierta noche, soltó un ronquido tan sonoro que se despertó con un terrible sobresalto y un retumbar de truenos en los tímpanos. Se incorporó en la cama, tratando de recuperar el aliento, convencido de que había provocado una explosión en algún lugar.

Al fin y al cabo, no sería la primera vez. No hacía tanto, todo había saltado por los aires. Portales, grutas, mundos, personas... incluso el propio Finn.

Mientras buscaba a Hugo, su padre, Finn había ido a parar de forma accidental al lado infestado, arrastrando consigo a Emmie y Estravon, el perito. Allí, el chico descubrió que tenía la rara habilidad de explotar, de estallar con una potencia devastadora, desencadenando una oleada de energía que lo destruía todo en un amplio radio a su alrededor. Lástima que sólo lo descubriera cuando ya había saltado por los aires.

Sin embargo, lo más asombroso fue comprobar que salía ileso de la explosión. Bueno, más o menos. Un vestigio de lo sucedido entonces era la gran cicatriz que tenía en el pecho, así como los problemáticos ataques de estornudos que sufría ocasionalmente.

Pero en el lado infestado habían ocurrido muchas otras cosas. Finn había hecho amistad con el enemigo, había abierto un agujero gigante entre los dos mundos, había encontrado a su abuelo desaparecido, Niall Lenguanegra, se había visto envuelto en un alzamiento de leyendas y, lo más imperdonable de todo, había destrozado el mejor par de pantalones de Estravon.

Todo esto lo había hecho después de aterrizar en el mundo que tocaba, pero tres décadas antes de la cuenta si lo que pretendía era encontrar a su padre, lo que le permitió añadir los viajes en el tiempo a la lista de cosas que había hecho sin proponérselo.

A pesar de todo, había regresado sano y salvo a Bocanegra, donde las leyendas habían caído vencidas en la batalla de la gruta del principio del mundo.

Diez meses más tarde, esa misma energía se agolpaba a veces en su interior de un modo inesperado e incontrolable y amenazaba con desbordarse, pero, por lo demás, la tranquilidad reinaba en Bocanegra.

Finn estaba en clase, sin apenas prestar atención a la profesora, más concentrado en contemplar la silla vacía que solía ocupar Emmie. La joven, que había llegado a Bocanegra en compañía de su padre, Steve, con la intención de espiar a Finn, había acabado compartien­do aventuras con él. Aun así, después de todo aquel asunto, Emmie había tenido que regresar a la ciudad con su padre.

La vida de Finn era bastante más tranquila sin ella, pero, aunque nunca lo reconocería, la echaba de menos.

Finn se quedó mirando por la ventana un rato. No había mucho que ver. Ni una leyenda, ni un portal. Bocanegra no había sufrido el ataque de una sola leyenda desde hacía diez meses, y parecía abocada a convertirse en una aldea del montón. Su propia familia también corría el peligro de acabar siendo una familia del montón. Incluso los gemelos Savage, que iban a clase con Finn (dos macarras de manual que sólo se diferenciaban en que uno de ellos tenía una oreja mordisqueada), habían dejado de meterse con él y ahora lo trataban con tan es­caso interés como al resto de sus compañeros de clase.

La parte del acantilado que se había hundido, donde se había abierto un portal al lado infestado que luego se había cerrado de repente, estaba cubierta por un tapiz de hierba verde que sugería el resurgir de la vida tras la destrucción. Los habitantes de Bocanegra se preguntaban si su aldea estaría a punto de unirse a las otras aldeas del mundo que antaño habían sufrido el acoso de las leyendas pero que ahora, por primera vez en el último milenio, vivían libres de esa amenaza.

Se acercaba el aniversario de Finn; no tardaría en cumplir trece años. Una edad importante, sobre todo para un aspirante a cazador de leyendas, pues por fin podría someterse a la ceremonia de iniciación. Convertirse oficialmente en cazador de leyendas era algo que siempre le había infundido pavor, pero allí sentado, mirando por la ventana, dejó que su mente divagara y se planteó una serie de cuestiones peliagudas. ¿Querría llevar una vida normal y corriente, sin las responsabilidades propias de un cazador de leyendas? ¿De veras se había acabado la guerra? ¿Así serían las cosas de ahora en adelante? ¿Ningún destino que cumplir, ninguna profecía que descifrar, nada que hacer aparte de llevar una existencia corriente y moliente, sin leyendas ni pizca de emoción?

Podría haber pasado un buen rato reflexionando sobre estos temas, pero de pronto le entraron ganas de estornudar.

— Salud — dijo la profesora.

Finn suspiró aliviado al ver que no había hecho sonar el timbre de la escuela.

Lo que él no sabía era que, tres aulas más allá, como por arte de magia, los rociadores antiincendios se habían puesto en marcha y habían empapado a veinticinco niños aterrados, un profesor estupefacto y dos hámsteres muy nerviosos.

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La habitación de hotel estaba tranquila y en silencio. Desde hacía años, allí sólo entraba la luz que se colaba a través de la cortina rasgada. En un rincón había una cama con las sábanas descoloridas. Nadie había dormido en ella desde hacía mucho. Sobre el grifo del lavamanos había una delgada pátina de verdín. Un pece­cillo de plata se deslizaba sobre la capa de polvo que cubría una silla que descansaba en precario equilibrio contra la pared.

De pronto, un golpe hizo temblar la habitación y dispersó el polvo; el pececillo de plata se escabulló a toda prisa.

Al otro lado de la puerta cerrada se oyó un nuevo golpe. Con un último crujido y un chirriar de goznes, la puerta se abrió hacia el interior y golpeó la esquina de un pequeño escritorio. En la habitación en penumbra irrumpió la silueta de un hombre muy corpulento de ojos verdes, iluminados por el resquicio de luz que se colaba por la ventana. Vestía una chaqueta de cuero cuarteada y una falda escocesa que le llegaba hasta las rodillas.

Tras dedicar unos segundos a evaluar la habitación, el hombre entró, agachando la cabeza al pasar por el dintel. El dobladillo de la falda escocesa bailaba en torno a sus piernas peludas y la escarcela metálica traqueteaba bajo el peso de los siete cuchillos que llevaba encajados a lo largo del borde superior. El hombre resolló al tomar aire por la boca a través del mostacho y pasó un dedo por la superficie polvorienta del escritorio.

Una diminuta araña que se había visto arrastrada por la yema de su dedo saltó a la moqueta.

— La habitación es perfecta — dijo el hombre.

Era Douglas, de la isla de Teeth, en Esco

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