Introducción
De niña me despertaba el sonido de un tambor seguido del golpeteo de unas cadenas. Me levantaba de la cama empapada en sudor, con dolor en los tobillos como si hubiera estado encadenada, salía de mi habitación, pero no encontraba a nadie. El redoble de los tambores regresó por muchos años. Ignoraba que su sonido provenía de una vida pasada como si me persiguiera.
En uno de nuestros viajes familiares a la ciudad de Querétaro, la tierra natal de mi padre, la tía Lola nos invitó a la Procesión del Silencio, costumbre que anualmente se repetía en la ciudad.
—Es muy bonita la celebración, anda con tu padre y aprovecha que vivimos tan cerca del templo de la Cruz, de donde sale la procesión —dijo la tía.
En la ingenuidad de mis doce años, imaginé que vería a un grupo de niños disfrazados de ángeles, con velas en las manos, mientras marchaban al ritmo de cantos religiosos. Papá y yo caminamos por la calle empedrada a la iglesia de la Cruz agarrados de la mano para no perdernos entre los empujones de la multitud, hasta quedar lo más cerca posible y en primera fila. El portón de la iglesia se abrió: “Ahí vienen”, anunció papá. Apreté su mano, fijé la mirada para no perder detalle. El sacerdote salió con un sahumerio dorado que balanceaba de un lado al otro como si el humo abriera el camino a los que venían detrás: los primeros hombres parecían soldados de la realeza medieval, con el tambor colgado a un lado para marcar el paso rítmico a más de cien encapuchados, que cargaban grandes cruces de madera, vestidos con túnicas largas y un cucurucho con un par de orificios por donde se asomaban sus ojos. Se azotaban con el látigo, al paso lento de sus pies descalzos y encadenados. Y ahí estaba yo, en presencia del ritmo del tambor y las cadenas que escuchaba por las noches durante tanto tiempo.
Solté la mano de mi padre, corrí sin detenerme y sin mirar atrás hasta la casa de la tía Lola donde nos alojábamos. Me escondí en la última habitación, debajo de la cama, como conejo a punto de ser sacrificado. Eran los mismos tambores con los que soñaba noche tras noche desde pequeña.
Severino, el marido de mi tía, entró pacientemente a la habitación, se arrodilló junto a la cama. Permití que su mano grande alcanzara la mía y me dejé arrastrar hasta quedar entre sus brazos. Se levantó tambaleándose para no soltarme y caminó al patio rodeado de jaulas donde se escuchaba el vuelo cortado de los pájaros, el canto de los canarios, las palabras aprendidas de los pericos. Se sentó en la mecedora de mimbre, balanceándose hacia adelante y atrás.
—Prepara infusión de rosas —ordenó a la tía Lola, quien cortó una flor roja del rosal, colocó los pétalos al fondo de una taza y vertió agua hirviendo. El tío Severino agitó el té, que me dio a sorbos—. Para que tu alma deje el susto en la calle donde lo agarró y regrese al corazón —me dijo mientras me hizo masticar los pétalos después de beber el agua perfumada. Sólo entonces dejé de temblar, acurrucada entre sus brazos.
Desde niña sufría de una erupción que abría mi piel hasta sangrar. El pediatra familiar que me trató desconocía el padecimiento y consideró que el yodo aliviaría mi piel. No fue así, el remedio provocó que las heridas se abrieran aún más y la sangre se mezclara con la tintura color café. Me acostumbré a verme con los codos, las muñecas y los tobillos ensangrentados y a ser “la leprosa” en una escuela donde no había niño que quisiera jugar conmigo.
Dos años después de haber visto la Procesión del Silencio me realizaron una biopsia, análisis de sangre y radiografías para comprender la causa del padecimiento que me acompañaba desde la infancia. Los resultados arrojaron una afección de la piel recientemente descubierta, de causas desconocidas y sin cura: psoriasis. Pero había un medicamento capaz de aminorar las molestias, la cortisona. El tratamiento fue oral e inyectado en cada herida. Pocos meses después mi cuerpo se hinchó, transformándose en algo parecido a un cerdo. Me deprimí. Esa que se veía en el espejo no era yo.
Una noche tuve un sueño: caminaba por un pueblo de calles empedradas, angostas y casas blancas con techos de teja. Un monje dominico me invitó a pasar a una de ellas. Era un monasterio con vida activa en la que se apreciaba el ir y venir de estos hombres al servicio de Dios. Caminaban descalzos, con una túnica color café y una cuerda anudada a la cintura, a través de los corredores por un patio interior rodeado de naranjos. El dominico me llevó a una biblioteca donde se encontraban varios religiosos sentados alrededor de una gran mesa: me esperaban. El abad me hizo una seña con la mano para que me acercara. Los demás permanecieron sentados, con la mirada puesta en mí. Encima del mueble vi un manuscrito antiguo.
—Puedes sanarte y tienes permiso para hablar sobre esto —me dijo mientras ponía la mano sobre el libro y me miraba a los ojos.
—¿Sobre qué? —pregunté sin entender a qué se refería.
—Sobre esto —volvió a decir el abad. Abrió el manuscrito y señaló con el dedo índice el contenido de una de las hojas donde se veía el dibujo de una planta con su explicación en caracteres antiguos. Inhalé profundo. A pesar de observar la información seguía sin comprender—. Queremos que sepas —continuó el abad— que no volverás a ser torturada, nadie cortará tu lengua ni tus manos; no serás encadenada ni arrastrada por las calles hasta la hoguera. Tu vida no volverá a correr peligro. Tienes permiso de hablar con libertad.
El abad me entregó el manuscrito mientras los demás se ponían de pie para darme su bendición con la mano extendida, de la que salía un vapor blanco que me cubría el cuerpo. Mis pies dieron un paso atrás, giraron hacia la puerta por donde había entrado al salón. Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la luz del sol hasta que distinguí el patio rodeado de árboles frutales. Tomé agua del pozo, acaricié las hojas del naranjo mientras su perfume flotaba en el ambiente. Salí del monasterio abrazando el manuscrito.
Suspendí el tratamiento. El sueño me había sugerido que debía existir otra manera de curarme. Busqué información acerca de las plantas medicinales y el poder curativo de la alimentación en una época en la que no era fácil adquirir datos sobre el tema, había pocos libros y no existía el internet. Poco a poco, un nuevo y antiguo camino me permitió iniciar hábitos completamente diferentes a los que había en casa. Subí mis niveles de hidratación, cambié las carnes rojas por pescados, elevé el consumo de frutas y verduras, experimenté con plantas tomadas en tés e infusiones que trajeron bienestar a mi sistema digestivo, nervioso, inmunológico y emocional. A los dieciocho años empecé a practicar yoga y meditación; a mis veinte estaba sanada.
En algunas épocas históricas, como en la Santa Inquisición, la herbolaria fue considerada peligrosa y causó la persecución y muerte de quienes la practicaban. Sin embargo, el poder curativo de las plantas es uno de los saberes más antiguos de la humanidad y ha sido preservado en la memoria colectiva a través de nuestros ancestros, quienes se han encargado de transmitirlo de generación en generación.
La utilidad práctica del conocimiento herbolario no está en la simple acumulación de datos, sino en la persona comprometida en custodiar la información para resolver los problemas fundamentales de la sobrevivencia. Seguramente recuerdas por lo menos un remedio de tus abuelos gracias al cual saliste de una enfermedad o emergencia.
Más que una serie de datos herbolarios, este texto comparte de una manera práctica el uso de las plantas medicinales como lo hacían nuestros ancestros; es un compendio que abarca las plantas curativas y los alimentos que contribuyen al bienestar.
Si bien este libro inicia con el testimonio de mi vida, en adelante continúa con los testimonios de otras personas que pudieron sanar sus padecimientos gracias a las plantas medicinales. A lo largo de doce capítulos, cada uno dedicado a un sistema orgánico, hallarás sus historias, explicaciones sobre el funcionamiento del cuerpo físico (anatomía) y su relación con lo que he llamado el cuerpo sutil o campo de las emociones, de tal manera que tengas nociones acerca del funcionamiento anatómico de tu organismo y la interrelación que existe entre éste y tus emociones, como la fuente que genera tu bienestar. Asimismo, al final de cada uno encontrarás una lista de alimentos, bulbos, flores, hojas, cortezas y raíces que pueden ayudar a sanar las enfermedades y los padecimientos más comunes del sistema orgánico en cuestión.
Después de los doce capítulos hallarás cuatro cuadros sinópticos que te orientarán en la preparación de las infusiones, los tópicos y los alimentos que contribuyen a tu bienestar físico y emocional. La idea es que puedas consultarlos en el momento en que lo necesites.
Como los nombres de las plantas, flores, bulbos y raíces cambian en cada región, al final te ofrezco un listado con los nombres comunes y científicos de la herbolaria utilizada en esta obra. Así podrás identificar las plantas y utilizarlas para tu beneficio.
Espero que este libro de herbolaria sea, más que una guía o un manual, un aliado que permita surgir al mago, a la curandera, al alquimista y a la voz de tus ancestros que llevas dentro, porque la herbolaria es un saber que se aviva como las cenizas de un fuego imposible de extinguir.
CAPÍTULO 1
El canto a la vida:
la herbolaria como
aliada de tu sistema
respiratorio

Sentado en la butaca de un auditorio, Raúl espera el momento en que el maestro de ceremonias diga su nombre. Respira profundo. A pesar de la agitación, comprueba que sus pulmones no lo van a traicionar. Siente que el tiempo pasa con lentitud mientras observa a sus compañeros en el escenario, nervioso, con el cabello engomado, pantalones y saco de vestir. “Parecemos marionetas disfrazadas de adultos”, piensa. El sonido de su nombre sale a todo volumen por las bocinas instaladas en diversas partes de la sala y él lo escucha como si perteneciera a alguien importante: “Raúl Gutiérrez Avendaño”. Se frota las manos sudorosas, el temblor de las piernas lo traiciona, pero logra ponerse en pie. Está tan delgado que el saco le queda holgado; no le importa. Con pasos torpes sube al estrado, sabe que su torpeza no se debe a la incomodidad de estrenar esos zapatos de charol que le lastiman el dedo meñique. Recuerda que debe inhalar. Inhala. Se controla. El director de la escuela primaria Emiliano Zapata le estrecha la mano. “Felicidades, has sido muy buen estudiante”. Su maestra Rosario lo mira satisfecha. Raúl recibe su diploma de graduación y voltea hacia la audiencia, sonríe. Nos ponemos de pie para gritar su nombre: “¡Raúl, Raúl!”. Su tía Ofelia aplaude con los ojos llenos de lágrimas. Y tal vez soy la única que advierte las ojeras que aún enmarcan su mirada, huellas de su frágil salud infantil.
Cuando Raúl nació, Clementina, su madre, lo miró sin saber qué hacer. Salió del hospital con el niño en brazos y lo dejó en casa de la abuela. No se haría cargo de una criatura que había llegado en el momento menos propicio y sin padre. Raúl creció bajo los cuidados de su abuela y la tía Ofelia, a quien aprendió a decirle mamá. Ofelia desarrolló un amor maternal que la soltería le negó hasta el momento en que lo cargó por primera vez.
Cinco años después apareció Clementina acompañada de un hombre que presentó como su marido y reclamó a su hijo. Ofelia empacó la ropa del pequeño, tragándose el dolor.
Sin más explicaciones, Raúl empezó a vivir con dos extraños: un señor que fungía como esposo de una mujer que decía ser su madre. Y contrario a lo que podría esperarse, la tranquilidad que sostenía la infancia del niño desapareció, arrasada por un tornado. El señor lo golpeaba bajo cualquier excusa y la señora dejó de ponerle atención cuando el vientre le creció como balón de futbol.
La niña que nació se convirtió en el sol de Clementina. Y Raúl, que nunca cupo en los planes de su madre, aprendió a caminar despacio, a respirar con suavidad, a ser tan transparente que adquirió la magia de convertirse en fantasma. Nadie volvió a verlo, ni a escucharlo. Pero una noche todo el mundo lo escuchó: Raúl, con el rostro amoratado, se asfixiaba tirado en el piso.
Clementina apareció en casa de Ofelia con el niño en brazos. Deliraba por la fiebre, sin respirar. Las dos mujeres llevaron a la criatura al hospital. El médico de guardia se extrañó no tanto por la enfermedad, sino por la cantidad de moretones que el pequeño llevaba en el cuerpo. Ofelia apretó la mandíbula al escuchar la excusa de su hermana: el chamaco es muy torpe, doctor, continuamente se tropieza, se resbala o se cae. Un silencio con olor a mierda se esparció en la sala de emergencias.
A pesar de que Raúl se curó con los antibióticos administrados, pasado un tiempo el niño recayó. Clementina no sabía qué hacer con la fragilidad de su hijo. Cada vez que sufría una crisis, quien lo rescataba era Ofelia. Antes de cumplir siete años fue diagnosticado asmático.
Ofelia decidió tomar la responsabilidad de la salud de su sobrino. Los especialistas coincidieron en la probabilidad de que Raúl fuera alérgico, así que le hicieron cuarenta pruebas reactivas para determinar las causas del asma: humedad, polvo, detergentes, perfumes, gatos y cucarachas.
Además de las alergias, y a pesar de los extremos cuidados de Ofelia, los padecimientos de Raúl continuaban: laringitis, faringitis, sinusitis y, en el mejor de los casos, constipación nasal. El niño aprendió a llevar consigo un aparato para abrir las vías respiratorias, pero aun así terminaba en el hospital con ataques de asfixia.
Una tarde Ofelia entró a mi consultorio con un niño flaco y pálido. Se sentó con el pequeño en sus piernas y comenzó su relato:
—Desde hace dos años no paramos de tanta enfermedad. Es asmático. Le pusieron cuarenta inyecciones para determinar a qué es alérgico. Toma todas las medicinas que le manda el doctor. Se cura unos días y, al rato, vuelve a caer.
—¿Usted es la mamá del niño?
—Ella no puede atenderlo, pero aquí está su tía Ofelia, ¿verdad? —Lo apretó a su regazo—. ¿Lo va a ayudar?
—Por supuesto —respondí con la misma determinación con la que ella sostenía a Raúl—. La herbolaria es un aliado extraordinario para apoyar los procesos de salud. Muchas personas se han curado con la ayuda de las plantas medicinales. Pero es importante que también tengas información acerca de la emoción oculta que está detrás del asma. ¿Sabes de qué hablo?
—Pues… es una enfermedad que asfixia —dijo Ofelia dudando de su respuesta. Evidentemente no entendía el punto al que quería llegar.
—¿Sabes de dónde proviene el asma? —volví a preguntar.
—¡Claro! ¡Las alergias! Este niño tiene algunas. No muchas, pero las suficientes para que se ahogue.
—En términos generales, detrás de la enfermedad existe una causa emocional que la provoca. ¿Lo sabías?
—¿Como cuando dicen que si te pones triste te puedes enfermar? —Su pregunta denotaba que ya tenía otro tipo de información.
—En efecto, en el caso de Raúl, detrás de la debilidad en las vías respiratorias hay una causa emocional que provoca el asma.
—No lo sabía, pero de ser así, Raúl ha de ser alérgico a su mamá.
No me atreví a decirle que estaba de acuerdo, pero sonreí.
—Una persona que sufre asma —continué— es alguien que, teniendo los pulmones llenos de aire, cierra los conductos sin sacarlo. Al no exhalar, se dificulta la siguiente inhalación y la siguiente hasta provocar asfixia. En general, son personas que necesitan pasar desapercibidas para sobrevivir, como si su presencia fuera una incomodidad para los demás y creen que no tienen derecho a expresarse. Por si fuera poco, carecen de iniciativa porque creen que las cosas salen mal por su culpa. ¿Te suena familiar?
—En el caso de Raúl es así —confirmó Ofelia.
—El tratamiento exige cuidados. No es tan simple como tomarse el jarabe o sacar el inhalador. La terapéutica herbolaria requiere que elabores tisanas, remedios y compresas con paciencia y perseverancia. ¿Puedes responsabilizarte de hacerlo?
—Por supuesto. Cuando éramos niñas, la abuela nos daba tecitos cada vez que nos enfermábamos, para la tos, la fiebre, el cólico… Pero nadie le aprendió. Pensábamos que esa manera de curar era de gente inculta.
—La herbolaria tiene sustancias químicas con la capacidad de curar las enfermedades del cuerpo, y principios energéticos para sanar los estados emocionales. Por algo se llaman “plantas medicinales”. Te voy a mandar un tratamiento para tres meses, basado en la combinación de plantas medicinales con propiedades curativas, destinadas a las vías respiratorias. Y vamos a utilizar las bondades de una flor, para apoyar el estado emocional. ¿Estás lista? —Después me dirigí a Raúl, quien había pasado desapercibido hasta ese momento, como era su costumbre—: ¿Y tú? ¿Te vas a tomar los tecitos que te prepare tu tía sin repelar?
Raúl asintió con una tímida sonrisa.
Así las cosas, para el primer mes de tratamiento, le envié la siguiente receta a Raúl.

INFUSIÓN DE GORDOLOBO Y LLANTÉN
Ingredientes:
• 1 cucharada sopera de gordolobo
• 1 cucharada sopera de llantén
• 1 trozo pequeño de ocote
• 1 trozo pequeño de raíz de jengibre (3 cm de raíz para niños; 5 cm para adultos)
Preparación:
Hierve un litro de agua. Cuando suelte el hervor, baja la lumbre y agrega la raíz de jengibre pelada y picada, y el ocote. Después de 10 minutos, agrega el llantén y la flor de gordolobo. Apaga el fuego y deja en reposo 15 minutos. Cuela y guarda la infusión en un termo.
Sírvela caliente y, por cada taza, agrega el jugo de 1 limón, miel de abeja y 10 gotas de extracto de propóleo (20 gotas si es para adultos). Bebe una taza antes de cada comida.
Nota: no utilices horno de microondas, pues las propiedades curativas se pierden.

Para complementar el tratamiento de este primer mes, también le sugerí a Ofelia una flor que le ayudaría a Raúl a salir de la tristeza: el tilo.
—Esa flor me la daba mi abuela para dormir. ¿Por qué el tilo? —me preguntó Ofelia.
—Te voy a platicar la historia del árbol del tilo. Cuenta la mitología griega que Cronos, dios del tiempo, quería pasar una noche de amor con Filiria, una ninfa muy hermosa. Pero ella no quería estar con él y escapó de sus redes seductoras convertida en caballo. A pesar de todo, Cronos la descubrió, la raptó y de su unión, unos meses después, nació un ser mitad hombre, mitad caballo: Quirón, el primer centauro.
»Cronos desapareció una vez satisfechos sus deseos. Ni siquiera se enteró de que tuvo un hijo hombre caballo. Filiria, por su parte, renegó del ‘monstruo’ que acababa de parir y lo abandonó. Sin embargo, Apolo, dios del sol, lo rescató y adoptó. Pero como era un dios muy ocupado, lo dejó bajo la custodia del árbol del tilo, quien lo acogió a la sombra de sus ramas y lo alimentó con sus flores para curarle la herida de abandono.
»Apolo, además de ser su padre adoptivo, se convirtió en su maestro al instruirlo en las artes curativas para sanar a los dioses. Mientras tanto, el tilo, su madre adoptiva, le enseñó el arte de curar a los hombres con el conocimiento de la herbolaria. Con tiempo y experiencia, Quirón se convirtió en el padre de la medicina, con la virtud de curar y sanar tanto a hombres como a dioses.
—Está muy bonita la historia, pero ¿qué tiene que ver con Raúl? —preguntó Ofelia.
—Raúl tiene una herida de abandono, como Quirón. Tú eres la energía solar que lo rescató. Confío en que las flores del árbol del tilo y tu energía amorosa sanen su cuerpo y su alma. Con el tiempo veremos lo que este pequeño tiene que dar al mundo.
Raúl, entonces, complementó su tratamiento con esta receta.

INFUSIÓN DE TILO
Ingredientes:
• Flor de tilo
Preparación:
Coloca 3 flores de tilo en un recipiente de vidrio o acero inoxidable. Agrega una taza de agua hirviendo para que suelten sus propiedades por infusión. Deja reposar 10 minutos y cuela.
Toma la infusión al despertar, con la energía del sol, y antes de dormir, para ser cobijado por la paz de la noche.

—Otra flor que vamos a ocupar es el floripondio. ¿La conoces?
—¿Segura? —me dijo Ofelia preocupada—. Es una flor como campana que mira a la tierra, muy chula, pero peligrosa. La tengo sembrada en el jardín de mi casa, pero nomás la vemos porque sabemos que si la tomas te vuelves loca.
—El floripondio —expliqué para tranquilizarla— es una flor que, efectivamente, no debe ingerirse porque es alucinógena y altamente tóxica. Al igual que el toloache, contiene alcaloides, sobre todo escopolamina, una sustancia que afecta los receptores cerebrales. Sin embargo, utilizada sobre la piel, de manera tópica, tiene propiedades curativas. La usaremos en caso extremo: sólo si Raúl sufre un ataque asmático.
—¿Cómo la utilizo?
—Calienta la flor en un comal o sartén, envuélvela en un lienzo y colócala sobre su pecho. Las vías respiratorias se abrirán de inmediato y el niño podrá tener un sueño reparador.
»Un último aspecto, Ofelia. Es importante que elimines los alimentos chatarra. Si no acompañas la terapéutica herbolaria con una alimentación sana, rica en frutas y verduras, el avance va a ser prácticamente imposible.
Con el tratamien
