Italia se vislumbra. Hacemos listas: pañales, ropa de cuna, una lamparita para leer. Leche en polvo para biberón. Dos docenas de barritas de cereales Nutri-Grain. No hemos comido barritas Nutri-Grain en la vida, pero ahora, de pronto, parece importante tenerlas a mano.
Me quedo mirando el nuevo diccionario de bolsillo Italiano-Inglés y me preocupo. ¿Pone cómo se dice: «Aquí está mi pasaporte»? O: «¿Dónde puedo comprar pañales, por el amor de Dios?»
Hacemos como que estamos tranquilos. Ninguno de los dos está dispuesto a plantearse que mañana subiremos a bordo de un Airbus con unos gemelos de seis meses, ascenderemos a treinta y siete mil pies de altitud y permaneceremos allí catorce horas. En cambio, abrimos y cerramos la cremallera de las bolsas de viaje, le quitamos las ruedas al carrito y miramos con atención fotitos muy pixeladas de San Pedro en ricksteves.com.
Lluvia en Boise; viento en Denver. El avión surca la troposfera a novecientos kilómetros por hora. Owen duerme en un rebujo de sábanas a nuestros pies. Henry duerme en mis brazos. Hay turbulencias durante toda la travesía del Atlántico; tiemblan los mamparos, los vasos tintinean, los ganchos de las bandejas se abren y se cierran.
Nos trasladamos de Boise (Idaho), a Roma (Italia), un lugar donde nunca he estado. Cuando pienso en Italia imagino decadencia, pinturas al óleo de color pardo oscuro, emperadores con sandalias. Veo una sección transversal de una maqueta del Coliseo hecha como proyecto escolar a base de pegamento y azucarillos; veo una jabonera blanca y azul marino comprada en Florencia con un ángulo desportillado que mi madre tuvo en el lavabo de su cuarto de baño durante treinta años.
Con más claridad que cualquier otra cosa, veo un libro con dibujos para colorear que me regalaron una vez por Navidad titulado La antigua Roma. Dos criaturas mamaban de las ubres de una loba. Un césar sonreía con su corona de hojas. Una sensual doncella de grandes pupilas posaba con un cántaro junto a una fuente. Al margen de la idea que tuviera de Roma en aquel entonces —con siete años, la noche de Navidad, los copos cayendo contra las ventanas, un abeto con luces parpadeando en la planta baja, lápices de colores desperdigados por la moqueta—, ahora no es mucho más clara: bosquejos de elefantes y gladiadores, palacios dibujados al fondo, la sensación de que los colores que había escogido estaban todos equivocados, verde mar para los carros, dorado para los cielos.
En la pantalla del respaldo del asiento que hay delante de mí, el pequeño icono de nuestro avión pasa por encima de Marsella, Niza. Un biberón lleno de leche, ladeado en el bolsillo del asiento, empapa el tejido y gotea sobre mi equipaje de mano, pero no me agacho a enderezarlo por miedo a despertar a Henry. Hemos cruzado de Norteamérica a Europa en el tiempo que se tarda en emitir una película de Lindsay Lohan y dos episodios de la telecomedia Todo el mundo quiere a Raymond. La temperatura en el exterior es de 50 grados bajo cero.
Un taxi nos deja delante de un palacio: estuco y mármol travertino, la fachada dividida en cinco ventanales, unas escaleras de entrada enmarcadas por arbustos podados con formas de animales. El portero aplasta la colilla con la suela del zapato y dice, en inglés: «¿Son ustedes los de los gemelos?». Nos estrecha la mano, nos da un juego de llaves.
Nuestro apartamento está en un edificio anexo al palacio. La verja principal mide tres metros de alto, es de hierro y tiene arañazos en mil sitios; es como si hubieran estado intentando entrar en el jardín perros salvajes. Una llave la abre; encontramos la entrada en el lateral. Los niños miran desde los asientos del carrito con ojos enormes. Los metemos en un ascensor de jaula con puertas de madera que se abren hacia dentro. Pasamos dos plantas traqueteando. Oigo pinzones, frenos de camioneta. Resuenan pasos de vecinos en la caja de la escalera; un portazo. Hay voces de niños. La verja, tres plantas más abajo, emite un estrépito metálico al cerrarse.
Nuestra puerta se abre a un pasillo estrecho. Lo lleno poco a poco de bolsas. Shauna, mi mujer, lleva a los niños al interior. El apartamento es más grande de lo que hubiéramos podido esperar: dos dormitorios, dos cuartos de baño, armarios nuevos, techos de cuatro metros, suelos embaldosados que resuenan. Hay un viejo escritorio, un sofá azul marino. El frigorífico está oculto dentro de un armario. Solo hay una obra de arte: un póster de siete u ocho góndolas que cruzan un puerto, con una piazza brumosa al fondo.
La joya del apartamento es la terraza, a la que accedemos por una puerta estrecha en el rincón de la cocina, como si el arquitecto solo se hubiera percatado de que hacía falta una salida en el último momento. Se asoma a la entrada del edificio, diez metros más allá, dieciséis más abajo. Desde allí se ven entre las copas de los árboles piezas del puzle de Roma: tejados de terracota, tres o cuatro cúpulas, un campanario de dos pisos, el verde disperso de los jardines colgantes, todo calinoso, extraño e imposible.
El aire es húmedo y cálido. Si acaso, huele ligeramente a repollo.
—¿Es nuestra? —pregunta Shauna—. ¿Toda la terraza?
Lo es. Salvo por nuestra puerta, no hay ninguna otra entrada.
Dejamos a los bebés en cunas desemparejadas que no parecen especialmente seguras. Un mosquito pasa flotando por la cocina. Compartimos una barrita de cereales. Comemos cinco paquetitos de galletas saladas. Nos hemos mudado a Italia.
Durante un año voy a disfrutar de una beca en la Academia Americana en Roma. Aquí no hay alumnos, ni facultad, solo un puñado de artistas e investigadores, a los que se concede un año en Roma para dedicarse a proyectos independientes.
Mi beca es de literatura. Lo único que tengo que hacer es escribir. Ni siquiera tengo que enseñarle a nadie lo que escriba. A cambio, me ofrecen un estudio, las llaves de este apartamento, dos esteras de baño, un montón de toallas descoloridas todos los jueves y 1.300 dólares al mes. Vamos a vivir en la colina del Janículo, una verde oleada de árboles y villas separada por unos cientos de metros y una serie de escaleras de piedra con siglos de antigüedad del barrio romano con el nombre de Trastévere.
Me subo a una silla en la terraza e intento ubicar el río Tíber en el laberinto de edificios lejanos, pero no veo barcas ni puentes. Una guía de la biblioteca pública de Boise decía que el Trastévere era un lugar encantador, atestado de iglesias prerrenacentistas, callejuelas medievales y clubes nocturnos. Lo único que veo es la calima: azoteas, copas de árboles. Oigo el murmullo del tráfico.
Una palmera frente a la ventana capta la puesta de sol. El grifo de la cocina gotea. No solicitamos esta beca; ni siquiera estábamos al tanto de que existiera. Hace nueve meses recibimos una carta de la Academia Americana de las Artes y las Letras en la que nos informaban de que mi obra había sido nominada por un comité anónimo. Cuatro meses después recibimos otra carta en la que se nos confirmaba que había ganado. Shauna seguía en el hospital, nuestros hijos tenían apenas doce horas cuando me planté delante de nuestro apartamento entre la nieve medio derretida y encontré el sobre en el correo.
Nuestro retrete tiene dos botones para descargar la cisterna, uno el doble de grande que el otro. Lo discutimos: yo digo que descargan la misma cantidad de agua; Shauna opina que el botón más grande es para las aguas mayores.
Como siempre ocurre al salir de casa, son los detalles los que nos provocan la sensación de desplazamiento. No hay cortinas en las ventanas. Las sirenas que pasan por la calle suenan una nota más graves. Lo mismo ocurre con el tono de marcar del teléfono de plástico rojo. Cuando orinamos, la orina no cae sobre el agua sino sobre la porcelana.
En los grifos del baño pone C y F, y la C no es de cold en inglés, sino de calda, caliente. El frigorífico es del tamaño de una nevera para cerveza. En la pared, sobre la cocina, hay una palanca de acero sin leyenda alguna. ¿Para el gas? ¿El agua caliente?
Las cunas que nos ha prestado la Academia no tienen refuerzos para evitar coscorrones, ni sábanas, pero sí algo que llegamos a la conclusión de que deben de ser almohadas: unos rectángulos de espuma de un par de dedos de grosor, forrados de algodón.
El jabón del lavavajillas huele a lima salada. Los mosquitos son más grandes. En vez de armarios, en las habitaciones hay grandes guardarropas anticuados.
Shauna hurga en el espacio triangular que va a convertirse en nuestra cocina, comedor y sala de estar.
—No hay horno.
—¿No hay horno?
—No hay horno.
—¿Igual los italianos no usan hornos?
Me lanza una mirada.
—Inventaron la pizza.
Quince minutos antes de medianoche, en el reloj digital del microondas pone 23.45. ¿Qué será la medianoche? ¿0.00?
Esa primera noche nos acostamos hacia la medianoche, pero a la una los niños están despiertos, llorando en sus cunas desconocidas. Shauna y yo nos cruzamos en el pasillo, cada cual con un bebé en brazos.
El jet lag es sequedad en los ojos, un cable suelto en la espina dorsal. Despertar en Boise, acostarse en Roma. La ciudad es un campo de sombras más allá de la barandilla de la terraza. Los huesos de Keats, Rafael y san Pedro se descomponen por ahí en algún lugar. El Papa sueña a menos de un kilómetro de distancia. Owen me mira parpadeando, con la boca abierta, un pliegue en la frente, como si su alma siguiera en algún punto sobre el Atlántico, intentando dar alcance al resto de su ser.
Para cuando vuelve a haber luz en el apartamento no hemos dormido ninguno. Nos hace falta dinero, nos hace falta comida. Vuelvo a montar el carrito y lo llevo como mejor puedo escaleras abajo. Shauna sujeta a los niños con la correa. Al otro lado de la verja de entrada la acera se prolonga a derecha e izquierda. El cielo se ve moteado y húmedo; pasa un coche pequeño a toda velocidad y deja en su estela una bolsa de plástico dando vueltas.
—Hay más tráfico hacia la izquierda —señala Shauna.
—¿Y eso es bueno?
—Igual más tráfico significa más comercios, ¿no?
Estoy poniendo reparos a su lógica cuando aparece una vecina a nuestra espalda. Pequeña, pecosa, de aspecto fornido. Es americana. Se llama Laura. Su marido tiene una beca de arquitectura paisajística de la Academia. Acaba de dejar a sus hijos en el autobús de la escuela y ahora lleva a reciclar la basura y va a comprar carne picada.
Nos da indicaciones hacia la izquierda. Veinte metros escasos acera adelante, cuatro calles convergen bajo un imponente arco de estuco conocido como Porta di San Pancrazio, una entrada en las antiguas murallas defensivas de Roma. No hay semáforos. Los coches avanzan pugnando por hacerse un hueco. Se suma al desbarajuste un autobús público. Luego una camioneta cargada de muebles. Después un par de motocicletas. Todo el mundo parece ir camino de la misma callejuela, donde, en cuanto se zafan del embotellamiento, los vehículos se alejan a la carga entre hileras de coches aparcados con los retrovisores laterales o bien recogidos o bien arrancados.
Laura no deja de hablar en todo el camino. Como si hoy fuera un día cualquiera, como si nuestras vidas no estuvieran en peligro, como si Roma fuese Cincinnati. ¿Hay pasos de peatones siquiera? Las bocinas resuenan. Un taxi está a punto de segar las ruedas delanteras del carrito. «¿En qué aerolínea volasteis?», grita Laura. Shauna dice: «Dios mío». Siento la tentación de agazaparme en la cuneta con mis criaturas en brazos.
Se introduce en la melé otro escúter (motorino, nos dice Laura). El conductor sujeta un plátano de metro y pico dentro de una maceta en la pequeña plataforma entre sus zapatos. Las hojas de la planta le aletean contra los hombros al pasar.
Laura cruza la intersección a paso firme, lanza su basura a una serie de contenedores y señala unos escaparates calle abajo. Parece cómoda hasta un punto intolerable; es una isla de serenidad. Me preocupo. ¿Podemos hablar tan fuerte? ¿En inglés?
Los niños no emiten el menor sonido. Hace calor. Por encima de las tiendas se alzan amenazadores edificios de apartamentos, cientos de balcones abarrotados de geranios, palmeras enanas, tomates. A la puerta de los bares, adolescentes beben café en vaso. Hay hombres con monos azules y botas de combate a la entrada de bancos, con pistolas al cinto. Pasamos por delante de un concesionario Fiat con un escaparate no mayor que el del salón de belleza que hay al lado. Pasamos por delante de una pizzería; un anciano detrás del mostrador de cristal corta una flor del extremo de un calabacín.
En la sección de alimentación infantil de una farmacia busco cualquier cosa reconocible y encuentro etiquetas ilustradas con conejos, ovejas y —peor aún— ponis.
—En Italia —dice Laura—, «Mi bonito poni» es un aperitivo.
Nos ayuda a buscar un cajero automático; nos enseña dónde comprar pañales desechables. Nos aclara los nombres de los barrios:
—Trastévere está detrás de nosotros, escaleras abajo. Janículo, donde vivimos, es solo el nombre de la colina. El barrio en sí, por el que estamos paseando, se llama Monteverde.
—Monteverde —repito, practicando.
Antes de marcharse, Laura señala un mercado de verdura. A presto, dice, lo que me lleva a consultar mi libro de frases. ¿Prestare? ¿Dar?
Luego se esfuma. Pienso en Dante en el Purgatorio, volviéndose a decirle algo a Virgilio solo para encontrarse con que Virgilio ya no está.
En el mostrador de verdura —según aprendemos por las malas— no se debe tocar el género; se señalan la insalatina o los pomodori y el tendero los pone en la balanza. Los huevos del carnicero están en cartones abiertos, asándose al sol. No lleva etiqueta ninguna carne; señalo algo rosa y sin huesos, y cruzo los dedos.
Los Kit Kat no tienen envoltorio naranja, sino rojo. Saben mejor. Igual que las peras. Devoramos una y derramamos jugo de pera sobre la capota del carrito. Los tomates —una docena en una bolsa de papel— parecen irradiar luz.
Los bebés chupan galletas. Nos deslizamos a través del sol y la sombra.
A dos manzanas del mercado, en una calle llamada Quatro Venti —los Cuatro Vientos—, el olor a panadería sopla hacia la acera. Calzo el freno del carrito, abro la puerta y entro con la muchedumbre. Todos empujan a todos los demás; gente que acaba de entrar se encorva, se estira y se retuerce hacia el mostrador. ¿Debería pedir la vez? ¿Tengo que gritar lo que quiero? Procuro repasar mi vocabulario italiano; ocho tardes en una academia Berlitz en Boise, 400 dólares, y ahora mismo lo único que recuerdo es tazza da tè. Taza de té.
Hay una mujer con bigote apretada contra mí, tengo la barbilla sobre su cabello. Huele a leche rancia. Pasan hogazas de pan de aquí para allá por encima de mi cabeza. Sé lo que es ciabatta. Sé lo que es focaccia.
Detrás del mostrador los únicos italianos que he visto con pantalones cortos patinan sobre las baldosas resbaladizas de harina con deportivas blancas. El gentío me ha empujado hacia un rincón. Atienden a unos hombres que acaban de entrar y estos pagan con billetes.
Semillas de amapola, semillas de sésamo, un lío arrugado de papel encerado. Soy un grano bajo la rueda del molino. Por las puertas de cristal veo a Shauna inclinada sobre los niños, que están gritando. Todo me da vueltas. ¿Cuáles son las palabras? ¿Scusi? ¿Permesso? Podemos vivir sin pan. Todo el año, si es necesario. Bajo la cabeza y me abro paso hacia la salida.
La panadería no es mi único fracaso. Busco llaveros en una ferretería, pero el dueño se me planta delante con las manos entrelazadas, dispuesto a ayudarme, y no sé cómo decir «llavero» o «solo estoy mirando», conque durante unos instantes nos quedamos observándonos, en silencio.
Al final logro decir: Luce per notte. Per bambini. Y aunque no he ido a comprar lamparitas de noche, me enseña una, así que la compro. Los llaveros pueden esperar hasta que vuelva con el diccionario.
Según un resumen de dos frases del proyecto que tuve que enviar a la Academia, he venido a Roma a seguir escribiendo mi tercer libro, una segunda novela, esta sobre la ocupación alemana de un pueblo en Normandía entre 1940 y 1944. He traído unas cincuenta páginas de prosa, unas fotos de bombarderos B-17 lanzando bombas incendiarias y un desbarajuste de notas garabateadas.
Mi estudio de escritura está en el palacio anexo a nuestro edificio de apartamentos: la propia Academia Americana, silenciosa, gigantesca, imponente. Mientras los bebés sestean, esa primera tarde entera que paso en Roma cruzo la verja grande, saludo con la mano al portero en su garita y subo las escaleras de entrada con mis cuadernos. Una flecha a la izquierda señala las OFICINAS; una flecha a la derecha señala la BIBLIOTECA. El patio está lleno de grava y jazmines. Mana un chorrito de agua de una fuente. Saludo con un gesto de cabeza a un hombre con camiseta negra y ojos enrojecidos que lleva los brazos salpicados de pintura al óleo.
El estudio 235 es un rectángulo con techos altos que recibe el nombre de estudio Tom Andrews, en honor al poeta hemofílico al que le fue concedida la misma beca que ahora se me ha concedido a mí. Trabajó allí en 2000; murió en 2002. En su estudio hay dos mesas, una pequeña cama plegable y una silla de oficina con el relleno desgarrado.
Tom Andrews, según oí una vez, batió un récord mundial aplaudiendo sin interrupción durante catorce horas y treinta y un minutos. El primer verso de su segundo libro dice: «Dios Nuestro Señor bendiga la moto del hemofílico».
Hablo con él mientras reubico el mobiliario.
«Tom —le digo—, llevo veinte horas en Italia y solo he dormido una.»
«Tom —le digo—, pongo tres libros en tus estantes.»
La ventana del estudio Tom Andrews mide dos metros y pico de alto y da a unos doce mil metros cuadrados de árboles y césped detrás de la Academia. A unos cuatro metros de la barandilla, el tronco de un magnífico pino italiano divide la vista en dos.
Me he fijado en que hay árboles así por todo el barrio: con troncos altísimos sin ramas; copas elevadas que se subdividen como las cabezas de las neuronas. En los meses venideros oiré que los llaman «pinos italianos», «pinos romanos», «pinos mediterráneos», «pinos de piedra», «pinos parasol» y «pinos piñoneros»; son todos lo mismo: Pinus pinea. Son árboles regios, árboles asombrosos, árboles rebeldes y serenos al mismo tiempo, cual príncipes que duermen en perfecta inmovilidad pero tienen sueños desmesurados.
Media docena de pinos piñoneros se alzan detrás de la embajada en la acera de enfrente; una hilera de esos árboles asoma la cabeza por encima del muro de trescientos sesenta años de antigüedad que bordea los jardines de la Academia. No esperaba que Roma tuviera árboles así, que una ciudad de tres millones de personas fuera un jardín habitado, con musgo en las grietas de las aceras, gallardetes de hiedra en las arcadas, antiguas murallas sombreadas de alcaparras, tomillo que brota de los campanarios de las iglesias. Esta mañana los adoquines estaban recubiertos de algas. En las calles por las que nos ha llevado Laura susurraban matas clandestinas de bambú en patios de apartamentos; crecían pinos al lado de palmeras, cipreses al lado de naranjos; he visto una matita de menta que emergía de una hendidura en la acera delante de un videoclub.
De los tres libros que he traído, uno es sobre la ocupación nazi de Francia, por la novela que intento escribir. Otro es una antología de fragmentos escogidos de la Historia natural de Plinio el Viejo, porque el texto de la solapa dice que ofrece una visión del mundo natural tal como lo entendían en la Roma del siglo I. El último es una guía de árboles. El libro de árboles dedica media página al Pinus pinea. «La corteza es de color marrón grisáceo y con fisuras; las láminas se desprenden de vez en cuando, dejando manchas de color marrón claro.»[2]
Un nogal que se extiende, un olivar; tilos, manzanos silvestres, un seto todo de romero. Las murallas que bordean estos jardines alcanzan los diez metros de altura en algunos lugares; las piedras están descoloridas por el tiempo; las partes más altas, puntuadas por aspilleras; los baluartes, erizados de malas hierbas. Antes de la electricidad, antes de que el pino que crece delante de la ventana fuera una piña siquiera, cuando el cielo nocturno sobre el Janículo estaba tan inundado de estrellas como los cielos de cualquier otra parte, Galileo Galilei montó su telescopio nuevo en un banquete celebrado en este mismo jardín, justo debajo de mi ventana, y mostró los cielos a los invitados.
A menos de veinte metros, en nuestro apartamento, Shauna se las ve con los gemelos. Pienso en Owen, que no deja de volver la cabeza, y en los ojos circulares de Henry. «Son milagros», le digo al fantasma de Tom Andrews. Nacidos de células más pequeñas que el punto al final de esta frase —mucho más pequeñas que ese punto—, los niños son de repente grandes y bulliciosos, y se ensucian de babas la pechera de las camisitas.
Abro el cuaderno por una página en blanco. Intento escribir unas cuantas páginas sobre la gratitud, sobre el asombro.
Freímos costillas de cerdo en una sartén mellada, bebemos vino en vasos de agua. Los vencejos surcan la terraza a la carrera. Durante toda la noche los niños se despiertan y lloran en sus cunas desconocidas. Le doy el biberón a Henry a la una menos veinte de la noche (en el reloj del microondas pone 0.40) y lo arropo y por fin lo convenzo de que se duerma. Luego me tumbo en el sofá con la cabeza apoyada en un montón de pañales y dos baberos extendidos sobre el cuerpo como servilletas; la única sábana que tenemos está en la cama, encima de Shauna. Diez minutos. Veinte minutos. ¿Para qué tomarse la molestia siquiera? No es más que un sueño antes de que Owen se despierte.
¿Qué escribió Colón en su diario de a bordo cuando zarpó de España? «Sobre todo, cumple mucho que yo olvide el sueño y tiente mucho el navegar.»[3]
Henry vuelve a despertarse a las dos. Owen está despierto a las tres. Cada vez que me levanto medio dormido me lleva un minuto entero recordar lo que he olvidado: soy padre; nos hemos mudado a Italia.
Durante toda la noche llevo a un bebé o al otro llorando a la terraza. El aire es cálido y dulce. Arden estrellas aquí y allá. A lo lejos suben por las colinas pequeñas briznas relucientes.
Molto, molto bella, nos dijo el taxista, Roberto, cuando nos traía del aeropuerto hasta aquí con nuestras siete bolsas de lona y nuestro carrito de paseo de veintidós kilos. Iba sin afeitar, tenía dos teléfonos móviles y se encogía cada vez que los bebés hacían ruido.
Non c’è una città più bella di Roma, dijo. No hay ciudad más bonita que Roma.
La segunda mañana que pasamos en Italia sacamos la sillita por la verja y vamos a la derecha. Los niños se quejan; los ejes traquetean. Pasan coches pequeñitos a toda velocidad. Doblamos una esquina y una valla de tela metálica deja paso a dos setos, que a su vez dejan paso al lateral de una monumental fuente de granito y mármol. Rodeamos boquiabiertos la parte delantera.
Cinco nichos en una cabecera de seis columnas tan grande como una casa vierten agua en un estanque semicircular de escasa profundidad. Siete frases en latín surcan el frontispicio; grifos y águilas coronan las letras mayúsculas. Los romanos, según averiguaremos más adelante, la llaman simplemente il Fontanone. La fuente grande. Se terminó de construir en 1690; habían tardado setenta y ocho años. El mármol travertino casi parece refulgir; es como si hubieran implantado luces en el interior de la piedra.
En la acera de enfrente hay otra maravilla: una baranda, unos bancos y un mirador desde el que se ve toda la ciudad. Esquivamos el tráfico, llevamos a los niños hasta el parapeto. Ahí está toda Roma: diez mil tejados, cúpulas de iglesias, campanarios, palacios, apartamentos; un avión atraviesa el cielo despacio de derecha a izquierda; la ciudad se extiende por toda la llanura. Hileras de ciudades lejanas tiñen de mármol las colinas en el horizonte. A nuestros pies, hasta donde alcanza la vista, se aprecia una calima azulada a la deriva: es como si la ciudad estuviera sumergida bajo un lago y un viento rizara la superficie.
—Esto —comenta Shauna en un susurro— está a cincuenta metros de la puerta de nuestra casa.
La fuente brama a nuestras espaldas. La ciudad se arremolina a nuestros pies.
Calle abajo hay una iglesia, una pequeña piazza y la parte superior de una sinuosa rampa de escaleras. Los peldaños parecen desgastados y resbaladizos; en los descansillos inclinados crujen las hojas secas. Yo me ocupo de la parte delantera del carrito; Shauna coge la de atrás.
—¿Estás preparado? —pregunta.
—Creo que sí. ¿Y tú?
—Creo que sí.
Pero ¿quién sabe si lo estamos? Empezamos a bajar. La sillita pesa veintidós kilos; cada niño pesa unos ocho. A cada paso que damos la carga parece más pesada. Hay quizá veinte peldaños, luego cuatro o cinco rampas conectadas, después más escaleras. Me gotea el sudor de la punta de la nariz. Me resbalan las palmas de las manos. En cualquier momento la sillita va a escaparse, empezará a dar botes, cogerá impulso, se precipitará a la vuelta de la esquina y se empotrará contra un autobús.
Descendemos hacia lo desconocido. Las rampas están decoradas con un viacrucis. Jesús recibe su corona de espinas; Jesús se desmorona bajo el peso de la cruz. Alguien ha dejado un ramo de rosas al lado de la duodécima estación: «En tus manos encomiendo mi espíritu».
Una vez abajo una arcada se abre hacia una calle por la que pasan los coches a toda velocidad. Henry se pone a llorar. Cruzamos en zigzag; contenemos la respiración y echamos a correr.
—¡Es como el videojuego de la rana! —dice