India

V.S. Naipaul

Fragmento

1. El teatro de Bombay

1. EL TEATRO DE BOMBAY

Bombay es una muchedumbre; pero cuando ya llevaba un trecho recorrido desde el aeropuerto aquella mañana, empecé a pensar que la muchedumbre de las aceras y la carretera era enorme, y que tenía que ocurrir algo insólito.

Los vehículos que se dirigían hacia la ciudad se movían lentamente a causa de la multitud. Cuando se detenían, en ciertos cruces, debido a los semáforos o a los policías o a ambas cosas a la vez, las aceras hervían aún más, y por la carretera fluía tal torrente de personas, con tales chorros de ropas de leves tejidos y leves tonalidades, que parecía como si hubieran abierto una especie de compuerta invisible y que, si no la cerraban, la corriente de peatones se desbordaría, y los baqueteados autobuses rojos y los taxis amarillos y negros quedarían atrapados, como en calma chicha, cada uno de ellos en el centro de un remolino humano.

En el taxi me acompañaban el humo, el calor y el estruendo. El sol abrasaba; había poco aire; la carbonilla de los escapes de los autobuses empezó a pegárseme a la piel. Debía de ser peor para quienes iban por la calzada y las aceras; pero muchos parecían recién bañados, con marcas de puja recién hechas en la frente; también parecía que muchos de ellos llevaban sus mejores ropas: como si las gentes de Bombay estuvieran celebrando algo importante.

Le pregunté al taxista si era fiesta. Como no entendió la pregunta, no insistí.

Bombay continuó definiéndose: los bloques de pisos a ambos lados de la carretera, edificios de cemento enmohecidos en las plantas superiores por las condiciones atmosféricas de Bombay, el sol excesivo, la lluvia excesiva, el calor excesivo; enmugrecidos en las plantas bajas, como por las muchedumbres a la altura de la acera, y como si la mugre humana fuera ascendiendo, marea tras marea, para fundirse con el moho.

Las tiendas, incluso las pequeñas, incluso las más sórdidas, tenían grandes letreros, multicolores, fantasiosos, muy logrados, obra de personas que apreciaban la escritura latina y sánscrita (o devanagari). Muchas veces, ante estas tiendas, y bajo los letreros, solo había suciedad; de vez en cuando, se veían personas de aspecto deprimido, morenas, sentadas sobre la porquería, comiendo, indiferentes a todo salvo a su comida.

Había grandes carteles que anunciaban películas, y otros más pequeños que se repetían en las farolas. Resultaba difícil, justo en el momento de la llegada, relacionar lo novelesco que parecían prometer los anuncios con la gente de a pie. Y aún más difícil situar entre todo aquello la publicidad en inglés de bancos y líneas aéreas y del sesquicentenario de The Times of India («Buenos tiempos, tiempos tristes, tiempos cambiantes»): para el forastero recién llegado tras una noche de vuelo, la ciudad que sugería aquella publicidad era como una destilación casi inimaginable —una esencia especial, densa— de la humanidad que se le ofrecía a la vista.

La multitud continuaba. Y, de repente, vi que una gran parte estaba compuesta por una larga cola o hilera de personas, de a tres, cuatro, o cinco en fondo, en la otra acera. La fila crecía sin cesar, y aunque a trechos parecía parada, se movía lentamente. Me di cuenta de que llevaba un buen rato pasando con el taxi junto a aquella hilera, quizá de un kilómetro y medio de longitud. Se interrumpía en los cruces: unos policías uniformados de caqui mantenían despejadas las calles colindantes.

¿A qué esperaban aquellas personas? ¿Qué posibilidades tenían de lograr lo que querían? Parecían pacíficas y satisfechas, a pesar del sol y del humo pardo de los escapes de los coches. Llevaban buena ropa, ropa sencilla, a la usanza india. Quienes iban engrosando la fila llegaban casi a la carrera; después se quedaban más tranquilos: parecían dispuestos a esperar largo rato. Yo no me había fijado en el principio de la fila. No sabía qué pasaba. ¿Era un circo? Creo que había anuncios de un circo en un tramo anterior de la carretera. ¿Una presentación de estrellas de cine? Pero la gente que hacía cola no mostraba esa clase de inquietud. Eran bajitos, morenos, pacientes, serios, iban con sus mejores galas, y me acordé de que antes, en algún punto de la fila, había banderas y emblemas.

Cuando llegué al hotel, en el centro de Bombay, me dijeron que aquel día no se celebraba nada especial. Y aunque la multitud me pareció enorme, y la hilera extraordinaria, algo digno de aparecer en los periódicos, la gente del hotel con la que hablé no supo decirme el porqué. Lo que había sido un gran acontecimiento para muchos millares en la zona comercial de Bombay no se había reflejado allí.

Llamé a un conocido, escritor. Sabía tan poco como la gente del hotel. Me dijo que no había salido aquella mañana, que había estado en casa, escribiendo un artículo para Debonair. Más tarde, una vez que hubo terminado el artículo, me llamó. Me dijo que tenía dos teorías. La primera consistía en que la gente que yo había visto tal vez estuviera haciendo cola para las guías de teléfono. Había ciertos problemas con el reparto de las guías nuevas: Bombay era así. La segunda teoría se la había aportado su asistenta. La mujer llegó después de que yo hubiese llamado, y le contó que aquel día era el cumpleaños del doctor Ambedkar y que se celebraba en el barrio por el que yo había pasado al salir del aeropuerto.

El doctor Ambedkar había sido el gran dirigente de la población india conocida antaño como los intocables. Fue más importante para ellos que Mahatma Gandhi. En su momento, disfrutó de honores y poder; fue ministro de Justicia en el primer gobierno de la India independiente, y redactó el borrador de la constitución del país, pero vivió resentido hasta el final. Fue el doctor Ambedkar quien alentó a los intocables —los harijan, los hijos de Dios, como los llamaba Gandhi, y actualmente los dalit, como se autodenominan ellos— a abandonar el hinduismo, que los había esclavizado, y a abrazar el budismo. Murió antes de que sus ideas pudieran cambiar o desarrollarse, en 1956.

No había aparecido ningún dirigente de autoridad ni estima comparables entre las castas que defendía el doctor Ambedkar. Siguió siendo su dirigente, el hombre al que honraban por encima de todos los demás: casi su deidad. Según me contaron, en toda casa dalit había una fotografía del doctor Ambedkar. Era una fotografía que yo había visto muchas veces, y me extrañaba que no hubieran empleado otra mejor. La representación de Ambedkar era como una fotografía gris de pasaporte reproducida con un proceso de prensa anticuado: el dirigente reducido a una composición de puntos blancos y negros, inmovilizado en una imagen de los años cuarenta o cincuenta, un hombre rollizo de rasgos sin nada destacable, con gafas de estudiante y la respetabilidad semicolonial que otorgaban la chaqueta y la corbata. La chaqueta y la corbata contribuían a crear una imagen de santidad insólita en la India. Pero era adecuada, porque iba en contra de la ropa de fabricación casera y el taparrabos del Mahatma.

La posibilidad del doctor Ambedkar p

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