Índice
Cubierta
El complot de la media luna
Prólogo. Horizontes hostiles
Primera parte. El sueño otomano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Segunda parte. El manifiesto
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Tercera parte. La sombra de la media luna
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Cuarta parte. Destino Manifiesto
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Epílogo. Los salvadores
Capítulo 99
Capítulo 100
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Para Teri y Dayna,
que lo hacen todo divertido
PRÓLOGO
Horizontes hostiles
Año 327
Mar Mediterráneo
El tambor resonaba en los mamparos de madera con un ritmo vivaz de una precisión perfecta. El celeusta golpeaba la piel de cabra de su tambor de un modo suave y sin embargo mecánico. Podía golpear durante horas sin perder el compás; su formación musical se basaba en la resistencia más que en la armonía. Aquella cadencia constante era meritoria, pero su público, integrado por los remeros de la galera, estaba deseando que la monótona interpretación acabase cuanto antes.
Lucio Arceliano se frotó la palma sudada en el calzón y luego agarró la empuñadura del pesado remo de roble. Hundió la pala en el agua con un movimiento fluido y enseguida acompasó su ritmo al de los hombres que le rodeaban. Nativo de Creta, hacía seis años que se había enrolado en la marina romana atraído por la buena paga y la posibilidad de obtener la ciudadanía romana con el retiro. Sometido a un rigor físico extremo en los años transcurridos, solo aspiraba a ascender a una posición menos exigente a bordo de la galera imperial antes de que sus brazos no pudiesen más.
Contrariamente al mito de Hollywood, las antiguas galeras romanas no eran llevadas por esclavos. Los remeros que propulsaban las naves recibían una paga, y por lo general se los reclutaba en los pueblos marineros gobernados por el imperio. Al igual que los legionarios del ejército romano, los alistados soportaban semanas de dura preparación antes de hacerse a la mar. Eran hombres magros y fuertes, capaces de remar durante doce horas al día si era necesario. Pero a bordo de una galera birreme liburnia, una nave de guerra pequeña y ligera que solo llevaba dos bancadas de remeros a cada lado, estos aportaban una propulsión suplementaria a la gran vela cuadrada en el mástil central.
Arceliano miró al celeusta, un hombre muy bajo y calvo que golpeaba el tambor y tenía un mono atado a su lado. No pudo evitar fijarse en el sorprendente parecido entre el amo y el mico. Ambos tenían orejas grandes y un rostro redondo y alegre. El tamborilero sonreía a la tripulación con una expresión burlona, ojos chispeantes y dientes amarillos y desportillados. En cierto modo, su imagen conseguía que bogar resultase más fácil; Arceliano comprendió que el capitán de la galera había acertado al elegir a ese hombre.
—¡Celeusta! —gritó uno de los remeros, un sirio de piel oscura—. El viento sopla con fuerza y el mar está revuelto. ¿Por qué nos han ordenado que rememos?
En los ojos del tamborilero brilló la risa.
—No seré yo quien cuestione la sabiduría de mis oficiales; de lo contrario, ahora estaría empuñando un remo —respondió con una sonora carcajada.
—Estoy seguro de que el mono remaría más rápido que tú —replicó el sirio.
El celeusta miró al mono, acurrucado a su lado.
—Es pequeño pero bastante fuerte —comentó, dispuesto a seguir con las bromas—. En cuanto a tu pregunta, ignoro la respuesta. Quizá el capitán desea que su charlatana tripulación haga ejercicio. O quizá solo ansía correr más rápido que el viento.
De pie en la cubierta superior, muy poco por encima de sus cabezas, el capitán de la galera tenía la vista fija en el horizonte a popa. Un par de puntos distantes de color azul grisáceo cabeceaban en las aguas turbulentas; su tamaño crecía a cada instante. Se volvió para mirar la vela henchida por el viento y deseó navegar mucho, mucho más rápido que el viento.
De pronto, una profunda voz de barítono desvió su atención.
—¿Es la furia del mar la que debilita tus rodillas, Vitelio?
El capitán se volvió. Un hombre fornido y con coraza le miraba con desdén. El centurión romano llamado Plautio estaba al mando de los treinta legionarios destinados a la nave.
—Dos naves se aproximan por el sur —contestó Vitelio—. Estoy casi seguro de que ambas son piratas.
El centurión miró con despreocupación las naves distantes y se encogió de hombros.
—Insectos —comentó con indiferencia.
Vitelio no se engañaba. Los piratas habían sido la némesis de las naves romanas durante siglos. Si bien la piratería organizada en el Mediterráneo había sido barrida por Pompeyo el Grande hacía cientos de años, pequeños grupos de ladrones independientes actuaban todavía en mar abierto. Los barcos mercantes que navegaban en solitario eran sus objetivos habituales, pero los piratas sabían que las galeras birremes a menudo llevaban mercancías de gran valor. Al pensar en la carga que transportaba su nave, Vitelio se preguntó si los piratas habrían recibido un soplo después de que su barco abandonase el puerto.
—Plautio, no hace falta que te recuerde la importancia de nuestra carga —afirmó.
—Claro que no —replicó el centurión—. ¿Por qué crees que estoy en esta maldita nave? Es a mí a quien han encomendado que garantice su seguridad hasta que se realice la entrega al emperador en Bizancio.
—Si fracasáramos, las consecuencias serían nefastas para nosotros y nuestras familias —dijo Vitelio pensando en su esposa y su hijo en Nápoles. Observó el mar de proa y no vio más que grandes olas color pizarra—. Ni rastro todavía de nuestra escolta.
La galera había zarpado de Judea hacía tres días con un gran trirreme como escolta. Pero la noche anterior, tras un violento aguacero, los barcos se habían distanciado y desde entonces no habían vuelto a ver a la nave escolta.
—No tengas miedo de los bárbaros —espetó Plautio—. Teñiremos el mar de rojo con su sangre.
La bravuconería del centurión era parte de la razón por la que a Vitelio le había caído mal desde el primer momento. Pero su capacidad como guerrero estaba fuera de duda, y el capitán daba gracias por tenerlo a bordo.
Plautio y su contingente de legionarios eran miembros de la Scholae Palatinae, un cuerpo militar de élite cuya misión principal era proteger al emperador. La mayoría eran veteranos curtidos que habían combatido con Constantino el Grande en la frontera y en su campaña contra Majencio, un césar rival cuya derrota había permitido la reunificación del imperio dividido. El propio Plautio tenía una fea cicatriz en el bíceps izquierdo, recuerdo de un feroz encuentro con un soldado visigodo que casi le costó el brazo. Exhibía su cicatriz con orgullo, como una condecoración por su bravura, un atributo que nadie que lo conocía se atrevía a cuestionarle.
Mientras los dos barcos piratas se acercaban, Plautio llamó a sus hombres a cubierta, junto a los demás miembros de la tripulación. Cada hombre iba armado con el equipo de combate romano al uso: una espada corta llamada gladius, un escudo redondo laminado, y una lanza o pilum. El centurión dividió rápidamente a sus soldados en pequeños grupos que defenderían ambas bandas de la galera.
Vitelio tenía la mirada clavada en sus perseguidores, ya claramente visibles. Eran dos naves, propulsadas por velas y remos, de veinte metros de eslora, más o menos la mitad del tamaño de la galera romana. La una exhibía velas cuadradas azul claro y la otra, grises, y ambas tenían el casco pintado de color peltre para que se confundiera con el mar, un viejo ardid muy popular entre los piratas cilicios. Llevaban velas gemelas, de ahí su velocidad superior con viento fuerte. Y ahora el viento soplaba con ganas, lo que significaba que los romanos tenían pocas posibilidades de escapar.
Atisbaron un rayo de esperanza cuando el vigía de proa gritó que avistaba tierra. Vitelio entrecerró los ojos y vio el vago perfil de una costa rocosa al norte. El capitán solo podía imaginar cuál era. La tormenta de la noche los había desviado mucho del rumbo original y navegaban a estima. Vitelio rogó en silencio que se hallasen cerca de la costa de Anatolia, donde quizá encontraran otras naves de la flota romana.
Se volvió hacia el fornido marinero que manejaba el pesado timón de la galera.
—Gubernator, pon rumbo a tierra y hacia las aguas a sotavento que pueda ofrecernos. Si conseguimos quitarles el viento de las velas, lograremos dejar atrás a esos demonios con nuestros remos.
Bajo cubierta, el celeusta recibió la orden de tocar el ritmo rápido de boga de combate. La charla entre Arceliano y los otros remeros había acabado, solo se oían los fuertes resoplidos de su respiración. La noticia de que los perseguían dos naves piratas había llegado allí abajo, y cada hombre tenía toda su concentración puesta en mover el remo con la mayor rapidez y eficiencia posible, pues sabían que su propia vida estaba en juego.
Durante casi media hora, la galera mantuvo la distancia que la separaba de sus perseguidores. Con el impulso de la vela y los remos, el navío romano se abría paso entre las olas a una velocidad de casi siete nudos. Sin embargo, las naves piratas, más pequeñas y con mejor aparejo, volvieron a ganar terreno. A la vista de que los remeros estaban al borde del agotamiento, se les permitió que volviesen a la boga larga para que conservaran energías. Cuando la masa de tierra marrón se alzaba ante ellos, los piratas les dieron alcance e iniciaron el ataque.
Mientras su compañera se mantuvo a popa de la galera, la nave de las velas azules se colocó de través y, en una curiosa maniobra, continuó avanzando hacia la proa del navío imperial. En cubierta, una variopinta horda de bárbaros armados insultaban a los romanos a voz en cuello. Vitelio no hizo caso de las provocaciones; tenía la mirada puesta en la costa. Las tres naves se encontraban a solo unas millas de la orilla, y vio que el viento amainaba un poco en la vela cuadrada. Temió que fuese demasiado poco y demasiado tarde para sus exhaustos remeros.
El capitán observó la costa, cada vez más cercana, con la esperanza de llegar a la orilla y que los legionarios pudiesen combatir en tierra, donde eran más fuertes. Pero el litoral era un muro de altos acantilados rocosos que no ofrecía ninguna entrada segura donde atracar la galera.
El navío pirata que estaba casi un cuarto de milla por delante viró de pronto. En una hábil maniobra dio media vuelta y avanzó a gran velocidad hacia la galera. A primera vista parecía una maniobra suicida. La estrategia naval romana confiaba desde hacía siglos en la embestida como una táctica de batalla básica, e incluso el pequeño birreme estaba equipado con un pesado espolón de bronce. Quizá los bárbaros tenían más músculos que cerebro, pensó Vitelio. Nada le habría gustado más que embestir y hundir la nave, pues a buen seguro la segunda emprendería la retirada.
—Cuando vuelva a virar, si es que vira, síguela y clávale el espolón cueste lo que cueste —ordenó al piloto.
Un joven oficial apostado en la escalerilla esperaba las órdenes que debería repetir a los remeros. En cubierta, los legionarios sujetaban el escudo en una mano y la lanza en la otra, a la espera de la primera sangre. El silencio se extendió por la nave mientras todos permanecían expectantes.
Los bárbaros mantuvieron la proa apuntada a la galera hasta que se hallaron a unos treinta metros. Entonces, tal como Vitelio había anunciado, viraron de pronto a babor.
—¡Golpéala! —gritó el romano en el mismo momento en que el piloto giraba el timón al máximo.
Bajo cubierta, los remeros de estribor invirtieron las paladas para ayudar al viraje de la galera hacia su lado. Con la misma rapidez, volvieron a la propulsión hacia delante para unirse al titánico esfuerzo de sus compañeros de babor.
El barco pirata, más pequeño, intentó eludir a la galera, pero el navío romano le acompañó en la maniobra. Los bárbaros perdieron impulso cuando las velas se aflojaron en el viraje mientras la galera seguía avanzando. En un instante, el cazador se había convertido en la presa. El viento volvió a hinchar las velas del barco, que saltó hacia delante, pero no lo suficientemente rápido. El espolón de bronce topó contra la banda de popa de la nave pirata y abrió una brecha hasta la borda. Con el impacto, la nave estuvo a punto de zozobrar, pero consiguió mantenerse a flote, aunque con la popa hundida.
Los legionarios romanos estallaron en una ovación, y Vitelio se permitió una sonrisa: creía que la victoria de pronto se había puesto de su lado. Pero cuando se volvió hacia la segunda nave comprendió al instante que habían caído en la trampa.
Durante el enfrentamiento, la otra nave se había acercado con sigilo. En el momento en que el espolón se clavaba en el casco enemigo, el barco de las velas grises se colocó a babor de la galera. El estrépito de los remos rotos llenó el aire al tiempo que una lluvia de flechas y garfios de abordaje caía sobre la cubierta. En cuestión de segundos, los dos barcos quedaron unidos y una horda de bárbaros armados con espadas saltó por la borda.
La primera oleada de atacantes apenas había puesto los pies en cubierta cuando se vieron atravesados por una descarga de lanzas de puntas afiladas como navajas. Los honderos romanos tenían una puntería letal, y una docena de asaltantes cayeron muertos en el acto. El ritmo de la invasión, sin embargo, apenas se enlenteció, pues otra docena de bárbaros ocuparon sus lugares. Plautio contuvo a sus hombres hasta que los piratas avanzaron por la cubierta, y entonces ordenó el ataque. El choque de las espadas sonaba por encima de los gritos de agonía mientras la matanza continuaba. Los legionarios romanos, mejor adiestrados y disciplinados, repelieron sin problemas la embestida inicial. Los bárbaros estaban acostumbrados a asaltar barcos mercantes poco menos que indefensos, no a luchar contra soldados bien armados, y flaquearon ante tan férrea resistencia. Tras destrozar a la partida de abordaje, Plautio envió a la mitad de sus hombres a presionar en el ataque y él en persona dirigió a los romanos en la persecución de los piratas para hacerles volver a su nave.
Los bárbaros rompieron filas a toda prisa, pero en cuanto se dieron cuenta de que superaban en número a los romanos se reagruparon. Cambiaron de táctica: formaron grupos de tres o cuatro que atacaban a un único legionario hasta que acababan por derribarle. Plautio perdió a seis de sus hombres antes de organizar a su tropa en un cuadrado.
Vitelio, en la cubierta de popa, vio cómo el centurión partía a un pirata en dos con un golpe de espada y continuaba avanzando entre los bárbaros como una guadaña. El capitán, con mucha valentía, había mandado llevar la galera hacia tierra durante el combate, con su oponente amarrado a la borda. La maniobra fracasó cuando el barco pirata lanzó un ancla de piedra que acabó por tocar fondo y detuvo a las dos embarcaciones.
Mientras tanto, la nave de las velas azules había virado e intentaba sumarse al ataque. El agua que entraba por el maltrecho casco enlentecía su torpe avance hacia la banda de estribor, desprotegida, hasta que, imitando el movimiento de su compañera, se deslizó de través y la tripulación lanzó los garfios de abordaje.
—¡Remeros a las armas! —gritó Vitelio—. ¡Todos a cubierta!
Bajo cubierta, los exhaustos remeros respondieron a la llamada. Formados primero como soldados, todos los miembros de la tripulación estaban preparados para defender la nave. Arceliano se sumó a la fila de sus compañeros para beber un trago de agua fría de un cántaro de arcilla y después corrió a cubierta con una espada en la mano.
—Mantén la cabeza gacha —le dijo al celeusta, que había repartido las armas y ahora le seguía al final de la fila.
—Prefiero mirar al bárbaro a los ojos cuando le mate —respondió el tamborilero con su sempiterna sonrisa.
Los remeros se incorporaron al combate en el mismo momento en que la segunda oleada de piratas saltaba por la borda de estribor. La tripulación de la galera se enfrentó a los asaltantes en una masa de aceros y carne.
Cuando Arceliano puso el pie en cubierta se quedó atónito ante la carnicería. Había cadáveres y miembros amputados dispersos por todas partes entre charcos crecientes de sangre. Novato en batallas, se quedó paralizado por un momento, hasta que un oficial que pasó a la carrera, le gritó:
—¡Corta los cabos de los garfios!
Vio un cabo tenso en la proa de la galera, echó a correr y lo cortó con un golpe de espada. Observó cómo el cabo cortado volvía con un latigazo hacia la nave de velamen azul, cuya cubierta se hallaba a más de un metro por debajo de la suya. Después Arceliano recorrió la borda con la mirada y descubrió que había media docena más de garfios bien sujetos.
—¡Cortad los cabos! —vociferó—. ¡Alejemos a los bárbaros!
Sus palabras cayeron en saco roto, pues se dio cuenta de que todos los tripulantes que tenía cerca estaban combatiendo contra los bárbaros a vida o muerte. Le animó ver que el celeusta, en la popa, se había sumado al esfuerzo e intentaba cortar un cabo con una hachuela de abordaje. Pero el tiempo se agotaba. A bordo de la nave pirata, que se hundía lentamente, los bárbaros estaban decididos a saltar en masa a la galera, pues sabían que su barco no tardaría en irse a pique.
Arceliano pasó por encima de un tripulante moribundo, llegó al siguiente garfio y alzó rápidamente la espada. Antes de que la hoja bajase, oyó un silbido que atravesaba el aire y una flecha de punta afilada se clavó en la cubierta a menos de un palmo de su pie. Sin hacer caso, cortó el cabo de un solo tajo, se agachó bajo la borda y otra flecha le pasó por encima. Se irguió un poco para ver a su atacante: un arquero cilicio en lo alto del mástil de la nave pirata. El arquero se había olvidado ya del remero y apuntaba su siguiente flecha a popa. El rostro de Arceliano reflejó su horror cuando se dio cuenta de que estaba apuntando al celeusta, que se disponía a cortar un tercer cabo.
—¡Celeusta! —gritó.
El aviso llegó demasiado tarde. Una flecha se clavó en el pecho del tamborilero y se hundió casi hasta las plumas. El celeusta soltó un grito ahogado y cayó de rodillas mientras la sangre teñía su torso de rojo. En un último acto de lealtad, descargó la hachuela de abordaje contra el cabo y cayó muerto.
El agua empezó a tragarse al barco pirata y los bárbaros corrieron a intentar saltar a la galera. Solo dos cabos mantenían ya las naves unidas, pero entre los piratas únicamente el arquero lo había visto. Encaramado en lo alto del mástil, apuntó de nuevo a Arceliano, disparó y esta vez la flecha pasó casi rozando su cabeza.
El remero vio que los dos cabos restantes estaban en la mitad del barco; los dos navíos se tocaban por la popa y era allí donde los combates eran más feroces. Arceliano se puso a gatas y avanzó, protegido por la borda, hasta el primer cabo. Cerca yacía un bárbaro moribundo con los intestinos a la vista. El fornido remero se acercó y con un movimiento ágil se cargó el pirata al hombro y luego se volvió y continuó hasta el cabo. Casi en el acto oyó un zumbido y una flecha se clavó en la espalda del moribundo. Con la mano libre, Arceliano blandió la espada y seccionó el cabo mientras una segunda flecha impactaba en su escudo humano. El remero se echó al suelo, se quitó de encima al bárbaro muerto y recobró el aliento.
Casi exhausto por la terrible experiencia, Arceliano miró el último garfio: estaba sujeto a uno de los puños de la vela, a unos cuatro metros de su cabeza. Echó un vistazo por encima de la borda y vio que el arquero enemigo por fin había abandonado su posición y bajaba a cubierta. Comprendiendo que aquella era su oportunidad, Arceliano se puso en pie de un salto, echó a correr y trepó a la borda para alcanzar el cabo que bajaba en diagonal. Una vez recuperó el equilibrio, comenzó a levantar la espada, pero la tensión hizo el trabajo por él.
El cabo no pudo soportar la fuerza ejercida por las dos naves divergentes y el garfio de acero se soltó del puño. La tremenda tensión lanzó el garfio como un proyectil que describió un arco hasta el agua. La punta afilada pasó junto a Arceliano, que se salvó por los pelos de un sangriento final. Pero la cuerda se enrolló alrededor de su muslo, lo arrancó de la borda y lo arrojó al agua justo delante de la proa del barco pirata.
Arceliano, que no sabía nadar, comenzó a dar manotazos en el intento de mantener la cabeza fuera del agua. En uno de los manotazos notó algo duro y lo sujetó con las dos manos. Era un trozo de madera de la borda del navío pirata al que habían embestido, y era lo bastante grande para mantenerle a flote. De pronto, vio que el barco de las velas azules se le echaba encima y movió las piernas desesperado por escapar de su camino. En el proceso, se apartó aún más de la galera y le atrapó una corriente a cuya fuerza, debilitado como estaba, no podía oponerse. Continuó moviendo las piernas con la poca energía que le quedaba, y observó con los ojos como platos que el barco pirata aprovechaba una racha de viento y, con la cubierta casi a ras del agua, aceleraba hacia la costa.
Mientras Arceliano se ocupaba de cortar los cabos de los garfios de estribor del navío romano, Vitelio y uno de sus oficiales habían despejado la banda de babor, excepto por un garfio que aún quedaba cerca de la popa. Inclinado sobre el timón con una flecha clavada en el hombro, el capitán llamó al centurión, que luchaba en el otro barco.
—¡Plautio! ¡Vuelve a la nave! —gritó todo lo fuerte que le permitía la debilidad—. ¡Nos hemos soltado!
El centurión y sus legionarios seguían luchando a brazo partido contra los piratas, aunque el número de combatientes se había reducido. Plautio arrancó su espada ensangrentada del cuello de un bárbaro y miró hacia la galera.
—¡Salva la carga! ¡Yo me ocuparé de los bárbaros! —respondió a voz en cuello al tiempo que atravesaba con su espada a otro atacante.
Solo quedaban tres legionarios a su lado, y Vitelio comprendió que tardarían muy poco en sucumbir.
—¡Tu valentía será recordada! —gritó el capitán, y con un golpe de espada cortó el último cabo—. Adiós, centurión.
Libre del barco atacante anclado, la galera saltó hacia delante en cuanto el viento hinchó las velas. Muerto el gubernator, Vitelio giró el timón hacia tierra; la madera resbalaba bajo sus manos por su propia sangre. El extraño silencio que se extendió por cubierta le incitó a caminar tambaleante hasta la balaustrada y mirar abajo. Lo que vio le dejó boquiabierto.
A lo largo y ancho de la cubierta había una masa de muertos y cuerpos desmembrados, romanos y bárbaros, en un baño rojo. Aproximadamente el mismo número de piratas y tripulantes se habían enfrentado en un combate mortal. Nunca había presenciado una carnicería tal.
Estremecido por la visión y debilitado por la pérdida de sangre, miró al cielo.
—Protégenos por tu emperador —suplicó.
Volvió a popa, sujetó el timón con sus cansados brazos y corrigió el rumbo. Los gritos de socorro de los hombres que quedaban en el agua resonaban por todas partes, pero el capitán hizo oídos sordos mientras la nave se abría paso entre ellos. Con expresión ausente y la mirada fija en la costa, aferró el timón con la poca energía que le quedaba y luchó por los últimos instantes de su vida.
Vagando a la deriva en las aguas turbulentas, Arceliano vio con sorpresa que la galera romana navegaba libre y que se dirigía hacia donde él estaba. Mientras gritaba pidiendo ayuda, vio, angustiado, que la nave pasaba de largo en absoluto silencio. Un momento más tarde, pudo ver el barco de perfil y comprendió horrorizado que no quedaba nadie en la cubierta principal. Tan solo la solitaria figura del capitán Vitelio inclinado sobre el timón en la popa. Luego las velas flamearon con el viento, la galera continuó su viaje hacia la costa, y no tardó en perderla completamente de vista.
Junio de 1916
Portsmouth, Inglaterra
En el muelle la actividad era frenética a pesar de la fría llovizna. Los estibadores de la marina real trabajaban a un ritmo febril al pie de una grúa de vapor que subía alimentos, suministros y municiones al gigante gris amarrado al muelle. A bordo, los cajones se apilaban ordenadamente en la bodega de proa, mientras incontables marineros abrigados con gruesos tabardos de lana preparaban la nave para hacerse a la mar.
El HMS Hampshire seguía impecable a pesar de llevar más de diez años de servicio y de su reciente participación en la batalla de Jutlandia. Era un crucero acorazado de la clase Devonshire con un desplazamiento de diez mil toneladas, uno de los navíos más grandes de la flota británica. Dotado con una docena de cañones de gran calibre, también era uno de los más mortíferos.
En un almacén vacío a unos cuatrocientos metros del muelle, un hombre de pelo rubio apostado junto a una puerta abierta observaba con unos prismáticos de latón la carga del buque. Estuvo casi veinte minutos con los prismáticos pegados a los ojos, hasta que un Rolls-Royce verde cruzó el muelle y se detuvo al pie de la escalerilla principal. Observó con atención mientras un grupo de oficiales de la marina con uniformes color caqui rodeaban el coche y a continuación ayudaban a los ocupantes del vehículo a subir la escalerilla. Por su vestimenta dedujo que los recién llegados eran un político y un oficial del ejército de alto rango. Se fijó en el rostro del oficial y sonrió para sí mismo al advertir que lucía un grueso bigote.
—Es hora de hacer la entrega, Dolly —dijo en voz alta.
Entró en las sombras, donde había un viejo carromato enganchado a una yegua con montura. Guardó los prismáticos debajo del pescante, subió al asiento y sacudió las riendas. Dolly, una vieja yegua picaza, levantó la cabeza con enfado y luego avanzó tirando del carromato hacia la lluvia.
Cuando unos minutos después el hombre detuvo el carro junto al buque, los estibadores apenas le prestaron atención. Llevaba un desteñido chaquetón de lana, pantalones sucios y una gorra plana con la visera tapándole la frente; se parecía a docenas de hombres que sobrevivían trabajando en lo que podían. Pero en este caso estaba representando un papel, adornado por la barba incipiente y el olor a whisky barato con el que se había rociado la ropa. Cuando consideró que había llegado el momento de salir a escena, avanzó con Dolly hasta el pie de la escalerilla y bloqueó un acceso.
—¡Quite ese carromato de en medio! —gritó un teniente de rostro rubicundo que supervisaba la carga.
—Traigo una entrega para el ’Ampshire —respondió el hombre con acento cockney.
—Déjeme ver sus documentos —exigió el teniente.
El repartidor buscó en el bolsillo interior del chaquetón y le entregó un papel arrugado. Al leerlo, el teniente frunció el entrecejo y después sacudió la cabeza.
—Esto no es un informe de embarque —afirmó sin apartar la mirada del repartidor.
—Es lo que me dio el general. Eso y un billete de cinco —respondió el hombre con un guiño.
El teniente se acercó al carro y echó un vistazo al cajón, más o menos del tamaño de un féretro. En la tapa había unas señas pintadas con pintura negra.
PROPIEDAD DE LA MARINA REAL
A LA ATENCIÓN DE SIR LEIGH HUNT
ENVIADO ESPECIAL AL IMPERIO RUSO
CONSULADO DE LA GRAN BRETAÑA
PETROGRADO, RUSIA
—Vaya —murmuró el oficial, y miró de nuevo el documento—. Bueno, lleva la firma del general. Muy bien. —Le devolvió el papel—. ¡Tú! —gritó al estibador más cercano—. Ayuda a subir este cajón a bordo. —Se volvió hacia el repartidor—. Y luego usted llévese el carro de aquí.
Sujetaron el cajón con una cuerda, y una grúa de a bordo lo izó y lo descargó en la bodega de proa. El repartidor se despidió del teniente con un saludo burlón, y sacó el carro del muelle sin prisa. Giró en un camino de tierra cercano y atravesó un pequeño barrio de almacenes portuarios que acababa en una amplia zona de campos de cultivo. Poco más de un kilómetro y medio más allá se metió en un camino lleno de baches y detuvo el carro delante de una casa desvencijada. Un hombre mayor salió cojeando del granero.
—¿Ha hecho su entrega? —preguntó al repartidor.
—Así es. Gracias por permitirme usar el carro y la yegua —respondió el hombre. Sacó un billete de diez libras de su cartera y se lo dio al granjero.
—Disculpe, señor, pero esto es más de lo que vale la yegua —tartamudeó el granjero, que sujetaba el billete en sus manos como si fuese un bebé.
—Es una yegua soberbia —replicó el repartidor; se despidió de Dolly con una palmada en el cuello—. Que pase un buen día —dijo al campesino, se llevó una mano a la visera de la gorra y, sin una palabra más, se alejó por donde había venido.
Avanzó por el camino con paso tranquilo hasta que oyó el sonido de un coche que se acercaba. Un sedán Vauxhall azul apareció por una curva y aminoró la marcha hasta detenerse a su lado. El repartidor se acercó, la puerta de atrás se abrió y él subió. Un hombre de aspecto muy serio, con el atuendo de un pastor anglicano, se movió en el asiento trasero para dejarle sitio. Miró al repartidor con una sombra de temor en sus apagados ojos grises y luego cogió una botella de brandy del respaldo del asiento delantero. Sirvió un buen trago en un vaso de cristal, se lo dio al repartidor, y ordenó al chófer que reanudara la marcha.
—¿El cajón está a bordo? —preguntó sin rodeos.
—Sí, padre —contestó el repartidor con un tono de reverencia un tanto sarcástico—. Aceptaron el falso informe de embarque y cargaron el cajón en la bodega de proa. —No había en su voz ni rastro del acento cockney—. Dentro de setenta y dos horas podrá despedirse de su ilustre general.
Las palabras parecieron preocupar al pastor, si bien eran las que había esperado oír. En silencio, metió una mano en un bolsillo del abrigo y sacó un abultado sobre lleno de billetes.
—Tal como habíamos acordado. La mitad ahora, la otra mitad después del... acontecimiento —dijo, y le entregó el sobre.
El repartidor miró el fajo de billetes y sonrió.
—Me pregunto si los alemanes pagarían tanto por hundir un barco y asesinar a un general —comentó—. No estará usted trabajando para el káiser, ¿verdad?
El pastor negó firmemente con la cabeza.
—No, este es un asunto teológico. Si usted hubiera encontrado el documento, esto no habría sido necesario.
—Lo busqué en la casa tres veces. De haber estado allí, lo habría encontrado.
—Eso me dijo.
—¿Está seguro de que lo llevaron a bordo?
—Sabemos que el general tiene concertado un encuentro con el padre superior de la Iglesia ortodoxa rusa en Petrogrado. No hay ninguna duda sobre el propósito. El documento tiene que estar a bordo. Será destruido junto con él, y el secreto desaparecerá para siempre.
Los neumáticos del Vauxhall rodaron sobre los adoquines mojados cuando llegaron a las afueras de Portsmouth. El chófer se dirigió hacia el centro de la ciudad entre altas casas de ladrillo. En uno de los cruces principales, enfiló el camino que llevaba a la parte de atrás de la iglesia de St. Mary, un edificio de piedra del siglo XIX, justo cuando la lluvia arreciaba.
—Le agradecería que me dejara en la estación de ferrocarril —dijo el repartidor al ver que el coche atravesaba el cementerio de la iglesia y se detenía delante de la rectoría.
—Me pidieron que les trajese un sermón —respondió el pastor—. No tardaré nada. ¿Por qué no me acompaña?
El repartidor contuvo un bostezo. Miró el exterior a través del cristal de la ventanilla salpicado por la lluvia.
—No. Creo que le esperaré aquí. Prefiero no mojarme.
—Muy bien. Volveremos enseguida.
El pastor y el chófer se alejaron. El repartidor se dispuso a contar su dinero manchado de sangre. Sin embargo, advirtió que le costaba leer la impresión «Banco de Inglaterra» de los billetes y que se le nublaba la vista. Sintió una fatiga intensa. Se apresuró a guardar el dinero y se tumbó en el asiento para descansar. Unos minutos después, que a él le parecieron horas, el agua fría le empapó el rostro y se obligó a abrir sus pesados párpados. El rostro severo del pastor le miraba entre una cortina de lluvia. El cerebro le dijo que su cuerpo se estaba moviendo, pero él no sentía las piernas. Consiguió enfocar la mirada lo suficiente para ver que el chófer le sujetaba las piernas y el clérigo, los brazos. Una muda sensación de pánico se activó dentro de su cerebro, y con un tremendo esfuerzo intentó coger el revólver Webley Bulldog de su bolsillo. Pero sus extremidades se negaban a responder. El brandy, se dijo en un instante de lucidez momentánea. Había sido el brandy.
Un techo de hojas verdes llenó su visión cuando entraron en un bosquecillo de robles imponentes. El rostro del clérigo seguía balanceándose por encima de él, una máscara huraña de indiferencia en la que brillaban dos ojos fríos. Entonces el rostro desapareció; mejor dicho, desapareció él. Oyó, más que sintió, que su cuerpo caía en una fosa y aterrizaba con fuerza en un charco de barro. Tumbado boca arriba, miró al clérigo, que estaba en el borde del agujero con cierto aire culpable.
—Perdónanos nuestros pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —oyó que decía el pastor con voz solemne—. A estos que ahora damos sepultura.
Apareció el revés de una pala, seguido por una paletada de tierra mojada que cayó y rebotó en su pecho. Cayó otra paletada de tierra, y luego otra.
Su cuerpo estaba paralizado, era incapaz de articular ningún sonido, pero su mente seguía funcionando. Con creciente horror, comprendió que le estaban enterrando vivo. Intentó de nuevo mover los miembros, pero no hubo respuesta. A medida que la tierra se amontonaba dentro de la fosa, sus gritos de terror solo resonaban dentro de su cabeza, hasta que le arrebataron el último aliento.
El periscopio trazó un arco lento en la revuelta agua negra; su presencia era prácticamente invisible en la oscuridad de la noche. A doce metros de profundidad, Voss, un Oberleutnant de la marina alemana con cara de niño, giró el visor sesenta grados. Se demoró en unas luces dispersas que se veían muy altas en la distancia. Eran las farolas de las granjas que salpicaban el cabo Marwick, un lugar gélido y barrido por el viento de las islas Orcadas. Voss casi había completado su inspección circular cuando advirtió un débil resplandor en el horizonte oriental. Ajustó el enfoque y siguió con paciencia el movimiento constante de la luz.
—Posible objetivo en cero-cuatro-ocho grados —anunció esforzándose por que la emoción no se reflejase en su voz.
Los otros marineros que se hallaban apretujados en la pequeña sala de control reaccionaron al oír sus palabras.
Mientras Voss seguía vigilando el avance del objeto, la luna creciente se asomó brevemente entre las gruesas nubes de tormenta. Por un fugaz instante, la luz de la luna arrancó un brillo del objeto y reveló sus dimensiones respecto a las islas que tenía detrás. Voss notó que se le aceleraba el corazón y que las manos, apoyadas en las asas del periscopio, empezaban a sudarle. Parpadeó un par de veces, se aseguró de la imagen que veía, y se apartó del visor. Sin decir palabra, salió de la sala de control y corrió hacia popa por el estrecho pasillo que se extendía de un extremo al otro del submarino. Llegó al camarote del capitán, golpeó fuerte y apartó la cortina.
El capitán Kurt Beitzen estaba durmiendo en la litera pero se despertó en el acto y encendió la lámpara sobre el cabezal.
—Kapitän, he visto un navío de gran tamaño que se acerca por el sudeste a una distancia de cinco millas. Conseguí ver la silueta por un momento. Un buque de guerra británico, posiblemente un crucero acorazado —informó Voss, emocionado.
Beitzen asintió al tiempo que apartaba la manta y se sentaba. Se había acostado vestido; se apresuró a calzarse las botas y luego siguió a su segundo oficial a la sala de control. El capitán, experto en submarinos, miró durante unos minutos por el visor del periscopio de ataque y a continuación comunicó la distancia y las coordenadas del rumbo.
—Es una nave de guerra —confirmó con voz calma—. ¿Ese cuadrante está despejado de minas?
—Sí —respondió Voss—. La descarga más cercana está a quince millas al norte.
—Zafarrancho de combate —ordenó Beitzen.
El capitán y Voss fueron a la mesa de navegación, donde calcularon el rumbo de intercepción preciso y dieron las coordenadas al timonel. Aunque sumergido, el submarino cabeceaba y se sacudía debido a la violencia del mar en superficie, lo que hacía más estresante la urgente tarea que debían realizar.
El U-75, construido en los astilleros de Hamburgo, era un submarino de la clase UE-1, diseñado para la colocación de minas en el fondo marino. Además de las minas, contaba con cuatro lanzatorpedos y un cañón de 105 milímetros en cubierta. Su tarea como minador casi había acabado, y nadie entre la tripulación esperaba tener un encuentro con un buque enemigo.
Al mando de Beitzen, esta era la segunda misión del U-75 desde que había sido botado seis meses antes. Hasta el momento, la campaña se consideraba un éxito: las minas habían hundido un mercante pequeño y dos pesqueros. Pero ahora se les presentaba la oportunidad de hundir a una presa mayor. Entre la tripulación enseguida se corrió la voz de que se disponían a atacar a un navío británico, y la atención y la tensión subieron al máximo nivel. El propio Beitzen sabía que ese hundimiento le haría merecedor de la Cruz de Hierro.
El comandante alemán llevó el submarino a una posición perpendicular al cabo Marwick. Si el buque mantenía el rumbo, pasaría a unos cuatrocientos metros del submarino al acecho. Los torpedos tenían un alcance efectivo de menos de ochocientos metros, lo que obligaba al atacante a situarse en una distancia de tiro incómoda. En la Primera Guerra Mundial, la mayoría de los barcos mercantes los hundieron los submarinos con el cañón de cubierta. Pero el U-75 no podía utilizarlo contra un crucero acorazado, y menos con ese mar tan agitado.
Situado en la posición de ataque, el capitán volvió al periscopio, a la espera de su presa. Otro destello de la luz de la luna confirmó que el Oberleutnant había acertado. El navío tenía todo el aspecto de un crucero acorazado, un poco más pequeño que los temibles acorazados dreadnoughts.
—Tubos uno y dos, preparados para disparar —ordenó Beitzen.
El crucero se encontraba ahora a menos de una milla de distancia, y su imponente tamaño casi ocultaba el horizonte. Beitzen hizo una rápida verificación del perfil de fuego de los torpedos, y luego volvió a concentrarse en el objetivo. El navío se acercaba a toda velocidad a la distancia de tiro.
—Abrir compuertas de proa.
Unos segundos más tarde se oyó la respuesta desde la cámara de torpedos.
—Compuertas de proa abiertas.
—Preparar tubos uno y dos.
—Preparados.
Beitzen siguió al crucero con el periscopio y esperó paciente mientras la tripulación a su alrededor contenía el aliento. Observó hasta que el enorme navío apareció exactamente delante de ellos. Separó los labios para dar la orden de lanzar los torpedos cuando un súbito resplandor blanco llenó el visor. Un segundo después, una sorda onda expansiva sacudió los mamparos de acero del U-75.
El capitán miró atónito por el periscopio mientras las llamas y el humo brotaban del crucero y alumbraban el cielo con un resplandor naranja. El gran buque de guerra se sacudió, y en cuestión de minutos la proa desapareció bajo las olas. La popa se alzó en el acto, permaneció unos instantes suspendida en el aire y después siguió a la proa en su descenso hacia el fondo del mar. En menos de diez minutos el colosal crucero desapareció de la vista.
—Voss... ¿está seguro de que no hay minas en ese cuadrante? —preguntó Beitzen con voz ronca.
—Sí, señor —respondió el oficial tras comprobar en la carta la ubicación de las minas.
—Se acabó —masculló Beitzen hacia los miembros de su tripulación, que aguardaban inquietos sus órdenes—. Desmontar torpedos y cerrar compuertas.
Mientras la tripulación volvía decepcionada a sus tareas, el capitán permaneció en el periscopio, con los ojos pegados al visor. Un puñado de supervivientes habían escapado en los botes salvavidas, pero en esas aguas turbulentas no podía hacer nada por ayudarlos. Observó el mar desierto y oscuro que tenía delante e intentó encontrar una respuesta. Sin embargo, ninguna tenía sentido. Los navíos de guerra no estallan y se hunden por voluntad propia.
Pasó mucho tiempo antes de que Beitzen se apartase por fin del periscopio para dirigirse en silencio a su camarote. Destinado a morir en combate más adelante, nunca supo la razón del estallido del Hampshire. Pero en los días que le quedaron de vida, el joven Kapitän nunca borró de su mente la imagen del gigantesco buque de guerra hundiéndose sin causa aparente.
PRIMERA PARTE
El sueño otomano
1
Julio, 2012
El Cairo, Egipto
El sol de mediodía atravesaba la densa capa de polvo y contaminación que pendía sobre la ciudad antigua como una manta sucia. Con la temperatura por encima de los cuarenta grados centígrados, eran pocas las personas que se demoraban en las piedras ardientes del pavimento del patio central de la mezquita de al-Azhar.
Situada en la zona oriental de El Cairo, a unos tres kilómetros del Nilo, al-Azhar era uno de los edificios más históricos de la ciudad. Construida en el año 970 por los conquistadores fatimíes, la mezquita había sido reconstruida y ampliada a lo largo de los siglos y se la consideraba la quinta mezquita más importante del islam. Las elaboradas tallas de piedra, los imponentes minaretes y las cúpulas bulbosas competían por llamar la atención y reflejaban mil años de arte. Entre sus muros de piedra, propios de una fortaleza, la pieza central del complejo era un gran patio rectangular rodeado de altas arcadas.
A la sombra de estos soportales, un hombre menudo, vestido con pantalones anchos y una camisa suelta, se limpió las gafas de sol y luego observó el patio. A la hora más calurosa del día, allí solo había unos pocos jóvenes que admiraban la arquitectura o paseaban en silenciosa meditación. Eran estudiantes de la vecina Universidad al-Azhar, destacada institución en la enseñanza islámica en Oriente Próximo. El hombre se mesó la espesa barba que cubría su rostro juvenil y se echó al hombro una mochila muy gastada. Con la kufiya de algodón blanco en la cabeza, pasaba por un estudiante más de teología.
Salió al sol y atravesó el patio hacia los soportales del sudeste. Advirtió que, por encima de los arcos con forma de quilla, una serie de ornados discos y nichos labrados en el estuco de la fachada se habían convertido en los lugares favoritos de las palomas. Caminó hasta llegar a un arco central coronado por un gran panel rectangular que indicaba la entrada en la mezquita.
Había transcurrido casi una hora desde la llamada al salat, la oración, del mediodía, y el interior de la enorme nave estaba prácticamente vacío. En el vestíbulo, un pequeño grupo de estudiantes, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, escuchaban los comentarios del Corán de un instructor universitario. Pasó junto al grupo y se acercó a la entrada. Allí, un hombre barbudo, vestido con una chilaba blanca, le miró con expresión severa. El visitante se quitó los zapatos y recitó en voz baja una bendición a Mahoma; el portero asintió con la cabeza y el hombre entró.
El amplio espacio de la nave estaba cubierto por una alfombra roja y salpicado por docenas de columnas de alabastro que se alzaban hasta el techo de vigas. Como en todas las mezquitas, no había bancos ni adornados altares que fijasen una orientación. En la alfombra, los dibujos con forma de cúpula que marcaban las posiciones individuales de la plegaria señalaban hacia el otro extremo de la sala. Vio que el portero barbudo ya no le prestaba atención y caminó deprisa junto a las columnas.
Al acercarse a un grupo de fieles que rezaban arrodillados, vio el mihrab al otr