Índice
Cubierta
El complot de la media luna
Prólogo. Horizontes hostiles
Primera parte. El sueño otomano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Segunda parte. El manifiesto
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Tercera parte. La sombra de la media luna
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Cuarta parte. Destino Manifiesto
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Epílogo. Los salvadores
Capítulo 99
Capítulo 100
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Para Teri y Dayna,
que lo hacen todo divertido
PRÓLOGO
Horizontes hostiles
Año 327
Mar Mediterráneo
El tambor resonaba en los mamparos de madera con un ritmo vivaz de una precisión perfecta. El celeusta golpeaba la piel de cabra de su tambor de un modo suave y sin embargo mecánico. Podía golpear durante horas sin perder el compás; su formación musical se basaba en la resistencia más que en la armonía. Aquella cadencia constante era meritoria, pero su público, integrado por los remeros de la galera, estaba deseando que la monótona interpretación acabase cuanto antes.
Lucio Arceliano se frotó la palma sudada en el calzón y luego agarró la empuñadura del pesado remo de roble. Hundió la pala en el agua con un movimiento fluido y enseguida acompasó su ritmo al de los hombres que le rodeaban. Nativo de Creta, hacía seis años que se había enrolado en la marina romana atraído por la buena paga y la posibilidad de obtener la ciudadanía romana con el retiro. Sometido a un rigor físico extremo en los años transcurridos, solo aspiraba a ascender a una posición menos exigente a bordo de la galera imperial antes de que sus brazos no pudiesen más.
Contrariamente al mito de Hollywood, las antiguas galeras romanas no eran llevadas por esclavos. Los remeros que propulsaban las naves recibían una paga, y por lo general se los reclutaba en los pueblos marineros gobernados por el imperio. Al igual que los legionarios del ejército romano, los alistados soportaban semanas de dura preparación antes de hacerse a la mar. Eran hombres magros y fuertes, capaces de remar durante doce horas al día si era necesario. Pero a bordo de una galera birreme liburnia, una nave de guerra pequeña y ligera que solo llevaba dos bancadas de remeros a cada lado, estos aportaban una propulsión suplementaria a la gran vela cuadrada en el mástil central.
Arceliano miró al celeusta, un hombre muy bajo y calvo que golpeaba el tambor y tenía un mono atado a su lado. No pudo evitar fijarse en el sorprendente parecido entre el amo y el mico. Ambos tenían orejas grandes y un rostro redondo y alegre. El tamborilero sonreía a la tripulación con una expresión burlona, ojos chispeantes y dientes amarillos y desportillados. En cierto modo, su imagen conseguía que bogar resultase más fácil; Arceliano comprendi