AGRADECIMIENTOS
Sean cuales fueren los puntos débiles de este libro, hubieran sido mayores sin la amable ayuda de mis amigos. J. R. Jones y Gordon Lee revisaron críticamente el manuscrito. Mi colega Jonathan Spence se esforzó (temo que con un éxito sólo parcial) por moderar los supuestos culturales que surgían en los dos primeros capítulos. John Elliott me dio ánimos con respecto al capítulo II, pese a que evidentemente no es «mi período». Poddy O’Brien y John Bosher procuraron que mis comentarios sobre las finanzas francesas y británicas en el siglo XVIII fueran menos esquemáticos. Nick Rizopoulos y Michael Mandelbaum no sólo revisaron los últimos capítulos, sino que también me invitaron a exponer mis ideas en una serie de reuniones en el Instituto Lehrman de Nueva York. Innumerables eruditos me han oído leer trabajos sobre subtemas de este libro y me han proporcionado referencias, una crítica muy necesaria y estímulo.
Las bibliotecas y personal de las Universidades de East Anglia y Yale constituyeron una gran ayuda. Mi alumno graduado Kevin Smith me ayudó en la búsqueda de estadísticas históricas. Mi hijo Jim Kennedy preparó los mapas. Sheila Klein y Sue MacClain me ayudaron con la mecanografía y el procesamiento de textos, como lo hizo Maarten Pereboom con la bibliografía. Me siento muy agradecido por el permanente apoyo y estímulo que me ha proporcionado durante estos años Bruce Hunter, mi agente literario. Jason Epstein ha sido un editor firme y paciente que me hizo pensar reiteradamente en el lector profano y también reconoció antes que yo hasta qué punto sería tarea exigente tratar temas de esta magnitud.
Mi familia me ha prestado apoyo y, lo que es aún más importante, alivio. El libro está dedicado a mi esposa, a quien tanto debo.
Paul Kennedy
Hunden, Connecticut, 1986
INTRODUCCIÓN
Este libro se ocupa del poder nacional e internacional en el período «moderno», es decir, del posrenacimiento. Procura rastrear y explicar cómo han ascendido y caído las diversas grandes potencias, interrelacionadas, durante los cinco siglos que van desde la formación de las «nuevas monarquías» de Europa occidental hasta el inicio del sistema de Estados global y transoceánico. Inevitablemente, se ocupa mucho de las guerras, sobre todo de aquellos conflictos mayores librados por coaliciones de grandes potencias que tuvieron tanta influencia en el orden internacional, pero estrictamente hablando no es un libro de historia militar. Se aplica también a rastrear los cambios que se han producido en los balances económicos globales desde 1500; y, sin embargo, no es, al menos no directamente, un trabajo de historia económica. Este libro se concentra en la interacción entre economía y estrategia a medida que los Estados punteros del sistema internacional luchaban por aumentar su riqueza y su poder, por llegar a ser (o por seguir siendo) ricos y fuertes.
Por lo tanto, el «conflicto militar» del que habla el subtítulo se examina siempre en el contexto del «cambio económico». Por lo general, el triunfo de cualquier gran potencia de este período, o el colapso de otra ha sido la consecuencia de prolongadas luchas de sus fuerzas armadas, pero también de la utilización más o menos eficiente de los recursos económicos productivos del Estado en tiempos de guerra y, más en segundo término, la consecuencia de la forma en que la economía de ese Estado había estado mejorando o empeorando en relación con la de otras naciones líderes durante las décadas que precedieron al conflicto armado. En consecuencia, para este estudio es tan importante la alteración regular en la posición de una gran potencia en tiempos de paz como la manera en que lucha en tiempos de guerra.
Esta argumentación será objeto de un análisis mucho más elaborado en el propio texto, pero puede resumirse muy brevemente:
Las fuerzas relativas de las naciones líderes en el escenario mundial nunca permanecen constantes, sobre todo a causa del índice irregular de crecimiento en las distintas sociedades y de los avances tecnológicos y organizativos que proporcionan mayores ventajas a una sociedad que a otra. Por ejemplo, la aparición del buque con cañones de largo alcance y el aumento del comercio atlántico después de 1500 no fue uniformemente beneficiosa para todos los Estados de Europa, sino que benefició a algunos mucho más que a otros. Del mismo modo, el desarrollo posterior de la energía a vapor y los recursos del carbón y. metal en los cuales se apoyaba masivamente aumentó el poder relativo de ciertas naciones y disminuyó, en consecuencia, el poder relativo de otras. Una vez aumentada su capacidad productiva, los países encontraban normalmente más sencillo soportar el peso de pagar armamento a gran escala en tiempos de paz y mantener y abastecer mayores ejércitos en tiempos de guerra. Dicho así parece brutalmente mercantilista, pero por lo general se necesita de la riqueza para sostener el poder militar y del poder militar para adquirir y proteger la riqueza. Sin embargo, si una proporción excesiva de los recursos del Estado se desvía de la creación de riqueza para colocarla en objetivos militares, esto puede conducir a un debilitamiento del poder nacional a largo plazo. De la misma manera, si un Estado se excede estratégicamente —digamos por la conquista de territorios extensos o el mantenimiento de guerras costosas—, corre el riesgo de que los beneficios potenciales de la expansión externa sean superados por el enorme gasto del proceso, problema que se agudiza si la nación involucrada ha entrado en un período de declive económico relativo. La historia del auge y caída posterior de los países líderes del sistema de grandes potencias desde el progreso de Europa occidental en el siglo XVI —esto es, de naciones como España, los Países Bajos, Francia, el Imperio británico y, en la actualidad, los Estados Unidos— muestra una correlación muy significativa a largo plazo entre capacidades productivas y de aumento de ingresos, por un lado, y potencial militar, por otro.
La historia del «auge y declive de las grandes potencias» que se presenta en estos capítulos puede resumirse aquí. El primer capítulo describe el escenario de todo cuanto sigue mediante el examen del mundo alrededor de 1500 y el análisis de las fuerzas y debilidades de cada uno de los «centros de poder» de la época: la China de la dinastía Ming; el Imperio otomano y su retoño musulmán en la India, el Imperio mongol; Moscovia; el Japón Tokugawa y el puñado de Estados de Europa occidental-central. A comienzos del siglo XVI no era en absoluto evidente que la región mencionada en último término estuviera destinada a elevarse por encima del resto. Pero esos imperios orientales, por imponentes y organizados que parecieran en relación a Europa, padecían las consecuencias de tener una autoridad centralizada que insistía en la uniformidad de creencias y prácticas, no sólo en lo relacionado entre la religión oficial del Estado, sino también en lo relativo a aspectos tales como las actividades comerciales y el desarrollo de armamento. En Europa la falta de una autoridad suprema semejante y las belicosas rivalidades entre sus varios reinos y ciudades-Estado estimuló una investigación constante de adelantos militares, que se relacionó de manera fructífera con los avances tecnológicos y comerciales más nuevos que también se producían en este entorno competitivo y emprendedor. Como tenían menos obstáculos para el cambio, las sociedades europeas entraron en una constante espiral ascendente de ere-cimiento económico y eficacia militar que, con el tiempo, las pondría a la cabeza de otras regiones del Globo.
Mientras esta dinámica de cambio tecnológico y competitividad militar impulsaba a Europa en su habitual estilo pendenciero y pluralista, seguía existiendo la posibilidad de que uno de los Estados contendientes pudiera adquirir suficientes recursos para superar a los otros y dominar después el Continente. Durante los 150 años posteriores a 1500 un bloque dinástico-religioso encabezado por los Habsburgos austríacos y españoles pareció amenazar con hacer precisamente eso, y la totalidad del capítulo II se dedica a los esfuerzos de los otros Estados europeos importantes por detener esa «puja por el dominio de los Habsburgo». Como se hace a lo largo de todo el libro, se analizan relativamente las fuerzas y debilidades de cada una de las potencias líderes y en función de los cambios económicos y tecnológicos más amplios que afectan a la sociedad occidental en su conjunto, a fin de que el lector pueda comprender mejor el resultado de las numerosas guerras libradas en este período. El tema principal de este capítulo es que, pese a los grandes recursos que poseían los monarcas Habsburgo se excedieron sin cesar en el transcurso de los repetidos conflictos, por lo que dichos recursos llegaron a resultarles militarmente demasiado gravosos para su debilitada base económica. Las otras grandes potencias europeas también sufrieron mucho en estas guerras prolongadas, pero se las arreglaron —aunque de manera precaria— para mantener el equilibrio entre sus recursos materiales y su poder militar con mayor eficacia que sus enemigos los Habsburgo.
Las luchas de las grandes potencias que tuvieron lugar entre 1660 y 1815, de las que se habla en el capítulo III, no pueden reducirse tan fácilmente a una contienda entre un gran bloque y sus muchos rivales. Fue en este complicado período cuando, mientras grandes potencias anteriores como España y los Países Bajos pasaban a segunda fila, emergieron de modo insistente cinco grandes Estados (Francia, Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia), que llegaron a dominar la diplomacia y el arte de la guerra de la Europa del siglo XVIII y protagonizaron una serie de prolongadas guerras de coalición caracterizadas por alianzas rápidamente cambiantes. Fue una época en la que Francia, primero bajo Luis XIV y después bajo Napoleón, estuvo más cerca de controlar Europa que en cualquier momento antes o después; pero sus esfuerzos siempre tropezaron, al menos en última instancia, con una combinación de las otras grandes potencias. Como a principios del siglo XVIII el costo de los ejércitos regulares y las flotas nacionales había pasado a ser enormemente elevado, un país que pudiera crear un sistema avanzado de banca y crédito (como hizo Gran Bretaña) disfrutaba de muchas ventajas sobre los rivales financieramente atrasados. Pero el factor de la posición geográfica también tuvo una gran importancia en la decisión del destino de las potencias en sus numerosas y cambiantes contiendas, lo que contribuye a explicar por qué las dos naciones de «flanco», Rusia y Gran Bretaña, habían adquirido en 1815 una importancia mucho mayor. Ambas mantenían la capacidad de intervenir en las luchas de la Europa occidental-central, al tiempo que estaban geográficamente protegidas de ellas; y ambas se expandieron en el mundo extraeuropeo a medida que avanzaba el siglo XVIII, incluso mientras se aseguraban de que se mantenía el equilibrio de poder continental. Por último, en las últimas décadas del siglo se había iniciado en Gran Bretaña la Revolución industrial, lo que daría a este Estado una capacidad aún mayor tanto para la colonización transatlántica como para la frustración de la ambición napoleónica de dominar Europa.
Por contraste, en el siglo que siguió a 1815 hubo una notable ausencia de prolongadas guerras de coalición. Existía un equilibrio estratégico apoyado por todas las potencias líderes del concierto europeo, de modo que ninguna nación aislada podía o quería intentar el dominio. En estas décadas posteriores a 1815 la principal preocupación de los Gobiernos fue la inestabilidad interna y —en el caso de Rusia y los Estados Unidos— la mayor expansión dentro de sus masas continentales. Esta escena internacional relativamente estable permitió al Imperio británico elevarse hasta su cénit como potencia global, en términos navales, coloniales y comerciales, y actuar en beneficio propio con su monopolio virtual de la producción industrial a vapor. Sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo XIX la industrialización fue extendiéndose hacia otras regiones y empezó a romper el equilibrio internacional de poder, apartándolo de las naciones líderes más antiguas y cediéndolo a aquellos países que contaban tanto con los recursos como con la organización necesarios para explotar los medios más nuevos de producción y tecnología. Ya los pocos conflictos grandes de la época —la Guerra de Crimea en alguna medida pero especialmente la guerra civil americana y la guerra franco-prusiana— provocaban la derrota de aquellas sociedades que no modernizaban sus sistemas militares, a las que les faltaba la infraestructura industrial de amplia base necesaria para sostener los grandes ejércitos y el armamento más caro y complejo que estaba transformando la naturaleza de la guerra.
Por lo tanto, a medida que se acercaba el siglo XX el ritmo del cambio tecnológico y los índices desiguales de crecimiento hicieron el sistema internacional más inestable y complejo de lo que había sido cincuenta años atrás. Esto quedó de manifiesto en la frenética búsqueda, por parte de las grandes potencias, de más territorios coloniales en África, Asia y el Pacífico después de 1880, en buena medida por ambiciones económicas, aunque también por miedo a ser eclipsadas. Asimismo se manifestó en el número creciente de carreras armamentistas, tanto en tierra como en el mar, y en la creación de alianzas militares fijas incluso en tiempos de paz, a medida que los diversos Gobiernos buscaban aliados para una posible guerra futura. Sin embargo, detrás de las frecuentes disputas coloniales y crisis internacionales del periodo anterior a 1914, los índices de potencial económico apuntaban, década tras década, a cambios incluso más fundamentales en los equilibrios globales: a saber, al eclipse de lo que durante más de tres siglos había sido un sistema mundial esencialmente eurocéntrico. Pese a sus esfuerzos, las grandes potencias europeas tradicionales como Francia y Austria-Hungría, y otra recientemente unida como Italia, estaban perdiendo la carrera. Por el contrario, enormes Estados del tamaño de continentes, como los Estados Unidos y Rusia, estaban poniéndose a la cabeza a pesar de la ineficacia del Estado zarista. Entre las naciones europeas occidentales, tal vez sólo Alemania tenía la potencia necesaria para abrirse paso en la selecta liga de los futuros poderes mundiales. Por otro lado, el Japón estaba empeñado en dominar el este de Asia, pero no más. Por tanto, de manera inevitable estos cambios planteaban problemas considerables —y en última instancia insuperables— a un Imperio británico al que ahora le resultaba mucho más difícil defender sus intereses globales que cincuenta años atrás.
Así, aunque el movimiento más importante de los cincuenta años posteriores a 1900 puede centrarse en el advenimiento de un mundo bipolarizado, con la consiguiente crisis para las potencias «medianas» (como son llamadas en los títulos de los capítulos V y VI), esta metamorfosis del sistema no fue en absoluto serena. Por el contrario, las sangrientas batallas masivas de la Primera Guerra Mundial, al dar ventaja a la organización industrial y la eficacia nacional, dieron a la Alemania imperial ciertas ventajas sobre la Rusia zarista, que se modernizaba rápidamente pero seguía estando atrasada. Sin embargo, a pocos meses de la victoria alemana en el frente oriental, Alemania se encontró enfrentada a la derrota en el Oeste, mientras que sus aliados se derrumbaban de manera similar en los teatros de guerra italianos, balcánicos y del Cercano Oriente. Finalmente, a causa de la ayuda militar y sobre todo económica de Estados Unidos, la alianza occidental tuvo recursos suficientes para vencer a la coalición rival. Pero había sido una lucha agotadora para todos los países que comenzaron las hostilidades. Austria-Hungría había desaparecido, Rusia padecía una revolución, Alemania estaba derrotada; no obstante, también Francia, Italia y hasta la propia Gran Bretaña habían sufrido mucho para lograr la victoria. Las únicas excepciones eran Japón, que mejoró aún más su posición en el Pacífico y, por supuesto, los Estados Unidos, que en 1918 constituían sin discusión alguna la mayor potencia del mundo.
La rápida retirada norteamericana de los compromisos extranjeros posterior a 1919 y el aislacionismo paralelo de Rusia bajo el régimen bolchevique dejaron un sistema internacional tal vez más desfasado de las realidades económicas fundamentales que en cualquier otro momento de los cinco siglos de los que se ocupa este libro. Gran Bretaña y Francia, aunque debilitadas, seguían en el centro del escenario diplomático, pero hacia los años 30, su posición era discutida por los Estados militarizados, revisionistas de Italia, Japón y Alemania, estando este último empeñado en una apuesta mucho más deliberada por lograr la hegemonía europea que incluso en 1914. Sin embargo, en un segundo plano los Estados Unidos seguían siendo, de lejos, la nación industrial más poderosa del mundo, y la Rusia de Stalin estaba transformándose rápidamente en una superpotencia industrial. En consecuencia, el dilema de las potencias «medianas» revisionistas era que tenían que expandirse pronto si no querían quedar eclipsadas por los dos gigantes continentales. El problema de las potencias «medianas» consistía en que al luchar por eliminar el desafío alemán y japonés se debilitarían. Con sus más y sus menos, la Segunda Guerra Mundial confirmó estos temores de decadencia. Pese a las espectaculares victorias tempranas, las naciones del Eje no podían vencer con un desequilibrio de recursos productivos que era mucho mayor que el de la guerra de 1914-1918. Lo que sí lograron fue el declive de Francia y el debilitamiento irreparable de Gran Bretaña... antes de ser superados por fuerzas superiores. Hacia 1943 había lie-gado finalmente el mundo bipolarizado previsto décadas antes y el equilibrio militar había vuelto a ponerse de acuerdo con la distribución global de los recursos económicos.
Los dos últimos capítulos de este libro estudian los años durante los cuales sí pareció existir un mundo bipolar, económica, militar e ideológicamente, que quedó reflejado a nivel político en las diversas crisis de la Guerra Fría. La posición de los Estados Unidos y la URSS como potencias pertenecientes a una clase propia también pareció reforzarse con la llegada de las armas nucleares y los sistemas de lanzamiento a larga distancia, que sugerían que ahora tanto el panorama estratégico como el diplomático eran totalmente distintos de los de 1900 y, por supuesto, de 1800.
Y sin embargo el proceso de auge y caída de las grandes potencias —de diferencias en índices de crecimiento y cambio tecnológico que conducían a cambios en los equilibrios económicos mundiales, los cuales a su vez influían en los equilibrios político y militar— no había cesado. En el terreno militar los Estados Unidos y la URSS han permanecido en primera fila en las décadas de los sesenta, los setenta y los ochenta. De hecho, como ambos interpretan los problemas internacionales en términos bipolares y hasta maniqueos, su rivalidad los ha conducido a una escalada armamentista continua que ninguna de las otras potencias puede igualar. Pero durante esas mismas décadas los balances productivos globales han ido alterándose más de prisa aún que antes. La participación del Tercer Mundo en el producto industrial total y en el PNB, deprimida en la década posterior a 1945, ha estado expandiéndose constantemente desde entonces. Europa se ha recobrado de la destrucción de la guerra y con la Comunidad Económica Europea se ha convertido en la unidad comercial más grande del mundo. La República Popular China avanza a pasos agigantados. El crecimiento económico de la posguerra en Japón ha sido tan fenomenal que, según ciertos cálculos, ha superado recientemente a Rusia en PNB total. Por el contrario, los índices de crecimiento tanto rusos como estadounidenses se han ido retrasando y su participación en la producción y riqueza globales ha disminuido de manera espectacular desde la década de los sesenta. Dejando aparte las naciones más pequeñas, por consiguiente, es evidente que ya existe un mundo multipolar otra vez, aunque sólo se midan los índices económicos. Dado que este libro se ocupa de la interacción entre estrategia y economía, parecía apropiado ofrecer un capítulo final (aunque inevitablemente especulativo) que explore el actual desfase entre los equilibrios militar y productivo de las grandes potencias; y que señale los problemas y oportunidades a que se enfrentan las cinco «potencias centrales» —China, Japón, la CEE, la Unión Soviética y los Estados Unidos— mientras procuran cumplir con la vieja tarea de relacionar los medios nacionales con los. objetivos nacionales. La historia del auge y declive de las grandes potencias no ha terminado.
Puesto que el alcance de este libro es muy amplio, es evidente que lo leerán diferentes «personas por distintos motivos. Algunos lectores encontrarán en él lo que buscaban: un estudio amplio, pero razonablemente detallado, de la política de la Gran Potencia en los cinco últimos siglos, de la forma en que la posición relativa de cada uno de los Estados líderes se ha visto afectada por el cambio económico y tecnológico, y de la permanente interacción entre estrategia y economía, tanto en tiempos de paz como en el período de pruebas de la guerra. Por definición, no se ocupa de los poderes pequeños ni (por lo general) de pequeñas guerras bilaterales. También por definición, el libro es muy eurocéntrico, sobre todo en sus capítulos intermedios. Pero esto es natural, dado el tema.
Para otros lectores, tal vez sobre todo para aquellos científicos políticos que ahora están tan interesados en extraer reglas generales de «sistemas mundiales» o los patrones recurrentes de las guerras, este estudio puede ofrecer menos de lo que esperan. Para evitar malentendidos debo aclarar ahora que este libro no se ocupa de, por ejemplo, la teoría de que las guerras grandes (o «sistemáticas») pueden relacionarse con los ciclos Kondrátiev de ascenso y descenso económico. Además, tampoco se ocupa de manera central de las teorías generales sobre las causas de la guerra ni de si pueden ser provocadas por grandes poderes en «ascenso» o en «descenso». Tampoco es un libro sobre teorías de imperio ni sobre cómo se ve afectado el control imperial (como en el reciente libro Empires de Michael Doyle), o si los imperios contribuyen a la potencia nacional. Por último, no propone ninguna teoría general sobre qué tipo de sociedad y organizaciones social-gubernamentales son las más eficaces para lograr recursos en tiempos de guerra.
Por otro lado, es obvio que en este libro hay gran riqueza de material para aquellos estudiosos que deseen hacer estas generalizaciones; asimismo, una de las razones por las que hay una serie tan extensa de notas estriba en que se desea indicar fuentes más específicas para aquellos lectores interesados, por ejemplo, en la financiación de las guerras. Pero el problema que tienen los historiadores —por oposición a los científicos políticos— para manejar teorías generales consiste en que la evidencia del pasado es casi siempre demasiado variada para permitir conclusiones científicas «duras». De modo que, si bien es verdad que algunas guerras (por ejemplo, la de 1939) pueden relacionarse con los temores de los gobernantes a los cambios que se producían en los equilibrios de poder totales, ello no serviría tanto para explicar las luchas que empezaron en 1776 (guerra de Independencia de los Estados Unidos) o en 1792 (Revolución francesa) o en 1854 (Guerra de Crimea). De la misma manera, aunque se podía señalar la Austria-Hungría de 1914 como un buen ejemplo de gran potencia «en declive» que sirvió para desencadenar una guerra importante, el teórico tiene que considerar también los papeles igualmente críticos desempeñados por las grandes potencias entonces en «auge» de Alemania y Rusia. Asimismo, cualquier teoría general sobre si los imperios son rentables o si el control imperial se ve afectado por un índice mensurable de «poder-distancia» puede producir la respuesta trivial de que a veces sí y a veces no, a causa de los elementos conflictivos con que contamos.
No obstante, si se dejan a un lado las teorías a priori y se considera simplemente el registro histórico de «el ascenso y caída de las grandes potencias» en los últimos quinientos años, es evidente que pueden extraerse algunas conclusiones generalmente válidas, siempre y cuando se admita que puede haber excepciones particulares. Por ejemplo, hay una relación causal detectable entre los cambios que se han producido en el tiempo en los equilibrios económicos y productivos generales y la posición ocupada por las potencias individuales en el sistema internacional. El paso del flujo comercial desde el Mediterráneo hasta el Atlántico y la Europa noroccidental a partir del siglo XVI, o la redistribución en participación en el producto industrial mundial, que se aleja de Europa occidental en las décadas posteriores a 1890 constituyen buenos ejemplos. En ambos casos, los cambios económicos anunciaban el ascenso de nuevas grandes potencias que algún día tendrían una influencia decisiva en el orden militar-territorial. Ésta es la razón por la que el movimiento en los balances productivos globales hacia la «costa del Pacífico», que se ha producido en las últimas décadas, no puede interesar exclusivamente a los economistas.
De la misma manera, el registro histórico sugiere que a largo plazo hay una conexión muy evidente entre el ascenso y caída económicos de una gran potencia y su crecimiento y declive como poder militar importante, o imperio mundial. Tampoco esto es sorprendente porque emana de dos hechos relacionados. El primero es que los recursos económicos son necesarios para soportar un estamento militar a gran escala. El segundo consiste en que, en lo concerniente al sistema internacional, tanto la riqueza como el poder son siempre relativos y como tales habría que considerarlos. Hace trescientos años, el escritor mercantilista alemán Von Hornigk observó que:
el hecho de que una nación sea hoy poderosa y rica o no lo sea, no depende de la abundancia o seguridad de su poder y sus riquezas, sino sobre todo de si sus vecinos poseen más o menos que ella.
En los capítulos que siguen esta observación quedará ratificada una y otra vez. A mediados del siglo XVIII, los Países Bajos eran más ricos en términos absolutos que cien años antes, pero para entonces ya no eran una gran potencia del mismo calibre porque sus vecinos, como Francia y Gran Bretaña, tenían «más...» (esto es, más poder y más riquezas). En términos absolutos la Francia de 1914 era más poderosa que la de 1850, pero éste era un pobre consuelo en un momento en el que Francia era eclipsada por una Alemania mucho más fuerte. Hoy en día Gran Bretaña tiene mucha mayor riqueza y sus Fuerzas Armadas poseen armas mucho más poderosas que en su momento de esplendor a mediados de la época victoriana; pero le sirve de poco cuando su participación en el producto mundial ha disminuido de un 25% a alrededor del 3%. Si una nación tiene «más...», las cosas van bien; si tiene «menos», hay problemas.
Ahora bien, esto no significa que el poder económico y militar relativos de una nación asciendan y caigan paralelamente. La mayoría de los ejemplos históricos que se dan aquí sugiere que hay un «intervalo» considerable entre la trayectoria del poder económico relativo de un Estado y la trayectoria de su influencia militar-territorial. Tampoco en este caso es difícil comprender la razón. Una potencia que está expandiéndose económicamente —Gran Bretaña en 1860, los Estados Unidos en 1890, Japón hoy— puede preferir ser más rica en lugar de gastar más en armamento. Medio siglo después las prioridades pueden haber cambiado. La expansión económica anterior ha traído consigo obligaciones en ultramar (dependencia de mercados extranjeros y materias primas, alianzas militares, tal vez bases y colonias). Además, los poderes rivales están expandiéndose ahora a mayor velocidad y a su vez desean extender su influencia en el extranjero. El mundo se ha transformado en un lugar más competitivo y merman las participaciones en el mercado. Los observadores pesimistas hablan de declive; los estadistas patriotas piden «renovación».
En estas circunstancias más complejas es probable que la gran potencia se descubra gastando mucho más en defensa de lo que gastaba dos generaciones atrás y que, no obstante, observe que el mundo es un entorno mucho menos seguro..., simplemente porque otras potencias han crecido más de prisa y se están fortaleciendo. El imperio español gastó mucho más en su Ejército durante las complicadas décadas de 1630 y 1640 de lo que gastó en 1580, cuando la economía castellana era más saludable. Los gastos de defensa de la Gran Bretaña eduardiana fueron mucho mayores en 1910 que, por ejemplo, en la época de la muerte de Palmerston en 1865, cuando la economía británica se hallaba relativamente en su apogeo. ¿Pero qué británicos se sentían más seguros en la fecha posterior? Más abajo se verá que al parecer éste es el problema que afrontan hoy los Estados Unidos y la URSS. Las grandes potencias en decadencia relativa responden instintivamente gastando más en «seguridad», y por lo tanto desvían recursos potenciales del terreno de la «inversión» y agravan su dilema a largo plazo.
Otra conclusión general que puede sacarse de este registro de quinientos años consiste en que hay una fuerte correlación entre el resultado eventual de las grandes güeñas de coalición libradas por el dominio europeo o global y el monto de recursos productivos movilizados por cada parte. Esto sucedió en las luchas libradas contra los Habsburgo austro-hispanos; en las grandes contiendas del siglo XVIII como la Guerra de Sucesión española, la Guerra de los Siete Años, y las guerras napoleónicas y en las dos guerras mundiales de este siglo. Una guerra prolongada, encarnizada, acaba por convertirse en una prueba de las capacidades relativas de cada coalición. A medida que la lucha se prolonga, cada vez es más significativo que una parte tenga «más» o «menos».
No obstante, es posible hacer estas generalizaciones sin caer en la trampa del determinismo económico más crudo. Pese al interés de este libro en rastrear las «tendencias mayores» de los asuntos mundiales en los últimos cinco siglos, no argumenta que la economía determine todos los sucesos o sea la única razón del éxito y el fracaso de cada nación. Sencillamente, hay demasiadas pruebas que apuntan en otras direcciones: situación geográfica, organización militar, moral nacional, el sistema de alianzas y muchos otros factores que pueden afectar al poder relativo de los miembros del sistema de Estados. Por ejemplo, en el siglo XVIII las Provincias Unidas eran las regiones más ricas de Europa y Rusia la más pobre..., y sin embargo los holandeses cayeron y los rusos ascendieron. La locura individual (como la de Hitler) y la extraordinaria capacidad en el campo de batalla (sea de los regimientos españoles del siglo XVI o de la infantería alemana en este siglo) explican también en gran medida las victorias y derrotas particulares. Lo que sí parece indiscutible es que en una guerra prolongada (habitualmente de coalición) la victoria ha correspondido reiteradamente a la parte con una base productiva más floreciente... o, como solían decir los capitanes españoles, a aquel que tiene el último escudo. Gran parte de lo que sigue confirma ese juicio cínico pero en esencia correcto. Y precisamente porque la posición de poder de las naciones líderes ha ido acompañada de cerca por su posición económica relativa durante los últimos cinco siglos, es que parece útil preguntarse cuáles podrían ser las implicaciones de las actuales tendencias económicas y tecnológicas en relación al actual equilibrio de poder. Esto no significa negar el hecho de que los hombres hacen su propia historia, pero lo hacen en el marco de una circunstancia histórica que puede restringir (o inaugurar) posibilidades.
Este libro tuvo un modelo temprano en el ensayo de 1833 del famoso historiador prusiano Leopold von Ranke sobre die grossen Machíe (las grandes potencias), en el que examinó los ascensos y descensos de los equilibrios internacionales de poder desde la declinación de España, y trató de demostrar por qué ciertos países habían accedido a una posición prominente y habían caído después; Ranke terminaba su ensayo con un análisis de su mundo contemporáneo y de lo que sucedía en él después de la derrota francesa en la guerra napoleónica. Al examinar las «perspectivas» de cada una de las grandes potencias él también se dejó tentar por el mundo incierto de la especulación sobre el futuro.
Escribir un ensayo sobre «las grandes potencias» es una cosa; hacerlo en forma de libro es otra muy distinta. Mi intención original era producir un libro breve, «ensayístico», presumiendo que los lectores conocían (por vagamente que fuera) los detalles de fondo de los cambiantes índices de crecimiento, o los especiales problemas geoestratégicos que afronta esta o aquella gran potencia. Cuando empecé a enviar los primeros capítulos de este libro para que me hicieran comentarios, o a dar conferencias de prueba sobre algunos de sus temas, se me hizo evidente que esa presunción era falsa: lo que deseaba la mayor parte de los lectores y oyentes eran más detalles, más orientación sobre el fondo histórico, simplemente porque no había ningún estudio disponible que contara la historia de los cambios que se producían en los equilibrios de poder económico y estratégico. Como ni los historiadores económicos ni los historiadores militares han tocado este campo, hay desconocimiento. Si los abundantes detalles que aparecen tanto en el texto como en las notas que siguen tienen alguna justificación, es que contribuyen a llenar ese vacío crítico en la historia del auge y declive de los grandes imperios.
ESTRATEGIA Y ECONOMÍA EN EL MUNDO PREINDUSTRIAL
I. EL ASCENSO DEL MUNDO OCCIDENTAL
En el año 1500, la fecha elegida por numerosos eruditos para marcar la división entre tiempos modernos y premodernos[1], para los habitantes de Europa no era en absoluto evidente que su continente estuviera destinado a dominar gran parte del resto de la Tierra. El conocimiento que tenían los contemporáneos sobre las grandes civilizaciones de Oriente era fragmentario y a menudo erróneo, pues se basaba en relatos de viajeros. No obstante, la imagen general de extensos imperios orientales que poseían riquezas fabulosas y enormes ejércitos era razonablemente exacta y a primera vista estas sociedades deben haber parecido mucho mejor dotadas que los pueblos y Estados de Europa occidental. De hecho, comparadas con estos grandes centros de actividad cultural y económica, las debilidades relativas de Europa eran más evidentes que sus puntos fuertes. Para empezar, no era la región más fértil ni más populosa del mundo; en cada uno de esos aspectos, la India y China ocupaban los mejores lugares. Desde el punto de vista geopolítico, el «continente» europeo tenía una forma incómoda, limitada por hielo y agua al Norte y al Oeste, abierta a frecuentes invasiones desde el Este y vulnerable estratégicamente desde el Sur. En 1500, y durante mucho tiempo antes y después de 1500, éstas no eran consideraciones abstractas. Sólo habían transcurrido ocho años desde que Granada, la última región musulmana de España, sucumbiera ante los ejércitos de Fernando e Isabel, pero ése era el final de una campaña regional, no de la lucha mucho más amplia entre la Cristiandad y las fuerzas del Profeta. Sobre la mayor parte del mundo occidental pendía aún el impacto de la caída de Constantinopla en 1453, suceso que resultó tanto más inquietante cuanto que no marcó en ningún sentido los límites al avance de los turcos otomanos. A finales de siglo éstos habían conquistado Grecia y las islas Jónicas, Bosnia, Albania y gran parte del resto de los Balcanes; y en la década de 1520 sucederían cosas peores al avanzar sus imponentes ejércitos de jenízaros hacia Budapest y Viena. En el Sur, donde las galeras otomanas saqueaban los puertos italianos, los Papas llegaron a temer que el destino de Roma imitara pronto el de Constantinopla[2].
Mientras que estas amenazas parecían formar parte de una estrategia coherente del sultán Mehmet II y sus sucesores, la respuesta europea era aislada y esporádica. A diferencia de los imperios otomano y chino y del liderazgo que pronto establecerían en la India los mongoles, jamás hubo una Europa unida en la cual todas las partes reconocieran un líder secular o religioso. En cambio, Europa era un batiburrillo de pequeños reinos y principados, marcas y ciudades-Estado. En el Oeste estaban surgiendo monarquías más poderosas como por ejemplo España, Francia e Inglaterra, pero ninguna de ellas estaba exenta de tensiones internas y todas se consideraban rivales más que aliadas en la lucha contra el Islam.
Tampoco podía decirse que Europa tuviera ventajas notables en los campos de la cultura, las matemáticas, la ingeniería, la navegación u otras tecnologías en comparación con las grandes civilizaciones de Asia. En cualquier caso, una porción considerable de la herencia cultural y científica europea se había «tomado prestada» del Islam, de la misma manera que las sociedades musulmanas extrajeron durante siglos conocimientos de China a través del comercio, la conquista y los asentamientos. Retrospectivamente vemos que a fines del siglo XV Europa estaba tomando impulso tanto comercial como tecnológico, pero tal vez el comentario general más justo sería que cada uno de los grandes centros de la civilización mundial de la época estaba, aproximadamente, en un estadio de desarrollo similar, algunos más avanzados en un campo pero menos en otros. Tecnológica y, por lo tanto, militarmente, el Imperio otomano, la China de la dinastía Ming, algo más tarde el norte de la India bajo los mongoles y el sistema de Estados europeo con un retoño moscovita eran muy superiores a las sociedades dispersas de África, América y Oceanía. Si bien esto implica que en 1500 Europa era uno de los centros culturales de poder más importantes, no era en absoluto evidente que fuera a ocupar, algún día una posición de liderazgo. En consecuencia, antes de investigar las razones de su ascensión es necesario examinar las ventajas y desventajas de los otros contendientes.
LA CHINA DE LA DINASTÍA MING
De todas las civilizaciones de los tiempos premodernos, ninguna parecía más avanzada ni se sentía superior a la de China[3]. Su considerable población de 100 a 300 millones por contraste con los 50-55 millones de Europa en el siglo XVI; su notable cultura; sus llanuras increíblemente fértiles e irrigadas, unidas por un espléndido sistema de canales desde el siglo XI; y su administración unificada y jerárquica, conducida por una burocracia confuciana bien educada, habían dado a la sociedad china una coherencia y sofisticación que eran la envidia de los visitantes extranjeros. Verdad es que esa civilización había sido sometida primero a graves tensiones por parte de las hordas mongolas y a la denominación después de las invasiones de Kubilai Khan. Pero China tenía la costumbre de cambiar a sus conquistadores mucho más de lo que se permitía ser cambiada por ellos y, cuando en 1368' surgió la dinastía Ming para reunir el imperio y derrotar por fin a los mongoles, seguía vivo gran parte del viejo orden y conocimiento.

Para los lectores educados en el respeto a la ciencia «occidental», la característica más sorprendente de la civilización china debe ser su precocidad tecnológica. Desde muy temprano existían enormes bibliotecas. En la China del siglo XI ya había aparecido la impresión por tipos movibles y muy pronto aparecieron grandes cantidades de libros. El comercio y la industria, estimulados por la construcción de canales y las presiones de población, eran igualmente sofisticados. Las ciudades chinas eran mucho más grandes que sus equivalentes de la Europa medieval y las rutas comerciales chinas eran igualmente extensas. Mucho antes el papel moneda había dado fluidez al comercio y el crecimiento de mercados. En las últimas décadas del siglo XI existía en el norte de China una gran industria del hierro que producía alrededor de 125.000 toneladas anuales, principalmente para uso militar y gubernamental; por ejemplo, el ejército de más de un millón de hombres era un vasto mercado para las mercancías de hierro. ¡Merece la pena señalar que esta cifra de producción era mucho mayor que la producción británica de hierro en los comienzos de la Revolución industrial, siete siglos más tarde! Probablemente, también fueron los chinos los primeros en inventar la verdadera pólvora y los Ming utilizaron cañones para vencer a sus gobernantes mongoles a fines del siglo XIV[4].
Teniendo en cuenta las pruebas de adelanto cultural y tecnológico, tampoco sorprende enterarse de que los chinos ya habían recurrido a los viajes de exploración y comercio. La brújula fue otra invención china, algunos de sus juncos eran tan grandes como los galeones españoles posteriores y el comercio con las Indias y las islas del Pacífico era potencialmente tan provechoso como el de las rutas de caravanas. Muchas décadas antes había habido guerra naval en el Yang-Tzé —para derrotar a los navíos de China de la dinastía Song en la década de 1260. Kubilai Khan se había visto obligado a construir su propia flota de buques de guerra, equipados con máquinas disparadoras de proyectiles— y el comercio de grano de la costa era floreciente a comienzos del siglo XIV. En 1420 se calculó que la armada Ming poseía 1.350 navíos de combate, incluidas 400 grandes fortalezas flotantes y 250 barcos diseñados para persecuciones de largo alcance. Esta fuerza eclipsaba, pero no incluía, los muchos navíos privados que estaban ya en esa época comerciando con Corea, Japón, el sudeste de Asia y hasta el este de África, y obteniendo ganancias para el Estado chino, que procuraba gravar este comercio marítimo.
Las más famosas de las expediciones ultramarinas oficiales fueron los siete viajes de larga distancia emprendidos por el almirante Cheng Ho entre 1405 y 1433. Estas flotas —que en ocasiones consistieron en cientos de naves y decenas de miles de hombres— visitaron multitud de puertos, desde Malaca y Ceilán hasta las entradas del mar Rojo y Zanzíbar. Por un lado, llenaban de regalos a los gobernantes locales deferentes; por el otro, obligaban a los recalcitrantes a aceptar a Pekín. Hubo un barco que regresó con jirafas del este de África para entretener al emperador chino; otro, con un jefe de Ceilán que había tenido la mala idea de no aceptar la supremacía del Hijo del Cielo. (Sin embargo, hay que observar que, al parecer, los chinos jamás saquearon ni asesinaron..., a diferencia de los portugueses, holandeses y otros invasores europeos del océano índico.) Según lo que pueden decirnos los historiadores y arqueólogos sobre el tamaño, poder y navegabilidad de la marina de Cheng Ho —algunos de los grandes buques-tesorería parecen haber tenido unos 1.200 metros de largo y desplazado más de 1.500 toneladas—, es muy posible que hayan podido navegar en torno a África y «descubrir» Portugal varias décadas antes de que las expediciones de Enrique el Navegante empezaran a aventurarse por el sur de Ceuta[5].
Pero la expedición china de 1433 fue la última de su especie, y tres años más tarde un edicto imperial prohibió la construcción de naves para la navegación oceánica; más tarde aún, una orden específica prohibió la existencia de barcos con más de dos mástiles. A partir de entonces el personal naval fue empleado en barcos más pequeños en el Gran Canal. Los grandes buques de guerra de Cheng Ho quedaron amarrados y se pudrieron. Pese a todas las oportunidades que existían al otro lado del mar, China había decidido dar la espalda al mundo.
Por supuesto había una razón estratégica plausible que explicaba esta decisión. Las fronteras norteñas del imperio volvían a estar sometidas a la presión mongol y tal vez pareció prudente concentrar en esta zona más vulnerable los recursos militares. En estas circunstancias, una armada importante era un lujo caro y, en cualquier caso, la expansión que intentaron los chinos hacia el Sur, en Annam (Vietnam) resultaba estéril y costosa. No obstante, al parecer no se reconsideró este razonamiento válido cuando más tarde se hicieron evidentes las desventajas de la retirada naval: al cabo de un siglo, aproximadamente, las costas y hasta ciudades chinas sobre el Yang-Tzé estaban siendo atacadas por piratas japoneses y sin embargo no hubo una reconstrucción seria de una armada imperial. Ni siquiera la reiterada aparición de navíos portugueses en las costas chinas provocaron este rearme[*]. Los mandarines argumentaban que lo que se necesitaba era la defensa en tierra, porque ¿acaso no se había prohibido a los súbditos chinos el comercio marítimo?
Por lo tanto, aparte del coste y otras desventajas, uno de los elementos clave de la retirada china fue el conservadurismo de la burocracia confuciana[6], un conservadurismo acrecentado en el período Ming por el resentimiento provocado por los cambios a que los obligaron los mongoles. En esta atmósfera de «Restauración», el influyente funcionariado estaba ocupado en preservar y recapturar el pasado, no en crear un futuro mejor basado en la expansión y comercio de ultramar. Según el código confuciano, la guerra era en sí misma una actividad deplorable y sólo el miedo a los ataques de los bárbaros o a las revueltas internas justificaba la necesidad de las Fuerzas Armadas, El disgusto experimentado por el mandarín ante el Ejército (y la Armada) iba acompañado por una gran suspicacia ante el comerciante. La acumulación de capital privado, la práctica de comprar barato y vender caro, la ostentación del comerciante nouveau riche... Todo esto ofendía a la elite burocrática, erudita. La ofendía tanto como resentimientos despertaba en las masas trabajadoras. Si bien no deseaban poner freno a la totalidad de la economía de mercado, los mandarines intervenían con frecuencia contra comerciantes, confiscando sus propiedades o prohibiendo sus negocios. A los ojos de los mandarines, el comercio extranjero por parte de súbditos chinos debe haber sido incluso más sospechoso, simplemente porque escapaba más a su control.
Este disgusto por el comercio y el capital privado no ponía obstáculos a los enormes logros tecnológicos ya mencionados. La reconstrucción de la Gran Muralla emprendida en el período Ming y el desarrollo del sistema de canales, el trabajo del hierro y la Armada imperial eran objetivos de Estado, pues la burocracia había afirmado al emperador que eran necesarios. Pero de la misma manera en que podían iniciarse estas empresas, también podían descuidarse. Se permitió el deterioro de los canales; el Ejército quedaba periódicamente sin nuevos equipos; se descuidaban los relojes astronómicos (construidos alrededor de 1090); las fundiciones de hierro fueron cayendo en desuso. Estos no eran los únicos obstáculos puestos al crecimiento económico. La impresión estaba restringida a trabajos eruditos y no se empleaba para la expansión del conocimiento práctico y mucho menos para la crítica social. La utilización del papel moneda era discontinua. Las ciudades chinas jamás disfrutaron de la autonomía de sus contrapartidas occidentales; no había burgos chinos, con todo lo que implica este concepto; cuando el emperador cambiaba de residencia, cambiaba también la ciudad capital. Y sin embargo los comerciantes y otros empresarios no podían progresar sin estímulo oficial, e incluso aquellos que adquirieron riqueza tendían a invertirla en tierra y educación en lugar de hacerlo en el desarrollo protoindustrial. De la misma manera, la prohibición del comercio y la pesca ultramarinos eliminó otro estímulo potencial a la expansión económica regular; el comercio exterior que se produjo con los portugueses y holandeses en los siglos siguientes era de mercancías de lujo y estaba controlado por funcionarios (aunque hubo indudablemente muchas evasiones).
Por lo tanto, la China Ming era una tierra mucho menos vigorosa y emprendedora de lo que había sido cuatro siglos antes con la dinastía Song. Por supuesto, en el período Ming había técnicas agrícolas más avanzadas, pero al cabo de un tiempo incluso estas actividades intensivas de granja y el uso de tierras marginales empezó a resultar insuficiente para el crecimiento de población. Este crecimiento sólo sería controlado por los instrumentos malthusianos de la plaga, las inundaciones y la guerra, cosas todas éstas muy difíciles de manejar. Ni siquiera el reemplazo de los Ming por los más vigorosos Manchúes después de 1644 pudo detener la continua decadencia relativa.
Hay un último detalle que puede resumir esta historia. En 1736 —precisamente cuando comenzaban a florecer las fundiciones de hierro de Abraham Darby en Coalbrookdale— se abandonaron por completo los altos hornos y hornos de coque de Henan y Hebei. Habían sido grandes antes de que el Conquistador desembarcara en Hastings. No volverían a reanudar la producción hasta el siglo XX.
EL MUNDO MUSULMÁN
Hasta los primeros marinos europeos que visitaron China a comienzos del siglo XVI hubieran podido observar que se trataba de un país que se había encerrado en sí mismo, aun cuando se sintieran impresionados por su tamaño, población y riquezas. En ese momento, sin embargo, no hubiera podido hacerse la misma observación respecto del Imperio otomano, que se hallaba entonces en los estadios medios de su expansión y que, al estar más cerca de casa, era en consecuencia mucho más amenazador para la Cristiandad. De hecho, considerados desde la más amplia perspectiva histórica y geográfica, sería justo afirmar que fueron los Estados musulmanes los que constituyeron las fuerzas de más rápida expansión durante el siglo XVI. No sólo avanzaban hacia el oeste los turcos, sino que también la dinastía safáwí en Persia disfrutaba de un resurgimiento de poder, prosperidad y gran cultura, sobre todo durante los reinados de Ismail I (1500-1524) y Abbas I (1587-1629); una cadena de poderosos khanatos musulmanes seguía controlando la Ruta de la Seda por Kashgar y Turfán hasta China, semejante a la cadena de los Estados islámicos del África occidental como Borny, Sokoto y Tombuctú; a comienzos del siglo XVI fuerzas musulmanas conquistaron el Imperio hindú en Java y el rey de Kabul, Baber, entró en la India por la ruta del conquistador desde el Noroeste y estableció el Imperio mongol en 1526. Aunque al principio esta influencia en la India fue vacilante, se consolidó con éxito durante el reinado de Akbar (1556-1605), nieto de Baber, quien construyó un imperio indio norteño que se extendía desde el Beluchistán al Oeste hasta Bengala al Este. Durante el siglo XVII, los sucesores de Akbar avanzaron más al Sur contra los mahratas hindúes, al mismo tiempo que los holandeses, británicos y franceses entraban en la península india desde el mar, y por supuesto de manera mucho menos eficaz. A estos signos seculares del crecimiento musulmán hay que agregar el gran aumento en número de fieles en África y la India, en comparación con el cual palidecía el proselitismo de las misiones cristianas.
Pero, por supuesto, el mayor desafío musulmán a la joven Europa moderna era el de los turcos otomanos o, más bien, el de su formidable ejército y las refinadas técnicas de asedio de la época. Ya a comienzos del siglo XVI sus dominios se extendían desde Crimea (donde habían destruido asentamientos comerciales genoveses) y el Egeo (donde estaban desmantelando el Imperio veneciano) hasta el Levante. Hacia 1526, las fuerzas otomanas habían capturado Damasco y al año siguiente entraron en Egipto, masacrando a las fuerzas de mamelucos con el uso del cañón turco. Después de cerrar de esta manera la ruta de las especias de las Indias, subieron por el Nilo, atravesaron el mar Rojo hacia el océano índico y combatieron las incursiones portuguesas. Si esto perturbó a los marinos españoles, no fue nada comparado con el terror que inspiraban los ejércitos turcos a los príncipes y pueblos de la Europa oriental y del sur. Los turcos tenían ya Bulgaria y Serbia y eran la influencia predominante en Valaquia y en los alrededores del mar Negro; pero durante el reinado de Solimán II (1520-1566) se reanudó la presión contra Europa y siguió hacia el Sur el impulso que los llevara a Egipto y Arabia. Hungría, el gran bastión oriental de la Cristiandad de la época, no pudo seguir resistiendo a los ejércitos turcos y después de la batalla de Mohács, en 1526, fue derrotada; casualmente, ese mismo año Baber obtuvo una victoria en Panipat, después de la cual se estableció el Imperio mongol. ¿Le sucedería a Europa lo que le había sucedido al norte de la India? En 1529, con los turcos asediando Viena, esto debió parecer posible para algunos. En la realidad, se mantuvo la línea colocada entonces al norte de Hungría y el Sacro Imperio Romano; pero a partir de entonces los turcos constituyeron un peligro constante y ejercieron una presión militar que nunca pudo ignorarse del todo. Todavía en una fecha avanzada como 1683, volvieron a asediar Viena[7].
La expansión del poder naval otomano fue casi igualmente alarmante en muchos sentidos. Como Kubilai Khan en China, los turcos habían constituido una armada sólo para reducir una fortaleza enemiga rodeada por mar, en este caso Constantinopla, a la que el sultán Mehmet bloqueó con grandes galeras y cientos de naves más pequeñas que favorecieron el asalto de 1453. Desde entonces se usaron formidables flotas de galeras en operaciones a través del mar Negro, en el avance hacia el Sur, en dirección a Siria y Egipto y en una serie de luchas con Venecia para obtener el control de las islas del Egeo: Rodas, Creta y Chipre. Durante las primeras décadas del siglo XVI las flotas veneciana, genovesa y habsburguesa mantuvieron a distancia el poder naval otomano, pero a mediados de siglo las fuerzas navales musulmanas operaban a lo largo de la costa norteÁfricana, asaltaban puertos en Italia, España y las Baleares y finalmente se las arreglaron para tomar Chipre en 1570-1571, antes de ser detenidas en la batalla de Lepanto[8],
Por supuesto, el Imperio otomano era mucho más que una máquina militar. Los otomanos —una elite conquistadora como la de los manchúes en China— habían establecido una unidad de fe, cultura y lenguaje oficiales en una región más dilatada que el Imperio romano y a una gran cantidad de pueblos sometidos. Durante siglos antes de 1500 el mundo del Islam había sido cultural y tecnológicamente más avanzado que Europa. Sus ciudades eran más grandes, estaban bien iluminadas y alcantarilladas y algunas de ellas poseían universidades, bibliotecas y mezquitas sorprendentemente hermosas. Los musulmanes habían detentado el liderazgo en matemáticas, cartografía, medicina y muchos otros aspectos de la ciencia y la industria (molinos, fabricación de armas, faros, crianza de caballos). Él sistema otomano de reclutamiento de los futuros jenízaros entre la juventud cristiana de los Balcanes había producido cuerpos de tropas dedicados y uniformes. La tolerancia de otras razas había llevado al servicio del sultán a muchos griegos, judíos y gentiles de talento: en el sitio de Constantinopla, un húngaro había sido el principal artillero de Mehmet. Bajo la égida de un líder con éxito como Solimán I, una sólida burocracia supervisaba catorce millones e Inglaterra apenas dos millones y medio de habitantes. En su apogeo, Constantinopla era mayor que cualquier ciudad europea. En 1600 tenía más de 500.000 habitantes.
Sin embargo, también los turcos otomanos iban a fracasar, a volverse hacia dentro y a perder la oportunidad del dominio del mundo, aunque esto sólo fue evidente un siglo después de la decadencia Ming, notablemente semejante. En cierta medida podría decirse que este proceso fue la consecuencia natural de los anteriores éxitos turcos: el Ejército otomano, por bien administrado que estuviera, podía mantener las vastas fronteras pero no podía seguir expandiéndose sin un coste enorme en hombres y dinero; y el imperialismo otomano, a diferencia de los posteriores español, holandés e inglés, no produjo mucho en el terreno económico. Hacia la segunda mitad del siglo XVI el Imperio mostraba signos de hiperextensión estratégica, con un gran ejército estacionado en Europa central, una onerosa armada operando en el Mediterráneo, tropas ocupadas en el norte de África, el Egeo, Chipre y el mar Rojo y con necesidad de refuerzos para sostener Crimea contra el poder ruso en ascenso. No había un flanco tranquilo ni siquiera en el Oriente Próximo, a causa de una desastrosa división religiosa del mundo musulmán que se produjo cuando la rama chiíta, con base en Irak y después en Persia, desafío las prácticas y enseñanzas sunníes por entonces predominantes. Por momentos la situación se parecía a la de las luchas religiosas contemporáneas en Alemania y sólo por la fuerza podía el sultán mantener el dominio, es decir, si destruía a los disidentes chiítas. No obstante, al otro lado de la frontera el reino chiíta de Persia, con Abbas el Grande al frente, estaba preparado para aliarse con los Estados europeos contra los otomanos, de la misma manera que Francia había trabajado con el turco «infiel» contra el Sacro Imperio Romano. Con este despliegue de adversarios, el Imperio otomano hubiera necesitado un gobierno notable para mantener su crecimiento, pero después de 1566 reinaron trece sultanes incompetentes sucesivamente.
Sin embargo, los enemigos exteriores y los fracasos personales no lo explican todo. El sistema en su totalidad sufrió cada vez más, como el de la China de los Ming, de algunos de los problemas de la centralización, el despotismo y el exceso de ortodoxia en su actitud hacia la iniciativa, la disidencia y el comercio. Un sultán idiota podía paralizar el Imperio otomano de una manera que ni un Papa ni un emperador del Sacro Imperio podía hacer con Europa. Sin órdenes claras de la instancia superior, las arterias de la buró-erada se endurecieron, optaron por el conservadurismo en lugar del cambio y sofocaron la innovación. La falta de expansión territorial y consiguientes saqueos después de 1150, junto con el alza de precios, hizo que jenízaros descontentos se dedicaran al pillaje interno. Los comerciantes y empresarios, casi todos ellos extranjeros, a quienes antes se había estimulado, se encontraron sujetos a impuestos imprevisibles, cuando no se les arrebataba directamente su propiedad. Deudas cada vez más altas arruinaron el comercio y despoblaron las ciudades. Tal vez los más perjudicados hayan sido los campesinos, cuyas tierras y ganado fueron expropiados por los soldados. Al mismo tiempo que sé deterioraba la situación, los funcionarios civiles se dedicaban al robo, solicitaban sobornos y confiscaban lotes de mercancías. El coste de la guerra y la pérdida del comercio asiático durante la lucha con Persia intensificaron la desesperada busca de nuevos ingresos por parte del Gobierno, lo que a su vez entregó mayores poderes a recaudadores sin escrúpulos[9].
En un sentido muy preciso, la airada respuesta al desafío religioso chiíta reflejaba y anticipaba un endurecimiento de las actitudes oficiales hacia todas las formas de libertad de pensamiento. Se prohibió la impresión porque podía diseminar opiniones peligrosas. Las nociones económicas permanecieron en un estadio primitivo: se aceptaban importaciones de productos occidentales pero estaba prohibida la exportación; se apoyó a los gremios en sus esfuerzos por controlar la innovación y el ascenso de productores «capitalistas»; se intensificó la crítica religiosa a los comerciantes. Los turcos, que despreciaban las ideas y prácticas, europeas, se negaron a adoptar los métodos más avanzados para contener las plagas; en consecuencia, su población sufrió graves epidemias. En un sorprendente ataque de oscurantismo, una fuerza de jenízaros destruyó un observatorio del Estado en 1580, alegando que había provocado una plaga[10]. Las fuerzas armadas se habían convertido en un bastión de conservadurismo. Pese a observar, y en ocasiones padecer, el nuevo armamento de los ejércitos europeos, los jenízaros se tomaron su tiempo para modernizarse.
Sus voluminosos cañones no fueron reemplazados por la artillería más ligera. Después de su derrota en Lepanto, no construyeron el tipo de buque europeo, más grande. En el Sur, se ordenó simplemente a la flota musulmana que permaneciera en las aguas más tranquilas del mar Rojo y el golfo Pérsico, para eludir así la necesidad de construir buques que pudieran navegar por el océano, según el modelo portugués. Tal vez haya razones técnicas que ayuden a explicar estas decisiones, pero el conservadurismo cultural y tecnológico desempeñó también su papel (en cambio, los corsarios de Berbería adoptaron rápidamente el navio de guerra tipo fragata).
Las anteriores observaciones sobre el conservadurismo podrían hacerse con igual o mayor razón con respecto al Imperio mongol. Pese al descomunal tamaño del reino en su momento de apogeo y el genio militar de alguno de sus emperadores, pese a la brillantez de sus Cortes y la perfección de sus productos de lujo, pese incluso a una sofisticada red bancaria y crediticia, el sistema era débil: una elite musulmana conquistadora en lo alto de una gran masa de campesinos empobrecidos que en su mayoría eran de fe hindú. En las propias ciudades había una considerable cantidad de comerciantes, mercados abundantes y entre las familias hindúes una actitud hacia la manufactura, el comercio y el crédito que podría transformarlos en excelentes ejemplos de la ética protestante de Weber. Pero contra esta imagen de una sociedad emprendedora preparada para el «despegue» económico antes de ser víctima del imperialismo británico existen retratos más oscuros de muchos factores indígenas que actuaron como frenos en la vida india. La propia rigidez de los tabúes religiosos hindúes obstaculizaba la modernización: no se podía matar a roedores e insectos, de modo que se perdían enormes cantidades de alimentos; las costumbres sociales referentes al manejo de basura y excrementos producían condiciones insalubres permanentes, un campo de cultivo para las plagas bubónicas; el sistema de castas sofocaba la iniciativa, estimulaba el ritual y restringía el mercado; y la influencia que ejercían los sacerdotes brahmanes sobre los gobernantes locales indios significaba que ese oscurantismo actuaba en los niveles más altos. Había obstáculos sociales profundos a cualquier intento de cambio radical. No es de extrañar que más tarde muchos británicos, después de saquear y luego tratar de gobernar la Indiasegún principios utilitarios, terminaran por abandonarla con el sentimiento de que el país seguía siendo un misterio para ellos[11].
Pero el Gobierno mongol apenas podía compararse con la administración conducida por el Servicio Civil Indio. Las brillantes cortes eran centros de consumo conspicuo a una escala que hasta el Rey Sol hubiera considerado excesiva en Versalles. Miles de sirvientes y desocupados, ropas, joyas, harenes y menajes extravagantes, enormes despliegues de cuerpos de guardia que sólo podían pagarse creando una máquina de pillaje sistemático. Los recaudadores de impuestos, a quienes sus amos exigían sumas fijas, se cebaban sin piedad en campesinos y comerciantes; fuera cual fuese la situación de las cosechas o el comercio, el dinero tenía que reunirse. Como, aparte de la rebelión, no había frenos constitucionales ni de ninguna otra especie, no era sorprendente que se llamara «comida» a los impuestos. A cambio de este tributo anual colosal, la población recibía apenas nada. Había pocos adelantos en las comunicaciones y ninguna ayuda organizada en caso de hambre, inundaciones y peste, cosas que, por supuesto, eran habituales. Esto hace que por comparación la dinastía Ming parezca benigna y casi progresista. Técnicamente, el Imperio mongol entró en declive porque se hizo cada vez más difícil de mantener luchando con los mahratas en el Sur, los afganos en el Norte y, por último, la Compañía de las Indias Orientales. En realidad, las razones de su decadencia fueron mucho más internas que externas.
DOS FORASTEROS: JAPÓN Y RUSIA
En el siglo XVI había otros dos Estados que, aunque no se acercaban en tamaño y población a los imperios Ming, Otomano y Mongol, daban señales de consolidación política y crecimiento económico. En el Extremo Oriente, Japón avanzaba en el mismo momento en que su vecino chino comenzaba a atrofiarse. La geografía daba una ventaja estratégica a los japoneses (como también a los británicos) porque la insularidad ofrecía una protección contra invasiones por tierra que China no poseía. No obstante, la separación entre las islas de Japón y el territorio asiático no era en absoluto completa y una buena parte de la cultura y la religión japonesas era una adaptación de la civilización más antigua. Pero mientras China era gobernada por una burocracia unificada, en Japón el poder se hallaba en manos de señores feudales, de estructura ciánica, y el emperador no tenía verdadero poder. El Gobierno centralizado que había existido en el siglo XVI había sido reemplazado por una perpetua lucha entre clanes... semejante a la lucha entre sus equivalentes en Escocia. Ésta no era una circunstancia ideal para comerciantes y mercaderes, pero no obstaculizó demasiado la actividad económica. Tanto en tierra como en el mar, los empresarios trataban con señores de la guerra y aventureros militares, cada uno de los cuales veía el beneficio que había en el comercio marítimo del este de Asia. Los piratas japoneses asaltaban las costas de China y Corea para saquearlas mientras al mismo tiempo otros japoneses aprovechaban la oportunidad de intercambiar mercancías con los visitantes portugueses y holandeses de Occidente. Las misionen cristianas y productos europeos penetraron en la sociedad japonesa con mucha más facilidad que en el remoto y autosuficiente Imperio Ming[12].
Esta escena animada, aunque turbulenta, se alteraría pronto con el uso creciente de armamento europeo importado. Como sucedía en todas partes del mundo, el poder gravitaba en torno a aquellos individuos o grupos que poseían los recursos necesarios para mandar un gran ejército de mosqueteros y, sobre todo, de cañones. En Japón el resultado de esta tendencia fue la consolidación de la autoridad del gran jefe militar Hydeyoshi, cuyas aspiraciones lo llevaron a intentar por dos veces la conquista de Corea. Sus intentos fracasaron y cuando Hydeyoshi murió en 1598 la guerra civil volvió a amenazar el Japón; pero pocos años después el poder se había consolidado en manos de Ieyasu y sus amigos shogunes del clan Tokugawa. Esta vez el gobierno militar centralizado era inconmovible.
En muchos sentidos, el Japón de Tokugawa tenía las características de las «nuevas monarquías» que habían surgido en el Oeste durante el siglo anterior. La gran diferencia era la renuncia del shogunado a la expansión marítima y en realidad a todo contacto con el mundo exterior. En 1636 se detuvo la construcción de barcos para la navegación oceánica y se prohibió a los súbditos japoneses la navegación por alta mar. El comercio con los europeos quedó restringido al buque holandés que fondeaba en Deshima, en el puerto de Nagasaki; se expulsó a los otros. Aún más temprano, prácticamente todos los cristianos (extranjeros y nativos) fueron asesinados sin piedad por órdenes del shogunado. Es evidente que el motivo que había detrás de estas drásticas medidas era la decisión del clan Tokugawa de lograr el control indiscutible; en consecuencia, se consideraba subversivos a extranjeros y cristianos. Pero también lo eran potencialmente otros señores feudales, por lo que se les exigió pasar medio año en la capital y por lo que, durante esos seis meses en los que se les permitía residir en sus Estados, sus familias tenían que permanecer en Yedo (Tokio), virtualmente como rehenes.
Esa uniformidad impuesta no obstaculizó, por sí misma, el desarrollo económico, y tampoco impidió notables logros artísticos. La paz nacional era buena para el comercio, las ciudades y la población global crecían y el uso cada vez más habitual de pagos con dinero realzaba la importancia de comerciantes y banqueros. No obstante, estos últimos no alcanzaron nunca la importancia social y política que adquirieron en Italia, los Países Bajos y Gran Bretaña, y obviamente los japoneses eran incapaces de conocer y adoptar los adelantos tecnológicos e industriales que se producían en otros lugares. Como la dinastía Ming, el shogunado Tokugawa decidió deliberadamente, con pocas excepciones, apartarse del resto del mundo. Tal vez esto no haya retrasado las actividades económicas en el propio Japón, pero sí perjudicó el poder relativo del Estado japonés. Como despreciaban el comercio y se les prohibía viajar o exhibir sus armas salvo en ocasiones de ceremonia, los samuráis al servicio de sus señores vivían una vida de ritual y aburrimiento. Durante dos siglos el sistema militar se atrofió, de modo que en 1853, cuando llegaron los famosos «barcos negros» del comodoro Perry, poco podía hacer el espantado gobierno japonés aparte de satisfacer la demanda americana de carbón y otros materiales.
Al comienzo de su período de consolidación y crecimiento políticos Rusia se asemejaba en varios aspectos a Japón. Muy alejada geográficamente de Occidente —en parte a causa de las malas comunicaciones y en parte a causa de que las luchas periódicas con Lituania, Polonia y Suecia, el Imperio otomano cortaba las rutas existentes—, el reino de Moscovia estaba sin embargo muy influido por su herencia europea, transmitida en gran parte por la Iglesia ortodoxa rusa. Además, fue desde Occidente desde donde llegó la solución duradera a la vulnerabilidad de Rusia frente a los jinetes de las planicies asiáticas: los mosquetes y cañones. Con estas nuevas armas Moscú podía afirmarse como uno de los «imperios de la pólvora», y, en consecuencia, expandirse. El avance hacia Occidente era difícil porque los suecos y polacos también tenían esos armamentos, pero la expansión colonial hacia las tribus y khanatos del Sur y del Este fue mucho más sencilla a causa de esta ventaja tecnológico-militar. Hacia 1556, por ejemplo, las tropas rusas habían llegado al mar Caspio. La expansión militar fue acompañada, y a veces hasta eclipsada, por los exploradores y pioneros que avanzaban constantemente hacia el este de los Urales, a través de Siberia, y habían llegado incluso a la costa del Pacífico hacia 1638[13]. Pese a su superioridad duramente conseguida sobre los jinetes mongoles, en el crecimiento del Imperio ruso no hubo nada fácil o inevitable. Cuantos más pueblos se conquistaban, mayores eran las posibilidades de disensiones internas y revueltas. La nobleza nativa se agitaba incluso después de la purga que Iván el Terrible hizo entre sus filas. El khanato tártaro de Crimea seguía siendo un enemigo poderoso; sus tropas saquearon Moscú en 1571 y mantuvo la independencia hasta finales del siglo XVIII. Los peligros que venían de Occidente eran aún mayores: los polacos, por ejemplo, ocuparon Moscú entre 1608yl613.
Otro punto débil era que, pese al intercambio con Occidente, Rusia seguía tecnológicamente atrasada y económicamente subdesarrollada. Los extremos climáticos y las enormes distancias y malas comunicaciones eran en parte responsables de ello, pero también lo eran graves problemas sociales: el absolutismo militar de los zares, el monopolio de la educación en manos de la Iglesia ortodoxa, la venalidad y arbitrariedad de la burocracia y la institución de la servidumbre, que hacía feudal y estática la agricultura. No obstante, pese al atraso relativo y a las desventajas, Rusia siguió expandiéndose e imponiendo en sus nuevos territorios la misma fuerza militar y el gobierno autocrático que se habían utilizado para forzar a la obediencia a los moscovitas. De Europa se había obtenido lo bastante como para dar al régimen la fortaleza armada necesaria para cuidarse, mientras que al mismo tiempo se resistía cualquier otra posibilidad de «modernización» social y política occidental. Por ejemplo, en Rusia se segregaba a los extranjeros de los nativos para evitar influencias subversivas. A diferencia de otros despotismos mencionados en este capítulo, el Imperio de los zares se las arreglaría para sobrevivir y Rusia llegaría a ser un poder mundial. No obstante, en 1500 e incluso en 1650, esto no resultaba demasiado evidente para muchos franceses, holandeses e ingleses, quienes probablemente sabían tanto sobre el gobernante ruso como sobre el legendario Preste Juan[14].
EL «MILAGRO EUROPEO»[15]
¿Por qué se produjo entre los pueblos dispersos y poco sofisticados que habitaban la parte occidental del continente euroasiático un proceso imparable de desarrollo económico e innovación tecnológica que los transformaría en líderes comerciales y militares en los asuntos mundiales? Ésta es una pregunta que ha preocupado a eruditos y otros observadores durante siglos y lo único que pueden hacer los siguientes párrafos es presentar una síntesis de opiniones. Sin embargo, por esquemático que deba ser necesariamente este resumen, posee la ventaja de exponer las líneas principales del argumento que impregna esta obra: o sea, que había involucrada una dinámica, impulsada sobre todo por los adelantos económicos y tecnológicos, aunque interactuaba siempre con otras variables, como la estructura social, la geografía y el accidente ocasional; que para comprender el curso de la política mundial es necesario centrar la atención en los elementos materiales y a largo plazo más que en las vaguedades de personalidad o los giros semanales de la diplomacia y la política; y que el poder es una cosa relativa que sólo puede describirse y medirse mediante comparaciones frecuentes entre diversos Estados y sociedades.
La característica europea que llama de inmediato la atención cuando se mira un mapa de los «centros de poder» del mundo en el siglo XVI, es su fragmentación política (ver mapas 1 y 2). Ésta no era una situación reciente o accidental, como la que se produjo brevemente en China después del colapso de un imperio y antes de que la dinastía sucesora pudiera tomar las riendas del poder centralizado. Europa siempre había estado políticamente fragmentada a pesar de los grandes esfuerzos de los romanos, que no habían podido extender sus conquistas mucho más allá del Rin y el Danubio; y durante los mil años posteriores a la caída de Roma la unidad básica de poder político había sido pequeña y localizada, en contraste con la expansión regular de la religión y cultura cristianas. Las concentraciones ocasionales de autoridad, como la de Carlomagno en Occidente o la de Kiev en el Este, eran sucesos temporales que terminaban con un cambio de gobernante, la rebelión interna o las invasiones externas.

Europa debía esta diversidad política en gran parte a su geografía. No había enormes planicies en las cuales pudiera imponer su dominio un imperio de jinetes; y tampoco enormes y fértiles zonas ribereñas como las que rodean el Ganges, el Nilo, el Tigris y el Éufrates, el Yang-Tzé y el río Amarillo, que proporcionan comida para grandes masas de campesinos trabajadores y fácilmente conquistables. El paisaje europeo era mucho más fracturado, con cadenas montañosas y grandes bosques que separaban los dispersos centros de población de los valles; y su clima cambiaba considerablemente de Norte a Sur y de Oeste a Este. Esto tuvo una serie de consecuencias importantes. Para empezar, dificultaba el establecimiento de un control unificado, incluso en manos de un jefe militar poderoso y decidido, y al mismo tiempo minimizaba la posibilidad de que el continente fuera invadido por una fuerza externa como las hordas mongoles. Por otro lado, este paisaje diverso estimulaba el crecimiento y la existencia continuada del poder descentralizado, con reinos locales y señoríos de marca y clanes de tierras altas y confederaciones de ciudades de tierras bajas, todo lo cual hacía que un mapa político de Europa trazado en cualquier momento posterior a la caída de Roma pareciera un edredón hecho con muchos trozos de tela de diferente color. Los dibujos de ese edredón podían variar entre siglo y siglo, pero jamás pudo usarse un solo color para significar la existencia de un imperio unificado[16].
El clima diferenciado de Europa rindió productos diferenciados, apropiados para el intercambio; y con el tiempo, a medida que se desarrollaban las relaciones de mercado, fueron transportados por los ríos o los senderos que se abrían en los bosques entre una zona habitada y otra. Tal vez la característica más importante de este comercio fuera que consistía sobre todo en productos voluminosos: madera, grano, lana, arenques, etc., que atendían a las necesidades de la creciente población de la Europa del siglo XV, más que en el tipo de producto de lujo que llevaban las caravanas orientales. Aquí también desempeñó un papel importante la geografía, porque el transporte por agua de estas mercaderías era mucho más económico y Europa tenía muchos ríos navegables. El hecho de estar rodeada de mares estimuló la industria vital de la construcción naval y a fines de la Edad Media existía un floreciente comercio marítimo entre el Báltico, el mar del Norte, el Mediterráneo y el mar Negro. Por supuesto, este tráfico era interrumpido por guerras y se veía afectado por desastres locales como malas cosechas y peste; pero en general siguió expandiéndose, aumentando la prosperidad de Europa y enriqueciendo su dieta y llevando a la creación de nuevos centros de riqueza como las ciudades Hanseáticas o italianas. A su vez, los intercambios regulares de productos a grandes distancias estimularon el aumento de letras de cambio, un sistema crediticio y bancario a escala internacional. La propia existencia del crédito mercantil y después de letras de seguro permitía una predicción básica de las condiciones económicas que hasta entonces los comerciantes habían conocido raras veces en ningún lugar del mundo[17].
Además, como gran parte de este comercio se realizaba en las turbulentas aguas del mar del Norte y en la bahía de Vizcaya —y también porque la pesca de altura se convirtió en una fuente importante de alimento y riqueza—, los astilleros se vieron obligados a construir navíos fuertes (aunque algo lentos y poco elegantes), capaces de trasladar grandes pesos y basados sólo en el viento como fuerza propulsora. Aunque con el tiempo tuvieron más velas y mástiles y timones más sólidos, y por lo tanto se hicieron más fáciles de maniobrar, los «cargueros» del mar del Norte y sus sucesores no deben haber tenido una apariencia tan impresionante como los navíos más ligeros que recoman las costas del Mediterráneo oriental y el océano índico; pero, como veremos, a largo plazo demostrarían poseer ventajas evidentes[18].
Las consecuencias políticas y sociales de este crecimiento descentralizado y en su mayor parte no supervisado del comercio y los comerciantes, los puertos y mercados, fueron muy significativas. En primer lugar no había forma de suprimir totalmente esas tendencias económicas. Esto no quiere decir que el surgimiento de las fuerzas de mercado no molestara a muchos de los que detentaban la autoridad. Los señores feudales, que sospechaban de las ciudades como centros de disidencia y santuarios para los siervos, trataron a menudo de recortar sus privilegios. Como en todas partes, se persiguió con frecuencia a los comerciantes, robando sus mercancías y confiscando su propiedad. Los pronunciamientos papales contra la usura se parecían en muchos sentidos al disgusto que sentían los confucianos por los intermediarios y prestamistas. Pero lo fundamental es que en Europa no existía una autoridad uniforme que pudiera detener de manera eficaz tal o cual tendencia comercial; no había ningún gobierno c