Hector y el secreto de la felicidad

François Lelord

Fragmento

cap-1

Hector no está contento consigo mismo

Érase una vez Hector, un joven psiquiatra que no estaba contento consigo mismo.

Pese a no estar contento consigo mismo, Hector parecía un psiquiatra de verdad: sus pequeñas gafas de montura redonda le conferían un aire de intelectual, sabía escuchar a las personas con aire pensativo, emitiendo de vez en cuando un «Hummm...» de interés, e incluso se había dejado crecer un bigotito cuyas puntas retorcía con los dedos cuando se detenía a reflexionar profundamente.

Su consultorio también parecía el consultorio de un psiquiatra de verdad: tenía un diván (regalo de su madre al poco de instalarse), reproducciones de estatuillas egipcias o hindúes, y una gran biblioteca llena de libros difíciles, algunos de los cuales eran tan complicados que no se había tomado la molestia de leerlos.

Hector tenía muchos pacientes no solo porque parecía un psiquiatra de verdad, sino porque poseía un secreto que solo conocen los buenos médicos y no se aprende en la facultad de Medicina: las personas le interesaban de verdad.

Por regla general, la gente se siente incómoda cuando acude al psiquiatra por primera vez. Temen que les tome por locos, aunque sepan que es su trabajo. O bien tienen miedo de que su caso no le parezca lo suficientemente grave y les mande ir a ver a otro especialista. Sin embargo, ya que han pedido hora acaban contándole sus pequeñas manías, las extrañas ideas que les pasan por la cabeza y les hacen sufrir, lo que nunca se han atrevido a contar a nadie, los grandes miedos o las inmensas tristezas que no les dejan vivir. También tienen miedo de no saber expresarse y de aburrir al especialista. Es cierto que a veces el psiquiatra puede parecer aburrido o cansado. Si uno no está acostumbrado, puede llegar a preguntarse si realmente lo está escuchando.

Pero con Hector casi nunca ocurría eso. Observaba y escuchaba a sus pacientes, asentía para animarlos a proseguir y, de vez en cuando, emitía algún que otro pequeño «Hummm...» mientras se retorcía una punta del bigote. A veces incluso decía: «Espere, explíquemelo otra vez porque no lo he entendido». Salvo los días que estaba muy cansado, los pacientes notaban que Hector escuchaba realmente lo que le contaban e incluso se mostraba interesado.

Así pues, la gente volvía, le pedía hora cada vez con mayor frecuencia, lo recomendaban a amigos y conocidos y hablaban de él a su médico de cabecera, quien a su vez le proporcionaba nuevos clientes. Pronto Hector empezó a pasar días enteros escuchando a la gente y a pagar muchos impuestos, si bien sus consultas no eran caras (su madre siempre le decía que tenía que cobrar más, pero a él le daba apuro).

Cobraba menos por consulta que Madame Irina, por ejemplo, una famosa vidente. Esta le decía:

—Debería subir sus tarifas, doctor.

—No es la primera que me lo dice —le respondía Hector.

—Le hablo como una madre, doctor, veo lo que le conviene.

—Por cierto, ¿cómo ve usted ahora mismo?

Madame Irina había ido a la consulta de Hector porque ya no veía el futuro. Había sufrido un gran desengaño por culpa de un señor que la había abandonado, y desde entonces había dejado de ver el porvenir con claridad. Como era astuta y tenía recursos, siempre se le ocurría algo interesante que decir a sus clientes. Pero también era honesta y le preocupaba no ver como antes. Hector le recetó unas pastillas para la tristeza y Madame Irina empezó a recuperar la visión.

Hector no sabía qué pensar de sí mismo.

Tenía éxito porque sabía escuchar a las personas, pero también porque conocía los pequeños trucos de su oficio.

Para empezar, sabía responder a una pregunta con otra. Por ejemplo, cuando alguien le preguntaba: «¿Cree usted que lo superaré, doctor?», él contestaba: «¿Para usted qué quiere decir “superarlo”?». Eso obligaba a la gente a reflexionar sobre su problema, y de este modo Hector la ayudaba a hallar la manera de superarlo.

En segundo lugar, era buen conocedor de los medicamentos. En el campo de la psiquiatría esto no es difícil, ya que solo hay cuatro grandes categorías de medicamentos: las pastillas para la tristeza —antidepresivos—, las pastillas para el miedo —ansiolíticos—, las pastillas para las voces y los pensamientos extraños —neurolépticos— y las pastillas para evitar los altos demasiado altos y los bajos demasiado bajos —reguladores del humor—. En realidad no es tan sencillo, ya que de cada tipo de medicamento hay al menos unas diez marcas de pastillas diferentes cuyos nombres son a cual más curioso, y el psiquiatra debe encontrar la más ajustada a las necesidades del paciente. Los medicamentos son como los postres: no a todo el mundo le gusta lo mismo.

Y finalmente, cuando los medicamentos no bastaban, o simplemente cuando los pacientes no los necesitaban, Hector recurría a otro método: la psicoterapia. Pese a la complejidad del nombre, solo consiste en ayudar a las personas escuchándolas y hablando con ellas. Pero ojo, no como se habla con cualquiera todos los días, sino siguiendo un método especial. Al igual que sucede con las pastillas, también existen diferentes tipos de psicoterapias, algunas de las cuales fueron inventadas por especialistas muertos hace tiempo. Los que inventaron la psicoterapia que había aprendido Hector eran ya viejos, pero aún vivían. El método consistía en conversar con la gente. Eso le gustaba al paciente, ya que algunos habían tenido una mala experiencia con psiquiatras que casi no hablaban con ellos, y no habían llegado a acostumbrarse.

Con Madame Irina, Hector no intentó aplicar la psicoterapia, ya que tan pronto como intentaba preguntarle algo, la vidente le decía:

—Ya sé lo que me va a preguntar ahora, doctor.

Lo peor era que a menudo (no siempre) tenía razón.

Así pues, gracias a su dominio de los trucos del oficio, los medicamentos, la psicoterapia y su secreto, el interés sincero por las personas, Hector era un buen psiquiatra, es decir, obtenía los mismos resultados en su campo que un buen médico, un buen cardiólogo, por ejemplo. Era capaz de curar por completo a algunos de sus pacientes; otros conservaban la buena salud tomándose todos los días la pastilla que les recetaba y acudiendo a su consultorio de vez en cuando; y, por último, contribuía a que la enfermedad de algunos fuera más llevadera.

Sin embargo, Hector no estaba contento consigo mismo.

No estaba contento porque se daba perfecta cuenta de que no conseguía hacer felices a sus pacientes.

cap-2

Hector se hace preguntas

Hector tenía el consultorio en una gran ciudad de grandes avenidas flanqueadas por bonitos edificios antiguos. Aquella ciudad no era como la mayoría de las grandes ciudades del mundo: a sus habitantes no les faltaba comida; la asistencia médica era gratuita; los niños iban a la escuela; la mayoría de la gente tenía trabajo. También se podía ir al cine, la cartelera era muy extensa, y la entrada, no muy cara; y había museos, piscinas e incluso espacios para pasear en bicicleta sin peligro de atropello.

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