Memorias

Balthus

Fragmento

1

Hay que aprender a atisbar la luz. Sus inflexiones. Sus fugas y sus filtraciones. Por la mañana, después del desayuno, después de leer el correo, informarse sobre el estado de la luz. Saber si es posible pintar hoy, si el avance en el misterio del cuadro será profundo. Si la luz del estudio será buena para penetrar en él.

En Rossinière todo está igual que antes. Es como un pueblo de verdad. Pasé toda mi infancia enfrente de los Alpes. Delante de la masa oscura y fúnebre de los abetos de Beatenberg, en la blancura inmaculada de la nieve. En realidad, vinimos aquí por mi añoranza de la montaña. Rossinière me ayuda a seguir adelante. A pintar.

Porque de eso se trata, de pintar. Casi podría decir, sin temor a exagerar, que solo de eso.

Aquí es como si se hubiera instalado la paz. La fuerza de las cumbres, el peso de las nieves alrededor, su pesadez blanca, la sencillez de las cabañas en medio de los prados, el tintineo de las esquilas, la regularidad del pequeño tren que serpentea por la montaña, todo invita al silencio.

Comprobar el estado de la luz, pues. Este día que empieza hará avanzar el cuadro. Que lleva mucho tiempo en camino. Una sola pincelada de color quizá, y la prolongada meditación delante del lienzo. Solo eso. Y la esperanza de domar el misterio.

l estudio es el lugar del trabajo. De la dura faena. El lugar del oficio. Es fundamental. Es allí donde me recojo, como en un lugar de iluminación. Me acuerdo del de Giacometti. Mágico, lleno de cosas, materiales, papeles, y una sensación general de estar cerca de los secretos. Siento mucha admiración y respeto, mucho cariño también por Giacometti. Era un hermano, un amigo. Por eso tengo esta fotografía suya, no sé quién la hizo ni de dónde ha salido, pero así trabajo a la sombra de Alberto, bajo su mirada benévola, estimulante.

Habría que decirles a los pintores actuales que todo se decide en el estudio. En la lentitud de su tiempo.

Me encantan esas horas que paso mirando el lienzo, meditando sobre él. Contemplándolo. Horas incomparables en su silencio. En invierno se oye el zumbido de la gran estufa. Ruidos familiares del estudio. Los pigmentos mezclados por Setsuko, el roce del pincel sobre el lienzo, todo lleva al silencio. Prepara la entrada de las formas en el lienzo con su secreto, las modificaciones apenas esbozadas que desvían el tema del cuadro hacia otra cosa, ilimitada, desconocida. Por el gran ventanal del estudio, la imagen

E tutelar de las cumbres. En mi castillo de Montecalvello, en la comarca de Viterbo, al fondo del paisaje se divisa el Cimino y sus senderos de abetos negros que sujetan las laderas de la montaña. Siempre la misma representación, aquí o allá, de fuerza y de misterio. Es como un mundo abierto a su propia noche. Donde sé que hay que retrasarse para llegar.

sta idea de amaestrar el tiempo, de aclimatarlo, la entiendo con la perspectiva de darle un sentido. Llegar, gracias a ese tiempo dado al lienzo, a la posible revelación. Tener esperanzas de alcanzarla. Con esa actitud. Con esa disposición. Mi obra se hace, siempre se ha hecho bajo el signo de lo espiritual. Por eso espero mucho de la oración: pide que no nos desviemos del buen camino. Soy un ferviente católico. La pintura es un modo de acceder al misterio de Dios. De tomar algunos destellos de su Reino. No hay vanidad en ello. Más bien humildad. Estar en condiciones de atrapar un fragmento de luz. Por eso me gusta tanto Italia. Viajé allí cuando era muy joven, con quince o diecisiete años, y enseguida me quedé prendado de ese país, de la amabilidad de la gente, de la suavidad de los paisajes. Italia siempre me ha parecido una tierra espiritualizada. Llena de espíritu. Desde todas las ventanas de Montecalvello se divisa un cuadro. Un cuadro o una oración, lo mismo da: una inocencia por fin alcanzada, un tiempo sustraído del desastre del tiempo que pasa. Una inmortalidad capturada.

Tengo fama de pintar un cuadro en diez años. Yo sé cuán

E do está terminado. Es decir, cuándo está cumplido. Ninguna pincelada, ni el menor rastro de color deben corregir el mundo por fin alcanzado, el espacio secreto por fin percibido. Fin de la larga plegaria pronunciada en el silencio del estudio. Fin de la contemplación silenciosa. Se ha acariciado una idea de la belleza.

ago mucho hincapié en esta necesidad de la oración. Pintar como se reza. Por esa razón, acceso al silencio, a lo invisible del mundo. Como la mayoría de los que se dedican al llamado arte contemporáneo son unos imbéciles, unos artistas que no saben nada de pintura, no estoy muy seguro de que este planteamiento tenga mucho eco, de que se comprenda siquiera. ¿Qué más da? La pintura se basta a sí misma. Para alcanzarla aunque solo sea un poco es preciso percibirla, diría yo, ritualmente. Tomar lo que puede darnos como una gracia. No puedo desprenderme de ese vocabulario religioso, no encuentro nada más adecuado, más ajustado a lo que quiero decir que ese carácter sagrado del mundo, esa entrega de sí mismo, humilde, modesto, pero también ofrecido como una ofrenda, para llegar a lo esencial.

Es preciso pintar siempre con ese desprendimiento. Huir de los movimientos del mundo, de sus facilidades y sus vértigos. Mi vida empezó con la pobreza absoluta. Con la exigencia con uno mismo. Con ese afán. Recuerdo mis días solitarios en el estudio de la calle Furstenberg. Conocía a Picasso, a Braque, les veía a me

H nudo. Sentían mucha simpatía hacia mí. Hacia el hombre peculiar que era yo, diferente, bohemio e indómito. Picasso venía a verme. Me decía: «Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no». El estudio estaba encaramado en un quinto piso. Había que tener ganas para ir a verme. Era un lugar extraño, yo vivía apartado del mundo, enfrascado en mi pintura.

Creo que siempre he vivido así. Con la misma exigencia, sí, con la aparente desnudez de hoy. Estoy echado en la tumbona, frente a las ventanas de la casona que reciben el sol de las cuatro. Mi vista no siempre me permite discernir el paisaje. Lo único que me satisface es el estado de la luz. Esta transparencia que acrecienta la nieve, aparición deslumbrante. Transcribir su travesía.

o sé por qué misteriosa analogía, divina seguramente, el paisaje de aquí, la cima de los Alpes, la casona, me hacen pensar en China. Descubrí China hojeando un libro de pintura. Sus paisajes me resultaban familiares, evidentes. Cuando compramos la casona de Rossinière, después de todos los años de felicidad tan alegre y de intenso trabajo que pasamos en Roma, en Villa Médicis, sabíamos, mi mujer Setsuko y yo, que este era un sitio pensado para nosotros, que era como una confluencia, como la unión entre los paisajes de la pintura china y japonesa y los paisajes clásicos de la pintura francesa. Era sobre todo su manera de ser y desaparecer, esa enorme espontaneidad que emana de ellos, esa impresión de naturalidad lo que hallamos aquí, en la comarca de Enhaut.

Siempre he entendido la familiaridad que me une a Rossinière. Hay algo relacionado con las leyes de la armonía universal. Un equilibrio entre las masas, y sobre todo una fluidez del aire, una calidad de la luz que hacen más evidentes todas las cosas, con una claridad original. Por eso me gusta tanto la pintura de los primitivos italianos y la de los chinos y los japoneses. Su pintura es sagrada, se propone

N encontrar más allá de las apariencias, de las formas visibles, lo invisible de las cosas, un secreto del alma. No hay diferencia entre Piero della Francesca, por ejemplo, y un maestro de Extremo Oriente. No más diferencia entre sus paisajes y el que veo desde mis ventanas, la misma neblina que cae algunos

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