El despertar de la herejía

Robert Harris

Fragmento

1. El valle escondido

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El valle escondido

A última hora de la tarde del martes 9 de abril del Año de Nuestro Señor Resurrecto de 1468, podía verse a un solitario viajero recorriendo a lomos de caballo los agrestes páramos de aquella región del sudoeste de Inglaterra conocida desde la época sajona como Wessex. Si la expresión de aquel joven parecía atribulada, podemos asegurar que tenía buenas razones para ello. Llevaba más de una hora sin ver una sola alma. Pronto oscurecería, y si era sorprendido sin estar bajo techo después del toque de queda se arriesgaba a pasar la noche en prisión.

Se había detenido a pedir indicaciones en la villa mercantil de Axford, donde un grupo de hombres de aspecto rudo estaba bebiendo a las puertas de una posada bajo un letrero con un cisne pintado. Tras sonreírse entre ellos por su extraño acento, le habían asegurado, imitando el refinamiento de su pronunciación, que para llegar a su destino solo tenía que seguir cabalgando en dirección al sol poniente. Pero en ese momento empezaba a sospechar que podría haberse tratado de una jugarreta de los lugareños, ya que, nada más pasar los altos muros de la prisión de la villa, donde los cuerpos de tres malhechores se descomponían colgados en sus jaulas de hierro, y tras cruzar el río y entrar en campo abierto, unos oscuros nubarrones habían comenzado a cubrir el cielo por el oeste, impidiendo ver la puesta de sol. A su espalda, hacía ya mucho que la alta torre de la iglesia de Axford había desaparecido bajo la línea del horizonte. Ante él, el camino serpenteaba y se hundía entre despoblados riscos de sombríos bosques y extensiones de matorral veteadas por franjas de aliagas amarillas, antes de perderse en la oscuridad.

En ese instante reinaba un silencio absoluto, la calma que por aquellos pagos solía anunciar que el tiempo iba a cambiar. Todas las aves habían callado, incluso los enormes milanos reales cuyos incongruentes y estridentes chillidos le habían perseguido durante kilómetros. Una bruma gris y húmeda surcaba el páramo formando gélidos velos que se arremolinaban en torno al jinete, quien, por primera vez desde que había partido a primera hora de aquella mañana, se sintió impulsado a rezar en busca de protección al santo cuyo nombre llevaba, el mismo que había cargado a sus espaldas al niño Dios para cruzar el río.

Al cabo de un rato, el camino empezó a ascender por una ladera boscosa. A medida que subía también se estrechaba, hasta convertirse en poco más que una senda para carros: tierra parduzca estriada apenas cubierta por guijarros, esquirlas de pizarra azulada y grava amarillenta, todo ello entretejido por las aguas de escorrentía. Desde las pronunciadas márgenes se alzaba el aroma de la hierba silvestre —pulmonaria, melisa, aliaria—, mientras que las ramas de los árboles colgaban tan bajas que tenía que agacharse o apartarlas con el brazo, descargando torrentes de agua helada que le empapaban la cabeza y le chorreaban por el interior de la manga. De repente, un destello esmeralda acompañado de un grito estridente atravesó la boscosa umbría, y el corazón se le subió a la garganta pese a comprender casi al momento que se trataba de algo tan poco siniestro como un periquito común. Aliviado, cerró los ojos.

Cuando los abrió, vio más adelante, en medio del camino, algo de color marrón, que al principio tomó por un árbol caído. Se secó la cara con la manga y se inclinó en su montura para tratar de ver mejor. Una figura ataviada con un blusón de arpillera, con capucha como la de los monjes, empujaba una carretilla. Clavó las rodillas en los flancos de su yegua para espolearla.

—¡Que Dios sea contigo! —gritó al llegar a la altura de aquella extraña aparición—. Soy forastero en estas tierras.

La figura siguió empujando con más fuerza si cabe, simulando no haberlo oído, lo cual le obligó a adelantarla y a hacer girar su montura para cortarle el paso en el estrecho sendero. Se fijó en que había varios fardos de lana apilados en la carretilla. Luego se aflojó los cordones del cuello de su capa.

—No voy a hacerte daño. Me llamo Christopher Fairfax. —Se echó hacia atrás la empapada prenda y alzó la cabeza barbada para mostrarle la tira de tela blanca que rodeaba su cuello—. Soy un hombre de Dios.

Un rostro flaco y mojado lo miró con los ojos entornados a través de la lluvia. Muy despacio, a regañadientes, la capucha cayó hacia atrás para revelar una cabeza totalmente calva. El agua se deslizaba por la reluciente cúpula de su cráneo, en cuya coronilla se curvaba una marca de nacimiento del color de la sangre en forma de media luna.

—¿Es este el camino a Addicott St. George?

El hombre se rascó la marca de la cabeza y entrecerró los ojos como si hiciera un gran esfuerzo por recordar. Finalmente respondió:

—¿Se refiere a Adcut? —Pronunció la palabra con un cerrado acento casi ininteligible.

Fairfax, chorreando agua y a punto de perder la paciencia, replicó:

—Sí, bueno, eso… Adcut.

—No es por aquí. Hay un cruce más atrás en el camino, a poco menos de un kilómetro. Tiene que girar por allí. —El hombre lo miró de arriba abajo. Una expresión suspicaz cruzó por su rostro: una mirada astuta, rústica, taimada, como si examinara a una bestia en el mercado—. Es muy joven para el oficio.

—Y también lo bastante viejo, supongo. —Fairfax forzó una sonrisa e inclinó la cabeza—. Que la paz sea contigo.

Tiró de la brida para hacer dar la vuelta a su añosa yegua gris, y la condujo cuidadosamente por el sendero encharcado hasta dar con el lugar donde el camino se bifurcaba. Era casi imposible encontrar el cruce si no habías sido debidamente advertido. Así pues, era cierto que aquellos canallas de Axford habían intentado hacer que se perdiera, una jugarreta que jamás se habrían atrevido a perpetrar si hubieran sabido que era sacerdote. Debería informar de ello a los alguaciles locales. Sí, eso es lo que haría en el camino de vuelta. Se encargaría de que todo el peso de la ley cayera sobre sus estúpidas y zafias cabezotas: encarcelamiento, una multa, un día en los cepos siendo apedreados con rocas y heces…

Este segundo sendero era incluso más empinado. Árboles vetustos y ya cubiertos de hojas se alzaban a ambos lados del camino, inclinándose a apenas un par de metros sobre su cabeza como si hablaran entre ellos. Sus ramas densamente entrelazadas ocultaban la luz diurna. Dentro de aquel túnel húmedo y umbrío era como si ya hubiera caído la noche. La yegua hizo amago de retroceder y se negó a continuar. Fairfax rodeó con sus brazos el cuello del animal y le susurró al oído: «¡Vamos, May!». Pero era una bestia a la que la edad había hecho rezongona y terca, más mula que caballo, y al final tuvo que descabalgar y llevarla de la brida.

Fairfax se sintió aún más vulnerable yendo a pie. Llevaba veinte libras en su bolsa para gastos, contadas moneda a moneda la noche anterior por el deán, y muchos eran los viajeros que habían sido asesinados por la mitad de ese dinero. Sus botas resbalaban en el barro mientras tiraba de la brida. «Oh, qué broma más refinada», pensó con amargura. El obispo rara vez sonreía, pero eso no significaba que careciera de un peculiar sentido del humor. Enviar a un joven sacerdote a más de cincuenta kilómetros, hasta los confines más alejados de la diócesis, para llevar a cabo aquella misión. Y además montado en una yegua achacosa…

Se imaginó a sus compañeros reunidos para dar cuenta de su habitual cena temprana, sentados en los largos bancos del refectorio de la sala capitular, delante de la enorme chimenea. El obispo inclinaría la estrecha y entrecana cabeza para dar las gracias, con la cara del color de una ostra pese al fulgor de las llamas, y con un divertido brillo malicioso en sus ojillos oscuros. «Y, por último, recemos por nuestro hermano en Cristo, Christopher Fairfax, que esta noche está sirviendo a nuestra santa madre Iglesia… ¡en una tierra muy muy lejana!»

Las aguas de un arroyuelo cercano parecieron borbotear de risa.

Justo entonces, cuando ya empezaba a desesperar, vislumbró un débil resplandor al final del agreste sendero, y al cabo de varios minutos más de penoso avance emergió a la languideciente luz del día para encontrarse en la cresta de una colina. A su derecha, el terreno descendía abruptamente. Muretes de piedra seca cercaban pequeños campos donde se diseminaban vacas, ovejas y cabras. Desvencijados cobertizos de madera, castigados por los rigores del invierno, habían adquirido el color del peltre. Al fondo del valle, como a un kilómetro y medio de distancia, se veía un río atravesado por un puente. Junto al curso fluvial se alzaba un pequeño asentamiento formado principalmente por casas con techumbre de paja, dispuestas en torno a la torre cuadrada de una iglesia de piedra. Aquí y allá, penachos de humo de un gris blanquecino se elevaban hasta fundirse con el gris más oscuro del cielo. Las nubes que se cernían bajas sobre las colinas circundantes se alejaban rápidamente, como olas huyendo de una tormenta en mar abierto. Había dejado de llover. Tuvo la sensación de que podía oler los aromas que despedían las chimeneas. A su mente acudieron imágenes de luz, calor, compañía, comida. Su espíritu se reavivó en el fresco y húmedo aire del atardecer, e incluso el ánimo de May mejoró lo suficiente como para consentir que la volviera a montar.

Empezaba a oscurecer cuando entraron en el centro del pueblo. Los cascos de May repiquetearon sobre el puente arqueado de piedra que cruzaba el río e hicieron un ruido de chapoteo a lo largo de la estrecha y enfangada calle principal. Desde su posición elevada a lomos de la yegua, podía atisbar el interior de las casitas encaladas situadas a ambos lados. Algunas tenían pequeños jardines delanteros con vallas blancas de madera, pero la mayoría se abrían directamente a la calle. En un par de ventanas había velas encendidas; en una de ellas, vislumbró la pálida luna llena de una cara, eclipsada rápidamente por una cortina. Al cruzar el portal techado de madera que daba acceso al recinto sagrado, se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. Un sendero adoquinado conducía desde el cementerio hasta el pórtico de una iglesia de piedra que debía de llevar en pie en aquellas tierras desde hacía al menos mil años, seguramente unos mil quinientos. En el mástil que coronaba su campanario, colgaba a media asta el estandarte blanco y rojo de Inglaterra y de San Jorge, empapado por la lluvia.

En el extremo más alejado del cementerio, más allá del muro, se alzaba un desvencijado edificio de dos plantas con techumbre de paja. Al fijarse con más atención, vislumbró en el umbral la enjuta figura de una mujer vestida de negro, sosteniendo un farol y observándolo. Durante unos momentos se miraron el uno al otro por encima de las lápidas cubiertas de liquen. Luego la mujer levantó un poco la luz y la hizo oscilar adelante y atrás. Fairfax levantó la mano, espoleó a la yegua y rodeó el perímetro del camposanto en dirección a la figura que lo estaba esperando.

2. El padre Fairfax conoce al padre Thomas Lacy

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El padre Fairfax conoce al padre Thomas Lacy

La mujer lo condujo enseguida al piso de arriba para que viera al padre Lacy. Fairfax apenas tuvo tiempo de dejar su bolsa en el pasillo, despojarse de la chorreante capa y quitarse las botas enfangadas antes de seguirla por la estrecha escalera de madera, sintiendo las piernas rígidas y arqueadas debido a las largas horas sentado en la silla de montar.

Hablando por encima del hombro, la mujer le informó de que era la señora Agnes Budd, el ama de llaves, y que había estado atenta todo el día esperando su llegada. Pese a su tono deferente, Fairfax detectó cierto deje de reproche.

El joven sacerdote tuvo que agachar la cabeza para pasar por el bajo dintel de la puerta. El dormitorio estaba frío y olía a cal clorada. La ventana se hallaba abierta de par en par a la azulada oscuridad; en los tablones de madera por debajo de los paneles de cristal emplomado la lluvia había formado un pequeño charco. La tapa negra de un ataúd estaba apoyada contra una cómoda. El propio ataúd estaba dispuesto sobre la cama. En las mesillas situadas a ambos lados del pesado armazón de madera había unas velas encendidas, junto con un libro y un par de gafas, como si el muerto acabara de estar leyendo. Las llamas se agitaban por las ráfagas de aire.

De forma cautelosa, se acercó al ataúd y atisbó en su interior. El cadáver era largo y delgado, encajado entre virutas de serrín y envuelto ceñidamente en un sudario de lino blanco apergaminado, como una crisálida a punto de eclosionar. Un pañuelo de encaje blanco cubría su rostro. Fairfax miró al ama de llaves. Esta asintió. Con el pulgar y el índice de ambas manos, el sacerdote cogió las dos esquinas superiores del pañuelo y lo levantó.

En su corta existencia había visto muchos cadáveres. En la Inglaterra de aquella época era prácticamente imposible no verlos. Colgaban en el interior de jaulas con barrotes de hierro, como aquellos desgraciados ahorcados en Axford, para disuadir a los malhechores. Aparecían de la noche a la mañana en las entradas de las casas o en terrenos baldíos, sobre todo en invierno, y permanecían allí hasta que alguien se molestara en pagar al encargado nocturno de vaciar las letrinas para que se los llevara. Durante la reciente epidemia de fiebre pútrida había administrado los últimos sacramentos a criaturas de pecho al tiempo que cerraba por última vez los ojos de sus abuelos. Pero nunca había contemplado un cadáver como el que tenía delante. La nariz estaba destrozada, las cuencas de los ojos totalmente magulladas. Un profundo tajo atravesaba su frente. Le faltaba la mitad de la oreja derecha, como si se la hubieran arrancado a mordiscos. Aunque habían intentado disimular su rostro desfigurado con albayalde, las heridas resplandecían verdosas a través del blanco polvo de plomo. El efecto resultaba grotesco. Y, a diferencia de la gran mayoría de los clérigos, Lacy no tenía barba, apenas unos cañones de pelo gris.

Al inclinarse para tocarle la frente y darle la bendición, Fairfax percibió el hedor agusanado de la descomposición y se echó hacia atrás rápidamente. Hacía mucho que el viejo párroco debería haber estado descansando en su tumba.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto?

—Una semana, padre. Ha hecho bastante calor.

—¿Y a qué hora es el entierro?

—A las once, señor.

—Bueno, me temo que eso ya poco importa. —Volvió a colocar el pañuelo sobre la destrozada cara, dio un paso atrás e hizo la señal de la cruz—. Que la paz sea con su alma. Que este fiel servidor del Señor descanse en los brazos de Cristo. Amén.

—Amén —dijo el ama de llaves.

—Ayúdeme, señora Budd. Tapemos el ataúd.

Entre ambos transportaron la pesada tapa hasta lo alto de la cama y la depositaron sobre la caja. «Un buen y sencillo trabajo de carpintería», pensó Fairfax. Robusto roble inglés pintado de negro, con las asas de latón dispuestas a los costados como única ostentación, y un cierre lo bastante hermético para contener el hedor. Agnes se sacó un paño del cinto y limpió con él el féretro. Se quedaron contemplándolo durante unos momentos, y entonces la mujer reparó en el charco que se había formado bajo la ventana. Rezongando entre dientes, se acercó y lo secó con el paño, que luego escurrió sobre el jardín de abajo. Cuando se disponía a cerrar la ventana, Fairfax dijo:

—Será mejor que la deje abierta.

Una vez en el rellano, el sacerdote sacó un pañuelo y fingió sonarse. Todavía podía sentir el hedor en su nariz.

—Esas marcas en la cara… ¡Pobre hombre! ¿Cómo es que tiene esas heridas?

—Se las hizo al caer, señor.

—Debió de ser una caída tremenda.

—Desde unos treinta metros, o eso es lo que dicen.

—¿Quiénes?

—Los que lo encontraron, señor: el capitán Hancock; el señor Keefer, que es el secretario parroquial, y el señor Gann, el herrero, entre otros.

—¿En qué momento del día ocurrió?

—Salió de la parroquia en la tarde del pasado martes, con su desplantador en una mano y calzado con sus botas más robustas. Ya nunca más volvió. Se organizó una partida de búsqueda y trajeron su cuerpo el miércoles por la noche.

—¿Solía caminar mucho?

—Sí, señor. Iba a pie a casi todas partes. Rara vez montaba a caballo. Dejó de utilizar el suyo hace ya unos años.

El ama de llaves lo condujo escaleras abajo hasta el salón, donde un exiguo fuego ardía en el hogar, insuficiente para caldear la estancia. La mesa estaba dispuesta para un comensal.

—¿Va a querer cenar, padre?

Hacía solo una hora se había sentido hambriento. En ese instante la idea de comer le revolvía el estómago.

—Gracias. Pero primero debería atender a mi yegua.

Se dirigió hacia la salida por el pasillo con suelo de piedra. Ya estaba pensando en el momento en que se marcharía de aquel lugar. Trató de recordar el nombre de la posada en la que se había detenido a las afueras de Axford. El Cisne, eso era. Si el entierro se celebraba a las once, podría salir del pueblo a la una y estar en la posada para la hora de la cena.

La puerta principal tenía una robusta cerradura, nueva y reluciente. La abrió y salió al pequeño jardín. En el húmedo y limpio anochecer flotaba el aroma fragante de la hierba mojada y el humo de leña. Pero May había desaparecido. La había dejado amarrada a un poste de la verja. ¿Acaso no la había atado bien? Echó un vistazo hacia el pueblo sumido en la oscuridad. No se veía ninguna luz. El profundo silencio del paisaje rural le presionó los oídos como si los taponara.

—No se preocupe, padre —dijo Agnes a su espalda. En medio de tanta quietud, la voz de la mujer le hizo dar un respingo—. Rose la habrá llevado al establo.

—Muy amable. Por favor, dele las gracias de mi parte.

Aun así, se sintió vagamente irritado, por razones que no habría sabido especificar. Recogió su bolsa del recibidor y siguió al ama de llaves de vuelta al salón.

—Bueno, señora Budd —dijo, tratando de parecer expeditivo—, si me lo permite, hay algunas preguntas que debería hacerle. —Dejó su bolsa sobre la mesa y sacó el estuche con su pluma y varios fajos de papel—. Pero, antes, lo primero es lo primero. —Sonrió, intentando hacer que se sintiera cómoda—. ¿Hay tinta en la casa?

—¿Qué clase de preguntas? —inquirió la mujer con expresión recelosa.

Fairfax se preguntó qué edad tendría. Unos cincuenta años, tal vez. Piel cetrina, facciones vulgares, el pelo ya gris, ojos enrojecidos, probablemente por el llanto. Pensó en cómo el dolor de una súbita pérdida nos envejece, en lo vulnerables que somos, pobres criaturas mortales, bajo nuestra vana fachada de compostura.

—Como parte de mis deberes, se me ha encargado que pronuncie el panegírico del padre Lacy, una tarea ya de por sí difícil cuando has conocido al fallecido, mucho más peliaguda cuando no has llegado a conocerlo en persona. —Dijo aquello como si se tratara de un problema con el que estaba familiarizado, cuando en realidad nunca había oficiado un sepelio ni compuesto un panegírico en su vida—. Necesito algunos datos sencillos. Así pues, ¿hay tinta? Imagino que es algo que un párroco debía tener.

—Sí, señor, la tenía, y en abundancia —repuso ella en tono agraviado, y salió de la estancia, presuntamente para ir a buscarla.

Fairfax se sentó a la mesa, se aferró a los bordes con las manos y echó un vistazo a la habitación. Sobre la chimenea colgaba un sencillo crucifijo de madera. Las paredes, de un apagado tono marrón anaranjado a la luz de las velas, parecían bastante inclinadas, mientras que el techo se combaba un tanto en el centro. Aun así, la estancia transmitía una sensación de gran solidez y antigüedad, como si se hubiera asentado firmemente hacía siglos y ya nada pudiera moverla. Se imaginó a las generaciones de párrocos que debían de haber estado sentados en aquel mismo sitio, probablemente veintenas de ellos, cumpliendo sosegadamente con el trabajo de Dios en aquel remoto valle, ignoto y olvidado. Pensar en aquella muestra de devoción tan escasamente reconocida le hizo sentirse más humilde, y cuando Agnes regresó trató de manifestar esa humildad acercándole una silla para que tomara asiento frente a él y hablándole en un tono más afable.

—Perdóneme, sé que debería estar al tanto de estas cosas, pero ¿cuánto tiempo llevaba el padre Lacy ejerciendo el sacerdocio en esta parroquia?

—En enero hizo treinta y dos años.

—¿Treinta y dos años? Eso es casi un tercio de siglo… ¡Toda una vida! —Fairfax rara vez había oído que alguien hubiera cumplido tanto tiempo en el cargo—. ¿Tenía familia?

—Un hermano, pero murió hace años.

—¿Y desde cuándo ha estado usted a su servicio?

—Desde hace veinte años.

—¿Y su marido también?

—No, señor. Enviudé hace mucho tiempo, aunque tengo una sobrina, Rose.

—¿La misma que se ha encargado de mi yegua?

—Sí. Vive en la casa parroquial con nosotros… conmigo, debería aprender a decir.

—¿Y qué va a ser de ustedes dos ahora que el padre Lacy ha fallecido?

Para consternación de Fairfax, los ojos de la mujer se anegaron de lágrimas.

—No sabría decirle. Ha sido todo tan repentino que no he tenido tiempo de pensar en ello. Tal vez el nuevo párroco desee mantenernos en el puesto. —Le dirigió una mirada esperanzada—. ¿Permitirá que vivamos con usted, señor?

—¿Yo? —A punto estuvo de echarse a reír ante la absurda idea de enterrarse en vida en un lugar como aquel, pero, dándose cuenta de lo grosero que habría resultado, consiguió contenerse a tiempo—. No, señora Budd. Soy el miembro más humilde de la curia del obispo y tengo deberes que atender en la catedral. Mi tarea aquí consiste únicamente en oficiar el sepelio. Pero informaré a la diócesis de su situación. —Anotó algo más en sus papeles y se reclinó en la silla. Mordisqueó el extremo de la pluma mientras examinaba a la mujer—. ¿No hay algún sacerdote local que pueda ocupar el cargo?

Le había hecho la misma pregunta al obispo Pole el día anterior, cuando este le había asignado la misión; la había formulado de forma muy diplomática, ya que el prelado no era un hombre acostumbrado a que se cuestionaran sus órdenes. El obispo había apretado la boca en una fina línea y, simulando estar muy atareado con sus documentos, había murmurado algo sobre que Lacy era un tipo un tanto extraño e impopular entre los demás clérigos de la región. «Nos conocimos cuando éramos jóvenes. Fuimos al seminario juntos. Luego nuestras vidas tomaron caminos distintos. —Entonces había mirado a Fairfax directamente a los ojos—. Esta es una buena oportunidad para usted, Christopher. Una tarea sencilla, pero que requiere cierta discreción. Deberá estar allí solo un día. Confío en usted.»

Agnes bajó la vista a sus manos.

—El padre Lacy no tenía trato con los párrocos de otros valles.

—¿Por qué no?

—Seguía su propio camino.

Fairfax frunció el ceño y se inclinó ligeramente hacia delante, como si no hubiera oído bien las palabras.

—Perdone, no la entiendo. ¿«Su propio camino»? Sin duda no existe más que un único camino: el camino verdadero. Todo lo demás es herejía.

La mujer continuó evitando su mirada.

—No sabría responderle a eso, padre. Son cuestiones que están más allá de mi entendimiento.

—¿Y qué relación tenía con su congregación? ¿Era estimado por sus feligreses?

—Oh, sí. —Agnes hizo una pausa—. Por la mayoría.

—Pero ¿no por todos?

Esta vez no hubo respuesta. Fairfax dejó la pluma sobre la mesa y se frotó los ojos. De pronto se sentía muy cansado. En fin, aquello era un justo castigo al hecho de haberse envanecido por la confianza depositada en él por el obispo: cabalgar durante ocho horas para enterrar a un clérigo bastante oscuro, posiblemente un hereje, que al parecer no gozaba de las simpatías de buena parte de sus feligreses. Al menos, el panegírico sería breve.

—Supongo —prosiguió Fairfax en tono vacilante— que podría hablar en términos generales de… una vida plena dedicada al servicio de Dios y esas cosas. ¿Qué edad tenía cuando falleció?

—Era mayor, señor, pero aun así se conservaba bien. Tenía cincuenta y seis años.

Fairfax hizo un cálculo rápido. Si Lacy llevaba allí treinta y dos años, debió de llegar con veinticuatro, justo la edad que él tenía.

—¿Y Addicott era su única parroquia?

—Sí, señor.

Fairfax trató de imaginarse a sí mismo en la piel del viejo clérigo. Si a él lo enviaran a un lugar tan tranquilo como aquel, estaba seguro de que acabaría volviéndose loco. Tal vez era eso lo que, con el paso de los años, le había ocurrido a Lacy. Mientras que Pole había ido medrando hasta convertirse en obispo, a él lo habían dejado solo y olvidado para que se pudriera allí. Un espíritu idealista marchitado hasta la misantropía por la soledad.

—¡Un tercio de siglo! Debía de gustarle vivir aquí.

—Oh, sí, le encantaba. Nunca se habría marchado. —Agnes se puso en pie—. Debe de estar hambriento, padre. Le he preparado algo de cenar.

3. Después del primer sueño, Fairfax hace un descubrimiento inquietante

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Después del primer sueño, Fairfax hace un descubrimiento inquietante

El ama de llaves le sirvió una sencilla cena a base de estofado de conejo y corazón de cordero, acompañado de una jarra de fuerte cerveza negra que, según le explicó, había elaborado el propio padre Lacy. Fairfax la invitó a acompañarle, pero ella se excusó. Le dijo que tenía que preparar el refrigerio para la mañana siguiente. De su sobrina, Rose, seguía sin haber ni rastro.

Al principio, Fairfax empezó a picar la comida con desgana. No obstante, por una extraña paradoja de la digestión, con cada bocado vacilante su apetito fue reviviendo, y al final acabó comiendo bastante. Se limpió la boca con su pañuelo. Toda experiencia tenía un propósito que solo Dios conocía. Así pues, debía aprovechar la situación lo mejor posible. El obispo no esperaría menos de él, y al menos tendría una buena historia que contar durante la cena en el refectorio de la sala capitular.

Echó otro leño al fuego en un intento por mitigar el frío y volvió a la mesa, apartó el plato a un lado y sacó su Biblia y su libro de oraciones. Prendió una cerilla, encendió la pipa y se recostó en la silla. Por primera vez reparó en el tintero; de hecho, un frasco de tinta. Lo cogió y lo sostuvo a la luz de la vela. Presentaba un curioso diseño. Mediría unos ocho centímetros de ancho por tres de grosor, y estaba hecho de un recio cristal transparente con los costados estriados. En el interior, el cristal formaba un ángulo hueco e inclinado a lo largo de unos dos tercios de la base, de modo que la tinta se acumulaba en el pequeño reservorio que se formaba en el otro extremo. Fairfax nunca había visto un frasco parecido. Estaba claro que era muy antiguo, y se preguntó cómo habría llegado a manos del viejo párroco.

Lo dejó sobre la mesa y empezó a escribir.

Nada perturbaba el silencio salvo el tictac del reloj de pie del pasillo. Enseguida se vio absorbido por la tarea. Tal vez podría centrarse en las instrucciones que Cristo había dado a los apóstoles antes de su Ascensión, diciéndoles que debían permanecer en la ciudad y esperar, en contemplación, la llegada del Señor. ¿Acaso no era lo que Lacy había hecho? ¿Quedarse humildemente en el lugar que le habían asignado y esperar a que Dios se mostrara ante él? Quizá podría escribir algo a partir de ahí.

Al cabo de una hora o así, Agnes regresó al salón para despejar la mesa. Cuando poco después volvió de la cocina, le anunció que ya se iba a acostar.

—Le he preparado una cama en el estudio del padre Lacy.

La mujer recorrió la casa apagando las velas con un matacandelas. Fairfax se preguntó qué hora sería. ¿Las nueve? A esa hora solía reunirse con el resto de sus compañeros en la capilla mariana para la oración de completas. No obstante, pese a ser una hora más temprana de la que acostumbraba a retirarse, no puso ninguna objeción. Ya acabaría el panegírico por la mañana. Además, había salido de Exeter poco después del amanecer y notaba los huesos doloridos por el cansancio. Volvió a guardar sus pertenencias en la bolsa y vació la cazoleta de la pipa golpeándola contra el costado interior de la chimenea.

El estudio era más pequeño y estaba más atestado que el salón. Agnes llevó dos velas y colocó una para él en el borde del escritorio. El sebo casero siseó y chisporroteó. Su fulgor amarillento iluminó un sofá con una fina almohada y una colcha de retales, cosida sin duda por el ama de llaves durante las interminables veladas invernales. En la penumbra más allá del resplandor, Fairfax creyó vislumbrar unas estanterías bien surtidas de libros, papeles y ornamentos varios. Las cortinas ya habían sido corridas.

—Espero que se encuentre cómodo aquí. Arriba solo hay dos habitaciones: la que compartimos Rose y yo, y en la que yace el párroco. Pero, si lo prefiere —añadió—, podemos colocarle en el suelo.

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