Postales de una vida

Plinio Apuleyo Mendoza

Fragmento

Prólogo

Conozco a buenos novelistas que son cronistas muy divertidos, a reporteros avezados que son conversadores cautivantes, a comensales entretenidos que son muy buenas personas, pero conozco a poquísimos seres humanos que son todas esas cosas juntas. Plinio Apuleyo Mendoza es una de esas raras aves. Estas Postales de una vida nos lo recuerdan involuntariamente.

El autor ha elegido ofrecernos, antes que un relato autobiográfico integral y progresivo —eso que llaman, nunca he sabido por qué, un “libro orgánico”—, unas memorias hechas de estampas breves que fijan en la mente del lector ciertas imágenes —personas, ciudades, momentos— que lo acompañan mucho después de terminada la lectura. En todos los textos sobresale el ojo del novelista para el detalle revelador y perfecto, la capacidad del periodista de elegir lo que interesa y decir mucho con poco, el contador oral de anécdotas que captura a su auditorio y el tipo de buena entraña del que uno quisiera ser amigo. Uno emerge de la lectura de estas páginas con ganas locas de beberse un whisky con el autor para prolongar la conversación. Para saber más de lo que era ser un provinciano boyacense en la Bogotá de otros tiempos; de lo que era formarse políticamente bajo la influencia de don Plinio Mendoza Neira, su padre y el recordado dirigente liberal; de ese antes y después que la muerte de Jorge Eliécer Gaitán supuso para su país; de lo que llevó a Camilo Torres a elegir el camino que conducía irremediablemente a la muerte y del simbolismo que eso encierra en la trágica historia de medio siglo de América Latina; del París de las grandes vanguardias literarias y políticas, y de tantos alborotadores latinoamericanos; de los amores y desamores revolucionarios de las principales figuras intelectuales de su tiempo; de lo que fue la Venezuela del final de Pérez Jiménez y del retorno de la democracia, con sus luces esperanzadoras al principio y las negras sombras que después condujeron al chavismo; de esos colombianos universales, como Fernando Botero y Gabriel García Márquez, a los que conoció en la intimidad en las buenas y en las malas; de sus luchas, muchas veces solitarias, por la democracia colombiana y contra el virus del populismo; de sus recorridos minuciosos por la endemoniada geografía colombiana para quitarse de encima la nostalgia de Europa y auscultar el cuerpo doliente de su tierra; de los intensos y dramáticos años junto a su primera mujer y de sus décadas de plenitud junto a la pintora Patricia Tavera.

He tenido innumerables ocasiones —en América Latina y Europa, y en los últimos años, en su hogar bogotano— de conversar de todo esto con él, y siempre me he quedado con la misma sensación de necesitar más. Porque Plinio es un vicio: oírlo y leerlo contar es un hábito al que resulta imposible renunciar. Siempre se quiere más. Solo un lector insensible e indolente podría salir del encanto de estas postales, como se sale de su casa, sin querer más.

Las memorias de Plinio Apuleyo Mendoza son una ocasión inmejorable para que los colombianos y latinoamericanos celebren una trayectoria intelectual dictada por la integridad, una cualidad escasa en la especie a la que pertenece. Desde hace ya algunas décadas, dedica buena parte de su tiempo a defender los valores de la civilización, es decir, la cultura de la libertad, en sus distintas vertientes —política, económica, cultural—, y a combatir a quienes, desde la izquierda o la derecha, representan una amenaza para la democracia liberal, el Estado de derecho, la tolerancia, la propiedad privada y la iniciativa individual. Haber denunciado y fustigado a quienes, parapetados tras las dispensas ideológicas del marxismo revolucionario o los abalorios retóricos del populismo, amenazaban esos valores en su país, en América Latina y en el resto del mundo le ha valido no pocos ataques y lo ha llevado a soportar algunas injusticias. Pero la adversidad y la orfandad en que a veces le tocó actuar nunca fueron un obstáculo para que siguiera en su línea, orientando, con buen humor y sin solemnidad, a las nuevas generaciones para que aprendieran de los errores de las generaciones del pasado y no se dejaran obnubilar por los totalitarios. La integridad intelectual —la coherencia entre lo que pensaba, decía y hacía— y la capacidad para ver claro en la oscuridad han sido señas distintivas del autor de estas Postales de una vida en todos estos años. Por eso él forma parte de la reserva moral de su país y de América Latina.

Estas sabrosas páginas testimoniales son, pues, también una oportunidad para celebrar la excepcional contribución intelectual de su autor a la causa de la libertad.

Álvaro Vargas Llosa

París, 26 de enero, 2021

Primera parte

La Bogotá de otros tiempos

La Bogotá de hoy nada tiene que ver con la de entonces, aquella donde transcurrió mi infancia. Con sus tranvías, sus hombres correctamente vestidos de oscuro y la austera fachada del hotel Granada a un costado del Parque Santander, con las fuentes de la Plaza de Bolívar y las viejas casas de balcón y aleros de la calle Real, el centro de Bogotá tenía una caricatural dignidad de ciudad de provincia europea. Las opuestas jerarquías sociales se expresaban en el paisaje urbano. El norte era clase alta, el centro clase media, el sur popular, todo de una manera rigurosamente delimitada.

De un modo o de otro, nuestras familias venían de provincia, salvo las de ellos, los bogotanos de verdad. Como en Francia, donde un castillo pertenece a una familia desde tiempos inmemoriales, por el peso de la tradición, Bogotá pertenecía a apellidos tales como Holguín, Pombo, Urrutia, Nieto, Calderón, Carrizosa, Sanz de Santamaría, Uribe, Umaña, Caro, Caballero, Soto, Salazar, Vargas, Piedrahíta, Kopp, De Brigard y otros, que fueron siempre la crema de su vida social.

En esta ciudad de familias tan arraigadas, los que llegábamos de otras p

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos