PREFACIO
Drácula llegó por primera vez a las librerías el 26 de mayo de 1897, con un precio de seis chelines y una tirada de tres mil ejemplares. Iba encuadernado en tela amarilla, con el título en letras rojas. Cuatro años después, se reeditó ligeramente abreviado en una edición barata para quioscos, a seis peniques, con una ilustración de portada que fue de las pocas a las que Bram Stoker tuvo la oportunidad de dar su aprobación. En ella aparece el conde como un comandante militar de pelo blanco, con un poblado bigote y una capa semejante a las alas de un murciélago, reptando boca abajo por los muros de piedra del castillo de Drácula: nada que ver con el galán seductor de incontables adaptaciones cinematográficas (más de doscientas, según el último recuento), ese hombre carismático con capa y traje de etiqueta que exclama portentosamente: «¡Son los hijos de la noche! ¡Sus aullidos son como música para mis oídos!». Es casi imposible hoy día deshacerse de la imagen de Max Schreck en Nosferatu, o de Bela Lugosi y Christopher Lee en sus respectivas versiones de Drácula, o de Gary Oldman en Drácula, de Bram Stoker, y acceder a la novela tal como Stoker la escribió.
Las primeras críticas fueron regulares. La revista Athenæum, que siempre había dejado por los suelos cualquier libro que llevara la firma de Stoker, consideró que Drácula era deficiente tanto en «destreza constructiva como en el aspecto literario más elevado. Por momentos parece una mera sucesión de acontecimientos grotescos e increíbles»; las novelas góticas podían entrar en dos categorías: las sugerentes, y las de sangre y truenos; Drácula estaba sin lugar a dudas en la segunda categoría. Otros fueron, en cierto modo, más amables: «lo hemos leído casi entero con absorta atención», decía el reseñista de Bookman. La mayoría se habían sentido incómodos, por un motivo u otro, con la novela, pero ni mucho menos tan incómodos como con los libros de Oscar Wilde, las obras de Henrik Ibsen y las ilustraciones de Aubrey Beardsley. Drácula seguramente transgredía algo, pero los críticos no acababan de saber exactamente qué. Y tampoco estaban seguros de que el autor lo supiese. Da la impresión de que los lectores de finales de la era victoriana leyeron el libro como una obra pionera de tecnoficción: transfusiones de sangre, grabaciones fonográficas y taquigrafía en un relato de aventuras sobre un comité de las fuerzas del bien (la ciencia, la religión y los contactos sociales) frente al rey demoníaco y los de su clase, llegados de una tierra más allá de los bosques del Este.
En realidad, el conde, tal como fue originalmente concebido —según las anotaciones en uno de los primeros borradores de Bram Stoker, escritas en papel de carta del Lyceum Theatre, cuando Drácula se llamaba todavía «conde Wampyr»— habría estado en su salsa con Wilde y Beardsley en el Lyceum una noche de estreno. La lista de características vampíricas de Stoker en esta fase temprana de escritura incluye:
– poder para generar pensamientos malignos o para desterrar los buenos en las personas presentes;
– camina entre la niebla por instinto y es capaz de ver en la oscuridad;
– insensibilidad a la música;
– los pintores no pueden pintarlo; sus retratos siempre recuerdan a otra gente;
– no se lo puede fotografiar, sale velado o como un esqueleto;
– no hay espejos en la casa del conde, nunca se ve su reflejo en ninguno, ¿sin sombra?;
– nunca come ni bebe.
El vampiro fin de siècle de Stoker es incapaz de apreciar la buena música, disfruta generando pensamientos malignos por diversión, no puede ser retratado ni fotografiado, parece estar a dieta y no soporta verse en un espejo: todo esto lo dota de cierto parecido con El retrato de Dorian Gray (1891), de Wilde, y su esteta de sociedad, un apasionado de las novelas baratas francesas. Pero en 1897 la mayoría de estas características vampíricas habían sido descartadas de la novela final. Tal vez por deferencia a los conocidísimos prejuicios de su jefe, Henry Irving, y por el juicio a Wilde en 1895, y el consiguiente revuelo, Stoker decidió reprimir el lado estético de la personalidad de su demonio; del mismo modo que, sin duda, reprimía el suyo. En una nota que adjuntó a uno de los quinientos ejemplares de cortesía de Drácula que envió lleno de entusiasmo a la flor y nata, Stoker le decía a W. E. Gladstone nada menos que esperaba sinceramente que no hubiese en el libro «nada indecente»: «la novela está por fuerza llena de horrores y terrores —añadía, justificándose—, pero confío en que sirvan para purificar la mente por medio de la compasión y el terror».
Su escritura sí parece haber sido, a juzgar por las evidencias, un acto de purificación. Por fuera, Bram Stoker era un pilar de la respetabilidad victoriana: un hombre que, en palabras más bien condescendientes de un crítico reciente, fue «un maestro del tópico» en la mayor parte de lo que escribió. Antiguo funcionario del departamento de multas y sanciones, y más tarde del tribunal de delitos menores, en Dublin Castle, y criado en el barrio costero de Clontarf, se había convertido en secretario, administrador de la taquilla y jefe de sala del Lyceum Theatre, justo al lado del Strand, en Londres, un giro en su carrera que lo llevó a codearse de manera habitual con el establishment artístico y político de la época. Era, según se dice, un hombre cordial, práctico y meticuloso. Llevar las cuentas para el actor y director del teatro Henry Irving en sus años más ostentosos, conseguir que el Lyceum fuera solvente, y convencer a Irving de que no se pasara de la raya con los efectos especiales era más que un trabajo a jornada completa. Stoker rara vez salía del teatro antes de la una de la mañana, porque a su jefe, después de la función, le gustaba organizar cenas en la Beefsteak Room [la «Sala del Bistec»] que había detrás del escenario y que, con su extravagancia característica, Irving había decorado a la manera de un salón gótico (con chef incluido); cenas que tenían como fin hacer contactos. Stoker elaboraba cuidadosas listas de todos ellos, con letra pequeña y pulida. Por algún motivo no incluyó a Oscar Wilde.
Pero por debajo de esta fachada reluciente, Bram Stoker tenía algo que le reconcomía. El suceso que al parecer desató su imaginación —posiblemente por una sola vez en su vida—, y que trasladó de manera indirecta al libro que hizo que todos los que lo conocían dijesen «No tenía ni idea de lo que Stoker llevaba dentro; era una persona tan sensata...», ese suceso tuvo lugar, parece ser, la noche del 7 de marzo de 1890. Fue una pesadilla, que el 8 de marzo Bram Stoker anotó puntualmente en otra hoja de papel con el membrete del Lyceum: «Joven sale, ve unas chicas, una intenta besarle, no en los labios sino en la garganta. Viejo conde interfiere, cólera y furia diabólicas, este hombre me pertenece, lo quiero para mí», escribió. En la novela, esta pesadilla acabaría convertida en la entrada de la noche del 15 de mayo del diario ficticio de Jonathan Harker: «Supongo que debí de dormirme; eso espero, pero me temo no haber dormido en absoluto [...] no consigo creer que haya ocurrido». Ese fue el origen de Drácula. Entre los muchos cambios por los que pasó la novela entre marzo de 1890, el mes de la pesadilla, y mayo de 1897, el mes de la publicación, un cosa, y solo una, permaneció inmutable: ese sueño, extraña mezcla de las brujas de Macbeth (una de las obras favoritas de Irving), la desazón del propio Stoker en torno a su masculinidad —«Este hombre me pertenece», dice el conde—, un tira y afloja con su sexualidad, un jefe dominante al que idolatraba y una fantasía voyeurística con vampiras hambrientas. Todo ello formulado con la retórica gótica. Como afirmaba un crítico: «Cuando un hombre como Bram Stoker tiene miedo, solo una vez, de pies a cabeza, se acaba la broma y escribe Drácula».
La novela estaba llena de referencias a las obras que Henry Irving llevó al Lyceum en las décadas de 1880 y 1890, incluido un error en la cita de Hamlet que introduce la pesadilla de Harker y que Irving insistía siempre en incorporar a su versión de la tragedia: «¡Mis tablillas! ¡Mis tablillas! Este es el instante de escribir en ellas»; un proceso que George Bernard Shaw denominó ingeniosamente «interpretar a Hamlet sin Hamlet».1 En cierto momento, la novela tuvo la estructura tradicional en cuatro actos de una obra de teatro: «De Transilvania a Whitby», en el que el conde llega desde el Este a suelo inglés llevando consigo su propia tierra para asegurarse un buen día de sueño; «Tragedia en Whitby y Londres», en el que el conde ataca a la prometida de Jonathan Harker y a su amiga Lucy Westenra y amenaza con generar una epidemia; «El descubrimiento» por parte de intrépidos cazavampiros, incluido el profesor Van Helsing; y «El castigo», en el que las fuerzas de la normalidad victoriana contraatacan y devuelven a los vampiros a sus ataúdes para que Mina Harker pueda seguir siendo una joven dama convencional y reprimida. Pero la intensidad pura de esta escena primaria no se repetiría nunca más en los escritos de Stoker. Harker, casualmente, era el apellido del diseñador residente del Lyceum, y a lo largo de toda la novela escribe con el estilo sobrio y sensato de un joven funcionario. Era, evidentemente, un trasunto del propio Bram Stoker.
A juzgar por la cantidad de membretes distintos que lleva el papel que empleaba, parece que Bram Stoker escribía al vuelo en hoteles, trenes, bibliotecas, y cuando estaba libre en el Lyceum: Irving no le dejaba mucho tiempo para estas empresas en su horario habitual, y lo que hoy llamamos «desarrollo del personal» no era precisamente su fuerte. Las primeras anotaciones de Stoker se convirtieron en el comienzo de una historia durante unas vacaciones familiares pasadas por agua en Whitby, Yorkshire, entre julio y agosto de 1890. Dio con el nombre Drácula en un libro aburridísimo sobre Valaquia y Moldavia, escrito por un diplomático retirado, que encontró en las estanterías del Museo Biblioteca de Whitby. Del verano de 1890 al de 1896, y entre otros encargos importantes, incluidas tres novelas, siguió trabajando metódicamente en la obra más larga que había emprendido nunca; trabajó en el Museo Británico, en las vacaciones de verano en la costa escocesa de Buchan, de gira con la Irving Company, y en casa, en Chelsea. La estructura de Drácula encaja con el proceso fragmentario con el que se ensambló la novela: una recopilación de cartas y entradas de diario, recortes de prensa, transcripciones de grabaciones fonográficas..., los documentos que componen el caso, desde todos los puntos de vista salvo el del propio conde. En el ultimísimo momento, Stoker tuvo el acierto de cambiar el título de la novela de «El no muerto» a Drácula.
Cuando Bram Stoker murió en 1912 (dejando solo 4.723 libras), ni una sola necrológica aludía a Drácula por su título; hoy día, su obituario mencionaría poca cosa más. En el siglo transcurrido, y especialmente desde los setenta, el contexto crítico literario de Drácula se ha transformado hasta resultar irreconocible.
En la década de 1950, Maurice Richardson definió maravillosamente el texto como «una especie de combate de lucha libre incestuoso, necrófilo y oral-anal-sádico». Otros, en época más reciente, lo han relacionado con la civilización y sus insatisfacciones, con la vuelta de lo reprimido, el sexo de cuello para arriba, el homoerotismo, la bisexualidad y la transgresión de los roles de género; un colonialismo inverso (el Este devolviéndosela al Oeste) y un conflicto cósmico racial entre el linaje anglosajón y una estirpe de mil cuatrocientos años de antigüedad descendiente de Atila, el Huno; la histeria, el empoderamiento de la mujer, el desempoderamiento de la mujer; el sentimiento de dislocación de un dublinés protestante de clase media, rematado por una regresión a lo oculto, una aristocracia en decadencia y la sensación de asfixiarse bajo una montaña de papeleo entre otras cosas. Drácula contiene montañas de todo esto.
El propio Stoker —como licenciado en ciencias que-no-se-aparta-nunca-del-camino-marcado— se habría quedado asombrado con este análisis y con el debate público en torno a temas que catalogaba entre los más impronunciables: motivo por el que desde el principio le asustó tanto su pesadilla. Y se habría quedado igualmente asombrado al ver el sólido estatus de Drácula como clásico literario, su continua reedición en todo el mundo y el lugar fundamental que ocupa en la cultura popular. En su biografía para Who’s Who decía que sus pasatiempos eran «más o menos los mismos que los de cualquier hijo de Adán». La ambigüedad de esa declaración inspirada en Whitman, cuando la leemos un siglo más tarde, junto con la determinación de Stoker de dar una apariencia tan convencional, son parte del perdurable atractivo de la novela.
CHRISTOPHER FRAYLING
INTRODUCCIÓN
(Advertimos a los nuevos lectores que
esta Introducción describe la trama con detalle.)
Cuando se publicó Drácula, de Bram Stoker, el 26 de mayo de 1897, enfundada en su moderna cubierta amarilla fin de siècle, de las muchas reseñas que recibió es tal vez sorprendente descubrir que fue la madre del autor la que aportó un análisis más perspicaz. Desde la Irlanda natal de su hijo, Charlotte Stoker le escribió a Londres: «Ninguna novela desde el Frankenstein de la señora Shelley, o de hecho, ninguna otra, se ha acercado a la tuya en originalidad o terror; Poe no se le puede ni comparar [...] Esa agitación espantosa tendría que darte una gran reputación y mucho dinero».1 Algún dinero sí le dio, pues se reeditó en bolsillo en 1901 y ya en su día fue algo así como un superventas, aunque no llegó a alcanzar el nivel de ventas que disfrutaban novelistas como Marie Corelli o Hall Caine, amigo de Stoker. En cuanto a la reputación, solo ahora se está empezando a conocer mejor a Bram Stoker, el escritor que hay tras el conde Drácula. Como ocurre con la novela más famosa de Mary Shelley, la monstruosa creación literaria ha quedado envuelta en el mito popular, dejando en la sombra las identidades y los textos de ambos autores. La mención a Frankenstein por parte de la madre de Stoker es significativa.2 Pues aunque El vampiro (1819) de Polidori, Varney the Vampyre: or, The Feast of Blood (1847) de James Malcolm Rymer, y Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu parecen haber sido los estímulos literarios más obvios para la elección que hizo Stoker de un tema vampírico con alto contenido sexual, Mary Shelley había desarrollado, ya en 1818, al menos dos motivos característicamente góticos que resultarían esenciales en la acongojada estructura de Drácula. Uno atañe a cuestiones de género; el otro gira en torno a la naturaleza amenazante de la monstruosidad en sí misma.
En Frankenstein, el inventivo héroe-científico fracasa estrepitosamente a la hora de proteger a su esposa Elizabeth del ataque destructor de su resentida criatura en su noche de bodas. De modo similar, los hombres de Drácula ven constantemente frustrados sus intentos de defender a Lucy y a Mina de las atenciones del conde chupasangre. (Significativamente, será Mina la que hará posible la destrucción definitiva de Drácula.) Ambas novelas comparten también la motivación que lleva a querer acabar con el monstruo: el miedo a que se multiplique y ponga en peligro la supervivencia de la humanidad. Así, Victor Frankenstein se niega a dar una esposa a su criatura monstruosa porque de otro modo «una raza de demonios se propagaría sobre la faz de la tierra, haciendo tal vez que la existencia misma de la especie humana cayera en un estado precario y lleno de terror».3 Al profesor Van Helsing también le preocupa el destino de la humanidad frente a la amenaza de una extraña raza de criaturas. Teme que, si le permiten sobrevivir, el conde Drácula reine como «el padre o guía de una nueva raza de hombres y mujeres que seguirán su camino en la muerte y no en la vida». Pero la lucha por destruir a Drácula conllevará una prueba de fuerza nada corriente. Abraham van Helsing, al que Leonard Wolf apodó el «sacerdote-médico-maestro» de la novela,4 sabe que cuando se trata de vampiros el riesgo es mucho más alto. Mientras que una supuesta raza de monstruos frankenstenianos supondría simplemente una amenaza «externa» para la humanidad, la amenaza del vampiro radica —y esto es, en parte, lo que hace de Drácula una obra maestra única del horror— en que actúa sobre nosotros desde el interior, apoderándose de nuestro cuerpo, «infectando» nuestros deseos más profundos con la sed de poder y dominación. Para la patrulla de protectores de la civilización cristiana de Drácula, el precio de fracasar en su intento de destruir al vampiro no es solo la amenaza de monstruos cada vez más vengativos. Lo terrorífico es que ellos mismos podrían convertirse en vampiros sedientos de sangre. En palabras de Van Helsing: «[...] nos convertiríamos [...] en seres de la noche como él».
Los deseos carnales y su satisfacción han sido siempre un problema peliagudo para el cristianismo, una religión que ha tendido tradicionalmente a condenar los impulsos sexuales como una consecuencia maligna de la desobediencia del hombre a Dios. Como señaló Michel Foucault, para san Agustín «el miembro en erección es la imagen del hombre que se rebela contra Dios».5 En cuanto a Bram Stoker, que escribió en la Inglaterra de los últimos años de la era victoriana, el problema no tiene tanto que ver con la incomodidad de una erección no deseada como con la dificultad de mantener siquiera una. Si lo leemos superficialmente, podría parecer que Drácula es una repetición del típico tema de hombres que rescatan a damiselas en apuros, pero lo que la novela trata de rescatar en verdad, como ha observado algún agudo analista, es «la amenazada noción de sí mismo como hombre que está en lo más profundo de este».6 Volveré sobre ello más adelante.
La novela de Bram Stoker no fue la única obra de finales del siglo XIX que recogía esa sensación de que algún mal gigantesco estaba reconcomiendo la autoconfianza cristiana. En el último cuarto de siglo hubo una sed enorme de historias de crímenes, terror y fantasmas. Estas llevaban a escena diversos tipos de terror social y psicológico para luego imponerles un desenlace que a menudo requería formas radicales de orden —y a veces la ley—, si bien estas podían aparecer codificadas de manera poco convencional. Era la época del superdetective, inmensamente popular, consumidor de cocaína y de mente analítica de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, y de su maligno (pero igualmente analítico) adversario Moriarty. (Para que su antiguo alumno, el doctor Seward, imagine la posibilidad de que existan vampiros «en pleno siglo diecinueve, en este siglo escéptico y positivista, en que el espíritu científico lo es todo», Van Helsing, en la novela, tiene que mostrarle que «La humanidad, una gran parte al menos, cree en los vampiros a causa de las tradiciones y supersticiones»; una idea que interesaba claramente al propio Stoker.7) Robert Louis Stevenson creó en 1886 a un científico diabólicamente atrapado entre la corrección propia de un caballero y la experimentación con la lujuria en El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. En las calles de Londres de finales de la década de 1880 se extendió un terror real en la figura de Jack el Destripador, cuyos «repugnantes actos sangrientos» contra las mujeres trajeron a la «exaltada imaginación» del reportero de un periódico del East End imágenes de «demonios necrófagos, vampiros y chupasangres».8 Este espantoso episodio trae a mi mente ese momento chocante en Drácula en el que el trasunto de Ellen Terry que es Lucy Westenra escribe a su amiga Mina que el doctor Seward se había puesto tan nervioso cortejándola que había empezado «a juguetear con un bisturí... ¡Oh, no sé cómo no chillé de espanto al verlo!». Algunos sostienen de un modo bastante convincente que Jack el Destripador era médico.
En 1890, la imagen del vampiro que consumía a sus víctimas era omnipresente en relatos, poemas y cuadros. En El parásito (1890), de Arthur Conan Doyle, los «vampiros emocionales» andaban al acecho. En El castillo de los Cárpatos (1892), Julio Verne hace que unos científicos malvados finjan ser vampiros para ahuyentar a los campesinos. En 1897, el año en que se publicó Drácula, se expuso también el cuadro de Philip Burne-Jones La vampira, una escena de alcoba en la que una dominatrix se relame contemplando a un hombre soñoliento echado en la cama. La pintura provocó escándalo, pero no por lo que mostraba (evocando, con los roles invertidos, el famoso cuadro de Fuseli La pesadilla, de 1781), sino por los rumores que rodeaban a la modelo femenina, la actriz Patrick Campbell, y su relación con el pintor. En 1898 el tema sangriento prosiguió con La guerra de los mundos, de H. G. Wells, en la que una raza de marcianos monstruosos aterriza en la Tierra, conquista sistemáticamente Europa y pasa a invadir Inglaterra tras aterrizar cerca de Weybridge y Woking, en lo que hoy en día se ha convertido en el cinturón de clase alta de Surrey. Wells da la vuelta hábilmente a las ofensivas imperialistas británicas y pone a Inglaterra bajo la amenaza de una raza avanzada de seres que «carecen por completo de sexo, y por tanto de todas las emociones tumultuosas que nacen de esa diferencia entre los hombres».9 Como el frío y despiadado Drácula, los marcianos de Wells tienen una «innegable preferencia por los hombres como fuente de alimento» y satisfacen esta preferencia empleando una moderna tecnología con la que «extraen la sangre fresca y viva» de sus víctimas y «se la inyectan en sus propias venas».10
Detrás de estas populares imágenes de amenaza, había motivos reales para la inquietud entre la población burguesa británica. 1897 fue el año designado por Lenin como el apogeo del imperialismo; pero Gran Bretaña estaba experimentando un cambio fundamental: «de [ser] una economía competitiva estaba convirtiéndose en una economía parasitaria que vivía de los restos del monopolio mundial».11 Cuando los indicios de decadencia económica se afianzaron, aumentó la competencia extranjera, en especial la de países como Estados Unidos y Alemania. En la literatura, la aparición de chivos expiatorios «extranjeros» (en especial, semitas) se hizo más aparente. Sin duda, en Drácula pueden detectarse la xenofobia y el racismo: «Encontramos a Hildesheim en su despacho. Se trata de un judío con barba de chivo y fez». Encontramos también una marcada inclinación a ver a los criminales y a los lunáticos como estereotipos de degeneración. Firme creyente en la fisionomía, Bram Stoker invoca los nombres de los seudocientíficos contemporáneos Nordau y Lombroso para legitimar su afirmación de que Drácula tiene una mente «infantil».12 Sin embargo, estas supuestas «aberraciones» no están en el origen de los terrores que merodean por las páginas de Drácula. El terror que flota sobre la obra de Stoker de un modo más persistente es el miedo masculino, mezclado no obstante de deseo, hacia el sexo:
No me atreví a levantar los párpados, aunque seguí observando la escena a través de mis pestañas, y vi perfectamente cómo la joven, arrodillada, se inclinaba cada vez más hacia mí. Sus facciones revelaban una voluptuosidad emocionante y repulsiva a la par, y, mientras arqueaba el cuello, se relamió los labios como un animal, de tal forma que, a la luz de la luna, conseguí distinguir la saliva que resbalaba por sus labios rojos y su lengua, que se movía por encima de sus dientes blancos y puntiagudos. Su cabeza descendía lentamente, sus labios llegaron al nivel de mi boca, luego de mi barbilla, y tuve la impresión de que iban a pegarse a mi garganta. Pero no, la joven se detuvo y yo oí el ruido, semejante a un chasquido, que hacía su lengua al relamer sus dientes y sus labios, al tiempo que sentía su cálido aliento sobre mi cuello. Entonces, la piel de mi garganta reaccionó como ante una mano cosquilleante, y sentí la caricia temblorosa de unos labios en mi cuello, y el leve mordisco de dos dientes muy puntiagudos. Al prolongarse aquella sensación, cerré los ojos por completo en una especie de lánguido éxtasis. Después... esperé con el corazón palpitante.
El relato cuidadosamente demorado de un temido y al mismo tiempo ansiado encuentro sexual iba dirigido sobre todo a un público masculino. Su contenido, ligeramente pornográfico, no es más que un moderado ejemplo de las versiones mucho más fuertes y obscenas que se podían encontrar en numerosas obras destinadas al mercado pornográfico victoriano y eduardiano, como las del famoso editor de literatura erótico-pornográfica Charles Carrington. Sin embargo, la que es posiblemente la escena de mayor contenido erótico de Drácula se halla a años luz de Colonel Spanker’s Experimental Lecture [La lección experimental del coronel Latigazo] o de Birch in the Boudoir [Azotaina en el tocador].13 El placer aterrado14 que experimenta Jonathan Harker es del todo opuesto a los disfrutes sádicos de las novelas de Carrington. En esa escena en que Harker dice no poder creer que sea solo un sueño, su papel frente al avance de la vampira es esencialmente pasivo. Nos viene a la cabeza aquí Christabel (1801) de Samuel Taylor Coleridge, un poema que James Twitchell considera un precursor de la literatura de la vampira.15 Richard Holmes describió a Geraldine, la mujer fatal de la obra de Coleridge, semejante a una lamia, como una «encarnación de la energía sexual pura», una descripción igualmente aplicable a la vampira de Jonathan Harker. Sin embargo, lo más relevante aquí es la interpretación que hace Holmes del «personaje fundamental» del poema. Holmes cree que hay en Christabel una «atmósfera de emociones apasionadas y de energías explosivas, aprisionadas y en trance, paralizadas, mudas, luchando por liberarse pero siempre contenidas».16 Estas palabras describen exactamente el tono de reprimida excitación sexual del relato estremecido de Harker.
Pero, si bien una corriente de terror sexual masculino recorre Drácula, esta dista mucho de ser siempre pasiva. El violento vampirismo de Drácula y la ávida ingesta de insectos y animalillos de Renfield pueden interpretarse fácilmente como sustitutos sádicos y obsesivos de la gratificación sexual. Y hay también algo sexualmente frenético en la forma en que Arthur condena con la estaca a su novia Lucy, contagiada por Drácula, al olvido divino; un acto que proporciona un contrapunto sádico y violento al relato masoquista y embelesado de Harker. Cuando Van Helsing convence finalmente a Holmwood de que la mujer con quien iba a casarse es una nosferatu, una vampira no muerta que anda tras la sangre de los vivos, el joven señor sexualmente frustrado no vacila:
Arthur colocó la punta de la estaca sobre el corazón de Lucy y observé que empezaba a hundirla ligeramente en la blanca carne. Después, golpeó con el martillo con toda su fuerza. La Cosa, dentro del ataúd, tembló, se retorció en pavorosas convulsiones, y un chillido de rabia, que heló nuestros corazones, se escapó de su boca; los afilados dientes se clavaron en los labios, y se cubrieron de una espuma escarlata. Arthur no perdió el coraje. Semejante al dios Thor, su brazo se alzaba y se abatía con firmeza, hundiendo cada vez más la misericordiosa estaca, mientras la sangre manaba y se esparcía por doquier.
Para Elaine Showalter, «las implicaciones sexuales de esta escena están bochornosamente claras». Que Arthur mate a Lucy con su «impresionante instrumento fálico» no es más que el último acto de un ataque masculino colectivo por parte del doctor Van Helsing, el doctor Seward, Quincey Morris y él mismo que Showalter define como una «violación en grupo».17 Curiosamente, cuando Sadie Frost, la actriz que interpretaba a Lucy en la versión de Francis Ford Coppola, Drácula, de Bram Stoker (1992), se enfrentó a la «Cuadrilla de la Luz»18 en esta escena, explicó que: «Fue una liberación tan increíble como actriz poder ponerme delante de aquellos cuatro hombres y decir básicamente: “Que os jodan, me estoy expresando como vampira”. Y hay gente que se me ha acercado a decirme que la escena era muy sexy por ese motivo».19 Sospecho que Bram Stoker no habría en absoluto compartido ni comprendido esta reacción al interpretar el papel de Lucy, pues al parecer era bastante puritano y mojigato en relación al sexo, en línea con las actitudes públicas imperantes de la época, cuando lo único que podía mantenerse tieso y mencionarse eran las puntas del bigote.
Si hacía falta alguna prueba de que el sexo era el monstruo que más atormentaba a Stoker, en el artículo «The Censorship of Fiction» [La censura de la narrativa], que apareció en The Nineteenth Century and After en 1908, resulta evidente. Publicado el mismo año que su entrevista en el Daily Chronicle con el político por entonces liberal Winston Churchill (Stoker había apoyado a los liberales desde los tiempos de Gladstone), en él lanzaba un ataque de órdago contra las «obras [literarias] vergonzosamente lúbricas» que estaban «corrompiendo verdaderamente la nación». Aunque no llega a especificar, está claro que las novelas que tenía en mente eran las que producía regularmente la editorial parisina de Carrington. En el artículo, Stoker no ve nada antinatural en el sexo, ni mucho menos. «Para el hombre es tan natural pecar como vivir», por eso es necesario contener la «fuerza del mal» (como la denomina). Aboga por una censura «rígida y continua» de las novelas y obras de teatro porque la estructura moral de la sociedad está amenazada por esa literatura que se aprovecha de «las fuerzas de inherente maldad que hay en el hombre». Y añade, significativamente, que «La palabra “hombre” sirve aquí para referirse tanto a la mujer como al hombre; ciertamente, las mujeres son las peores transgresoras en esta clase de quebrantamiento de la ley moral». Pero la afirmación más reveladora es la que sigue: «Un análisis atento muestra que las únicas emociones que a largo plazo nos perjudican son las que nacen de los impulsos sexuales, y cuando comprendemos dónde está realmente el centro del peligro, la clavamos». Uno se pregunta: ¿era Stoker consciente del humor contenido en el uso de esta metáfora? Sospecho que no, y creo que esto proporciona una pista importante tanto para ampliar el contexto de la escritura de Drácula como para ayudar a explicar la estructura literaria del texto. (Dejaré este último asunto para el apartado final de este ensayo.) Identificar el sexo como el monstruo que llevó a Stoker a escribir con tanta ansiedad es un primer paso crucial para nuestra comprensión; pero centrarse en la creación de una vampira demoníaca en Drácula como respuesta principal a este miedo no basta. Como dijo en su día G. Legman: «Que los hombres tienen miedo de las mujeres no es, digan lo que digan los titulares, ninguna novedad».20 Bran Dijkstra ha demostrado de modo exhaustivo que las representaciones fantásticas fin de siècle de la maldad femenina eran algo corriente en aquella época.21 Y pese a la presencia demonizante de vampiras en la novela, es el conde Drácula, un vampiro, quien representa la amenaza fundamental, y él es la figura de poder en la que debemos centrarnos.
Al abordar el tema de la escritura de Stoker, Leonard Wolf ha defendido que gran parte del vigor artístico de Drácula «proviene de la intensidad con la que Stoker elude lo que adivina, al tiempo que lo adorna de sólidas máximas cristianas que va repitiendo».22 Stoker «adorna» cada vez más el texto de alusiones y citas cristianas a medida que la novela avanza hacia el clímax. Pero debemos preguntarnos: ¿qué es eso que adivina y que necesita eludir de manera tan profunda? ¿Y es eso lo que ha permitido que Drácula sobreviva no solo como modelo de un perdurable mito del horror sino como «una de las grandes novelas británicas de finales de la era victoriana»?23 «Eso» que Stoker adivinaba y eludía persistentemente parece que tenía mucho que ver con el respeto compulsivo y ambiguo que sentía hacia su jefe, el famoso actor Henry Irving. Para averiguar más cosas sobre este y otros factores que pudieron influir en Stoker para la creación de Drácula, una incursión en su biografía parece indispensable.
LA VIDA DE BRAM STOKER ANTES DE DRÁCULA
En Drácula, el conde se enorgullece de decirle a Harker: «Aquí [en Transilvania] soy un gentilhombre, un noble; la gente sencilla me conoce, y para ellos soy todo un señor». Aunque se lo describe como un personaje repulsivo, este aspecto noble e imponente es, para el lector, uno de los rasgos más fascinantes de Drácula. Como ocurre con el monstruoso «buen salvaje» de Shelley en Frankenstein, la amenaza parece mayor cuando se ausenta del texto. La fascinación de Bram Stoker con la imagen de la nobleza parece derivar de su admiración por Henry Irving, para el que trabajó como administrador en el Lyceum Theatre de Londres durante casi treinta años. Fue en 1867, con diecinueve años, cuando vio al actor por primera vez, encarnando al capitán Absolute, de la obra de Sheridan The Rivals, sobre las tablas de Dublín. En 1906 rememoraba aquel momento:
Lo que vi, para mi asombro y deleite, fue una figura aristocrática tan real como la persona de tus sueños, y dotada de la misma gracia poética. Un joven soldado, atractivo, distinguido, independiente, hecho de gracia y reposada energía. Un hombre de alta alcurnia que sobresalía en el escenario como un ser de otro mundo social. Una figura llena de brío y fina ironía, y cuyas burlas parecían morder; exultante de alegría de vivir; afectado; un egoísta inofensivo hasta en el cortejo; de una insolencia suprema e insuperable, velada y cubierta por sus refinadas maneras. Una figura así solo podía ser posible en una época en que la respuesta a la insolencia era una estocada; cuando solo osaban ser insolentes aquellos que podían confiar en última instancia en el corazón, el cerebro y el brazo que había tras la hoja.24
Esta alabanza de la «mordaz» actuación de Irving es una prueba de que Stoker sintió desde muy pronto un profundo respeto por el estereotipo del señor noble e independiente. La popularidad sostenida de Los héroes (1841) de Carlyle muestra que esto no era algo inusual. Pero en el caso de Stoker esta fascinación tuvo mayores consecuencias, ya que la figura del propio Drácula estaría modelada a imagen de la enérgica personalidad de Irving, como ha afirmado tan gráficamente (entre otros) Nina Auerbach: «Irving, una especie de Svengali amanerado hasta lo grotesco; su interpretación, profundamente obsesionada consigo mismo, tanto sobre el escenario como fuera de él, impulsó a su devoto asistente Bram Stoker a crear al arrogante vampiro Drácula».25 ¿Cómo sucedió esto?
Stoker era irlandés, pertenecía a ese poderoso grupo sociocultural conocido como los angloirlandeses; para Seàn O’Faolàin, un «enclave independiente» de los irlandeses nativos, cuyo poder en el país, por el contrario, había estado «absolutamente reprimido» ya desde el siglo XVIII.26 Fue en ese siglo cuando el poeta Oliver Goldsmith y el escritor y político Edmund Burke, ambos angloirlandeses, alcanzaron el éxito y la fama... en Inglaterra. Cuando Bram Stoker, otro joven protestante dublinés, fue escalando posiciones en el Trinity College, «ese vivero extranjero de causas nativas»,27 era más que consciente de la tradición a la que se estaba sumando, y en 1872 se sintió profundamente orgulloso de ser elegido auditor (presidente) de la Sociedad Histórica, que definiría más tarde como «nuestra gran sociedad de debate fundada por Edmund Burke».28
Stoker, por tanto, creció y se identificó con una tradición cultural ambigua que «pensaba en irlandés y hablaba y escribía en inglés».29 Amando como amaba los libros y el teatro, se convirtió inevitablemente en un hijo del movimiento romántico, del cual, como dijo O’Faolàin, «toda la rebelión irlandesa es un reflejo, y toda la literatura irlandesa, su descendencia».30 Si la determinación de evitar seguir penosamente los pasos de su padre como funcionario en Dublin Castle cuenta como rebelión, entonces Stoker sí se rebeló, casi desde el mismo momento en que aceptó allí un puesto de oficinista a jornada completa en 1870. La vía de escape de sus energías creativas iba principalmente en dos direcciones. Por un lado, mantenía vínculos estrechos con el Trinity College, donde daba charlas sobre temas como Keats, Shelley y el voto femenino en los encuentros de la Sociedad Filosófica, de la que era también presidente. Pero también siguió asistiendo al teatro tan a menudo como le era posible, y en 1871, fascinado, vio una vez más a Irving sobre un escenario de Dublín. Para entonces se estaba convirtiendo en un entusiasta de la «nueva escuela» de interpretación romántica encabezada por Irving, un estilo de intensa carga emotiva que estaba a años luz de las extravagantes declamaciones de la vieja escuela actoral. Indignado porque no hubiera aparecido ni una sola reseña de la interpretación de Irving en ningún periódico, abordó al editor del Dublin Mail, que aceptó encantado el ofrecimiento de aquel joven de escribir, sin cobrar, reseñas teatrales para el periódico. Su carrera como escritor había comenzado.
Aunque en dos cartas que Stoker envió a Walt Whitman en febrero de 1876 habla de un hombre que sueña aún con un destino romántico («he sentido y pensado y sufrido mucho...», dice, reflexionando sobre los cuatro años previos), no había estado perdiendo el tiempo en su intento de escapar de su empleo soporífero en Dublin Castle. Además de las reseñas teatrales para el Dublin Mail, había escrito artículos para otros semanarios; participado en algunas obras amateurs; ejercido cuatro meses como editor a tiempo parcial de un nuevo diario vespertino dublinés, estudiadamente apolítico, el Halfpenny Press; obtenido su maestría y, en 1875, publicado su primer relato de terror. Aparte de «La cadena del destino», que apareció en cuatro entregas en el semanario Shamrock, había terminado un cuento basado en las experiencias de su madre durante la epidemia de cólera en Sligo de 1832. Este relato se convertiría en «El gigante invisible», el primero de una colección de cuentos infantiles que se publicó finalmente como El país del ocaso (1881). Esta colección de cuentos alegóricos, sencillos y moralizantes, en la que Harry Ludlam ve «atisbos de los horrores fascinantes que estaban por venir»,31 fue muy elogiada por los críticos. Más decidido que nunca a escapar del funcionariado, Stoker se sentía tan seguro de su escritura a mediados de la década de 1870 que comunicó a su padre su intención de dejar su puesto de funcionario y hacerse escritor en Londres. Su confianza en el éxito se vio favorecida por el ascenso social que había logrado en la sociedad dublinesa. Tras convertirse en el auditor de la Sociedad Histórica del Trinity (puesto equivalente al de presidente de la Oxford Union o de la Cambridge Union en Inglaterra), se lo incluía regularmente en las listas de invitados de la alta burguesía de Dublín. Se convirtió en un visitante habitual y bienvenido en casa de sir William y lady Wilder, cuyo hijo Oscar acababa de ingresar en el Trinity. Debió de ser un ávido oyente de los relatos de sir William sobre sus exploraciones arqueológicas en Egipto, pues estos sirvieron de base para su novela de 1903 La joya de las siete estrellas. Lady Wilde también le tomó cariño, contenta de introducir a Stoker, un hombre de físico robusto y con aspiraciones literarias, en su círculo artístico. Pero Abraham Stoker padre estaba consternado por la actitud rebelde de su hijo. Le dio el sensato consejo paternal de que se quedara en Dublin Castle hasta que apareciera una vacante mejor y, en particular, trató de disuadirlo de seguir cultivando sus amistades teatrales. Pero lejos de apartarlo del teatro, el otoño de 1876 trajo un hecho que dio motivos a Stoker para apreciar su magia más que nunca: la vuelta de Henry Irving al Theatre Royal, esta vez para interpretar Hamlet.
Por entonces, Irving, de 38 años, había alcanzado el estrellato, y algunos lo consideraban, como Stoker afirmaba en el Mail, en su crónica previa a la visita de Irving, «el Garrick de su época». Vio tres representaciones de Hamlet, y realizó el movimiento sin precedentes de escribir una segunda reseña aplaudiendo las dotes interpretativas de Irving. Este, profundamente impresionado por las halagadoras palabras de Stoker, lo invitó a cenar en dos ocasiones, y en la segunda, como era costumbre a veces, algunos de los invitados recitaron algo. Irving felicitó a Stoker en su intento, en particular por anticipar con el movimiento de sus ojos las palabras que pronunciaba. Entonces le llegó el turno a él. Según cuenta Stoker, el actor quería «demostrar de nuevo su talento a este nuevo amigo, comprensivo y bien dispuesto», y dijo que le gustaría recitar para él el poema de Thomas Hood «El sueño de Eugenio Aram» (1829). Este poema melodramático, lleno de crimen, culpa y venganza, era un favorito del público victoriano. Irving puso tanta emoción al interpretar el personaje de Aram, obligado a enfrentarse cara a cara con su ineludible culpa, que poco después del horroroso clímax del poema se desplomó en la silla, exhausto. Siguió un silencio estupefacto, y entonces Bram Stoker, como explica él mismo, «estalló en una especie de violento ataque de histeria».32 Según Laurence Irving, nieto de Henry Irving, este desenlace había sido cuidadosamente calculado:
El efecto de su recitación en Stoker era justo lo que Irving había deseado; tan bienvenido como lo eran para Hamlet los efectos de «El asesinato de Gonzago» sobre su tío. Mientras Stoker se recuperaba, [Irving] fue a su habitación y volvió con una fotografía de sí mismo en la que escribió:
Mi querido amigo Stoker... ¡Que Dios te bendiga! ¡Que Dios te bendiga!
Henry Irving
Dublín, 3 de diciembre de 1876
Aunque Stoker no lo sabía aún, en aquel momento cambió el curso de su vida.33
Irving sin duda sabía reconocer una buena oportunidad cuando la tenía delante. Los planes para convertirse en actor-director de su nueva compañía de teatro en el Lyceum Theatre de Londres estaban muy avanzados, y «había empezado ya a enrolar al personal discreta y metódicamente».34 Con Stoker tendría un administrador con experiencia y un empresario de lealtad incuestionable, un segundo de a bordo en quien podría confiar y que lo dejaría a él libre para ocuparse de su vocación artística, su obsesión. En noviembre de 1877, a pesar de su ascenso a inspector de empleados en el tribunal de delitos menores, Stoker escribió en su diario «¡Londres a la vista!», y un año después aceptó la invitación de Irving a convertirse en el administrador y jefe de sala del Lyceum. Antes de abandonar Dublín por Inglaterra, hizo dos cosas: dimitir de su puesto de funcionario y casarse. El matrimonio con Florence Balcombe, de veinte años, se adelantó, y la luna de miel se pospuso, para encajar ambas cosas en el apretado calendario teatral de Irving, un orden de prioridades que iba a ser de lo más habitual en la familia Stoker en los años siguientes.
Florence era hija del teniente coronel James Balcombe, y Stoker la conoció cuando la familia se mudó a la casa vecina en Harcourt Street, Dublín, en 1877. Stoker pronto quedó obnubilado por aquella belleza joven y elegante, de la que George du Maurier (el creador de Svengali) dijo más tarde que era una de las tres mujeres más hermosas que había visto jamás. Pero antes que nada Bram tendría que enamorarla y alejarla de su pretendiente, otro dublinés angloirlandés llamado Oscar Wilde. Wilde, que llevaba dos años cortejando a Florence, era por supuesto conocido de Stoker, que visitaba regularmente la casa de sus padres y había respaldado su ingreso en la Sociedad Filosófica del Trinity College. A simple vista, los dos hombres no podían ser más distintos; sin embargo, compartían mucho más que su admiración por la misma mujer. Ambos sentían un interés desmedido por la literatura y el teatro. Ambos tenían idealizado a Walt Whitman y más tarde irían en su busca en América. Ambos escribirían obras maestras góticas en las que el personaje central conserva su vitalidad juvenil absorbiendo la de otros. Pero lo más crucial desde la perspectiva sin blanca de Florence era que, como grandes admiradores de Henry Irving, ambos estaban resueltos a impulsar sus respectivas carreras bajo los auspicios del actor.35 Aunque finalmente Wilde se reveló de lejos como el escritor más brillante y exitoso, Florence, al hacer su elección, parece ser que se inclinó por la perspectiva, más madura y emocionante, que ofrecía Stoker. Porque Stoker consiguió el trabajo.
EL TRANCE, LA LOCURA Y LAS MUJERES DE DRÁCULA
El relato que hace el propio Stoker de esa velada en la que «estalló en una especie de violento ataque de histeria» tras la recitación de «Eugenio Aram» de Irving no revela el más mínimo indicio de que aquella crisis tan hábilmente inducida en él fuera en modo alguno forzada. Por el contrario, preciaba aquel encuentro en el que «¡Dos almas se miraron!», y creyó, desde ese momento hasta el día de su muerte, que se había fundado una amistad «tan profunda, cercana y duradera como pueda haberla entre dos hombres».36 Pero este extraordinario asunto podría tener otra explicación. Podría ser que Irving hubiese inducido una crisis hipnótica en el joven Stoker. Y aquí retomo el comentario de Wolf en cuanto a la intensidad con la que Stoker, en Drácula, eludía algo que adivinaba, pues esta frase podría aplicarse igualmente a los interrogantes que Stoker se plantea en torno a su crisis nerviosa cuando dice:
Yo no era ningún sujeto histérico. No era ningún joven inmaduro [...]
Yo era un hombre fuerte. Es cierto que sabía lo que era la debilidad. Siendo un bebé estuve muchas veces, tengo entendido, al borde de la muerte. Y es cierto que hasta los siete años no supe lo que era estar de pie. Era reflexivo por naturaleza, y el ocio de una larga enfermedad me dio la oportunidad de sumirme en muchos pensamientos que años después dieron fruto de acuerdo con su esencia.37
Uno se pregunta a qué clase de pensamientos se refiere Stoker aquí. ¿Es posible que estuviese eludiendo lo que había adivinado, que Drácula, su obra más lograda, encarnaba de algún modo eso que Freud dio en llamar el «retorno de lo reprimido»? No hay ninguna prueba de que Stoker llegara a conocer a Freud, aunque es casi seguro que habló con el famoso hipnotizador Charcot, que aparece mencionado en Drácula («...y sigues perfectamente la demostración del gran Charcot... ¡Ay! Así, mi querido John,»). La ocasión habría surgido cuando, en 1880, el importante maestro de Freud abandonó su Templo de la Ciencia, la Salpêtrière de París, para ver cómo otro gran «magnetizador» interpretaba la obra de su dramaturgo inglés predilecto, Shakespeare, en el Templo de la Belleza de Irving, el Lyceum Theatre.
Los estados psicológicos anormales y los trances hipnóticos tienen un papel significativo en Drácula, una novela compuesta de fragmentos narrativos que se niega a contar su historia desde un único y fiable punto de vista. Esta cualidad desorientadora y evasiva ha sido característica de la novela gótica desde la publicación, inicialmente bajo pseudónimo, de El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole, donde el texto se presentaba como un manuscrito medieval encontrado recientemente que era a un tiempo «milagroso» y (en opinión del «traductor») «fundado en la verdad».38 Aunque Samuel Richardson, en sus novelas epistolares Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), había sido un precursor en la técnica de escribir «en el momento» desde varios puntos de vista distintos y sucesivos, parece que Stoker tomó prestada esta técnica de multinarración de una obra más reciente: La dama de blanco (1860), de Wilkie Collins. En la primera página de la novela, Collins explica que