Debut

Fragmento

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imagenos años tranquilos se olvidan. Los días sin sobresaltos, donde el tibio discurrir de las horas es un murmullo inapreciable, pasan de largo con elegancia y se van amontonando uno sobre otro. La memoria se ocupa de entresacar con pinzas lo que resalta, lo extraordinario —sobre todo lo doloroso—, y lo enmarca para la posteridad. Así estamos hechos.

Olvidarás miles de mañanas de tu infancia con zumitos de naranja primorosamente exprimidos por mamá, y recordarás solo una, esa en la que tuviste la fantástica ocurrencia de meter el tenedor en el enchufe y sentiste por primera vez el látigo feroz de la electricidad. Cientos de desayunos reconfortantes con bollitos de mantequilla y amor incondicional se esfumarán sin remedio. Solo quedará la sacudida de 220 voltios que recorrió tu cuerpecito de azúcar bajo el uniforme planchado, aunque, en realidad, eso pasó solo una vez. Y es que la función de la memoria no es que seas feliz, sino que vivas muchas décadas sin electrocutarte. No es una máquina perfecta.

También yo he olvidado años enteros de dulce quietud, y con ellos he olvidado caras, conversaciones, cuerpos, lugares… y mira que me da rabia. Se han ido amontonando como hojas doradas y crujientes que abonan la tierra fértil donde crece muy derechito este presente tan ajetreado.

Hay quien se desespera con mi enorme capacidad de olvido, con mi alegre predisposición a vaciar los bolsillos para llenarlos de nuevo. He olvidado cosas que eran muy importantes para ellos, y posiblemente para mí.

Si evito conscientemente el ejercicio de recordar, es porque creo que la nostalgia destruye el presente, pero hacerlo de vez en cuando me divierte. Es parecido a sentarse a ver una película que ya he visto, pero como no soy la misma que la vio la última vez, me sorprende en cada visionado con matices distintos. La cámara cambia de ángulo y se detiene en personajes que antes estaban en segundo plano, el sentido de las frases cambia, el guion se complica, hasta el tono general puede dar un vuelco drástico, la tragedia se magnifica, el drama se torna comedia. A veces me pongo triste por algo que me parecía normal entonces y que desde el presente me parece una monstruosidad. A veces me río como loca por algo que pasó hace mucho porque de repente pillo el chiste.

No sé por qué entre las pocas estampas cotidianas que mi memoria guarda intactas están aquellas en las que surgió una canción. Recuerdo si estaba en la calle o estaba en casa. Recuerdo la habitación y todos sus detalles. Recuerdo si era día o noche, la mesa, el color de la pared, la temperatura de la habitación, si había alguien alrededor y qué había ocurrido justo antes. Recuerdo el instante exacto de sucumbir bajo el hechizo de una melodía incipiente, zambullirme tras ella, y emerger horas después con la pieza, reluciente y prometedora, coleando entre mis dientes, y entonces tocarla una y otra vez hasta hacerla mía.

¿Por qué mi cerebro ha decidido que vale la pena preservar tantos detalles de esas escenas inocuas, en las que casi siempre estoy sola, y no otras conectadas a momentos vitales de mucha más importancia? ¿De qué forma está entretejida la música con mi supervivencia como animal?

Mientras alguien me responde, me voy a entretener tirando del hilo de algunas canciones a ver adónde me llevan. A veces es al momento exacto en que la escribí, y a veces es al día en que la grabé con las circunstancias que rodearon esa grabación. Guardo algunos cuadernos de trabajo para completar la reconstrucción.

Lo que ocurre una vez grabada la canción se desdibuja. Una vez que se edita, la canción deja de ser mía —la carga evocativa está completa para mí— y pasa a ser de los demás, que vienen a contarme años después que tal o cual canción está entretejida a un momento determinado de su vida. Me produce una enorme satisfacción saber que esas canciones se han enredado a ellos también.

Por poner un ejemplo, «¡Chas! y aparezco a tu lado» es una canción de verano para mucha gente. Para mí, en cambio, es una canción de invierno. Hacía mucho frío la mañana que la escribí. No quería salir de la cama y además estaba enganchada a un libro muy entretenido: Doña Flor y sus dos maridos, del escritor brasileño Jorge Amado. En la novela, el marido de Doña Flor, un canalla guapetón que no da más que disgustos, se muere de pronto. La joven viudita encuentra el cobijo y la tranquilidad que nunca tuvo casándose con un respetable farmacéutico. Su vida mejora en todos los sentidos menos en uno, justo en el que su difunto era un campeón. Doña Flor echa tanto de menos los polvos de su primer marido, que el espectro vuelve del más allá en forma semisólida para consolarla cada noche. Al final de la historia, Doña Flor consigue lo mejor de los dos mundos, vaya.

El fantasma de Vadinho es capaz de atravesar paredes, ¡qué menos! Así que también atraviesa las tapas del libro y se instala en la letra que tengo encima de la mesa. Por el camino cambia de sexo y se hace chica.

Alex y yo acabamos de fichar por Warner después de cinco años de pasear maquetas por compañías de discos. Ese es nuestro segundo single. Para la sesión de fotos me llevo todo lo que encuentro en el armario: un sombrero de copa, un tutú de ballet, una chaquetilla de torero y unas medias que agujereo con tijeras. Lo siguiente será un verano, el del 87, en que la canción llega al número uno en las listas y suena por toda la geografía española. Y lo que vendrá después es la sensación de que la cosa se me ha ido de las manos, de que no pertenezco al mundo de la radio fórmula donde estamos metidos, y de que tengo que volver a empezar sola.

El caso es que «¡Chas!», para mí, no es ese verano en el que la cosa explotó, sino el invierno anterior. «¡Chas!» es una mañana encapotada en la que fantaseaba con vivir una pasión desenfrenada en las playas de Bahía.

El camino que conduce a lo más profundo de nuestra memoria está hecho de melodías y olores. Son hilos que no se dirigen hacia fuera, sino hacia el centro de una cueva acogedora y cálida que reconocemos como propia. Algunos de estos hilos me devuelven a momentos de felicidad tranquila que la estúpida memoria se empeñaría en borrar si no estuvieran pegados a la chispa eléctrica de una canción.

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imagenue después de una pelea. La primera canción que hice sola; la música, además de la letra, quiero decir. ¿Con quién? Pues con quién va a ser, con Bicho, entonces pasábamos tanto tiempo juntos que parecíamos hermanos siameses. ¿Y por qué fue esa pelea? Pues yo qué sé. Supongo que ese detalle no debe ser importante para mi supervivencia como animal. El caso es que yo estaba muy cabreada y salí dando un portazo de la casa.

Lo malo de marcharse airadamente a la calle en la periferia pija de Madrid es que huyes hacia la nada. Es decir, a caminar cinco kilómetros por un secarral castellano cruzando autopistas para llegar, en el mejor de los casos, a un centro comercial flanqueado por columnas dóricas. Te plantas toda chula ante la puerta automática, entras con la intención de cometer un acto violento y suicida y sales con un kilo de gominolas. ¿Qué otra cosa vas a hacer ahí?

Bueno, el caso es que la primera canción me atacó como un puma agazapado en un seto de azaleas cuando llevaba medio kilómetro recorrido. Empecé a tararear una melodía medio folkie, tres por cuatro, estribillo en tonos menores, que se iba resolviendo en cada vuelta. No podía dejar de cantarla. Para no olvidarla le puse algunas palabras encima. Tú por mí, yo por ti, na na na… ya pensaré qué digo aquí después… ¡Me puse nerviosísima! Si llegaba al centro comercial para consumar mi acto suicida, la melodía se iba a esfumar, así que volví rápidamente sobre mis pasos para grabarla en un walkman. Cuando llegué me encontré la casa vacía, Bicho estaba consumando su propio acto de venganza en otro sitio. ¡Qué suerte! Necesitaba soledad. Me senté con la guitarra a sacar acordes y a componer el resto de la canción. Para entonces estaba claro de qué iba a hablar.

La casa de la que habla la canción era un piso muy grande en el barrio de Tetuán. Pertenecía a un chico mexicano de veintipocos años. Sus padres se habían vuelto a Cuernavaca dejando la casa vacía y él la había vuelto a llenar con muebles encontrados en contenedores y chicos descarriados que no acababan de marcharse después de las fiestas descomunales que se montaban cada fin de semana. Había un trajín constante de viajeros y unos cuantos inquilinos fijos, por eso se la conocía por el sobrenombre de la Pensión Internacional.

Entre los que nos habíamos instalado sin fecha de salida estaban los gemelos Arturo y Octavio, mexicanos también y excelentes cocineros. Cada fin de semana salía con uno distinto. Con Octavio iba al ballet, con Arturo a bailar salsa y jugar al billar. También estaba Cecile, la inglesa, la única inquilina que tenía un trabajo serio. Cuando no la dejábamos dormir con nuestras fiestas improvisadas se ponía hecha una furia. Durante un tiempo estuvo Mandy, norteamericana, hija de mormones. Se estaba desquitando con medio Madrid de una adolescencia un poco árida. Era profesora de aeróbic y nos montaba clases en el salón. Y finalmente estaba Sarah, que se convirtió inmediatamente en mi mejor amiga, y más abajo, entre sus pies, MacDough, un scottish terrier que levantaba la punta de la oreja izquierda al tiempo que giraba la cabecita con un gesto adorable cuando le preguntabas si era su hora de paseo.

Sarah tenía una historia muy triste detrás. Su madre la dio en adopción al nacer y su madre adoptiva la metió en un internado después de perder a su marido al verse también incapaz de cuidarla. Eso sí, era un internado inglés muy refinado de donde Sarah salió bien educada, con preparación artística y además convertida en una consumada amazona. Creo que Sarah había crecido sola a pesar de tener dos madres, había visto pocos desayunos con bollitos de amor incondicional, y eso se notaba en el fondo de su mirada chispeante. Además de explosiva, inteligente, divertida y nada cauta, era muy frágil. En definitiva, era una presa fácil para los depredadores.

Una mañana la valiente amazona entró en la cocina y me contó relamiéndose los bigotes que tenía escondido en su habitación a un príncipe africano. Mientras hacíamos el té, el príncipe hizo una entrada majestuosa envuelto elegantemente en una sábana. Era un chico muy guapo, con un torso de color chocolate que no se puede describir aquí sin nombrar a alguna deidad antigua y añadir un montón de cursiladas. Se presentó como Albano.

Durante el desayuno Albano, mientras untaba mantequilla en su tostada, me contó que era relaciones públicas del gimnasio de boxeo en el que entrenaba. Pero esa no parecía ser información actualizada. El chico estaba muy delgado para ser deportista y sus ojos tenían un curioso matiz gelatinoso, casi tornasolado, como de merluza no muy fresca.

Hago un inciso aquí que titularé «Los artistas y el lumpen, el eterno binomio». Los artistas siempre andan —andamos— necesitados de contenido dramático para nuestras historias, y los que viven al otro lado de la archifamosa línea que delimita el lado salvaje suelen andar muy necesitados de cash, o por lo menos de algunas comodidades básicas que los ingenuos artistas, normalmente de procedencia burguesa, suelen —solemos— tener bien cubiertas, de ahí ese desapego por lo material. Entre ambos se crea una relación simbiótica. Muchos artistas pasan por ese período de fascinación febril por el submundo como si fuera el sarampión. Vivir en ese cruce de fronteras que confunde libertad, romanticismo, rebeldía, marginalidad e ilegalidad resulta excitante, y sobre todo muy fructífero, porque se cosechan magníficas historias donde el alma humana se muestra tal cual es, desnuda de la convención social. Algunos vuelven vacunados, otros algo tocados, y otros ya no vuelven nunca. Cierro el inciso.

El caso es que Albano era yonqui perdido y que Sarah se metió de cabeza en ese juego de la oca infernal que confunde amor y dependencia con una ingenuidad pasmosa. La cosa va así: aparece un chico que parece especial, vulnerable y atractivo. Me fijo en él, se fija en mí. Me hace caso, me engancho. Me necesita, me hace sentir especial también a mí, me engancho aún más. Entonces deja de hacerme caso, me hundo. El problema es su adicción, las drogas se interponen, comprendo. Me quiere, pero no consigue desengancharse. Empiezo a meterme yo también, quiero entrar en su mundo. Vuelve a hacerme caso, se preocupa por mí. Compartimos placer y dolor, remonto. Nos quedamos sin drogas, se hunde (y yo también). Esta vez soy yo la que consigue las drogas. ¿Y cómo las consigo? Pim, pam, pum. Unos meses después, sorprendentemente rápido, Sarah estaba prostituyéndose y pagando las drogas de los dos. Toda una prueba de amor que el tío, lejos de apreciar, aprovechó para perderle aún más el respeto y empezar a sacudirla.

En la casa estábamos horrorizados con lo que estaba pasando, pero al mismo tiempo teníamos mucho miedo a Albano, que aun en baja forma parecía capaz de hundir a cualquiera de nosotros en el suelo como una tachuela de un solo golpe. Un buen día desaparecieron los dos.

Pasaron dos o tres semanas antes de la esperada llamada de Sarah. Era muy temprano, un día entre semana, así que quedamos a desayunar en el café Espejo, en la Castellana, un sitio en el que era improbable que nos encontráramos a nadie conocido.

Cuando la vi entrar se me cayó el alma a los pies. Llevaba una minifalda de cuero, medias negras y un ojo morado debajo de las gafas de sol. Parecía que un estilista con pocas ganas de complicarse la vida la hubiera vestido de la manera más obvia para esa escena. Lo que más me impresionó no fue lo delgada que estaba, ni el ojo morado, sino cuánto había cambiado su mirada. Ya no era la joven amazona capaz de doblegar a un purasangre con un chasquido de lengua, la chiquilla hambrienta de amor que cantaba de maravilla canciones de Cole Porter, la señorita que escribía tarjetas de agradecimiento con perfecta caligrafía después de cada velada. Sarah tenía esa mirada pesada que aflora solo en los que vuelven de la guerra, en los que han visto el reverso del alma, lo que un hombre es capaz de hacer cuando sabe que nadie le va a juzgar. Había descubierto que debajo de este mundo hay otro mundo. Que debajo de ese hombre respetable que visita a su madre los domingos o que el lunes lleva a su hija al colegio hay otro hombre capaz de usar a una mujer que no es de los suyos como si fuera un recipiente vacío donde puede derramar lo más negro de sus vísceras.

Me contó algunas cosas de forma inconexa quitándoles importancia, sin asumir la magnitud de la ciénaga en la que se había metido. Decía que había dos tipos de clientes. Los que van de putas porque es la única manera en la que pueden tener sexo, esos no le parecían tan dañinos: algunos daban las gracias. Y los otros, los que tenían éxito en la vida, algunos guapos y jóvenes incluso. Esos veían a las putas como cuerpos sin alma. A esos los despreciaba, pero también los temía. Cada tres palabras echaba una mirada fugaz a las mesas vecinas. Intuía cuáles de esos hombres que nos miraban con disimulo llevaban doble vida.

Esa misma tarde hubo gabinete de crisis en la cocina. Entre todos hicimos un plan para rescatarla. Sarah nos llamaría cuando Albano saliera de la pensión donde estaban viviendo. Los gemelos llegarían en moto, ataviados de pizzeros y sin quitarse el casco para no ser reconocidos —ni noqueados— en el caso de que Albano volviera antes de tiempo, y subirían a ayudarla. El perro, MacDough, que también estaba secuestrado y que era de vital importancia rescatar en la misma operación, saldría escondido en un bolso: tenía las patas muy cortas y podía entorpecer la huida. Yo estaría en la esquina esperando con el coche en marcha. Cecile pediría las llaves del apartamento de una amiga, donde podía pasar unos días escondida. Había que llenar la nevera para que pasara el mono allí. Establecimos un horario de guardias para que nunca se quedara sola en el escondite. Los que estuvieran en la casa debían fingir no saber nada del asunto cuando Albano apareciera hecho un demonio.

La mañana siguiente el plan se puso en marcha. Sincronizamos nuestros relojes y esperamos la llamada de Sarah. Después de una tensa espera, el teléfono por fin sonó. «El pájaro ha salido» se oyó al otro lado con acento británico. Los gemelos salieron volando en la Vespa, yo en el Panda, y Cecile se fue directa hacia el escondite para prepararlo.

La pensión donde dormía Sarah estaba en una de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. Encontré una esquina perfecta para no tener que maniobrar al arrancar, y me dispuse a esperar con el motor en marcha. Pasó un rato angustiosamente largo antes de que Sarah apareciera corriendo calle abajo con MacDough entre los brazos. Abrió la puerta, se tumbó en el asiento de atrás. Pisé el acelerador como si nos persiguiera el diablo, un diablo muy cabreado con ocho martillos negros por brazos.

La operación fue un éxito total. Tras dos semanas de cura intensiva Sarah volvió a su ser, a cantar y hacer bromas sobre lo que había pasado. Por eso nos relajamos demasiado pronto y empezamos a dejar la puerta abierta entre una y otra visita al apartamento. En una de esas, encontramos la casa vacía. Supimos que Albano no se la había llevado a la fuerza porque, antes de desaparecer, Sarah llamó al timbre de una vecina, le dijo que se iba de viaje y dejó a MacDough a su cuidado.

No volví a saber nada de ella hasta años después. Mi carrera en solitario ya estaba en marcha. Llevaba un par de años cantando su canción por medio mundo cuando una mañana encontré en el buzón una postal enviada desde Inglaterra. Era un retrato de un perrito blanco y triste con corbata escocesa. Con su preciosa caligrafía, Sarah contaba que después de muchas desventuras acabó en un club de alterne en la carretera de Valencia. Un desconocido se apiadó de ella después de escuchar su historia y le compró un billete de avión. Contaba que la llegada a Inglaterra fue catastrófica, pero que la cosa se iba enderezando, vivía en el campo y tenía un novio pelirrojo encantador pero que bebía mucho, e iba a empezar a trabajar en un establo, lo cual era estupendo. Acababa diciendo que, puesto que su destino era estar rodeada de montañas de mierda, prefería tenerlas a la vista.

Yo me fui de la casa poco después de perder a Sarah por segunda vez. Había empezado a salir con Bicho y me fui a vivir con él. Su casa estaba a veinticinco kilómetros de Madrid, en una urbanización de pequeñas casitas blancas construidas alrededor de un jardín con piscina. Sus padres se habían mudado a un pueblo dejando la casa vacía. Bicho vivía en el sótano. Dormía en un colchón cerca de una Harley-Davidson que estaba pagando a plazos. Pasaba el día haciendo trabajos de maquetación gráfica y las noches escribiendo. Se alimentaba principalmente de salchichas crudas enrolladas en tranchetes de queso.

En el piso de arriba, mirando a la piscina, me instalé con mi equipo de HIFI. Podía hacer todo el ruido que quisiera en aquel salón vacío. Nadie protestaba. La urbanización era una isla semihabitada de césped y arizónicas en el mar seco de la meseta castellana. Un extraño paraíso muy fresquito donde pasé casi un año. Durante el día escribía canciones y por la noche veía películas de gángsters, de cowboys o de guerra, cualquier cosa con pistolas, que alquilábamos en el videoclub. No había nada mejor que hacer.

Aún no sabía qué iba a pasar con esa maqueta. Estaba atada a una compañía de discos que no entendía que quisiera renunciar a un proyecto tan exitoso como Alex y Christina. Quería empezar de nuevo sola, aunque no tenía banda y no sabía cómo. Los pocos amigos que escuchaban mis temas me animaban a seguir. Mi hermana conocía a Joaquín Sabina y a sus músicos. Un día escucharon las canciones en su casa y se ofrecieron a echarme una mano con lo que hiciera falta.

Me compré una guitarra eléctrica, una Telecaster marrón. Escribía canciones incluso dormida. Una mañana encontré en la mesilla un papelito con diez versos perfectamente rimados sobre un corazón que estallaba en mil cristales como un espejo. Había tenido una pesadilla en la que el cuento de amor que estaba viviendo acababa abruptamente.

Había una cierta sensación de irrealidad en todo lo que estaba pasando. Me gustaba estar aislada, lejos de los problemas familiares. Para comprar el pan, ir al cine o ver a alguien conocido había que coger la moto o el coche. Mi heroico Panda rojo estaba en las últimas, así que un día empecé a mirar anuncios de coches usados en los periódicos. Pero no me valía cualquiera, no señor, yo también quería conducir una máquina con carisma, como Bicho con su moto. No me gustaba ser el paquete de nadie. Pasé unas cuantas tardes, rotulador en mano, hasta que apareció algo interesante entre los anuncios. «Alfa Romeo Spider gris metalizado año 87, cincuenta mil kilómetros, un millón de pesetas.» Lo vendía un señor francés que se acababa de casar y necesitaba un coche familiar. Tenía faros amarillos y un techo rígido desmontable para el invierno, era un juguete estupendo.

Ese verano yo tenía veintiséis años y una cuenta de ahorros sorprendentemente gordita. Llevaba mucho tiempo ahorrando. Había empezado a trabajar a los diecisiete años, primero repartiendo flyers de la sala Astoria, luego haciendo trabajos de modelo y después presentando un programa de música en televisión hasta que Alex y Christina empezó a funcionar. Todo eso iba a la cartilla de ahorros, que estaba pimpante.

Comprarme un descapotable fue mi primer y único capricho de estrella de rock, y la verdadera instigadora de esa idea tan extravagante fue Marianne Faithfull. En una de sus canciones contaba que una mujer llamada Lucy Jordan se había tirado desde el tejado de su casita en los suburbios a los treinta y siete años al darse cuenta de que nunca iba a recorrer París en un descapotable. ¡De ninguna manera me podía pasar eso a mí! Aún me faltaban unos cuantos años para llegar a la edad fatídica, ya había estado en París varias veces —Warner/Chappell me encargaba las adaptaciones al español de sus artistas franceses y también la supervisión de las grabaciones—, pero me faltaba el descapotable para hacer esa entrada triunfal por los Campos Elíseos y así escapar para siempre de la maldición de un matrimonio convencional.

Lucy Jordan tuvo la culpa de que hiciera una adquisición romántica, rebelde, veloz, superchic, pero, ¡ay, caramba!, sin dirección asistida. Pasé los cuatro años siguientes evitando a toda costa aparcar en paralelo, lo cual no era nada fácil en el centro de Madrid. Girar ese volante en punto muerto con mis brazos de alfeñique me hacía sudar la gota gorda y maldecir como siete camioneros. Aún tengo pesadillas. Años después se lo vendí a un señor que se acababa de divorciar y me quité un peso de encima.

Ahora bien, debo admitir que, durante esa temporada en que volvía a casa por la A6 en mi Spider plateado, envuelta en un remolino de viento rosado con las casetes de Bob Dylan y Nirvana sonando en bucle, algo se me debió de meter dentro y me despertó un hambre insaciable que nunca ha conseguido aplacarse. La puerta de la jaula estaba abierta.

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Tú por mí

Mil pedazos

Alguien que cuide de mí

Voy en un coche

Las suelas de mis botas

Ni una maldita florecita

Pulgas en el corazón

Tengo una pistola

Yo no soy tu ángel

 

Tú por mí

Hace tiempo tuve una amiga

a la que quería de verdad.

Una princesa que andaba a dos pasos

de sus zapatos de cristal.

Compartíamos una casa

al otro lado de la ciudad.

Le hicimos un sitio a mi mala suerte

y a sus pocas ganas de acertar.

Tú por mí, yo por ti,

iremos juntas donde haya que ir.

Tú por mí, yo por ti,

iremos juntas solo por ir.

Un día oscuro nos dio por andar

donde los malos tiran y dan.

Siempre hay alguno con porquerías,

siempre hay un día que levantar.

Mucho cuidado con los cocodrilos,

vienen despacio, nunca los ves.

Se la comieron sonriendo tranquilos,

yo me di cuenta y me fui por pies.

Tú por mí, yo por ti,

iremos juntas donde haya que ir.

Tú por mí, yo por ti,

iremos j

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