Una mujer en Pigalle

Carlos Suárez

Fragmento

cap-1

1

Le Cercle Noir

El cadáver gira en el centro de la habitación; cuelga del ventilador que hay en el techo con las manos atadas con soga a una de las aspas. Es una mujer joven, entre los veinte y los veinticinco años, con el pelo rojo, la tez pálida, los ojos convertidos en dos cuencas vacías por la mancha de rímel corrido que tiñe sus párpados, los labios emborronados de carmín, la cara desfigurada por el pedazo de tela que a modo de mordaza llena su boca. Está desnuda. Un sostén de encaje negro le estrangula el cuello. Tiene el cuerpo cubierto de magulladuras y cardenales; los pechos y las nalgas recorridos por pequeños cortes y un cuchillo clavado en el vientre.

—Lo recuerdo como si fuera hoy. Como si no hubieran pasado sesenta años y estuviera aún ahí, frente al cadáver, la mañana del 13 de febrero de 1941.

Jérôme Pinault se tapa los ojos, deslumbrado por la luz del flash, un resplandor parecido al que ha visto sesenta años antes —el relámpago de la lámpara de tungsteno de la máquina fotográfica del forense de la Preceptura— destellando sobre la piel blanca del cadáver, sobre el cuerpo que gira, como si se exhibiera, posara para la cámara: de frente, de perfil, de espaldas, de nuevo de perfil...

—Perdone, señorita Marais. ¿Son necesarias tantas fotografías?

—No, claro. Disculpe, señor Pinault. Necesitamos algunas fotos para ilustrar el reportaje, pero creo que serán suficientes. —Monique Marais se vuelve hacia el fotógrafo—. Claude, con esas nos valdrá.

—Gracias. —El viejo ex policía levanta el mentón y mira por encima de la periodista a Claude Leconte, que, al fondo, dibuja en los labios una mueca de disculpa mientras guarda su cámara—. ¿Sabe? Era hermosa, la mujer más hermosa que he visto nunca. Ni siquiera el horror de la muerte, la crueldad del crimen, lograba empañar su belleza.

Pinault saca un pañuelo y se seca el sudor de la frente, aunque podría parecer que trata de borrar de su cerebro esa imagen que ha seguido girando en su memoria durante sesenta años: el cuerpo desnudo dando vueltas despacio en el centro del cuarto.

—¿Llevó usted la investigación, comisario?

Jérôme Pinault mueve la cabeza hacia los lados en un signo de negación. Es un anciano enjuto, de una delgadez cadavérica. Tiene el rostro trazado de arrugas, los ojos negros, empequeñecidos por las bolsas violáceas que inflan sus párpados, el cuello atenazado de tendones y venas.

—No me llame comisario. Hace casi dos décadas que me jubilé. Y no. Yo acababa de incorporarme a la Preceptura. En realidad nadie llevó la investigación.

—¿Qué quiere decir?

—Eso. El caso se cerró en menos de tres días. A nadie le interesó averiguar la verdad. París estaba ocupado por los alemanes. Puedo asegurarle que no fueron tiempos fáciles. —Pinault da un trago al vaso de aguardiente que tiene frente a él en la mesa—. Sé que debí haber hecho algo entonces, pero era demasiado joven... —Hay una sombra oscura de culpa en sus ojos—. Probablemente demasiado ambicioso o cobarde.

—Y ahora quiere esclarecer el caso...

—Sí. He dedicado estos últimos años a repasar toda la documentación, a revisar cada detalle. —El ex policía se encorva. Vuelve a abrir, de nuevo con las manos temblorosas, huesudas, salpicadas de manchas marrones, la carpeta que tiene frente a él en la mesa y mira otra vez las fotografías que hay en el interior. Son ampliaciones en blanco y negro, muy contrastadas, como sobreexpuestas, en las que puede verse la escena del crimen: el cadáver colgando del techo, la piel pálida, convertida en la imagen en una mancha blanca; la sombra oscura del cuerpo proyectándose sobre la pared desconchada, la habitación vacía—. Estoy seguro de que no fue Sagnier quien la mató.

Los dedos pulsan las teclas de la máquina de escribir, hacen que las varillas se levanten en orden, que los tipos golpeen contra el rodillo en la secuencia exacta, que la tinta manche el papel con una sucesión lógica, comprensible de signos; formen esa combinación precisa en la que las letras componen una sílaba —«ni», «más», «tú»— en vez de un grupo impronunciable de caracteres —«kij», «wro», «meñ»—, se unan para formar palabras inteligibles y no términos inexistentes —«edejo», «budara», «crábato»—, hilen las palabras en frases con sentido —«Mi nombre es Lazare»— y no en oraciones absurdas.

No sé qué porcentaje de mi memoria se ha diluido ya. Solo sé que olvido. No puedo reconstruir lo que ha sucedido hace un momento: quién ha traído esos lapiceros rojos que hay sobre la mesa, con quién he hablado hoy, qué acabo de escribir hace un instante.

No sé cómo avanzará la enfermedad, cuánto tardará en desvanecerse el resto, cuándo no recordaré ya nada.

No ha amanecido aún. Las luces, los letreros luminosos del teatro o la sala de cabaret que hay enfrente, en la esquina con la plaza Pigalle, tiñen de rojo el cuerpo, que gira colgado en el vacío. Está en medio del cuarto, la habitación de un antiguo hotel de lujo levantado a principios del siglo XIX y alquilado ahora como apartamentos. Al fondo puede verse una cama, cubierta con una vieja colcha de lana marrón, una mesa —en realidad un tablero sostenido por dos caballetes—, una estantería y un armario de nogal vacíos, como cadáveres eviscerados, y detrás dos cajas de madera, apiladas contra una de las esquinas. En el centro, el cuerpo gira en el aire, como si flotara en la bruma, levitase sobre las figuras que lo rodean: media docena de hombres enfundados en gabardinas y abrigos oscuros frente a la pálida desnudez del cadáver.

—¡Por Dios, que alguien pare ese ventilador y baje el cuerpo!

La voz del inspector Bertrand suena empapada de rabia, quizá también contra sí mismo, como si se culpara de no haber dado antes esa orden. Sin embargo, también él ha tardado en reaccionar, paralizado ante la visión de la escena: el cadáver, cubierto de cortes y sangre, rotando en el aire con la atracción magnética del movimiento de péndulo del reloj de bolsillo de un hipnotizador.

Un gendarme —quizá Casseau o Toulan, Jérôme Pinault no podría recordar quién— pulsa el interruptor que hay en la pared y el ventilador se detiene. Luego acerca una banqueta que ha encontrado junto a la puerta y se sube. Desengancha la soga que ata las manos del cadáver mientras debajo otros dos agentes sujetan el cuerpo; lo sostienen con esa distante y precavida reserva ante la muerte a la que se une aquí la incómoda necesidad de agarrar los muslos y las nalgas del cadáver. Pudorosos, apenas sujetan el cuerpo y nada puede impedir que caiga desmadejado al suelo, quede sobre la tarima oscura, con el cuello doblado, las piernas entreabiertas.

—Pónganlo sobre la cama.

La voz del inspector Bertrand vuelve a sonar agria. Espera a que los dos agentes, confusos, de nuevo azorados, cojan el cuerpo y lo posen sobre el colchón. Entonces se acerca, se agacha, tira del cuchillo hasta extraerlo y lo deja sobre la cama, mientras trata de enjugar con la sábana la sangre que mana de la herida del vientre. Luego desanuda el sostén que le estrangula el cuello y extrae el pedazo de tela que a modo de mordaza llena su boca: una pequeña pieza de ropa interior también de encaje negro. Después Bertrand saca un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y le limpia

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