Lo diferente

Hugo Hiriart

Fragmento

Título

Prólogo

En este mundo sólo las religiones son interesantes.

Charles Baudelaire, Diarios íntimos.

Con cabal conciencia del anacronismo que significa hablar de religión en los desdichados tiempos que corren, emprendo estas conversaciones. Martin Heidegger, gran maestro del pensar dificultoso, diagnosticó que “lo característico de nuestra época es su obturación de lo sagrado”. Y juzgó: “Quizá sea ésta la única y radical desdicha de nuestro tiempo”.

Me apresuro a opinar que el uso de la voz obturación (cerrar o tapar un conducto) en este pronunciamiento me parece afortunado, pero tengo que declarar también que me siento incapaz de juzgar si esta obturación es la única y radical desdicha de nuestro tiempo; no sabría cómo verificar o refutar un juicio tan amplio como brioso, y menos aún podría establecer una prelación como ésta. Además, aceptemos que el tema de la religión, de la credulidad, no sólo de grupos, sino hasta de una sola persona, un individuo, un particular, es íntimo, delicado, recóndito y difícil de zanjar.

¿Puede una persona ser religiosa sin saberlo? ¿Cómo averiguarlo? Me parece muy claro que sí, desde luego, una persona puede ser no sólo religiosa, sino muy religiosa, sin saberlo.

¿Por qué parece oscura, rara, ardua de responder esta interrogación?, ¿Por qué sentimos de entrada que no sabemos dónde ni cómo buscar para responderla? Porque sucede que tratamos de rebuscar entre las ideas, los razonamientos, de quien no sabe si es o no es religioso. Pero, error, error frecuente: no indagamos ahí donde deberíamos buscar, no en las ideas o pensamientos, siempre enredados y casi siempre mediocres, sino en los sentimientos que pueda tener la persona en relación con Dios. Los razonamientos ocupan en materia de religión un lugar muy inferior a las emociones y los sentimientos; los razonamientos, hipótesis e intelecciones son mucho menos relevantes en materia religiosa que el intenso terreno de los sentimientos piadosos, calientes o fríos, según corra el soplo divino. El que casi nadie tome en cuenta los sentimientos en religión es una muestra más de la crasa ignorancia que impera en lo relativo a este asunto.

“Cuando el entendimiento va entendiendo, no va llegando a Dios, sino antes apartándose de Él”. No lo digo yo, lo dice San Juan de la Cruz. Y lo pongo aquí tan pronto porque en un libro de religión, en tanto más temprano se ponga al descubierto la errada manía de confiar sólo en el entendimiento y desconfiar con desdén de los sentimientos, es mejor.

Pero bueno, de asuntos como éste se ocupa el presente libro, ¿y para qué adelantar? Mejor sería que ocupáramos la ocasión en presentar, no mis cartas credenciales, que desdichadamente no tengo ninguna (me declaro intruso y furtivo en el asunto que vamos a desenvolver), pero sí a hablar un poco de cuáles han sido mis relaciones con la religión y si pertenezco o no a alguna confesión particular.

Mi historia en esta materia es, creo, muy común y corriente, a todo lo largo de su trayectoria, aunque, creo, no tanto hacia el final.

Antes de proseguir quisiera mencionar un curso que seguí cuando estudiaba Filosofía en la UNAM. Lo impartió Luis Villoro y fue el mejor de los muchos que le oí. Su asunto fue fenomenología de la religión. Hace más de cincuenta años que cursé esta materia y, como se podrá apreciar en este escrito, no he olvidado lo que en ella se expuso.

Crecí en un ambiente, como es ahora común entre gente con cierta ilustración, de indiferencia, sazonada con hostilidad, hacia la religión. Creo que me favoreció ese desdén: para mí, aproximarme a la religión ha sido rebeldía, tentación. Donde, para niños de la soporífica educación católica tradicional, la religión a menudo representa acatamiento y sumisión, para mí significaba y sigue significando desobediencia y aventura.

Más adelante tocaremos un poquito, y sin profundidad, por desgracia, el tema de las dificultades de la educación religiosa.

Mi padre, ingeniero, de mente científica, indiferencia total, cuando no de hostilidad y burla hacia la religión. Fue un Hércules de la ingeniería, sus trabajos fueron incontables. Mi padre, disciplinado, vigoroso, incansable, vivía para trabajar. De inteligencia prodigiosa, mucho más inteligente que yo, cosa que nunca me dolió aceptar, de seguro porque le tenía cariño, aunque también, cosa rara, a él que fue tan bueno y paciente conmigo, le tenía algo de miedo. Cuando estaba yo sumido en el alcoholismo frenético y gemía “en el potro del alcohol”,1 cuando ya todos mis conocidos me tenían como un pobre fracasado, él creyó: “no, no, algo puede salir de él porque siempre está leyendo”. ¿Puede darse un niño que no tenga nada de miedo a su padre? Lo que buscaba era diferenciarme, alcanzar autonomía, evadir la racionalidad imperiosa, el poder arrollador que para mí emanaba de la figura de mi padre.

De mi madre, maestra de la Normal Superior, mujer extraña y difícil, sólo voy a mencionar que sabía cantar viejos y raros boleros y también La Internacional de Lenin de su normal cardenista, y que su padre, mi siempre elegante y pintoresco abuelo Mariano, don Mariano Diez de Urdanivia y Bello, participó en la Revolución, en el bando del señor Carranza, como él decía. Era ateo furibundo y no entraba a los templos ni para conducir al altar a sus hijas. No voy a hablar aquí de ella, que fue mucho más ambigua y compleja que mi padre. Paso a otro asunto.

Celebré mi primera comunión, grotescamente ataviado como mono de circo, creo, con traje y corbata. La ceremonia tuvo lugar por influencia, más bien una cierta imposición, de tres tías solteras que vivían en casa de mi abuelo paterno y que eran muy mochas. Mi abuela María era también muy católica, de misa diaria a las siete de la mañana, pero ella era discreta y respetuosa de los demás. Mi abuela María era tan hermosa como llena de bondad, y no sólo la quería, sino entiendo ahora que la admiraba.

Como resultado de esa influencia, tenía de niño cierta religiosidad, menesterosa, enigmática, deforme e interesante por rara y contrahecha, según lo poco que puedo reconstruir de ella.

Un niño muy rara vez es claro. Aunque pocas veces lo advertimos, la interioridad de los niños es enigmática. Escribe George Orwell,2 un niño “con aspecto de ser razonablemente feliz quizá sufra en realidad una serie de espantos que no puede ni quiere revelar a nadie. Vive en una suerte de mundo ajeno, submarino, en el que sólo podemos penetrar por la memoria o la adivinación”.

Abandoné estos primitivos sentimientos religiosos de la manera habitual, esto es, cuando en la adolescencia empezó a soplar para mí el viento de Afrodita. James Joyce en su autobiografía retrató con su talento habitual estas contiendas entre fe rudimentaria y testosterona. El punto es la prohibición, la satanización del impulso sexual, y la prohibición, como se sabe, desboca el deseo y lo hace invencible

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