La mujer de mis sueños

Luciana V. Suárez

Fragmento

la_mujer_de_mis_suenos-5

Scott

«Emborráchate tanto que no puedas recordarlas al día siguiente». Ese era mi lema y funcionaba, porque me embriagaba, obtenía lo que quería y luego, al día siguiente, no recordaba nada: ni un nombre, una edad, algo que dijeron, ni siquiera sus rostros. Pero no debía sentirme mal por ello, dado que no creía que ellas se acordaran de mí tampoco, ya que si acababan en un bar tan ebrias como una cuba, de seguro, era porque esperaban lo mismo que yo: pasarla bien y olvidarse de todo el asunto después. De todas maneras, tampoco era tan descuidado: me aseguraba de mirarlas bien antes de terminar tendido en una cama junto a ellas, no porque el aspecto físico me interesara y tuviera requerimientos a la hora de acostarme con alguien, sino porque quería cerciorarme de que no fueran a padecer algún tipo de enfermedad que luego representara un problema a la hora del acto sexual. También me aseguraba de ponerme un condón porque, por imprudente que fuera, no me gustaba la idea de que hubiera una parte mía creciendo en el vientre de una muchacha a la que no conocía más allá del plano físico. En fin, esa regla estaba fijada en mi vida desde hacía más de dos años, y allí se quedaría por lo que me quedara de existencia.

Como era sábado por la noche, naturalmente saldría, no porque me entusiasmara precisamente, pero sí porque me agradaba la idea de estar con alguien a quien luego no recordaría en absoluto. Tomé mi abrigo y mi billetera, que la guardé bien en un compartimiento oculto de mi abrigo, pues cabía la posibilidad de que la muchacha con la que me terminara enredando fuera a ser una ladrona y, si bien yo nunca me quedaba a dormir con ninguna de ellas tras el acto sexual (ya que jamás las llevaba a mi departamento), podía ocurrir que una vez cometiera el error de hacerlo de lo ebrio y exhausto que estaba, y esa chica terminara hurgando en mis bolsillos.

Tras tomar las llaves de mi auto, salí de mi casa. Afuera el cielo era una capa azulada con unos ribetes dorados, vestigios del sol de la tarde, y la luna asomaba su rostro lentamente; al parecer su fase era llena —no era de extrañar en días tan gélidos como ese—, y el ambiente ya vaticinaba que sería una noche helada.

Conduje por la avenida principal de Bloomfield, el pueblo en el que residía, hasta que llegué a James&James, el club en donde era habitué, por lo menos los fines de semana. Tras atravesar la puerta doble de la entrada, me desplacé por el pasillo de la planta baja hasta llegar a la barra. Una vez que me senté en el taburete, ordené un gin-tonic, aunque no hizo falta que le dijera al barman lo que quería porque, al ser un cliente leal, él ya lo sabía; comenzaba con un gin-tonic, seguía con un vaso de ron y terminaba con otro de tequila. No obstante, el número de copas variaba, porque no siempre bebía solo; invitaba a una muchacha a unirse a mí y, entonces, cuando ambos estábamos lo suficientemente ebrios, nos largábamos hacia algún lugar en donde tuviéramos privacidad. Estaba seguro de que el barman también conocía esa rutina, pero en mi defensa yo no era el único que hacía eso, sino que más de la mitad de los que iban hacia allí también lo hacía porque, después de todo, para eso era ese antro, así como los sábados por la noche.

Una de las razones de escoger ese club es que era para mayores de veintiuno y, de ese modo, me aseguraba el no tener que cruzarme con ningún alumno de la escuela secundaria en la que enseñaba, porque entonces sí que estaría en un aprieto ya que, los días de semana, aparentaba ser un profesor serio e inteligente y, los sábados por la noche, me convertía en una especie de macho al acecho de lo que tuviera a disposición, y eso no era nada bueno para mi reputación académica. Y luego estaba mi otro empleo, el de escritor de novelas serias de ficción. No es que fuera un autor de superventas; estaba lejos de eso y la verdad era que no me importaba serlo, porque parecía ser que un autor de libros populares era el equivalente a ser una celebridad en el mundo literario, y a mí eso no me gustaba. Sinceramente no me atraía que hubiera periodistas tratando de indagar en tu vida privada en vez de querer saber sobre tu obra, lectores atosigándote a través de redes sociales para saber cosas tuyas, personajes convirtiéndose en una especie de íconos afamados; por lo que estaba feliz con la carrera que me había labrado como escritor, porque tampoco era que mis libros no se vendieran, pero mi público era más bien selecto y, generalmente, abarcaba la franja etaria de entre los treinta y cincuenta años.

Terminé de beber el gin-tonic y ordené una copa de ron cuando una muchacha se sentó a mi lado. La miré detenidamente. Su cabello era negro y largo y su piel, muy pálida y contrastaba con su pelo; sus ojos eran azul zafiro y tenía un pirsin en la nariz; llevaba puesto un vestido negro con medias rayadas, como las franjas de una cebra. Parecía ser delgada y estar en buena forma; tal vez, en esos momentos, aquello importaba, pero para mañana no lo haría en absoluto.

—¿Me permites invitarte una copa? —le pregunté, y así inicié el repertorio que me abriría las puertas para llevar a cabo mi cometido. Ella me miró y sonrió de forma animada.

—Desde luego —repuso.

Ordené una botella de ron al barman, que se la sirvió de inmediato.

—¿Vienes seguido para aquí? —inquirí porque, dos semanas atrás, me había topado con una muchacha con la que ya había estado y no la recordaba, y eso parecía haberla ofendido. Y teniendo en cuenta que la población de Bloomfield no llegaba a los veinte mil habitantes y que la franja etaria de entre los veinte y treinta (que era la edad que tenían las chicas con las que usualmente me acostaba) era reducida, era probable que aquello fuera a sucederme más de una vez. Aquel pueblo no era Nueva York, en donde las posibilidades de encontrarte con alguien con quien tuviste un revolcón eran más bien remotas.

—No, es la primera vez. Es que soy de Windsor —dijo en referencia al pueblo contiguo.

—¿Y qué te trae por aquí?

Hubiera preferido no haberle hecho todas aquellas preguntas, que formaban parte de las normas del comportamiento a la hora de conocer a alguien, pero tampoco podría haberle dicho que fuéramos directamente a la parte sexual, porque sabía que no todas querían eso de entrada.

—Digamos que decidí cambiar de aire. Trabajo durante la semana y, los fines de semana, salgo a un club o voy a una fiesta, pero me da la sensación de que últimamente veo los mismos rostros.

—Lo entiendo —repuse, porque yo también veía a la misma gente allí, estuviera en ese lugar o me fuera a otro.

—¿Qué hay de ti? ¿Eres de por aquí? —me preguntó.

—Sí, aunque... —Iba a contarle que en realidad no era originario de ese pueblo, sino de uno de Nueva York, y que me había mudado hacía dos años atrás. Pero no tenía sentido porque todo eso formaba parte de mi vida privada, y nunca les revelaba aspectos íntimos a esas muchachas—. Bueno, sí.

—Disculpa que no me haya presentado antes. Soy Shauna —me dijo.

—Scott —repuse a regañadientes.

La conversación siguió su curso, con copas de alcohol de por medio. Rogué que se emborrachara rápido para que nos largáramos de ahí lo más pronto posible.

Casi una hora después, se la veía bastante entonada, dado que se re

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