Carmelina

Aricelis M. Borja

Fragmento

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1. Yo, Eva Carmelina

Según Wikipedia, en 1985, en España, ocurrieron ciertas cosas que seguramente nadie recuerda con exactitud. En enero, se fundaron los colectivos de los jóvenes comunistas; en febrero, se firmó la convención de la ONU en contra de la tortura; en marzo, se produjo el ingreso de mujeres a la Policía Nacional por primera vez; en abril, los restos de la reina Victoria de Battenberg fueron sepultados en el Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial; en mayo, ocurrió una explosión de dos buques petroleros en la bahía de Algeciras; y, finalmente, el 10 de junio, nací yo en Madrid, dos días antes de que España se adhiriera a la Unión Europea.

Cuando era niña, acompañaba a mi padre a las fábricas de ropa. Me perdía en el olor que las telas despedían, en sus colores, en el sonido de las máquinas, y, sentada sobre los rollos de tela, soñaba con que sería diseñadora de moda algún día. Cuando estoy en mi trabajo y siento ese olor, los recuerdos vuelven y me siento feliz por haber logrado mi sueño. Llevo conmigo la bendición de todas las mujeres de mi familia: el emprendimiento, la costura y la cocina.

La historia más antigua que conozco de mi familia es la de mi bisabuela. Ella vivió hace más de 130 años y, por cuenta suya, mi vida dio un giro tan fuerte que aún me siento mareada. Influyó de tantas formas en mí que me llevó a tomar una serie de decisiones. ¡Qué diferentes fueron nuestras circunstancias, pero qué similares fueron nuestras vidas! Ella no escapaba de la casa de sus padres en coche, pero lo hacía a caballo; no fue a la universidad, pero recibió educación; aprendió negocios, costura y cocina. ¡Qué casualidad! Es exactamente lo mismo que he aprendido de una u otra manera. Vivió en una sociedad dirigida por los hombres, en una época absolutamente machista y, aun así, brilló, luchó por la igualdad, mostró su valor, vistió a los pobres, liberó a una esclava y murió en su ley.

Nunca me ha gustado mucho hablar de mí. Prefiero que los demás lo hagan, mal o bien. Es mejor que otras personas sean quienes den referencias de lo que soy. Como el narcisismo no es lo mío, traeré algunas notas hechas por mis amigos cercanos para describir aquellas cosas de las que me cuesta hablar.

Empecemos por lo básico: soy Eva Carmelina Roca Esquivel, bisnieta de Carmelina y, solo por llevar su nombre, recibí una inesperada herencia que me cambió la vida. Mi signo del zodiaco es géminis, dual y versátil, el mejor de todos. Soy hija de Rosa Esquivel y Enrique Roca. Ella, colombiana, y él, español. Mi madre es socióloga; le encanta el comportamiento humano. Pudo haber sido psicóloga, pero siempre ha dicho que ese campo no es para ella, puesto que no está loca. En sus ratos libres, diseña accesorios de moda con materiales naturales que recoge en los lugares que visita. También es chef profesional, un complemento algo extraño para una socióloga, y tiene una de esas historias dignas de ser contadas (más adelante, tal vez). Mi padre es empresario del sector textil en España; compra, fabrica y vende ropa.

La historia de mi nombre es la que contaba mi abuela. Decía que, cuando yo nací, mi cara se le hizo familiar. A su mente, vino el recuerdo de su madre, a la que apenas había conocido, ya que había muerto cuando ella tenía tan solo 13 años. Algo hubo en mí que se la recordó; por eso, al verme, dijo: «Es igualita a su bisabuela, y debe llevar su nombre». Eso desató una discusión acalorada entre mi madre, mi padre y ella, hasta que llegaron a un acuerdo y decidieron que ese sería mi segundo nombre y que primero llevaría el de Eva, como mi padre siempre lo había deseado.

Según mi mejor amiga, Elena, soy un mujerón en todo el sentido de la palabra: pelo ondulado y rubio, ligeramente por debajo de los hombros, grueso y abundante. Mi madre dice que cada hebra de mi pelo es fuerte, gruesa y resistente, como el fique o el agave, para los que gustan del tequila. Mis ojos son de color verde claro, «hermosos y profundos», de acuerdo a las palabras de mi padre; piel blanca y mejillas rosadas; 1,69 de estatura; piernas torneadas. No soy delgada, sino más bien gruesita, con caderas anchas. Según mi hermana, Martina, mis medidas, 99-63-91, son lo que se puede considerar como las de una mujer de medidas perfectas, con carne. Yo creo que soy lo que llamamos curvy en el mundo de la moda. Suelo ser franca y realista, defensora de la belleza singular e individual de cada mujer, sin importar sus medidas, su color de piel, su raza, su estatura y sus limitaciones. Para mí, la belleza es el conjunto de cosas que te hace única. En público, soy moderada al hablar e interactuar; en privado y en la confianza que dan los amigos, puedo ser bocazas, y hasta un poco imprudente. Mi risa es estruendosa; es posible que sea ruidosa. Me encanta la música. Puedo escuchar desde Andrea Bocelli hasta los más recientes éxitos de las discotecas. Soy multigénero, y creo que, para cada tipo de música, hay un momento. Alejandro Sanz me cautiva, y Shakira me acerca a la tierra de mi madre.

Por costumbre, necesito mantenerme ocupada. Lleno mi tiempo con trabajo y haciendo lo que más me gusta: escribir, coser y cocinar. De profesión, soy diseñadora de moda y tengo una diplomatura en Comunicación, Estilismo e Imagen de Moda. Gracias a esta, puedo escribir para la revista ELA en Madrid, donde tengo una columna en la que hablo de moda urbana casual. Cuento historias de mujeres comunes, hermosas en su individualidad, naturales, emprendedoras y, gracias a eso, perfectas. La fotografía es parte esencial de mi trabajo. Es una labor que disfruto mucho, así como la cocina, que me ayuda a pensar mejor y a despejar la mente. Mis amigos dicen que hago el mejor filet mignon de todos. De no haber sido diseñadora, habría sido chef. Diseño ropa para mujeres con curvas; tengo mi propia marca llamada Reloj de Arena. Mi padre me ayudó mucho con los primeros pasos del emprendimiento. Hoy en día, visto a más de doscientas mil clientas caderonas en Europa y en América Latina.

Tengo una hermana. Su nombre es Martina, y vive en Londres. Es artista de la fotografía y también pinta. Siempre hemos estado muy unidas y, aunque la distancia nos separa, hablamos casi todos los días por Skype o por wasap. Ella es lo opuesto a mí: le encanta estar rodeada de gente; su profesión ayuda mucho. También es algo hippie: le encanta andar por el mundo haciendo fotos, conociendo nuevos lugares, personas y enamorándose. Le gusta lo sencillo: en eso sí nos parecemos. Amamos la libertad y la independencia. Sueña con tener su propio local de sándwiches y de batidos saludables. En sus ratos libres, teje. Como ya lo había mencionado, la costura y la cocina son parte de mi familia materna, y todas tenemos las dos habilidades.

El amor, el amor, el amor... No es lo mío o, al menos, eso pensaba hasta recibir la herencia de mi bisabuela. Las relaciones no se me dan muy bien. Los chicos no encajan conmigo por mucho tiempo: prefiero ser libre. La vida me ha mostrado que los noviazgos, cuando pasan de cierto punto, se vuelven eso que yo detesto: monotonía, rutina, el ancla. Estoy aprendiendo que los extremos son viciosos, y que también el gris, lo intermedio, tiene su encanto. Él, del que después hablaremos, es ese término medio que puede hacerme feliz, pero aún no puedo cantar victoria. Dejemos que el tiempo pase y tenga la última palabra.

Mi grupo de amigos es particular y pequeño. Una lo

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