No eres tú, soy yo (Tal para cual 1)

Daniel De la Peña

Fragmento

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Capítulo 1

Somos compañeras

Dos semanas después de la dichosa llamada que me informaba que estaba en la más absoluta ruina, me mudaba a casa de mi mejor amiga. Tuve que cerrar mi negocio, dejar el apartamento que había alquilado y llevar mis pocas pertenencias al piso de Daniela. ¡Menos mal que ella me adoptó! Dejé la empresa de adopción de pingüinos para que me adoptaran a mí. Si ella no se hubiese apiadado, me veía a mis treinta y un años regresando con mis bártulos a casa de mis padres. ¡No quería ni pensarlo! Adoraba a mis padres y nos llevábamos estupendamente, pero pasar más de veinticuatro horas seguidas con ellos era como vivir en La casa de la pradera. Mi madre era una mujer enérgica, rebosante de buen rollo y con un toque hippie que intentaba impregnar en los demás. Mi padre estaba locamente enamorado de ella y juntos formaban un peculiar tándem capaz de saturar hasta al más romántico, cursi o ñoño. ¡Eran geniales! Los admiraba. Me encantaría encontrar a alguien y formar una pareja tan compenetrada como la de mis padres, pero en ese momento mi moral estaba por los suelos y un exceso de sensiblería causaría un daño irreversible a mi autoestima. No sé si os pasará a vosotras, pero cuando estaba triste, lo que menos necesitaba eran palabras piadosas o compasivas, ¡era más práctico que me motivaran y picaran criticando mis fallos y después comer litros y litros de helado de chocolate! Siempre he encajado fatal los piropos y nunca me los creía cuando me los decían. Sin embargo, cuando alguien comentaba alguno de mis defectos, le daba fuerza a su discurso y prestaba atención. No lo hacía porque fuera masoquista, sino para aprender de mis errores e intentar mejorar.

Y uno de mis grandes errores fue montarme la empresa para adoptar pingüinos. Todo el mundo me lo dijo: mis padres, que sentían debilidad por aquellos animalejos con pico; Daniela; mis amigos de la universidad… ¡Todos! Menos Marín, que me apoyó en mi descabellado plan e incluso adoptó a uno. Fue el único que lo hizo. Yo pasé de las opiniones ajenas, me dejé seducir por la atractiva web de la franquicia Adopta un pingüino y creí que era el negocio del siglo. Pagué las tasas impuestas por la franquicia, alquilé un local, me di de alta en autónomos… gasté, gasté y gasté dinero para no ganar nada. Nadie quería adoptar un pingüino, ¡con lo cucos que son! Y yo comprobé que era una emprendedora con poca visión empresarial.

«¡Basta de lamentos!», me reprendí. «Lo hecho, hecho está». Con las maletas en las manos, accedí a mi nueva vivienda. Aquella casa no me era extraña. Había estado cientos de veces desde que Daniela y yo comenzamos nuestra amistad. Nunca sospeché que compartiría piso con ella, aunque la idea no me desagradaba en absoluto e intenté ver aquella situación más como una nueva y emocionante oportunidad que como un fracaso empresarial. ¡El buen rollo de mi madre era contagioso! Y, a veces, el mejor salvavidas.

—¡Bienvenida a tu nuevo hogar! —exclamó mi amiga, abriendo los brazos.

—No sé cómo agradecértelo. —Mis ojos se volvieron vidriosos y corrí a abrazarla.

—Cuando encuentres trabajo y ganes algo de dinero, me invitas a cenar y después nos cogemos una buena cogorza —susurró, haciéndose la dura. Siempre se hacía la dura, aunque tenía un corazón de oro—. Deja de abrazarme y de ser tan cursi, que me recuerdas a tu bendita progenitora.

Le hice caso. No sin antes darle un último achuchón. Sentí una corriente de adrenalina sacudirme de arriba abajo y contuve un grito de emoción.

—¿Qué te pasa? —Se cruzó de brazos y arqueó una ceja.

—Pensarás que estoy loca, pero me entusiasma la idea de compartir vivienda con mi mejor amiga y sentirme libre para comenzar una nueva carrera laboral.

—Creí que estabas loca cuando te montaste la agencia para adoptar flamencos…

—¡Pingüinos! —la corregí.

—¡Aún peor! —suspiró—. Por lo menos los flamencos están de moda. Ahora opino que eres muy valiente al caerte y levantarte. —Me lanzó uno de los pocos piropos que suelen salir por su preciosa boca.

Abrí los ojos como platos y la miré incrédula.

—¿En serio? —Quise asegurarme de que la había escuchado bien.

—Cualquiera en tu lugar se habría sumida en una depresión. Tú, sin embargo, has decidido no hundirte, has sido inteligente aceptando la ayuda que te brinda tu mejor amiga. —Se señaló con los pulgares—. Y te has apuntado a un curso para aprender a crear apps. Eres un ejemplo a seguir, salvo por lo de los flamencos. —Hizo un ademán con la mano.

—No podría haberlo hecho sin ti —aseguré—. Mañana tengo una entrevista en un supermercado porque creo que quieren contratar a alguien para publicidad, y tengo muy buenas vibraciones. ¡Seguro que me cogen! Sé que, si no fuera por tu apoyo, no lo habría conseguido.

—Si seguimos así de empalagosas voy a vomitar. —Y con ese desagradable comentario asesinó de cuajo nuestro momento especial—. Deja las maletas en tu cuarto, date una ducha, vístete elegante y nos vamos de copas. Invito yo.

Miré mi reloj.

—Son las cuatro de la tarde… —pronuncié confusa. A esas horas estaba más acostumbrada a tomar un café o una infusión.

—La mejor hora para tomar un mojito. No hay guiris ni musculosos en busca de una conquista. Solo tú y yo… y unos cuantos ancianos jugando al mus.

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Capítulo 2

Las copas

La partida de mus estaba animada. Los cuatro octogenarios que jugaban con fervor gritaban y reían a partes iguales. Nosotras estábamos ajenas a sus piques y bromas mientras disfrutábamos de dos mojitos en la terraza de aquel bar, que estaba en el paseo marítimo, a unos metros de mi nueva casa. Era principios de marzo y el calor de Gran Canaria ya invitaba a intuir que la primavera estaba al caer. La humedad y el sol de la isla podían ser agobiantes en los meses de verano, pero en primavera se agradecía. Al igual que esos mojitos a las cuatro y cuarto de la tarde.

—¿Esta es una de tus rutinas? —pregunté a mi amiga.

—¿Cuál? ¿Emborracharme a la hora de la merienda?

Asentí entre risas.

—No, tonta. Es tu fiesta de bienvenida. Tenemos que celebrar que vamos a vivir juntas, ¿no crees?

—A mí me parece ideal. Creo que podría acostumbrarme. —Di un sorbo a mi combinado—. Tengo que dejar atrás mi pasado y algunas costumbres que no me llevaban a buen puerto. He de probar cosas nuevas. Construir nuevas rutinas.

—Ponerte ciega a ron no creo que sea lo mejor —bromeó.

—¡Lo sé! —Le di un manotazo en la espalda—. Me gustaría no caer siempre en los mismos errores. Ahora, que veo todo desde la distancia y con más sosiego, sé que fue una locura montar lo de los pingüinos.

—No te fustigues tanto, niña. Todo es más fácil de ver cuando ha pasado. ¿Fuiste gilipollas al montarte un negocio tan ridículo? ¡Sí! No hay duda y ya lo sabemos. No le des más vueltas.

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