100% Love

Mimi Romanz

Fragmento

cien_por_cien_love-3

Capítulo 1

John

«No más recuerdos, John».

Como un mantra, esa frase la repetí una y mil veces, quizás, en un vano intento por ponerle punto final a mi desdichada vida, la que no hacía más que llevarme por caminos que solo me dejaban un mal sabor de boca. Pero ¡qué fácil era decirlo!, pues hacerlo era un paso que no sabía si sería capaz de dar. ¿Para qué? ¿Para volver a sufrir? ¿Para que alguien más se quedara con la persona a quien yo pudiera amar? No. Se había acabado. Desistí. Como tantas otras veces, miré el techo de mi habitación, recostado en la cama y con las manos detrás de la cabeza. Las vetas de la madera no hacían más que danzar ante mis ojos fijos en ellas, quizás burlándose de mí, quizás queriendo decirme algo que yo no captaba.

«Idiota», me dije. Lo único que me faltaba, imaginar cosas y parecer un loco. Suspiré y bajé los párpados. Pero fue peor; los malditos recuerdos venían a mí para atormentarme.

«Patricia. Mi dulce y libre Pat».

Dicen que el primer amor nunca se olvida, y así es. Sonará cursi por mi parte, pero aún puedo sentir sus caricias en mi piel, la cadencia en sus palabras… Toda ella me obnubilaba, me volvía completamente vulnerable, a su merced, rendido. Era preso de las emociones que ella me hacía sentir, y no me resistía, no podía, aunque tampoco quería. Esa mujer me llevaba al límite, me trasladaba a los confines de un mundo plagado de sensualidad y pasión. Y se lo permitía. Y lo hubiera seguido haciendo…

«—Susurra mi nombre —me había pedido Patricia mientras con sus manos me hacía una caricia por el tórax que me estaba llevando hasta la gloria.

—Lady Patricia —murmuré con gracia y en apenas un hilo de voz».

Ella se había reído —ay, ¡cómo adoraba su risa!, hasta eso era sensual en ella—. Deslicé las yemas a través de sus costados y apenas le rocé los pezones. La sentí estremecerse por el contacto, y me besó; un toque, un aleteo de mariposa sobre mis labios y el inicio de la llama que culminaría con una explosión. La tomé de la nuca y profundicé el beso, me perdí en la cavidad de su boca y jugamos una danza con nuestras lenguas. A su pesar, la hice girar —me encantaba esa lucha de voluntades: quebrar su libertad, que se rindiera ante mí, pero, a la vez, que volviera a querer tener el control—. Lamí el lóbulo izquierdo de su oreja, me deslicé hacia abajo y seguí mi camino hacia esas dos cimas que esperaban ser atendidas. Succioné una y acaricié la otra. Patricia se removió bajo mi cuerpo e impulsó su vientre. Gemí al sentir su entrada contra mi erección. La hubiera tomado allí mismo, ambos estábamos listos, pero, una vez más, Patricia jugó su carta; ilusionista no era, bien lo sabía, mas tenía una habilidad increíble para escabullirse de mí y hacer que el colchón se pegara a mi espalda como una segunda piel. La vi sonreír, socarrona, y yo hice lo mismo. Nos miramos por un instante, unos segundos que expresaron mucho más de lo que nuestros cuerpos se decían. Así, sin dejar de observarnos, Patricia elevó apenas su vientre y me dio la bienvenida en su interior; subió y bajó, lento al principio, para aumentar el ritmo, al mismo tiempo que yo, con mis manos en su cintura, la incentivaba a más. Se inclinó hacia delante, sin dejar de moverse, y me besó. Un beso dulce, cálido, pasional… Un beso que terminó de encender la mecha y que nos impulsó al más allá, a vivir esa experiencia como si hubiera sido la última.

Y lo había sido. ¡Maldición! Sí que lo había sido, porque mi corazón no pudo callarse y, tras el tan esperado «te amo» que le había dicho, un «cásate conmigo» salió a trompicones de mis labios.

Sus palabras en respuesta aún sonaban en mi mente: «Sabes que te amo, my dear…».

Lo sabía, claro que sí. Pero yo jamás había aprendido, pues esa simple frase encubría una más cruenta para mí: que ella era un alma libre, que nunca se dejaría cortar las alas por algo tan absurdo como el matrimonio, ese maldito enlace que, aún en tiempos modernos, mi padre me exigía cumplir.

«Olvídalo. Fui un tonto al sugerirlo».

«No, John. Eres el hombre más tierno y dulce que conocí en mi vida».

«Por ti soy capaz de todo».

«¿Por cuánto tiempo, John?».

Por la eternidad. Por ella lo hubiera hecho.

Frustrado con los recuerdos, me levanté, agarré la chaqueta del respaldo de la silla donde descansaba y dejé la habitación con la esperanza de que, a mi regreso, esa maldita remembranza quedara definitivamente en el olvido.

Bajé la escalera aún sumido en mis pensamientos; aunque intentaba quitármelos de la cabeza, seguían dando vueltas en ella, sin importar si eran viejos o recientes. Ya estaba harto, la verdad. Detestaba que me jugaran esa mala pasada cada vez que regresaba a mi país natal. Con Patricia me había sucedido. Bueno, no es que estuviera fuera, pero en aquel entonces era un adolescente que vagaba por la vida sin saber muy bien qué quería hacer. Por eso, cuando lo nuestro acabó, casi me sentí como si hubiera vuelto a casa, como bien me dijo siempre mi madre. Y después… Meneé la cabeza, no podía permitir que ese recuerdo se apoderara otra vez de mí.

Suspiré al llegar al último escalón; la mansión se me hacía enorme si la comparaba con el acogedor departamento que había tenido, por gusto propio, en Santander. Regresaba al hogar, una vez más, y no pude evitar preguntarme si tendría un pasado, un presente y un futuro para siempre, y no los truncados que me habían tocado en desgracia. El último, para no variar, el tener que dejar ir a Carla, aunque desde el primer momento en que nos vimos supe que jamás habría un nosotros. Reconozco que lo pasamos bien, pero tenía muy en claro que ella no me amaba a mí. Así que disfruté lo que duró. Y fui lo que necesitó: su amigo. ¿Qué más podía haber hecho?

—¿Piensas quedarte ahí parado? —La voz de mi padre me sacó de mis cavilaciones—. Vamos, apúrate, John.

«Iluso», me repetí por millonésima vez. Si pensé que no iba a decirme nada por mi regreso, sí, estaba en lo cierto, sin embargo, tenía la esperanza de que tal vez intentara comprenderme; no sé, entablar una conversación padre-hijo y charlar como si fuéramos amigos. Acallé mi interior y avancé hasta adentrarme en el despacho, una de las estancias en las que había estado tan pocas veces que estaba seguro de que incluso podía contarlas con los dedos de una sola mano.

—Llegó tu refuerzo —escuché exclamar a mi hermano con ironía al verme entrar.

Lo observé y dejé escapar un nuevo suspiro. No sabía con exactitud qué le pasaba, pero desde que me había ido a Santander, la actitud de él había cambiado mucho. Hubo un tiempo en que solíamos ser compinches, mas creo que las responsabilidades que a él competían, y no tanto a mí, lo estaban desquiciando. O, tal vez, había algo más. Intuía lo que podía ser, casi estaba seguro de ello, pero preferí callar por el momento.

—Buenas tardes para ti también —me burlé.

Pierce soltó un bufido, y yo me acomodé en uno de los sillones granates contra una de las paredes laterales.

—Mañana en la noche es la cena con los Seymour, Pierce. Daremos por concluida la unión de ambas familias y tu compromiso con la joven Doreen será anunciado en breve, solo por mera formali

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