Tormenta de pasiones

Mary Jo Putney

Fragmento

PRÓLOGO

Prólogo

Gales, 1791

Envueltos en la niebla de invierno treparon por el muro que cercaba la propiedad. En el fantasmagórico paisaje no había un alma, de modo que nadie vio a los intrusos saltar de la muralla e internarse por los bien cuidados terrenos.

–¿Vamos a robar un pollo, mamá? –preguntó Nikki.

–No –dijo Marta, moviendo la cabeza–. Hemos venido por algo más importante que los pollos.

El esfuerzo de hablar le provocó un ataque de tos y, estremeciéndose, se dobló por la cintura. Inquieto y preocupado, Nikki le tocó el brazo: dormir bajo los setos había empeorado la tos a su madre; además, habían comido muy poco. Esperaba que pronto volvieran a la kumpania gitana donde tendrían qué comer y disfrutarían del calor del fuego y de todos los demás.

Ella se enderezó, con la cara pálida pero expresión resuelta, y continuaron caminando. El único destello de color en aquel paisaje invernal era su falda púrpura. Finalmente salieron de la arboleda a una extensión de hierba que rodeaba una inmensa mansión de piedra.

–¿Aquí vive un gran lord? –preguntó Nikki, impresionado.

–Sí, mira todo muy bien porque algún día esto será tuyo.

Nikki contempló la casa con una extraña mezcla de emociones: sorpresa, fascinación, duda y finalmente desdén.

–Un gitano no vive en casas de piedra que ocultan el cielo.

–Pero tú eres didikois, tienes la sangre mezclada. Es correcto que vivas en una casa así.

–¡No! –exclamó él, mirándola horrorizado–. Yo soy tacho rat, pura sangre gitana, no payo.

–Tu sangre es romaní y paya –dijo ella con una sombra de tristeza en su hermoso rostro–. Aunque has sido criado como gitano, tu futuro está con los payos.

Nikki comenzó a protestar pero su madre, al oír ruido de cascos de caballo, lo obligó a callar con un rápido gesto de la mano. Retrocedieron a esconderse entre los arbustos y vieron pasar a dos jinetes que se detuvieron delante de la casa. El hombre más alto desmontó al instante y subió por los anchos peldaños de la escalinata, dejando su montura al cuidado de su acompañante.

–Hermosos caballos –suspiró Nikki con envidia.

–Sí, ése debe de ser el conde de Aberdare –susurró Marta–. Es tal como lo describió Kenrick.

Esperaron hasta que el hombre alto entró en la casa y el mozo se llevó los caballos. Entonces Marta hizo un gesto a Nikki y los dos se dirigieron rápidamente a través del césped hacia la entrada de la casa. La brillante aldaba de metal tenía forma de dragón. A él le habría gustado tocarla, pero estaba demasiado alta.

En lugar de llamar, su madre probó el pomo de la puerta. La abrió sin dificultad y entró, con Nikki pisándole los talones. El niño contempló con ojos desorbitados el vestíbulo con suelo de mármol, tan amplio que habría podido acoger a toda una kumpania de gitanos.

Sólo había a la vista un lacayo vestido con una primorosa librea.

–¡Gitanos! –gritó el hombre con una cómica expresión de horror en la cara alargada, y tiró del cordón de una campanilla para pedir ayuda–. ¡Fuera de aquí inmediatamente! Si no salís de la propiedad en menos de cinco minutos os entregaremos al magistrado

–Hemos venido a ver al conde –dijo Marta cogiendo a Nikki de la mano–. Tengo algo que le pertenece.

–¿Algo que le has robado? –se burló el lacayo–. Nunca has estado cerca de él. Vete.

–¡No! Tengo que verlo.

–Ni hablar –gruñó el hombre mientras corría hacia ella.

Cuando la tuvo prácticamente encima, Marta saltó hacia un lado. Lanzando una maldición, el lacayo se giró y en vano intentó coger a los intrusos. En ese momento, en respuesta al repique de la campanilla, aparecieron otros tres criados.

Marta fijó una feroz mirada en los hombres y siseó con practicado tono de amenaza:

–¡Tengo que ver al conde! Caiga mi maldición sobre cualquiera que intente detenerme.

Los criados pararon en seco. Nikki casi se echó a reír al verles la expresión. Aunque sólo era una mujer, Marta desconcertaba y asustaba a los payos. Él se enorgullecía de ella. ¿Quién sino un gitano podía ejercer tanto poder con sólo palabras?

Su madre le apretó más la mano y se adentraron en la casa. Antes que los criados pudieran sacudirse el miedo, tronó una voz ronca:

–¿Qué demonios pasa aquí? –El alto y arrogante conde apareció en el vestíbulo–. Gitanos –dijo con repugnancia–. ¿Quién ha dejado entrar a estas sucias criaturas?

–Te he traído a tu nieto, lord Aberdare –dijo Marta–, el único nieto que vas a tener en tu vida.

Se hizo un profundo silencio y la horrorizada mirada del conde pasó a Nikki.

–Si dudas de mí…

–Ah, estoy dispuesto a creer que este asqueroso crío puede ser de Kenrick, lleva su paternidad escrita en la cara. –Dirigió a Marta la lasciva mirada que solían dirigir los hombres a las gitanas–. Es fácil entender por qué mi hijo se acostó contigo, pero un gitano bastardo no me interesa.

Marta se metió la mano en el corpiño, sacó dos papeles doblados y sucios y se los pasó al conde.

–Mi hijo no es ningún bastardo. Como los payos dais tanta importancia a los papeles, he guardado las pruebas, mi matrimonio y el registro del nacimiento de Nikki.

Lord Aberdare leyó impaciente los documentos y se puso rígido.

–¿Mi hijo se casó contigo?

–Sí –dijo ella con orgullo–, en una iglesia paya y también a la manera de los gitanos. Y tendría que alegrarte que lo hiciera, anciano, porque no tienes ningún heredero. Con tus otros hijos muertos, no tendrás ningún otro.

–Muy bien –dijo el conde con expresión salvaje–. ¿Cuánto quieres por él? ¿Te parece bien cincuenta libras?

Nikki vio un destello de rabia en los ojos de su madre, pero enseguida esa expresión se trocó en una de astucia.

–Cien guineas de oro.

El lord sacó una llave del bolsillo del chaleco y la entregó al criado de más edad.

–Sácalas de mi caja fuerte.

Nikki se echó a reír. Hablando en romaní dijo a su madre:

–Éste es el mejor ardid que he visto en mi vida, mamá. No sólo has convencido a este estúpido payo de que soy de su sangre sino que además te da dinero. Vamos a tener para comer durante todo el año. Cuando me escape esta noche, ¿dónde nos encontraremos? ¿Junto al viejo roble por donde trepamos a la pared?

Marta negó con la cabeza.

–No debes escaparte, Nikki –le contestó en el mismo idioma, acariciándole los cabellos–. Este payo es de verdad tu abuelo y ésta va a ser tu casa ahora.

Él esperó que dijera algo más, porque no era posible que estuviera hablando en serio.

Volvió el criado y le entre

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