El laberinto de la rosa

Titania Hardie

Fragmento

cap1

1

EL CANTO DE UN MIRLO INTERRUMPIÓ SU SUEÑO INQUIETO A PESAR DE que las contraventanas de la casa de campo seguían cerradas a cal y canto.

Will había llegado a última hora de la tarde, cuando la tenue luz crepuscular de septiembre se había desvanecido, pero el brillo de la luna le había bastado para encontrar la llave de la casa, oculta entre los geranios. Se despertó en medio de la oscuridad, aterrado y extrañamente desorientado, a pesar de que un minúsculo haz de luz lograba abrirse paso hasta el interior de la habitación. La mañana había llegado sin que él lo advirtiera.

Se levantó de un salto y se esforzó por abrir los pestillos de la ventana, pero la madera se había hinchado a causa del clima lluvioso y las persianas permanecieron atascadas unos instantes antes de que descubriera el modo de enrollarlas. Una intensa luz le bañó de pronto en cuanto lo consiguió. Era una perfecta mañana de principios de otoño, los rayos de sol atravesaban ya el velo de niebla baja. El aroma a mirra de las rosas penetraba en la casa junto con la luz y el aire húmedo, mezclado con un característico matiz de lavanda francesa procedente de algún cerco de setos ubicado más abajo. Junto con la fragancia se deslizaban recuerdos verdaderamente amargos, pero al menos restablecían cierta sensación de calma y apartaban de su mente los rostros fantasmales que habían poblado sus sueños.

Aunque la noche anterior había olvidado encender el calentador eléctrico, estaba desesperado por ducharse para quitarse el polvo del largo camino recorrido desde Lucca. El agua fría le pareció refrescante. Se lamentó sólo porque el calor habría aliviado la rigidez de su cuerpo. La Ducati 998 no era una moto adecuada para hacer turismo, sin duda. Era tan quisquillosa como una supermodelo. Resultaba estimulante conducirla porque se adecuaba a la perfección al talante y la excentricidad de Will, al ser increíblemente rápida y absurdamente exigente. Sin embargo, si debía ser honesto, era incómoda después de recorrer largos tramos sin descanso. Sentía las rodillas un poco apretujadas dentro de la ropa de cuero al llegar la noche, pero decidía ignorarlo. Esa clase de transporte no era apta para pusilánimes.

La imagen de su rostro en el espejo le confirmó la opinión materna, que lo consideraba «un ángel un poco caído». Sus facciones guardaban cierta semejanza con las de los extras de las películas de Zeffirelli, con la mandíbula delineada por una sombra de barba. Rió al comprobar que su aspecto actual habría inquietado incluso a su madre. Había algo maniaco en el rostro que se carcajeaba frente a él y se percató de que no había logrado evitar que los demonios de ese viaje se acercaran demasiado a su alma.

Se recortó la barba de varios días en lugar de afeitarse, y mientras limpiaba el jabón de la máquina de afeitar, de pronto, vio, junto al lavatorio, una rosa algo marchita, perfectamente disecada en un antiguo frasco de tinta. Tal vez su hermano Alex hubiera estado allí con alguien en las dos últimas semanas. Sonrió, intrigado ante esa posibilidad. En los últimos tiempos, él había estado tan absorto en sus pensamientos que apenas sabía qué hacían los demás.

—Le llamaré cuando anochezca —se prometió en voz alta, y se sorprendió al oír el tono poco familiar de su propia voz—, en cuanto llegue a Caen.

El transbordador salía casi a medianoche. Antes, quería hacer algunas cosas.

En la cocina, alumbrada por la serena luz de la mañana, comenzó a relajarse, por primera vez en varias semanas. Fue desprendiéndose de la vaga sensación de inquietud que lo había acosado últimamente. Desde el huerto, a través de la puerta abierta llegaba el olor de las manzanas, trayendo consigo el reconfortante recuerdo de los treinta y un otoños que había disfrutado antes de aquél. Había ido de un lugar a otro, había conocido infinidad de personas, pero se sentía a gusto en casa. Enjuagó la copa manchada con el vino rojo que había bebido la noche anterior y puso en el horno el resto de su barra de pan francés a fin de que recuperara su textura. Decidió ir a cerciorarse del paradero de la moto, ya que apenas recordaba dónde la había dejado. La perspectiva de hallar refugio era lo único que le había mantenido en movimiento durante esas últimas horas extenuantes, durante las que había viajado a toda velocidad desde Lyón, un amparo que se materializaba en el áspero y picante Meaux brie que junto con una baguette había puesto en su mochila, una copa de St. Emilion de su padre y una cama.

Una calma plácida reinaba en el exterior. Las últimas glicinias trepaban por la fachada de la casa. La casa había permanecido deshabitada durante muchos meses, pero no había evidencias del momento doloroso que atravesaba la familia, salvo algunos indicios superficiales de abandono, como el césped sin cortar y el sendero sin barrer. Daba la impresión de que nadie quería visitarla después de la repentina y terrible pérdida de la madre de Will a causa del cáncer, a finales de enero. Ella podía llegar fácilmente hasta allí cualquier fin de semana largo desde la casa de Hampshire. Había sido su guarida, su refugio. Le gustaba pintar y dedicarse a la jardinería en esa casa. Su fantasma acechaba en todos los rincones aun en ese momento, a plena luz del día. El padre de Will sufría en silencio, hablaba poco y trabajaba más que nunca para no pensar demasiado. Y Alex aparentemente prefería afrontar los acontecimientos sin dar a conocer sus sentimientos íntimos, pero Will se enorgullecía de ser como su progenitora: emocional para afrontar la vida y apasionado en las relaciones. Y allí, en el lugar encantado de su madre, la echaba de menos.

Recorrió con la vista el corto sendero cubierto de guijarros que iba desde el camino hasta la puerta. Nada fuera de lo común le llamó la atención. Si bien la soledad era casi deprimente, la agradeció. Al parecer, nadie sabía dónde estaba ni se preocupaba por conocer su paradero. Al menos, hasta ese momento. Involuntariamente, jugueteó con el pequeño objeto de plata que pendía de la cadena que le rodeaba el cuello; de pronto lo aferró posesivamente. Luego fue hacia el jardín de rosas de su madre. Ella había pasado más de veinte años formando una colección de rosas antiguas en homenaje a los personajes ilustres que habían cultivado esas especies; en Malmaison se habrían sentido verdaderamente como en su casa. Su madre había pintado, bordado y cocinado en compañía de esas rosas. Si habían advertido que ella ya no estaba, no se lo habían dicho a nadie. Cuando él era pequeño, ella había levantado con sus propias manos una fuente entre los arriates. Era una espiral con una imagen de Venus, patrona de las rosas, en el centro y con un mosaico brillante, formado con trozos de porcelana. Ejercía una atracción magnética sobre él.

Will comprobó distraídamente que la moto de color amarillo brillante estaba sucia a causa del largo viaje pero completamente a salvo, a la sombra, junto a la casa. Volvió sobre sus pasos. Mientras entraba en la cocina, el aroma a buen café lo transportó de nuevo al presente. Pasó sus manos por los rizos despeinados. Su cabell

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