Mi rey caído

Laurence Debray

Fragmento

Nota a la edición española

Nota a la edición española

Estas páginas las escribe una historiadora francesa, pero también una amiga de España que recibió de sus padres más que una afinidad, un legado, un vínculo casi sagrado con ese país; con su compromiso político, con su literatura. Crecí en París, rodeada de auténticos militantes de izquierda, sinceros y devotos; latinoamericanos y franceses. A finales de los años ochenta, me trasladé a Sevilla con mi familia. Una mudanza temporal pero saludable, que me sumergió en otra lengua, otra dinámica nacional, otra densidad histórica. Quedé prendada del aroma del jazmín y de las calles del barrio de Santa Cruz. Me fascinó la Transición: ese milagro político, rápido y pacífico que adopté como tema de mis estudios de Historia en la Sorbona. Luego escribí una biografía del rey Juan Carlos y realicé un documental sobre él en el que habló con franqueza poco antes de su abdicación. Mi objetivo era el de explicar al público francés la dinámica de la historia contemporánea de su vecino del sur, cuyos engranajes conoce mal. Y también el reconocimiento de un destino fuera de lo común que en definitiva pertenece tanto a la historia mundial como a la de España. Al reconciliar a los españoles, Juan Carlos también reconciliaba a Europa con su historia y sus desafíos. Podría haber sido una brújula política de talla internacional. Hoy, treinta años después de la caída del Muro de Berlín, que en teoría confirmó su triunfo, las democracias se enfrentan a una gran amenaza. Los valores democráticos están en retroceso en todo el mundo: el Estado de derecho ya no significa un logro definitivo y los procesos electorales ya no son garantía de legitimidad. Ante esta crisis histórica de la libertad, Juan Carlos, único ejemplo de líder autocrático convertido voluntariamente en líder democrático, podría haber sido el abanderado de los pueblos que luchan por su emancipación, convirtiendo a España en un referente en el corazón de la lucha política del siglo. Pero, por despreocupación y discreción, el rey Juan Carlos decidió no serlo. Y España, por despreocupación y amnesia, tampoco lo fue.

Para una francesa, educada en el ensalzamiento de sus héroes útiles y en la conmemoración de sus hazañas, es un hecho sorprendente. Nuestra «novela nacional» resalta las gestas de nuestro país y sus valores históricos, hasta el punto de que Napoleón reconoció que «la historia es una mentira que no se discute». Nuestros motivos de discordia quedan ocultos tras los episodios de orgullo mediante maravillosas puestas en escena inculcadas desde el parvulario y fomentadas por una política estatal. De Gaulle destacó en ese arte como un fantástico director de orquesta. Pese a parecer arrogante, para aspirar a un futuro optimista es mejor un pasado glorioso. Los héroes caídos, que bien podrían arrastrar al país con ellos, mejor dejarlos en el armario.

Juan Carlos sigue siendo un problema para España. Su ausencia de casi dos años no deja de obsesionar a los españoles; la más mínima noticia, aunque sea falsa, acapara los medios de comunicación. ¿Es por mala conciencia que se mantiene a un hombre en el ocaso de su vida lejos de su casa y su familia mientras la justicia se esfuerza por encontrar una razón válida para condenarlo? Como francesa, admiraba a España por su sentido del clan, la importancia de la familia, sus vínculos sagrados, sus ritos festivos. Pero esta vez la intransigencia triunfó sobre la tolerancia, en detrimento de la cohesión familiar; quizá, incluso, nacional. ¿Qué imagen pretende dar España tratando de esa manera a su antiguo héroe? A la inversa de la autocelebración francesa, los españoles se entregan a la autoflagelación, a la autodenigración, a revivir heridas y luchas fratricidas. Al final, cada país tiene sus propios rasgos de carácter.

No soy ni juez ni abogada. No excuso ni acuso de nada. Reconozco los deslices morales del rey emérito, que no deberían impedir el reconocimiento del papel histórico decisivo del que España se ha beneficiado durante casi cuarenta años. Reclamo una visión cercana pero distanciada; la de una espectadora en primera fila que no tiene acceso a los camerinos, la de una extranjera acostumbrada a frecuentar el poder político francés, donde sin correrías amorosas un jefe de Estado se vuelve sospechoso.

Este libro narra el encuentro de una heredera roja, laica, republicana y cartesiana, nacida en el progreso y la libertad de los años setenta, con un heredero azul, católico, español y de raíces europeas, criado en medio del recuerdo de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial. Todo nos enfrenta: nuestro origen social, nuestra época, nuestra cultura política. Él, sucesor de un dictador y descendiente de un linaje real; yo, educada entre guerrilleros e intelectuales de izquierda. Un cuadro improbable. Ni siquiera deberíamos habernos entendido. ¿Se debe acaso al impecable francés del rey en el que nos comunicamos? ¿Será porque los franceses, herederos de la Revolución, sabemos apreciar a un héroe de la democracia, aunque lleve corona?

Quiero también rendir homenaje a una generación de españoles y europeos, algunos de los cuales tuve la suerte de conocer, que en particular colaboró con Juan Carlos, guiada por una visión de futuro, e inspirada en un proyecto nacional e internacional. A una generación emancipada y decidida, la de mis padres. ¿Fue por haber vivido bajo la dictadura o por haber conocido la guerra, el exilio y la clandestinidad que se hicieron más fuertes en la adversidad? Gracias a su compromiso tenemos hoy libertad de pensamiento y una amplia comodidad económica. Gracias a su audacia hemos visto progresar a nuestra sociedad. Reivindico el derecho a desmitificarlos, pero sin devaluar sus éxitos y logros. Porque en la época actual, forrada de virtudes y barnizada de transparencia, en la que está de moda cancelar y condenar sin clemencia, nos olvidamos con demasiada frecuencia de reconocer y agradecer.

Enero de 2022

Prólogo

Prólogo

En la madrugada del 3 de agosto de 2020, cuando España se sofocaba bajo el calor, Juan Carlos decidió soltar amarras, salir con sigilo por la puerta trasera del Palacio de la Zarzuela y reanudar el exilio de su infancia. Seis años antes se había despojado de su corona. Esta vez, se despojaba de su reino. Un hombre de ochenta y dos años, debilitado por veinte operaciones —una de ellas a corazón abierto—, decidió desaparecer. ¿Tiene derecho un rey a desertar de su país como un furtivo soldado que huye del combate?

Sometido a la presión mediática, gubernamental y familiar,

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