Y tú no regresaste

Marceline Loridan-Ivens

Fragmento

9788415631088-2

 

A pesar de lo que nos sucedió, yo he sido una persona alegre; tú lo sabes. Alegre a nuestra manera, para vengarme de estar triste riéndome de todos modos. A la gente le gusta eso de mí. Pero estoy cambiando. No se trata de amargura, no es­toy amargada. Es como si ya no estuviera aquí. Escucho la radio, las informaciones, sé lo que pasa y con frecuencia me da miedo. Éste ya no es mi lugar. Puede que sea la aceptación de la desa­parición o la falta de deseo. Me voy deteniendo.

Y entonces pienso en ti. Vuelvo a ver la nota que me hiciste llegar en aquel lugar, un pedazo de papel borroso y más bien rectangular, desgarrado por uno de los lados. Veo tu letra inclinada hacia la derecha, y cuatro o cinco frases que no recuerdo. Estoy segura de una línea, la primera: «Mi querida niña». También de la última, tu firma: «Shloïme.» Entre las dos, no sé. Busco, pero no me acuerdo. Busco, pero es como un agujero y no quiero caer en él. Así que me repliego tras otras preguntas. ¿De dónde sacaste aquel papel y aquel lápiz? ¿Qué le prometiste al hombre que trajo tu mensaje? Eso puede parecer hoy algo sin importancia, pero aquella hoja plegada en cuatro, tu letra, los pasos que llevaron al hombre de ti a mí probaban entonces que todavía existíamos. ¿Por qué no logro recordarlas? De ellas sólo me quedan Shloïme y su querida niña. Fueron deportados juntos. Tú a Auschwitz, yo a Birkenau.

Los historiadores los han unido con un simple guión: Auschwitz-Birkenau. Algunos se limi­tan a decir Auschwitz, el mayor campo de ex­terminio del Tercer Reich. El tiempo borra lo que nos separaba, lo deforma todo. Auschwitz estaba pegado a una pequeña ciudad, Birkenau estaba en la campiña. Había que salir por la gran puerta, en algún comando de trabajo, para divisar el otro campo. Los hombres de Auschwitz miraban hacia nosotras diciéndose «ahí es donde han desa­parecido nuestras mujeres, nuestras hermanas, nuestras hijas, ahí, donde terminaremos en las cámaras de gas». Y yo miraba hacia ti y me preguntaba: «¿Eso es el campo o es la ciudad? ¿Lo han gaseado? ¿Todavía está vivo?» Entre nosotros había terrenos, barracones, torretas de vigilancia, alambradas, crematorios y, por encima de todo ello, la insoportable incertidumbre sobre lo que le ocurría al otro. Parecían miles de kilómetros. Apenas eran tres, cuentan los libros.

No eran muchos los detenidos que podían circular de uno a otro. Él era electricista, reponía las escasas bombillas de nuestros oscuros barracones. Apareció al anochecer. Tal vez fue un domingo por la tarde. En cualquier caso, yo estaba allí cuando él pasó, oí mi apellido, «¡Rozenberg!». Entró y preguntó por Marceline. «Soy yo», le respondí. Me tendió el papel mientras decía: «Es una nota de tu padre.»

Sólo disponíamos de unos pocos segundos, nos podían matar por aquella simple comunicación. Y yo no tenía nada para responderte, ni papel, ni lápiz, los objetos habían desaparecido de nuestras vidas, formaban montañas en los hangares donde trabajábamos, porque los objetos pertenecían a los muertos y nosotros éramos esclavos, no teníamos más que una cuchara que llevábamos guardada en una costura, en un bolsillo o sujeta con los tirantes, y, alrededor de la cintura, un pedazo de tela arrancada a nuestra propia ropa o una cuerda encontrada en el suelo, para encajar en ella nuestra escudilla. Así que saqué la moneda de oro que había escamoteado durante la clasificación de la ropa. La había encontrado dentro de un dobladillo, disimulada como tesoro de pobre, y la había envuelto en un pequeño pedazo de tela; no sabía qué hacer con ella, dónde esconderla, ni cómo cambiarla en el mercado negro del campo. Se la entregué al electricista, quería que te la diera, pero temía que se la quedara. Todo el mundo robaba en el campo, en los barracones se escuchaba siempre gritar «¡Me han robado el pan!», por eso farfullé, en la mezcla de yidis y alemán que había aprendido en el campo, que si pensaba quedársela te diera al menos la mitad de lo que sacara. ¿La recibiste? Nunca lo sabré. Leí de inmediato tu nota, estoy segura de eso. No se la enseñé a nadie, pero dije a quienes me rodeaban: «Mi padre me ha escrito.»

Otras palabras tuyas me obsesionaban entonces. Lo recubrían todo. Las habías pronunciado en Drancy, cuando aún no sabíamos adónde íbamos. Como los demás, repetíamos «Vamos a Pitchipoï»; esa palabra yidis que designa un destino desconocido y suena tan agradable a los oídos de los niños, que la repetían para hablar de los trenes que partían, «Van a Pitchipoï», decían, pronunciando bien para tranquilizarse con aquello que los adultos les habían susurrado. Pero yo ya no era una niña. Era mayor, como suele decirse. Había cambiado la decoración de mi cuarto en la mansión, había interrumpido mis sueños, prescindido de mis juguetes, pintado la cruz de Lorena en la pared y colgado encima de mi buró azul celeste los retratos de los generales de la Pri­mera Guerra, Hoche, Foch y Joffre, que el an­terior propietario había dejado abandonados en el granero. ¿Recuerdas que la directora de la escuela de Orange te convocó? Había encontrado mi diario íntimo lleno de sombríos rumores y de reproches contra la supervisora general y contra ciertos profesores, pero sobre todo era in­cen­dia­riamente gaullista. «Van a someter a su hija a un consejo de disciplina, más le valdría sacarla de la escuela», te dijo para protegernos. Te había entregado mi diario. Probablemente tú lo leíste y ahí descubriste que yo estaba enamorada de un muchacho con quien me encontraba en el autobús que nos devolvía a Bollène después de las clases; cada semana le daba mis tiquets de pan y a cambio él me hacía los deberes de mates. No era judío. Dejaste de hablarme durante dos meses. Había llegado el momento de que nos peleáramos, como corresponde entre un padre y su hija de quince años.

Así que, en Drancy, tú sabías bien que no se me escapaba en absoluto el aire grave que teníais los hombres, reunidos en el patio, ligados por un murmullo, por el mismo presentimiento respecto de los trenes que partían hacia las lejanas regiones del Este de las que habíais huido. Yo te dije: «Trabajaremos en ese lugar y volveremos a encontrarnos el domingo.» Tú me respondiste: «Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré.» Esa profecía la llevo grabada dentro de mí tan violenta y definitivamente como el número de serie 78750 que grabaron sobre mi brazo izquierdo, algunas semanas más tarde.

Muy a mi pesar, tu profecía se convirtió en una temible compañera. En ocasiones me aferraba a ella, adoraba sus primeras palabras cuando, una tras otra, desaparecían mis amigas y también aquellas que no lo eran. Otras veces la rechazaba, detestaba aquel «pero yo no regresaré» que te condenaba, que nos separaba y parecía ofrecer tu vida a cambio de la mía. Yo todavía estaba viva, ¿y tú?

Hubo aquel día en el que nos cruzamos. Mi comando había sido enviado a picar piedra, a remolcar vagonetas y a cavar zanjas a lo largo de la nueva carretera que llevaba al crematorio número 5; marchábamos como siempre en fila de a cinco, de regreso al campo, eran más o menos las seis de la tarde. ¿Sabes que ese momento, que sólo nos pertenece a nosotros, figura en los recuerdos y en los libros de todos los que sobrevivieron? Porque en los campos de la muerte a escala industrial se disparaba to

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