Elogios para Cartas de Cuba
“Las conmovedoras cartas de Esther a su hermana revelan las desgarradoras historias de las personas desplazadas, oprimidas y soñadoras que conoce a lo largo de su viaje, incluso cuando expone las injusticias entre clases, religiones y grupos étnicos [...]. La novela epistolar de Behar, ganadora del premio Pura Belpré, está basada en una historia real, y aborda la identidad, la dinámica familiar, la cultura, la tradición y la aceptación [...]. Con personajes vibrantes y una extensa nota de la autora sobre el Holocausto y los refugiados cubanos, la historia de Esther es un ejemplo de adaptación y perseverancia”.
—Booklist
“Un libro fascinante y sincero sobre cómo seguir siendo quien eres y de donde eres aun cuando estés lejos de casa, y las alegrías y beneficios de acoger otras culturas y comunidades diferentes a la tuya. Reafirmará tu fe en la humanidad”.
—Alan Gratz, autor de Refugee
“No querrán separarse de esta historia que resalta la resiliencia. Una historia sobre refugiados de la Segunda Guerra Mundial que destaca el trabajo arduo y constante. Imprescindible”.
—School Library Journal
“Las afectuosas descripciones de Cuba y los estrechos lazos familiares entre Esther, su padre y su hermana hacen de la novela de Behar una conmovedora lectura”.
—Publishers Weekly
A la memoria de mi Baba y de su Baba
Porque ¿cómo podré yo ver el mal que alcanzará a mi pueblo?
¿Cómo podré yo ver la destrucción de mi nación?
Esther 8:6
Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.
José Martí, Versos sencillos, 1891
GOVOROVO
2 de diciembre de 1937
Queridísimo papi:
Te escribo porque estoy desesperada. Rezo por que mi carta llegue sin percances a tus manos para que puedas escuchar mi ruego.
¿Cómo es posible que aún estemos separados de ti y que hayan pasado tres años desde que te fuiste a Cuba? ¿Nos reconocerías hoy, a tu propia familia?
Podría llenar un río con mis lágrimas cada vez que te pienso tan lejos. A mamá le preocupa que nunca más volvamos a verte. “Tu papá se ha ido para siempre”, dice. Atemoriza a mis hermanos y a mi hermana con esas terribles palabras, pero yo les prometo que nos reuniremos algún día.
Te sorprenderá saber cuánto he crecido en el último año. Ahora soy más alta que mamá (lo cual sé que no es mucho). Trato de hacer todo lo que puedo para ayudar en casa. Cada día voy al bosque y corto bayas de enebro para cocinar. Al salir de la escuela trabajo dos tardes a la semana para Yoelke el panadero, barriendo cenizas y migas, y él me paga con dos hogazas de pan de centeno, de modo que para el desayuno tenemos algo que mojar en la poquita leche que aún nos da Zisseleh, nuestra cansada vaca.
Los otros chicos ayudan tanto como pueden, especialmente Malka. Ella me recuerda a ti porque es lista, estudiosa y nunca se queja. Cada mañana calienta el agua para Bubbe, de modo que no esté demasiado fría cuando ella se lave. Hasta los mellizos tienen ya edad suficiente para ayudar; no reconocerías a Eliezer y a Chaim, puesto que eran solo bebés cuando partiste para Cuba. Hoy recogieron tres baldes llenos de bayas con Moshe, a quien obedecen y llaman “pequeño papá”. Esto hace sonreír a mamá. Ella es hermosa cuando sonríe y le brillan los ojos azules.
Me entristece contarte que a mamá no hay muchas cosas que la hagan sonreír últimamente. Todo se nos hace cada vez más difícil aquí en Polonia, especialmente a mí, a Moshe y a los mellizos, puesto que todos tenemos tu pelo y tus ojos oscuros. De ninguna manera pasaríamos por polacos como les suele suceder a mamá y a Malka. Los polacos siempre notan que somos judíos.
Algunos son amables, pero otros nos miran mal y escupen la tierra a nuestro paso. Sin embargo, los he visto saludar a mamá y a Malka, como si ellas tuvieran más valor solo por como lucen.
Mamá aún está enfadada por la pérdida de nuestra tienda en Govorovo, y lo que ocurrió fue muy injusto. Ahora que soy mayor comprendo que el gobierno te puso demasiados impuestos y te llevó a la quiebra solo porque somos judíos. No tenías más opción que abandonar Polonia y buscar un trabajo para mantenernos. No sé qué haríamos sin el dinero que nos envías desde Cuba.
He estado pensando mucho en todo esto. Según la tradición judía, seré adulta cuando cumpla doce en unos meses. No me deberían ocultar la verdad, y es por eso que me enoja que mamá intentara ocultar tu carta. Ella sabe cuánto te extraño, y yo siempre pregunto si has escrito. Pensé que no habíamos tenido noticias tuyas porque el correo es poco confiable en estos tiempos, pero entonces encontré tu carta metida en su zapato. Me dio la sospecha porque de pronto teníamos un poquito de carne para comer con las papas y ese dinero debía de haber salido de alguna parte.
Cuando leí tu carta comprendí por qué mamá la había ocultado. Ella no quería que yo supiera que ahora tienes ahorros suficientes para llevarte a uno de nosotros a Cuba. Papi, en tu carta dices que el primero en ir debería ser Moshe porque es el mayor de los varones y consideras que es el más capacitado para ayudarte con el trabajo; pero yo soy la mayor y soy más fuerte de lo que crees. Por derecho soy quien debería ir. Por favor, papi, escógeme a mí. No pienses menos de mí porque soy una chica. Te ayudaré a demostrarle a mamá que no fue un error que te fueras a Cuba. Te prometo que si me dejas ir a mí primero, trabajaré duro y haré que te sientas orgulloso de mí.
Muero de ganas de verte, papi querido, y de escuchar tu voz. Confía en mí. No te fallaré.
Tu hija que te adora,
ESTHER
A BORDO DEL BARCO A CUBA
22 de enero de 1938
Querida Malka:
Ay, hermana querida, ¡he estado tres días y tres noches en el barco y no dejo de pellizcarme, incapaz de creer que en verdad voy de camino a Cuba! Incluso después de que rogué, dudaba que papá me escogiera. Estoy muy agradecida, pero despedirme de ustedes en la estación del tren ha sido lo más difícil que he tenido que hacer alguna vez.
Las lágrimas en los ojos de Bubbe me dejaron un agujero en el corazón. Cuando ella me secó las lágrimas con su pañuelo bordado, el cual luego me dio como regalo, apenas pude contenerme. Me sorprendió que Moshe, Eliezer y Chaim también derramaran alguna lágrima. Supongo que me extrañarán un poquito. Mamá también, espero. Me conmovió que ella me diera su dedal de plata para que la recordara, aun cuando sé que ella todavía está enfadada conmigo por animar a papá a irse a Cuba; pero ¿a dónde más podría ir él cuando los Estados Unidos les han cerrado las puertas a los refugiados judíos? La abracé y le dije que la quería, y todo lo que ella atinó a decir fue: “Dile a tu padre que lo necesitamos en casa”.
Pero tú, Malka, mi preciada y única hermana, sé que me extrañarás tanto como yo a ti. Me siento terrible por no estar para protegerte en el colegio. Espero que sientas que estoy allí en espíritu, instándote a seguir siendo lista y estudiosa, aun cuando las chicas celosas te gasten bromas. Y si alguna de ellas vuelve a esconderte los anteojos alguna vez, ¡por favor, díselo a Moshe!
No sé qué voy a hacer sin ti a mi lado y estaré pensando en ti todos los días. Prometo escribir todas las cosas interesantes que me ocurran mientras estemos separadas, de modo que las horas, las semanas y los meses en que estemos lejos no duelan tanto. Comienzo ahora mismo, escribiendo en este viejo cuaderno de cuentas de papá, y lo llenaré con cartas desde Cuba que guardaré para ti. Escribirlas hará los días más pasajeros hasta el momento de tu llegada. Entonces, cuando finalmente estemos juntas de nuevo, las leeremos y será como si hubieras estado conmigo todo el tiempo.
El viaje en tren desde Varsovia hasta Rotterdam fue escalofriante. Me preocupaba levantarme para ir al lavabo y que otro pasajero ocupara mi asiento. Me senté, tiesa como una muñeca, y me comí el huevo duro que empacaste para mí; apenas bebí un trago de agua. Mamá me advirtió que tuviera cuidado andando entre extraños, así que no miré a nadie y mantuve la vista pegada a la ventana. Me sentí feliz y triste a la vez, viendo como mi propio país iba quedando atrás. Destellos de ciudades, pueblos y bosques que nunca conoceré pasaban volando. ¡Si tan solo las cosas fueran diferentes para nosotros en Polonia y no hubiéramos perdido la tienda! Si tan solo tanta gente no nos odiara. Si tan solo, si tan solo... Sentí la cabeza pesada de tanto reprimir las lágrimas, ¡pero si empezaba a llorar no tendría para cuándo parar!
Cuando cruzamos la frontera de Alemania con Holanda ordenaron que todo el que tuviera boletos de barco se apeara del tren. Tuvimos que caminar un largo trecho para llegar a la estación de inspección, donde nos examinaron por si alguno estaba enfermo y desinfectaron nuestro equipaje. El doctor apenas si me examinó; se limitó a mirarme la garganta y a palparme el cráneo con los dedos. Pero hubo algunas personas mayores que no corrieron con tanta suerte y no se les permitió continuar el viaje.
“¡Pero aquí tengo mi boleto! ¡Mi hermano me está esperando!”, gritaba un hombre mitad en polaco, mitad en yidis. Alzó su maleta sobre los hombros y se abrió paso en dirección a la puerta. Un policía corrió tras él y lo arrastró de vuelta. Al hombre se le desgarró el traje y le brotó sangre por la nariz cuando cayó al suelo. Me sentí muy mal. Con su barba negra, el hombre me recordó a papá. Acudí a su lado y le ofrecí el pañuelo que me dio Bubbe. Su rostro resplandeció y me sonrió. “Shayna maideleh, shayna maideleh —dijo, en un tono amable—. Eres una moza hermosa y gentil, tal como mi hijita allá en casa”.
Me dijo que se llamaba Jacob. Al principio no quería tomar el pañuelo. Dijo que no quería embarrarlo, pero le dije que quería que él lo tuviera, que era un regalo de mi abuela y que ella estaría orgullosa de mí por ayudarlo. Para entonces ya se había hecho de noche. Ninguno de los que estábamos allí, hubiéramos pasado la inspección o no, teníamos a dónde ir, así que dormimos sobre el suelo o recostados a las paredes. Me quedé con Jacob y me sentí lo suficientemente segura como para dormir. En la mañana nos dijimos adiós y él me sostuvo la cabeza con ambas manos y me dio su bendición: “Que llegues en paz a tu destino, libre de accidentes y enemigos en tu camino”.
Regresé a la estación y tomé el tren a Rotterdam, sintiendo menos miedo gracias a la bendición de Jacob. Y, ¿sabes qué?, creo que me protegió. Al llegar a Rotterdam reparé en una pareja mayor hablando en yidis. El hombre tenía una barba blanca y vestía el traje negro de rabino, y la mujer llevaba el pelo oculto tras un pañuelo. Les pregunté cómo llegar al puerto, ¡y resultó que tenían boletos para el mismo barco que yo!
—¿Qué haces aquí sola, muchachita? —me preguntó la mujer.
—No soy una muchachita. Tengo quince años —les dije.
Todos los papeles dicen que tengo quince, así que mejor me mantenía fiel a esa historia, aunque me sentí mal por mentirles; pero entonces les conté la verdad.
—Solo había dinero suficiente para que viajara uno de nosotros, así que voy a ayudar a mi padre a traer a toda la familia a Cuba.
—Es una pena que nos obliguen a irnos de nuestro hogar —dijo la anciana.
—No queríamos irnos de Polonia —añadió el hombre—. Vivimos allí toda la vida y nuestros ancestros están enterrados en esa tierra. Pero todo eso ha cambiado. Nuestros hijos están en México y es hora de reunirnos con ellos.
Entonces me preocupé.
—¿Cómo es posible que estemos en el mismo barco? Mi boleto dice que es para Cuba.
Me aseguraron que el barco haría varias escalas y emprendimos camino juntos en dirección al puerto. Como yo solo tenía una bolsa pequeña para mis pocas necesidades, cargué la pesada maleta de la mujer. Antes de ver el mar pude sentir un cambio de aire, y aparecieron bandadas de pájaros blancos. Surcaron el cielo en un círculo y entonaron una melancólica melodía. ¡Me dijeron que eran gaviotas! Un instante después vi el mar, ¡y no pude creer lo vasto que era! Se extendía hasta el borde del mundo.
Hallamos nuestro barco anclado en el puerto, pero aún tuvimos que pasar otro examen médico antes de poder abordar. La pareja de ancianos me dio una porción de sus arenques con papas, pues de otro modo no habría comido nada. Entonces, cuando llegó el momento de que comprobaran nuestros pasaportes, el corazón me latía con tanta fuerza que temí que un policía corriera a bordo y me sacara de allí. Quería embarcar enseguida sin esperar ni un instante más. Pero estoy aprendiendo que todo en la vida toma su tiempo preciso.
Ahora estamos en alta mar y no hay nada más que agua alrededor. En la mañana el océano es azul, en la tarde se torna verde y en la noche, púrpura. Estoy agradecida por haber podido ver el milagro del océano. Si muriese mañana, estaría feliz de haberlo visto. Pero no tengo intención de morir. ¡Tengo que llegar a Cuba!
A lo que toma más tiempo acostumbrarse es al ruido de las olas. A veces es como un arrullo, suave y relajante; pero cuando el viento sopla fuerte, las olas golpeando el casco parecen el rugido de un león. Es entonces cuando mis temores por esta travesía son más difíciles de apartar. Estoy cruzando el océano, pero se siente como si el océano me cruzara a mí.
Tu hermana que te extraña,
ESTHER
A BORDO DEL BARCO A CUBA
26 de enero de 1938
Mi queridísima hermana Malka:
Estoy segura de que en el mundo hay barcos magníficos, pero este no es uno de ellos. Está atestado de gente, sucio, y huele a carne podrida y a vómito. La gente dice que el barco es demasiado viejo y no debería seguir navegando. Yo estoy en tercera, que es la clase en la que van apiñados los pasajeros más pobres. Tengo una litera con un colchón de paja y un salvavidas por almohada.
Comparto el camarote con un grupo de mujeres judías que van a casarse. Sus novios, a los que nunca han visto, las esperan en México. Compartimos un baño y lavabo; dos mujeres montan guardia cada vez que hay otras mujeres usándolo. Tenemos que compartir el jabón y hasta las toallas. Cuando abordamos el barco nos dieron a cada uno una cuchara, un tenedor, un plato de hojalata y un balde del mismo material, que debíamos usar tanto para comer como para asearnos; ¡así que imagínate cuán difícil es mantenerse limpios!
Rita, la novia que duerme en la litera debajo de mí, me dijo que sus prometidos no están obligados a casarse con ellas si les resultan poco atractivas. Ella está preocupada porque tiene la cara llena de granos. “¿Qué pasará si me quedo en la calle sin medios para sobrevivir? —se pregunta—. ¿Qué será de mí?”. Llora todas las noches y extiende las manos hacia mí, y yo le aprieto la mano hasta que se queda dormida. Ay, mi hermanita, me alegra ser demasiado joven para pensar en el matrimonio, ¡y no estar prometida a otra persona que a mí misma!
El clima ha estado frío y tormentoso, y la frazada que me dieron en el barco es tan fina como una gasa. Uso mi raído abrigo de invierno como frazada extra. No he salido a la cubierta estos últimos dos días. De cualquier manera, los de tercera clase solo tenemos acceso a un rinconcito de la cubierta.
Desde nuestra cubierta podemos ver el área enorme de los pasajeros de primera, donde gente elegantemente vestida se relaja en sillones y los camareros les llevan los tragos en bandejas. Ayer una madre en tercera clase llevó allí a su bebé enfermo para que tomara el aire fresco y le gritaron que regresara a donde pertenecía.
Anoche no pude dormir pensando en lo que había pasado y en cuán desamparada debe de haberse sentido esa mujer. ¿Por qué existen tales injusticias? ¿Cómo sucedió que algunas personas son ricas y otras, pobres?
Las comidas también son horribles. Hay pan de centeno, pero no es suave y esponjoso como el de Yoelke en Govorovo. Es duro como un ladrillo y hay que remojarlo en té, de lo contrario te rompería los dientes. También hay una sopa aguachenta de guisantes y papas viejas. La carne sabe a cuero de zapatos, pero ellos dicen que es kosher. Todo lo que mi estómago soporta son cosas dulces: el té endulzado con terrones y las tortas de café que sirven en las tardes. ¡Tal vez sea mi cuerpo que se prepara para los cañaverales de Cuba!
Siento quejarme tanto. Supongo que es algo que tiene escribir, ¡una vez que comienzas a hacerlo se desata toda suerte de pensamientos y sentimientos! Pero dejé las mejores noticias para el final: el otro día estaba deambulando por los pasillos del barco y escuché algo que se me antojó como un mugido. Seguí el origen del sonido y descubrí establos llenos de vacas, ovejas y cabras. ¡Me sentí como si hubiera encontrado el arca de Noé! Saludé a los animales y estos me miraron con unos ojos muy tristes. En ese momento escuché pasos a mi espalda. Era un marinero joven que había visto antes fregando los pisos en tercera clase. Su nombre es Casper, y es holandés, pero habla un poco de polaco. Pensé que me regañaría, pero en lugar de hacerlo, sonrió.
—¿Te gustan los animales? —me preguntó.
—Sí —dije yo—. Y me apena que no puedan deambular por el barco. Deben de detestar estar encerrados aquí. No pueden ver la luz del sol, pobrecitos.
—Sé a qué te refieres. Sufren durante el viaje. Pero por favor, no le digas a nadie que viste a los animales. Que estén aquí es un secreto.
Casper me dejó darles paja fresca a las vacas, las cabras y las ovejas, y me mostró la foto de su esposa, que traía guardada en el bolsillo. Se acercó la palma al corazón para darme a entender lo mucho que la extrañaba. La vida de un marinero y su esposa debe de ser difícil, estando separados por tanto tiempo. Ahora yo soy también como un marinero, alejada de todos los que quiero.
Mi estancia en este barco sería miserable si no fuera porque Casper me deja venir todos los días a ayudarlo con los animales. Hay un corderillo recién nacido, suave y adorable, al que puedo cargar tanto tiempo como quiera. Cuando lo abrazo, me doy cuenta de cuánto las extraño, mi dulce hermana, a ti y a mi adorada Bubbe. Y extraño a mi querida y enfadada madre, e incluso a mis hermanos, quienes quizás me extrañen un poquito. Sosteniendo al corderillo en mis brazos tengo fe en que llegaré a tierra firme y pronto tendrán buenas noticias mías.
Tu hermana mayor que te quiere muchísimo,
ESTHER
PUERTO DE MÉRIDA
1ro de febrero de 1938
Queridísima Malka:
¡Un grito de júbilo se elevó de cubierta cuando avistamos tierra! Corrí a juntarme con Rita y sus amigas que se reunían junto a la baranda. “Hoy veré a papá —pensé—. Hoy lo besaré en las mejillas y su barba negra me hará cosquillas. ¡Hoy comenzaré una vida nueva en Cuba!”. Pero entonces supe que habíamos arribado a México primero, y no a Cuba como todos esperábamos. La ciudad portuaria que veía era Mérida, no La Habana. ¿Cuánto tiempo más tendré que esperar para reunirme con papá? ¿Por qué todo tiene que tomar tanto tiempo?
Me abrí paso entre la multitud para regresar al camarote, donde podía enfurruñarme en soledad. Por el camino tropecé con la amable pareja de ancianos que compartieron conmigo sus arenques con papas en Rotterdam. Ambos estaban pálidos y débiles por la travesía, a pesar de que habían hecho el viaje en primera clase.
—Un día más en este roñoso barco y no habría sobrevivido —se quejó la mujer.
—Un día dura toda una vida, y estar en este barco todos estos días fue como gastar varias vidas —añadió el hombre.
—Pero ¿no valió la pena? —les pregunté—. ¡Al fin verán a sus hijos!
—¿De qué les serviremos? —La anciana lucía muy triste— Espero que no seamos una carga; pero ahora estamos aquí y no hay vuelta atrás.
—Estoy segura de que sus hijos los quieren profundamente y esperan con ansias poder besarlos en la mejilla. La presencia de ustedes será una bendición para ellos —dije.
—Eres muy sabia para ser tan joven. —El anciano sonrió—. Y veo que no hay amargura en tu corazón.
Se metió la mano en la gabardina negra y sacó un reloj de oro de bolsillo.
—Hershel, ¿qué haces? —dijo la anciana con voz entrecortada.
—Sé lo que hago, Bluma —replicó él con aspereza, y se volvió hacia mí—. Niña, este es mi regalo para ti. Sé que nuestros caminos no volverán a cruzarse, pues nosotros nos quedaremos en México y tú irás a Cuba; pero conserva este reloj incluso después de que hayas olvidado nuestro fortuito encuentro, y que te brinde la gracia de muchas horas de alegría y de esperanza.
Dudé en aceptar un regalo tan valioso.
—Gracias —dije—, pero, si me da su reloj, ¿cómo sabrá la hora?
—Niña —dijo él, poniéndome el reloj en las manos—, no puedes rechazar este regalo. Quiero que lo tengas. Yo soy viejo y no me quedan muchos años. Tú tienes ante ti todo el tiempo del mundo.
Me quedé contemplando los números romanos y finalmente cerré el puño. Por fortuna llevo siempre vestidos con hondos bolsillos a los costados. Me guardé el reloj en el bolsillo derecho para tenerlo a mano. Cuando levanté la vista, el anciano y su mujer habían desaparecido entre la multitud.
Uno a uno, desembarcaron todos los pasajeros en Mérida. Rita fue la última en bajar, y le di un abrazo. La muchacha tenía mucho miedo de lo que su prometido pensaría de ella. Espero que no termine como un perro callejero deambulando por las calles de México.
Retorné al camarote y entonces vino un pol
