Contenido
Portada
Lema
I. Estatua
1. El ológrafo de Casa Ardua
II. PRECIOSA FLOR
2. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
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III. Himno
6. El ológrafo de Casa Ardua
IV. EL SABUESO DE LA ROPA
7. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
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V. Furgón
12. El ológrafo de Casa Ardua
VI. A LAS SEIS NO ME VEIS
13. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
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VII. Estadio
20. El ológrafo de Casa Ardua
VIII. CARNARVON
21. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
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IX. Penitencia
24. El ológrafo de Casa Ardua
X. VERDE PRIMAVERA
25. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
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28
XI. Arpillera
29. El ológrafo de Casa Ardua
XII. TAPIZ
30. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
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XIII. Poda
34. El ológrafo de Casa Ardua
XIV. CASA ARDUA
35. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
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XV. Zorro y gato
41. El ológrafo de Casa Ardua
XVI. PERLAS
42. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
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XVII. Dientes perfectos
46. El ológrafo de Casa Ardua
XVIII. SALA DE LECTURA
47. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
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49
50
51
XIX. Despacho
52. El ológrafo de Casa Ardua
XX. LAZOS DE SANGRE
53. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
54. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
55. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
56. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
57. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
58. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
XXI. Vuelco
59. El ológrafo de Casa Ardua
XXII. TOQUE DE LA MUERTE
60. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
61
62. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
63. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
64. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
XXIII. Muro
65. El ológrafo de Casa Ardua
XXIV. LA NELLIE J. BANKS
66. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
67. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
XXV. Despierta
68. El ológrafo de Casa Ardua
XXVI. TOMAR TIERRA
69. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
70. Transcripción del Testimonio de la Testigo 369B
XXVII. Despedida
71. El ológrafo de Casa Ardua
72. El Decimotercer Simposio
Agradecimientos
Créditos
Se supone que toda mujer tiene los mismos motivos o, si no, es un monstruo.
GEORGE ELIOT, Daniel Deronda
Cuando nos miramos el uno al otro, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo. [...] ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad, en nosotros?
Oficial del Sicherheitsdienst Liss al viejo
bolchevique Mostovskói, VASILI GROSSMAN,
Vida y destino
La libertad es una gran carga, un peso apabullante y extraño para el espíritu. [...] No es un don: hay que elegirla, y la elección puede ser difícil.
URSULA K. LE GUIN,
Las tumbas de Atuan
I
Estatua
El ológrafo de Casa Ardua
1
Sólo a los muertos les erigen estatuas, pero a mí se me ha concedido ese honor en vida. Ya estoy petrificada.
La estatua fue una muestra de aprecio a mis muchas contribuciones, decía la inscripción, que leyó en voz alta Tía Vidala. Le habían asignado la tarea nuestros superiores, y distó mucho de mostrarme ningún aprecio. Le di las gracias con tanta modestia como pude; acto seguido, tiré del cordel para desprender el velo que me cubría. La tela se hinchó en el aire antes de caer al suelo, y allí estaba yo. No somos dadas a las ovaciones, aquí en Casa Ardua, pero hubo unos discretos aplausos. Incliné la cabeza, con una pequeña reverencia.
La estatua es majestuosa, como suelen ser las estatuas, y me muestra más joven y delgada de lo que soy al natural, en mejor forma de lo que he estado en mucho tiempo. Aparezco erguida, con la barbilla alta y los labios curvados en una sonrisa dura pero benévola. La mirada se pierde en un punto del firmamento, representando mi idealismo, mi inquebrantable compromiso con el deber, mi tenacidad de avanzar salvando todos los obstáculos. No es que la estatua pueda ver ni un atisbo del cielo, escondida como está en el lúgubre macizo de árboles y setos junto al sendero que discurre frente a Casa Ardua. Nosotras, las Tías, no debemos ser presuntuosas, ni siquiera en piedra.
Agarrada a mi mano izquierda hay una niña de siete u ocho años, que me mira con los ojos llenos de confianza. Mi mano derecha descansa sobre la cabeza de una mujer agachada a mi lado, el pelo cubierto por un velo, que alza la vista con una expresión que podría ser tanto de cobardía como de gratitud: una de nuestras Criadas. Y detrás de mí está una de mis jóvenes Perlas, a punto de emprender su obra misionera. Colgada de una correa a la cintura llevo una aguijada eléctrica. Esa arma me recuerda mis fracasos: con mayores dotes de persuasión no habría necesitado semejante artilugio. El convencimiento de mi voz habría bastado.
Como estatua colectiva no me parece ninguna maravilla: demasiado recargada. Habría preferido más protagonismo, pero al menos se me ve cuerda. Podría haber sido al revés, ya que la anciana escultora —una auténtica devota, ahora difunta— solía representar el fervor religioso con figuras de ojos desorbitados. El busto que hizo de Tía Helena parece que tenga la rabia, y el de Tía Vidala, hipertiroidismo, y se diría que el de Tía Elizabeth está a punto de explotar.
Antes de descubrir la obra, la escultora estaba nerviosa. ¿Me habría hecho un retrato lo bastante favorecedor? ¿Sería de mi agrado? ¿Dejaría ver mi agrado? Fantaseé con la idea de poner mala cara cuando retiraran la tela, pero lo pensé mejor: no carezco de compasión. «Muy realista», dije.
Desde entonces han pasado nueve años. La estatua se ha deteriorado a la intemperie, decorada por las palomas, por el musgo que brota de las grietas donde se acumula la humedad. Los devotos tienen ahora la costumbre de dejar ofrendas a mis pies: huevos para la fertilidad, naranjas que simbolizan la plenitud de la preñez, hojaldres en forma de media luna. Me resisto a la bollería, que además suele estar empapada por la lluvia, pero las naranjas me las guardo en el bolsillo. Las naranjas son tan refrescantes...
Escribo estas palabras en mi santuario privado, la biblioteca de Casa Ardua: una de las pocas bibliotecas que perviven tras las entusiastas quemas de libros que han tenido lugar en el país. Las huellas corrompidas y manchadas de sangre del pasado deben borrarse, a fin de crear un espacio de inocencia para la generación de moral pura que sin duda está por llegar. Ésa es la teoría.
Pero entre esas huellas sangrientas están las que nosotros mismos dejamos, y ésas no se borran tan fácilmente. Con el paso de los años he enterrado muchos huesos, y ahora estoy dispuesta a desenterrarlos aunque sólo sea para tu edificación, anónimo lector. Si estás leyendo, al menos este manuscrito habrá sobrevivido. Aunque tal vez sean meras ilusiones: quizá nunca tenga un lector. Quizá sólo esté hablando con la pared, en más de un sentido.
Basta de escritura por hoy. Siento la mano entumecida, la espalda dolorida, y me aguarda mi taza de leche caliente de todas las noches. Guardaré este legajo en su escondite, evitando las cámaras de vigilancia: sé dónde están, porque las instalé yo misma. A pesar de tales precauciones, soy consciente del riesgo que corro: escribir puede ser peligroso. ¿Qué traiciones y qué condenas me depara el futuro? En el seno mismo de Casa Ardua hay quienes desearían echar mano a estas páginas.
Paciencia, les advierto en silencio: esto acaba de empezar.
II
PRECIOSA FLOR
Transcripción del Testimonio de la Testigo 369A
2
Me habéis pedido que os hable de cómo fue para mí crecer en Gilead. Aseguráis que mi testimonio será de ayuda, y yo deseo ayudar. Supongo que no esperáis oír más que horrores, pero la realidad es que en Gilead, igual que en todas partes, muchos niños se sentían queridos y apreciados, y que en Gilead, igual que en todas partes, muchos adultos eran personas de buen corazón a pesar de sus errores.
Espero que tengáis presente, además, que todos sentimos nostalgia del cariño que hemos conocido en la niñez, por aberrantes que puedan parecerles a otros las condiciones que rodearon esa infancia. Coincido con vosotros en que Gilead debería desaparecer —hay demasiadas injusticias allí, demasiada falsedad y demasiadas ofensas a la voluntad de Dios—, pero tendréis que concederme un poco de espacio para llorar por las cosas buenas que se perderán.
En nuestra escuela, el rosa era para la primavera y el verano, el morado para el otoño y el invierno, el blanco era para los días especiales: los domingos y las festividades. Brazos cubiertos, pelo cubierto, faldas por debajo de la rodilla antes de que cumplieras cinco años, y no más de un par de dedos por encima del tobillo después de esa edad, porque los impulsos de los hombres eran terribles, y esos impulsos debían refrenarse. Los ojos de los hombres que siempre acechaban aquí y allá, como los ojos de los tigres, esos ojos escrutadores, debían protegerse del poder de la tentación que encarnábamos y que los cegaba: tanto si teníamos unas piernas torneadas como flacas o gordas, y unos brazos gráciles o bien huesudos o de salchicha, tanto si nuestra piel era sedosa como con rojeces, y el pelo brillante ensortijado o bien rizado y crespo o peinado en unas trencitas pajizas. Más allá de la figura y las facciones que tuviéramos, éramos trampas y señuelos a nuestro pesar, inocentes criaturas que por nuestra propia naturaleza podíamos volver a los hombres ebrios de lujuria, hasta que dando traspiés y tambaleándose cayeran por el borde —¿el borde de qué?, nos preguntábamos, ¿sería una especie de abismo?— y se precipitaran hacia el fondo en llamas, como bolas de nieve hechas de azufre ardiente que arrojaba la mano iracunda de Dios. Nosotras guardábamos un tesoro de incalculable valor que residía, invisible, dentro de nosotras; éramos preciosas flores que debían protegerse en un invernadero, o de lo contrario nos tenderían una emboscada y nos arrancarían los pétalos y robarían nuestro tesoro y nos desgarrarían y pisotearían esos hombres hambrientos que podían merodear a la vuelta de cualquier esquina, en ese mundo lleno de filos cortantes y pecados.
Ésa era la típica soflama que Tía Vidala, con su voz gangosa, nos hacía en la escuela mientras bordábamos en punto gobelino pañuelos, escabeles y labores para enmarcar: un jarrón de flores o un cuenco de fruta eran nuestros motivos predilectos. Después Tía Estée, la maestra a la que más apreciábamos, decía que Tía Vidala exageraba y que no tenía sentido que nos metiera tanto miedo, pues esa aversión podía ejercer una influencia negativa en la felicidad de nuestras futuras vidas de casadas.
—No todos los hombres son así, niñas —nos tranquilizaba—. Los mejores están dotados de un carácter superior. Algunos son decentes y saben dominarse. Y una vez que os caséis, veréis las cosas de otra manera, y sin miedo alguno.
No es que ella supiera nada al respecto, porque las Tías no se casaban; no se les permitía. Por eso podían dedicarse a la escritura y a los libros.
—Nosotras, y vuestros padres y madres, elegiremos con sensatez a vuestros esposos cuando llegue el momento —decía Tía Estée—. Así que no temáis. Aprended vuestras lecciones y confiad en el buen criterio de vuestros mayores, y todo saldrá como es debido. Rezaré por que así sea.
Pero a pesar de la sonrisa cariñosa y con hoyuelos de Tía Estée, era la versión de Tía Vidala la que se imponía. Aparecía en mis pesadillas: el invernadero hecho añicos, luego el forcejeo y el desgarro y los pisotones de pezuñas, que dejaban jirones rosados y blancos y morados de mí misma esparcidos por el suelo. Me aterraba la idea de hacerme mayor, lo bastante mayor para una boda. No tenía fe en el sabio criterio de las tías: temía acabar casada con un macho cabrío en llamas.
Los vestidos rosas, los blancos y los morados eran la norma para niñas especiales como nosotras. Las niñas corrientes de las Econofamilias llevaban la misma ropa todos los días, aquellos horrendos vestidos a rayas de distintos colores y aquellos mantos grises, el mismo atuendo que usaban sus madres. Ni siquiera aprendían a bordar ni a hacer ganchillo, nada más que costura básica, y a fabricar flores de papel y tareas similares. No habían sido elegidas de antemano para casarse con los mejores hombres, los Hijos de Jacob y los demás Comandantes o sus hijos, como nosotras; aunque tal vez las elegirían más adelante, una vez que crecieran, si eran bonitas.
Nadie hablaba de eso. Se suponía que no debías vanagloriarte de tu belleza, delataba falta de modestia, y tampoco fijarte en la belleza de otras personas. Aun así, las niñas sabíamos la verdad: que era preferible ser bonita que fea. Incluso las Tías prestaban más atención a las chicas bonitas. Si te elegían de antemano, en cualquier caso, no importaba tanto que fueses bonita.
A pesar de que yo no era bizca como Huldah, ni tenía el ceño siempre fruncido como Shunammite, o unas cejas finísimas como las de Becka, estaba inacabada. Tenía la cara de pan, igual de redonda que las galletas que me preparaba mi Martha favorita, Zilla, con ojos de uva pasa y dientes de pepitas de calabaza. A pesar de no ser especialmente bonita, me sentía una elegida entre las elegidas. Y por partida doble: no sólo elegida de antemano para casarme con un Comandante, sino también elegida de buen principio por Tabitha, que era mi madre.
Eso era lo que Tabitha solía contarme:
—Fui a dar un paseo por el bosque —me decía— y entonces llegué a un castillo encantado, y dentro había muchas niñas encerradas, y ninguna de esas niñas tenía madre, y estaban bajo el conjuro de las malvadas brujas. Yo tenía un anillo mágico que abría la puerta del castillo, pero sólo podía rescatar a una niña. Así que las miré detenidamente, y entonces, entre todo el tropel, ¡te elegí a ti!
—¿Y qué les pasó a las demás? —preguntaba yo—. ¿Qué fue de las otras niñas?
—Las rescataron diferentes madres —me decía.
—¿También tenían anillos mágicos?
—Claro, cielo. Para ser madre has de tener un anillo mágico.
—¿Dónde tienes el anillo mágico? —le preguntaba—. ¿Dónde está ahora?
—Justo aquí, en mi dedo —decía, señalándose el tercer dedo de la mano izquierda. El dedo corazón, lo llamaba—. Pero con mi anillo sólo podía pedir un deseo, y te pedí a ti. Así que ahora es un anillo normal y corriente, como el de cualquier madre.
En ese punto dejaba que me probara el anillo, que era de oro, con tres brillantes: uno grande en medio, y uno más pequeño a cada lado. De verdad parecía que en otros tiempos hubiera sido mágico.
—¿Y luego me alzaste en brazos y huiste conmigo? —le preguntaba yo—. ¿Por el bosque?
Conocía la historia de memoria, pero me encantaba oírla una y otra vez.
—No, cariño, ya estabas demasiado grande para eso. Si te hubiese llevado en brazos, habría empezado a toser, y las brujas nos habrían oído. —Comprendía que eso era cierto, porque tosía mucho—. Así que te di la mano y salimos sigilosamente del castillo para que las brujas no nos oyesen. Las dos susurrábamos «chist, chist»... —Aquí se llevaba un dedo a los labios, y yo la imitaba, susurrando con deleite, «chist, chist»—. Y entonces echamos a correr muy rápido a través del bosque para escapar de las brujas malvadas, porque una de ellas nos había visto escabullirnos por la puerta. Corrimos, y nos ocultamos en el tronco hueco de un árbol. ¡Fue muy peligroso!
Tenía un recuerdo vago de ir corriendo a través de un bosque agarrada a la mano de alguien. ¿Me había escondido en un árbol hueco? Me parecía que me había escondido en algún sitio, así que quizá fuera cierto.
—Y entonces ¿qué pasó? —preguntaba yo.
—Y entonces te traje a esta preciosa casa. ¿A que aquí eres feliz? ¡Te adoramos tanto, todos! ¿No es una suerte para las dos que te eligiera?
Acurrucada a su lado, ella me abrazaba y yo recostaba la cabeza contra su torso escuálido, notando las costillas saltarinas. Con la oreja pegada a su pecho, oía el martilleo incesante de su corazón, más y más rápido, me parecía, mientras esperaba a que yo le contestara. Sabía el poder
de mi respuesta: era capaz de hacerla sonreír, o no.
¿Qué podía decir salvo que sí y que sí? Sí, era feliz. Sí, tenía suerte. En cualquier caso, era verdad.
3
¿Qué edad tendría entonces? Seis o siete años, supongo. Me cuesta precisarlo, dado que no conservo recuerdos claros antes de esa época.
Quería mucho a Tabitha. Era hermosa, a pesar de estar tan delgada, y se pasaba horas jugando conmigo. Teníamos una casa de muñecas que era como la nuestra, con una sala de estar y un comedor y una gran cocina para las Marthas, y un despacho para el padre con escritorio y anaqueles. Todos los libros en miniatura de los estantes estaban en blanco. Pregunté por qué no había nada dentro, intuyendo vagamente que esas páginas deberían contener marcas de alguna clase, y mi madre contestó que los libros eran adornos, como un jarrón de flores.
¡Cuántas mentiras tuvo que decir por mí! ¡Para protegerme! Aunque desde luego se le daba bien, era una mujer con mucha inventiva.
Teníamos unos dormitorios grandes y preciosos en el segundo piso de la casa de muñecas, con cortinas y paredes empapeladas y cuadros —cuadros bonitos, bodegones de frutas y flores—, y unos dormitorios más pequeños en la buhardilla, y cinco cuartos de baño en total, aunque uno era un tocador —¿por qué se llamaba así?, ¿qué se «tocaba»?— y un sótano con provisiones.
Teníamos todas las muñecas y los muñecos que hacían falta en la casa: una mamá con el vestido azul de las Esposas de los Comandantes, una niñita con sus tres vestidos (rosa, blanco y morado, iguales que los míos), tres Marthas vestidas de un verde apagado y con delantal, un Guardián de la Fe con gorra para conducir el coche y cortar el césped, dos Ángeles apostados en la puerta con sus armas de juguete para que nadie pudiera entrar y hacernos daño, y un papá con su uniforme impecable de Comandante. Él apenas hablaba, pero se paseaba mucho por la casa y se sentaba a la cabecera de la mesa del comedor, donde las Marthas traían bandejas para servirle, y luego iba a su despacho y cerraba la puerta.
En eso, el muñeco Comandante era como mi padre, el Comandante Kyle, que me sonreía, preguntaba si me había portado bien y luego se desvanecía. La diferencia era que yo podía ver lo que estaba haciendo el muñeco Comandante dentro de su despacho, que consistía en sentarse frente al escritorio con su Compucomunicador y una pila de papeles, mientras que con mi padre en la vida real no podía saberlo: entrar en su despacho estaba prohibido.
Lo que mi padre hacía allí dentro al parecer era muy importante: las cosas importantes que hacían los hombres, demasiado importantes para que las féminas se entrometieran, porque su cerebro era más pequeño e incapaz de concebir grandes pensamientos, según Tía Vidala, que nos daba clase de Religión. Sería como intentar que un gato aprenda a hacer ganchillo, decía Tía Estée, que nos daba clase de Manualidades, y eso nos hacía reír, porque ¡vaya un disparate! ¡Los gatos ni siquiera tienen dedos!
Así pues, en la cabeza de los hombres había como unos dedos, sólo que un tipo de dedos que las chicas no tenían. Y eso lo explicaba todo, decía Tía Vidala, y no haremos más preguntas sobre el tema. Cerraba la boca, apretando los labios para guardar dentro las otras palabras que habrían podido decirse. Me daba cuenta de que había otras palabras, porque ni siquiera entonces la comparación con los gatos encajaba. Los gatos no querían hacer ganchillo.
Y nosotras no éramos gatos.
Las cosas prohibidas hacen volar la imaginación. Por eso Eva comió el fruto prohibido del Árbol del Conocimiento, decía Tía Vidala: demasiada imaginación. Era mejor no saber ciertas cosas. O tus pétalos acabarían desparramados.
En la caja de la casa de muñecas había una Criada en miniatura, con un vestido rojo y una barriga prominente y una toca blanca que le ocultaba la cara, aunque mi madre decía que en nuestra casa no necesitábamos una Criada porque ya me tenían a mí, y la gente no ha de ser codiciosa y desear más de una niña. Así que envolvimos a la Criada en papel de seda y Tabitha dijo que podía regalársela más adelante a alguna otra niña que no tuviese una casa de muñecas tan preciosa y que sin duda la aprovecharía.
Guardé la muñeca en la caja de buena gana, porque las Criadas de verdad me ponían nerviosa. Nos cruzábamos con ellas en las excursiones de la escuela y las veíamos caminar en una larga fila de dos en dos vigiladas por una Tía en cada extremo. Eran excursiones a una iglesia, o a un parque donde jugábamos al corro o mirábamos a los patos de los estanques. Más adelante nos permitirían asistir a
los Salvamentos y los Exhibirrezos, con nuestros vestidos y velos blancos, a ver cómo ahorcaban o casaban a la gente, pero todavía no éramos maduras para eso, decía Tía Estée.
Había columpios en uno de los parques, pero como llevábamos faldas, que se nos podían levantar con el viento dejando ver nuestras vergüenzas, un columpio era un atrevimiento que ni se nos pasaba por la cabeza. Sólo los chicos podían saborear esa libertad; sólo ellos podían disfrutar del vertiginoso vaivén; sólo ellos podían volar.
Todavía no he montado nunca en un columpio. Sigue siendo uno de mis deseos por cumplir.
Mientras marchábamos en fila por la calle, las Criadas caminaban en parejas, con sus cestos de la compra. No nos miraban, o apenas de reojo, a hurtadillas, y nosotras tampoco debíamos quedarnos embobadas mirándolas, porque era una grosería, decía Tía Estée, igual que era una grosería mirar a los lisiados o a cualquiera que fuese distinto. Tampoco nos permitían hacer preguntas sobre las Criadas.
—Ya os enteraréis de todo eso cuando tengáis edad —zanjaba Tía Vidala.
«Todo eso»: las Criadas formaban parte de «todo eso». Algo malo, pues; algo que corrompía, o corrompido, que podía ser una misma cosa. ¿Una vez las Criadas habían sido como nosotras, blancas y rosas y moradas? ¿Habían sido poco cuidadosas, habían mostrado alguna parte incitante de sí mismas?
Ahora apenas se les veía nada. Ni siquiera podías verles la cara, con aquellas tocas blancas que llevaban. Todas parecían iguales.
En nuestra casa de muñecas había una Tía, aunque en realidad no le correspondía estar en una casa normal y corriente, pues su lugar era la escuela o bien Casa Ardua, donde al parecer vivían en comunidad. Cuando me quedaba jugando a solas con las muñecas, solía encerrar a la Tía en el sótano, y sé que no estaba bien por mi parte. Ella aporreaba la puerta del sótano, gritando «¡Déjame salir!», pero las muñecas de la niña y la Martha que habrían podido ayudarla no prestaban atención, y a veces se reían.
No me enorgullezco de mí misma al contar esta crueldad, aunque fuese sólo una crueldad hacia una muñeca. Es una cara vengativa de mi naturaleza que lamento no haber sabido someter por completo. Pero en un relato de este tipo, vale más ser tan escrupulosa al confesar tus culpas como el resto de tus actos. De lo contrario, nadie comprenderá por qué tomaste las decisiones que tomaste.
Fue mi madre, Tabitha, quien me enseñó que debía ser sincera conmigo misma, y eso no deja de ser irónico, en vista de las mentiras que me contó. Si he de ser justa, creo que no se engañaba a sí misma. Que intentó ser tan buena persona como las circunstancias permitían.
Cada noche, después de contarme un cuento, me arropaba en la cama con mi animal de peluche favorito, que era una ballena —porque Dios hizo a las ballenas para que jugaran en el mar, así que era lícito que jugaras con una ballena— y rezábamos.
La oración se recitaba con una tonada particular, que cantábamos juntas:
Ahora que me voy a la cama
pido a Dios que ampare mi alma;
si muero antes de despertar,
pido a Dios que me lleve en paz.
Cuatro esquinas tiene mi cama,
cuatro ángeles me la guardan.
Uno me vela y uno reza,
y los otros dos mi alma se llevan.
Tabitha tenía una voz hermosa, como una flauta de plata. De vez en cuando, de noche, cuando estoy quedándome dormida, casi puedo oírla cantar.
Había un par de cosas en esta canción que me inquietaban. Una eran los ángeles. Sabía que en principio eran de esos ángeles con túnicas blancas y plumas, pero no me los imaginaba así. Los imaginaba como nuestros Ángeles: hombres con uniformes negros que lucían la insignia de unas alas, y armas. No me gustaba la idea de que hubiera cuatro Ángeles con armas apostados alrededor de mi cama mientras dormía, porque al fin y al cabo eran hombres, y entonces ¿qué ocurría con las partes de mi cuerpo que asomaban por debajo de las mantas? Mis pies, por ejemplo. ¿No inflamarían sus impulsos? Desde luego, cómo no. Así que dormir pensando en los Ángeles no me daba mucha serenidad.
Tampoco era muy alentador rezar por si te morías durante el sueño. Yo no pensaba que me fuera a morir, pero
¿y si ocurría? Además... ¿Qué era eso del «alma» que los ángeles se iban a llevar? Tabitha me dijo que era la parte del espíritu que no moría con el cuerpo, y debíamos consolarnos pensando en eso.
Y mi alma, ¿cómo sería? Me la imaginaba igual que yo, sólo que mucho más pequeña: tan chiquitita como la niña de mi casa de muñecas. Estaba dentro de mí, así que a lo mejor era el mismo preciado tesoro que Tía Vidala nos instaba a guardar celosamente. Podías perder el alma, aseguraba Tía Vidala sonándose la nariz, y en tal caso se precipitaría por el borde hacia el abismo insondable, y ardería en llamas, igual que los sátiros. Ése era un escenario que deseaba evitar a toda costa.
4
Al comienzo del periodo que voy a describir a continuación, debía de tener ocho o nueve años. Recuerdo los acontecimientos, pero no mi edad exacta. Es difícil recordar las fechas del calendario, y más si pensamos que no había calendarios. Continuaré de todos modos como mejor pueda.
Entonces mi nombre era Agnes Jemima. Agnes significaba «cordero», me contó mi madre, Tabitha. Solía recitar un poema:
Corderito, ¿quién te hizo?
¿Acaso sabes quién te hizo?
Había más versos, pero se me han olvidado.
Jemima, a su vez, era un nombre que provenía de una historia de la Biblia. Jemima era una niña muy especial, porque Dios hizo que el infortunio cayera sobre Job, su padre, para ponerlo a prueba, y la peor parte fue que todos los hijos de Job murieron. Todos sus hijos, todas sus hijas: ¡muertos! Me recorría un escalofrío cada vez que la oía. Tuvo que ser terrible lo que Job sintió cuando le dieron la noticia.
Pero Job superó la prueba, y Dios le concedió más hijos, varios varones y tres niñas, y entonces volvió a ser feliz. Jemima fue una de esas niñas.
—Dios le dio una hija a Job, igual que me la dio a mí —decía mi madre.
—¿Fuiste desgraciada? ¿Antes de que me eligieras?
—Sí, lo fui —contestaba, sonriendo.
—¿Superaste la prueba?
—Supongo que sí —decía mi madre—, o no habría podido elegir a una hija tan maravillosa como tú.
Esta historia me ponía contenta. Fue sólo más adelante cuando reflexioné: ¿cómo había consentido Job que Dios le endilgara una nueva prole y esperara que hiciese como si los hijos muertos ya no importaran?
Cuando no estaba en la escuela o con mi madre —y cada vez pasaba menos tiempo con mi madre, porque ella pasaba cada vez más tiempo arriba, acostada, haciendo «reposo», según me decían las Marthas— me gustaba estar en la cocina, viendo cómo ellas amasaban el pan y preparaban galletas y tartas y pasteles, sopas y guisos. A todas las Marthas las llamábamos Martha porque eso es lo que eran, y todas llevaban la misma indumentaria, pero cada una de ellas también tenía su nombre de pila. Las nuestras eran Vera, Rosa y Zilla; teníamos tres Marthas porque mi padre era muy importante. Zilla era mi favorita, porque hablaba con mucha dulzura, mientras que Vera tenía una voz áspera y Rosa era ceñuda. No era culpa suya, desde luego, había nacido con esa cara. Era mayor que las otras dos.
«¿Puedo ayudaros?», les preguntaba. Y ellas me daban los restos de la masa del pan para que jugara, y yo hacía un hombre de masa, que ellas después cocinaban con lo que hubiera en el horno. Siempre hacía hombres de masa, nunca mujeres, porque una vez horneados me los comía, y sentía que eso me daba un poder secreto sobre los hombres. Empezaba a quedarme claro, a pesar de los impulsos que Tía Vidala decía que les despertábamos, que de lo contrario no ejercía poder alguno sobre ellos.
—¿Me dejas que haga la masa? —pregunté un día en que Zilla sacó el cuenco para mezclar los ingredientes. De tanto verlas, estaba convencida de que sabría hacerlo sola.
—No hace falta, no te preocupes de esas cosas —dijo Rosa, frunciendo el ceño más que de costumbre.
—¿Por qué? —exclamé.
Vera se rió, con su risa áspera.
—Habrá Marthas que se encarguen de todo eso por ti —dijo—. Una vez que te elijan un marido rollizo y bonachón.
—¡No será rollizo! —No quería un marido gordo.
—Claro que no, es sólo una forma de hablar.
—Tampoco tendrás que hacer la compra —añadió Rosa—. Tu Martha se ocupará. O una Criada, en caso de que la necesites.
—A lo mejor no la necesita —dijo Vera—. Teniendo en cuenta que su madre...
—Cállate —la atajó Zilla.
—¿Qué? —dije—. ¿Qué pasa con ella? —Sabía que había un secreto acerca de mi madre, relacionado con la forma en que hablaban de su «reposo», y me daba miedo.
—Como tu madre pudo tener un bebé —dijo Zilla, dulcemente—, estoy segura de que tú también podrás. A ti te gustaría tener un bebé, ¿verdad, cariño?
—Sí, pero no quiero un marido —contesté—. Me parecen repugnantes.
Las tres se echaron a reír.
—No todos —dijo Zilla—. Tu padre también es el esposo de tu madre. —A eso no pude objetar nada.
—Te buscarán un buen marido —dijo Rosa—. No te casarán con un viejo cualquiera.
—Tienen una reputación que deben mantener —comentó Vera—. No te casarán con alguien de menos categoría, tenlo por seguro.
No quería seguir pensando en maridos.
—¿Y si quiero? —repuse. Me sentía dolida: era como si se encerraran en un círculo y me dejaran fuera—. ¿Y si quiero hacer el pan yo misma?
—Bueno, las Marthas no podrían impedírtelo, naturalmente —dijo Zilla—. Tú serías la señora de la casa. Pero te menospreciarían. Y creerían que pretendes arrebatarles el puesto que les corresponde. Las labores que mejor saben hacer. ¿A que no querrías que te mirasen con malos ojos, cariño?
—A tu marido tampoco le gustaría —añadió Vera, con otra de sus risas ásperas—. Estropea las manos. ¡Fíjate en las mías! —Me las mostró: tenía los dedos huesudos, la piel rugosa, las uñas cortas y las cutículas despellejadas. Nada que ver con las manos delicadas y elegantes de mi madre, con su anillo mágico—. El trabajo duro te curte las manos. Y tu marido no querrá que vayas oliendo a masa de pan.
—O a lejía —dijo Rosa—, de fregar.
—Querrá que te dediques a bordar y esas cosas —afirmó Vera.
—Al punto gobelino —señaló Rosa, con un dejo de sorna.
Bordar no era mi fuerte. Siempre me regañaban porque me quedaban puntos sueltos o poco prolijos.
—Detesto bordar. Quiero hacer pan.
—No siempre podemos hacer lo que queremos —dijo Zilla con suavidad—. Ni siquiera tú.
—Y a veces tenemos que hacer algo que detestamos —dijo Vera—. Incluso tú.
—¡Pues no me dejéis! —protesté—. ¡Qué malas sois conmigo! —Y salí corriendo de la cocina.
Me eché a llorar. A pesar de que me habían pedido que no molestara a mi madre, subí las escaleras con sigilo y entré en su cuarto. Estaba arropada con la preciosa colcha blanca de flores azules. Tenía los ojos cerrados, pero debió de oírme porque los abrió. Cada vez que la veía, esos ojos parecían más grandes y luminosos.
—¿Qué te ocurre, mi niña? —dijo.
Me metí bajo la colcha y me acurruqué a su lado. Noté su calor.
—No es justo —sollocé—. ¡Yo no quiero casarme! ¿Por qué tengo que hacerlo?
No me dijo «Porque es tu deber», como habría dicho Tía Vidala, o «Lo desearás cuando llegue el momento», que es lo que diría Tía Estée. Al principio guardó silencio. Me abrazó y me acarició el pelo.
—¿Recuerdas cómo te elegí, entre todas las demás? —dijo al fin.
Sin embargo, ya tenía una edad en que empezaba a no creerme esa historia: el castillo cerrado, el anillo mágico, las brujas malvadas, la huida.
—Eso es un cuento de hadas, nada más —dije—. Salí de tu barriga, igual que los demás bebés.
No me dio la razón. No dijo nada. Por algún motivo, ese silencio me asustó.
—¡Es verdad! ¡Dime que es verdad! —insistí—. Shunammite me lo contó. En la escuela. Que los bebés salen de la barriga.
Mi madre me abrazó más fuerte.
—Pase lo que pase —dijo, al cabo de unos momentos—, quiero que siempre recuerdes cuánto te he querido.
5
Probablemente hayáis adivinado lo que voy a contaros a continuación, y no fue un trance feliz.
Mi madre se estaba muriendo. Todo el mundo lo sabía, menos yo.
Me enteré por Shunammite, que siempre decía que era mi mejor amiga. Se suponía que no debíamos tener mejores amigas. No estaba bien formar círculos cerrados, decía Tía Estée: hacía que las demás chicas se sintieran excluidas, debíamos ayudarnos unas a otras para aspirar a la mayor perfección posible.
Tía Vidala decía que eso de tener mejores amigas llevaba a murmurar y conspirar y guardar secretos, y las conspiraciones y los secretos llevaban a desobedecer a Dios, y la desobediencia llevaba a la rebelión, y las chicas rebeldes con el tiempo serían mujeres rebeldes, y una mujer rebelde era todavía peor que un hombre rebelde, porque los hombres rebeldes se convertían en traidores, pero las mujeres rebeldes se convertían en adúlteras.
Entonces Becka levantó la mano y con su voz de pajarito preguntó qué es una adúltera. A todas nos sorprendió, porque Becka rara vez preguntaba nada. Su padre no era Comandante, como los padres de las demás. Sólo era dentista: el mejor dentista, eso sí, todas nuestras familias iban a su consulta, y por eso habían admitido a Becka en nuestra escuela. Aun así, las demás chicas la miraban con desdén
y esperaban que las tratara con deferencia.
Becka estaba sentada a mi lado —siempre procuraba sentarse a mi lado si Shunammite no le daba la espalda— y noté cómo temblaba. Temí que Tía Vidala la castigara por ser impertinente, pero habría sido difícil que nadie, ni siquiera Tía Vidala, la acusara de impertinencia.
Shunammite se agachó y le susurró a Becka: «¡Cómo eres tan estúpida!» Tía Vidala sonrió, cosa rara en ella, y dijo que esperaba que Becka no lo supiera nunca por propia experiencia, porque las adúlteras acababan lapidadas o colgadas del cuello con un saco en la cabeza. Tía Estée dijo que no había necesidad de asustar a las chicas más de la cuenta, y entonces sonrió y dijo que nosotras éramos flores preciosas, ¿y quién ha oído hablar alguna vez de una flor rebelde?
La miramos, abriendo mucho los ojos en señal de nuestra inocencia, y asintiendo para que viera que le dábamos la razón. ¡Nada de flores rebeldes aquí!
En casa de Shunammite había sólo una Martha, y en la mía tres, o sea que mi padre era más importante que el suyo. Ahora me doy cuenta de que por eso me quiso como mejor amiga. Era una chica regordeta, con dos trenzas gruesas y largas que me daban envidia, porque a mí me quedaban unas trenzas esmirriadas y más cortas, y unas cejas negras que la hacían parecer mayor para su edad. Era beligerante, pero únicamente a espaldas de las Tías. En nuestras disputas, siempre quería llevar la razón. Si la contradecías, sólo repetía la misma opinión, pero más fuerte. Era grosera con muchas de las otras chicas, sobre todo con Becka, y me avergüenza reconocer que no me atreví a plantarle cara.
Me faltaba valor para lidiar con las niñas de mi edad, a pesar de que en casa las Marthas me tachaban de testaruda.
—Tu madre se está muriendo, ¿verdad? —me susurró Shunammite un día a la hora del almuerzo.
—No, no —le contesté, también en susurros—. Tiene un problema, ¡nada más!
Así lo llamaban las Marthas: «el problema de tu madre». Era por ese problema por lo que necesitaba tanto reposo y tosía. Últimamente nuestras Marthas le llevaban bandejas a su cuarto; las bandejas volvían abajo con los platos casi