PRÓLOGO A LA NOVENA EDICIÓN
He vuelto a releer ahora en 1998, con cierta calma pero con no excesiva nostalgia, las viejas páginas de éste que fue mi primer libro, de 1966. Ya en el mismo título —ésa era desde entonces mi idea central— el Estado de Derecho se vinculaba allí de modo necesario a la democracia, a la inacabable e imprescindible tarea de construir una sociedad democrática. Quiere esto decir que las exigencias éticas y políticas de la democracia, la doble participación en las decisiones y en los resultados (necesidades, derechos, libertades) se trasladan y deben trasladarse de modo coherente, aunque a través de procesos históricos complejos, al marco jurídico, institucional y normativo del que llamamos Estado de Derecho.
Hacía muchísimo tiempo que no leía yo mi libro así completo, de principio a fin, con algún detenimiento y no sólo para buscar aisladamente una referencia concreta, una cita textual o la confrontación con tal o cual concepto u opinión. Debió ser hace ya diecisiete años que es cuando apareció la que figura como octava edición de éste, en 1981, fecha en que se incorporó y republicó en la editorial Taurus, heredando de Cuadernos para el Diálogo aquel texto que, como digo, salió de imprenta por vez primera en 1966. En medio de tal cronología y hasta hoy mismo han sido numerosas las reediciones y reimpresiones del mismo: dieciséis en total, pero con tiradas pequeñas que dan un cómputo global —veo cotejando papeles— de unos cincuenta y cinco mil ejemplares. Repartidos en tantos años —aunque durar tampoco esté mal—, admito que no sea, pues, nada del otro mundo respecto de la cantidad. Pero de la calidad (y amistad) de los lectores es de lo que estoy, desde siempre, sumamente orgulloso. Me los encuentro por todas partes y veo que con frecuencia me recuerdan con agrado y hasta con gratitud, como antiguos compañeros de lucha contra toda aquella confusión: desde gentes hoy en las más modestas, plurales y, a veces, insólitas profesiones hasta buenos ministros reformistas, pasando por embajadores liberales, recios sindicalistas, demócratas antifranquistas, ilustres juristas y sabios profesores que ahora hilan, y está bien, mucho más fino en estas mismas cuestiones.
Ya se ve, por lo demás, que la casa editora no ceja en modo alguno en su empeño y precisamente a su amable requerimiento de nueva edición (¡se trata de componer nada menos que la novena!) se debe ahora esta última relectura mía y estas nuevas, algo más extensas, anotaciones en forma de prólogo a ella. Pero también aquí, como he venido haciendo desde el principio en todas las demás revisiones, mantengo prácticamente intocado, salvo leves retoques de “estilo”, el viejo texto original. En casos así carece —creo— de todo sentido cualquiera otra hipotética alternativa correctora. Para evitar reiteraciones sobre estas cuestiones de orden interno reenvío, pues, a lo ya alegado —y aquí, dada la mayor distancia temporal, con mucha más justificación— en las notas preliminares a las séptima y octava edición, que reproduzco también en ésta, así como a las advertencias que van aquí al final, en su sitio, en el correspondiente apéndice bibliográfico.
El mundo ha cambiado bastante desde aquellos ya lejanos años sesenta (en nuestro país indudablemente que para bien, desde la dictadura a la democracia) e, incluso, desde los más cercanos años ochenta: por un lado, hundimiento espectacular de los regímenes comunistas; por otro, en los sistemas democráticos, obstáculos y problemas de muy diversa condición para el Welfare State, sobre todo desde la crisis económica de los setenta, presagiados ya quizá en los mejores ideales de aquel utópico 68. Son problemas, éstos y otros, que se siguen arrastrando (conllevando) a escala mundial, agravados para muchos con la falsa salida impuesta por el neoliberalismo conservador, pero también con renovadas esperanzas en la reciente recuperación de la socialdemocracia en la dirección de importantes gobiernos y en ámbitos culturales pluralistas y de progreso radicalmente críticos del denominado “pensamiento único”. A la vista de ello, y de mil cosas más, unas positivas (a incorporar), otras negativas (a rechazar), ¿qué decir hoy en concreto respecto de las cuestiones tratadas en este libro de 1966 y que señalar aquí después de la presentación de aquella última relectura de 1981 (vísperas de gobierno para el Partido Socialista Obrero Español hasta 1996)? ¿Qué palabras, qué cuestiones, pues, para mejor acompañar al viejo libro desde este nuevo prólogo o escrito introductorio redactado en este 1998 que celebra, entre otras importantes conmemoraciones, el veinte aniversario de la Constitución?
He ido tomando no pocos apuntes, desde luego, cuando repasaba y rememoraba más bien autocríticamente cada uno de los temas y capítulos de aquél, tanto respecto de las concordancias como sobre las discrepancias propias o ajenas. Han salido así un buen montón de notas. Pero aquí sólo voy a aludir, en muy breve selección, a algunas de las observaciones (tres o cuatro) que me parecen más relevantes y oportunas, más necesarias de resaltar para mí mismo y quizá también para el todavía hipotético futuro lector. Junto a ello, junto a lo que de hecho está en el libro, para prolongar las cosas hasta hoy, reenviaría asimismo, además de a otros trabajos míos más directa y específicamente referidos al Estado de Derecho —están citados en la bibliografía final—, a dos obras que publiqué con posterioridad a ese 1981: De la maldad estatal y la soberanía popular, en 1984 (véanse ya como aviso ante cierta “razón de Estado”, por ejemplo, las pp. 14-16), y Ética contra política. Los intelectuales y el poder, en 1990; aquí (cap. I, 2) para la definición de la Constitución como “zona de mediación” entre una teoría de la legitimidad (política) y una teoría de la justicia (ética), o (cap. II, 3) para las fructíferas, necesarias, relaciones entre instituciones políticas y movimientos sociales. Asumo y me responsabilizo, por supuesto, de lo escrito en este libro de 1966. Pero añadiría que para evitar algunos análisis ahistóricos y, sobre todo, no infrecuentes críticas anacrónicas —incluso para entender mejor aquél— me parece que sería de buena utilidad recurrir también a esos otros no rupturistas materiales.
El Estado de Derecho es el imperio de la ley: exige, por tanto, la sumisi&