Oh, hastío de los hombres que dejan a DIOS
por la majestuosidad de vuestra mente y la gloria de vuestra acción,
por las artes e invenciones y empresas audaces,
por planes de grandeza humana totalmente desacreditados
[...]
Tramando felicidad y arrojando botellas vacías,
Pasando de vuestra vacuidad al entusiasmo enfebrecido
por la nación o la raza o lo que llamáis humanidad.
THOMAS STEARNS ELIOT, Coros de «La Roca»
Imagina que no existe el cielo; es fácil si lo intentas.
Ningún infierno debajo de nosotros,
y sobre nosotros sólo el firmamento.
Imagina a todo el mundo
viviendo para hoy.
Imagina que no existen naciones; no es difícil hacerlo.
Nada por lo que matar o morir,
y tampoco ninguna religión.
Imagina que todo el mundo
vive la vida en paz.
JOHN LENNON, Imagine
[...] el incomparable profesor caminaba, también, apartando los ojos de la odiosa multitud del género humano. Él no tenía futuro. Lo desdeñaba. Él era una fuerza. Sus pensamientos se recreaban en las imágenes de ruina y destrucción. Caminaba frágil, insignificante, raído mísero, y terrible en la simplicidad de su idea de invocar la locura y la desesperación para la regeneración del mundo. Nadie le miraba. Pasaba, insospechado y mortífero, como una plaga en la calle llena de hombres.
JOSEPH CONRAD, El agente secreto
No tengáis miedo.
JUAN PABLO II
Para Linden, Martin Ivens y Adolf Wood
PRÓLOGO
Este libro no es una historia del cristianismo; ya se han escrito muchas. Tampoco es una historia de los tiempos modernos; Paul Jonson ha escrito una excelente. Causas sagradas se sitúa más bien en el espacio intermedio entre ellas, donde cultura, ideas, política y fe religiosa se encuentran en un terreno para el que no consigo encontrar una designación satisfactoria. Tal vez no haya que intentarlo. Determinar ese espacio ha sido uno de los principales desafíos a la hora de escribir este libro. Es fácil identificar lo que se quiere evitar, pues bajo mi puente de cuerdas amagan cocodrilos como «Historia eclesiástica», «Historia de las ideas» y «Teología». El objetivo general era escribir una historia coherente de la Europa moderna, organizada ante todo en torno a los temas intelectuales y espirituales más que los meramente materiales. Aunque no desdeñe, ni mucho menos, lo material como factor importante en la historia, siendo como soy de una credulidad excepcional para las simples exposiciones de estadísticas de producción.
Mi libro anterior, Poder terrenal, empezaba con la «religión política» creada durante la fase jacobina de la Revolución Francesa, con sus cultos a la Razón o al Ser Supremo. No se trataba de simples usurpaciones cínicas de formas religiosas, sino de lo que el pensador italiano Luigi Sturzo denominó «explotación abusiva del sentimiento religioso humano» a mediados de los años veinte. Estos intentos de alcanzar el cielo en la tierra, lo mismo que muchos anteriores (que describe gráficamente Norman Cohn en la relación clásica de las herejías medievales En pos del milenio) desembocaron para muchos en el infierno, como puede comprobar fácilmente todo el que recorra los escenarios de las matanzas jacobinas en la sombría y despoblada Vendée. Esta veta distópica reapareció con diversos atuendos durante el siglo XIX, ya sea en los planes estrafalarios de Augusto Comte o de Charles Fourier, en la locura moral de los nihilistas rusos o en el socialismo científico de Marx y Engels, moralmente disparatado en otros sentidos. Si bien el cristianismo fue parte integrante de muchos movimientos socialistas iniciales (y en Inglaterra sigue siéndolo), las iglesias se alinearon en general con el conservadurismo, en parte como consecuencia de sus devastadoras experiencias a manos de las turbas democráticas en la Francia revolucionaria y en otros países.
Esta alianza de trono y altar se rompió cuando las iglesias vieron desafiado su poder temporal por naciones estado que pretendían hacerse con las lealtades humanas básicas. Los sucesivos pontífices más o menos dotados para la diplomacia pública procuraron defender obstinadamente sus poderes frente a ese ataque, bien de la combinación de liberales y del conservador reaccionario Bismarck en Alemania, bien de los fanáticos anticlericales de la Tercera República francesa. Por otra parte, muchas iglesias protestantes se adaptaron lánguidamente a las últimas ideologías seculares como el nacionalismo y el cientificismo. Estos conflictos se produjeron al mismo tiempo que se producía una serie de cambios más amplios (para los que resulta insatisfactoria la etiqueta de secularización), por los que «ciencia», «progreso», «moralidad», «dinero», «cultura», «humanidad» e incluso «deporte», se convirtieron en objetos de devoción y reorientaron la religiosidad. A principios de siglo, cuando se invocaba a Dios en todas partes en una guerra mundial catastrófica, ya eran perceptibles los «dioses extraños» del bolchevismo, el nazismo y el fascismo como objetos alternativos de devoción religiosa, y esas religiones políticas son el foco inicial de este libro.
Causas sagradas comienza en medio del espantoso trauma de la Gran Guerra, una conmoción que reverberó durante toda la primera mitad del siglo XX. Fueron tiempos extraños. Uno de los asesinos de Walter Rathenau, el ministro de Asuntos Exteriores de Weimar asesinado en 1922, afirmaba que llevaba muerto (espiritualmente) desde el día del Armisticio (9 de noviembre de 1918). Otro miembro de la extrema derecha retratado en una obra de posguerra dice: «Qué más da que me mate una bala a los veinte años, un cáncer a los cuarenta o una apoplejía a los sesenta. La gente necesita sacerdotes que tengan el valor de sacrificar a los mejores... sacerdotes que sacrifiquen». Abundaban los que se proclamaban sacerdotes (y profetas) en los años veinte, toda una gama que abarcaba desde los extraños individuos que surgieron brevemente en la Alemania de Weimar (el que tuvo más éxito fue Adolf Hitler) hasta los sectarios puritanos del bolchevismo. Más que volver a contar la historia sobradamente conocida del fascismo, el nazismo y el comunismo, he intentado evocar sus patologías seudorreligiosas, desde la diestra manipulación por parte de los nazis de ideas como «resurgir» y «despertar» hasta el extraño recurso de los bolcheviques a la confesión perpetua y a la búsqueda implacable de herejes. Existían importantes diferencias entre estos regímenes totalitarios, pero ambos se sirvieron de un venero común de entusiasmo y compartieron objetivos heréticos (o más bien tentaciones) como crear un «hombre nuevo» o establecer el cielo en la tierra. Metabolizaron el instinto religioso. Los pensadores que primero identificaron y conceptualizaron estos inquietantes procesos nos llevan a la siguiente parte de la historia, pues muchos de los críticos más perspicaces de las religiones políticas totalitarias proceden de un medio religioso, ya sean los católicos Luigi Sturzo y Eric Voegelin, el ortodoxo Nikolái Berdiáev o los protestantes Frederick Voigt y Adolf Keller.
Las complejas reacciones de las iglesias a esos desafíos constituyen una parte importante de este libro. Es indudable que la respuesta de una iglesia nacional requiere comentario, pero hay que tener en cuenta también que las iglesias eran instituciones internacionales, de modo que cuando escribimos que la Iglesia católica hizo esto o aquello, no podemos aplicar esa generalización a Inglaterra, por ejemplo, a Estados Unidos, a África o a la totalidad de Centroamérica y Latinoamérica. De hecho, los acontecimientos internacionales son indispensables para comprender esta cuestión. La predisposición general de las iglesias a los regímenes autoritarios (más que totalitarios) en el periodo de entreguerras es incomprensible si no se tienen en cuenta las atrocidades anticlericales que se cometieron en Rusia, España y México, lo que Pío XI denominó el «triángulo terrible» en un claro anticipo de los «ejes del mal» de los que se habla hoy. Para hacerse cargo del tipo de régimen político que apoyó la Iglesia en el periodo de entreguerras hay que considerar Australia, Irlanda y Portugal más que la Italia fascista o la Alemania nazi, sin olvidar que los católicos británicos o estadounidenses se sentían a gusto en sus democracias al margen de por quién se inclinasen sus simpatías externas en conflictos concretos. Pasando al periodo de la Segunda Guerra Mundial, he intentado situar a Pío XI en un plano histórico, lo que significa reconocerle el mérito de una de las demoliciones intelectuales más penetrantes del nazismo (en su encíclica de 1937 Mit brennender Sorge) y evocar su personalidad y su mundo, y por tanto, las opciones reales que tenía cuando la Iglesia lidiaba con una conspiración continental para asesinar a los judíos de Europa. Es muy poco lo que resiste un detenido análisis de la más burda «leyenda negra» (de inspiración soviética), aunque sigan en pie legítimos interrogantes sobre sus vacilaciones y su tono.
La intervención de las iglesias en la política posbélica (pues su «buena guerra» facilitó eso en medio del hundimiento de otras autoridades) constituye una parte importante del libro, sobre todo en relación con el extraordinario éxito de los democristianos europeos en la tarea de garantizar que los subordinados de Stalin no llegasen al poder en la mitad occidental del continente. Está de moda en la izquierda denostar a aquellos viejos dirigentes franceses, alemanes o italianos, incluido Pío XII, y también Adenauer, Bidault y De Gasperi; es una idea que yo no comparto, dada la estremecedora opción alternativa de gobierno a través de una nomenklatura marxista, una policía secreta y unos gánsteres sindicales. Girando hacia el Este, el libro analiza la imposición oficial del ateísmo en las sociedades profundamente religiosas de Europa oriental, y el insólito heroísmo de los eclesiásticos perseguidos de Hungría y Polonia, que garantizaron la supervivencia de una forma sumamente restringida de sociedad civil en medio del ambiente de corrupción y oscuridad del comunismo. Ese tema se aborda en relación con el papel de Juan Pablo II (protegido del cardenal Stefan Wyszinsky(1)) y la Iglesia católica polaca en la implosión del comunismo europeo a finales de los años ochenta, un papel cuya importancia han reconocido historiadores de la Guerra Fría tan destacados como John Lewis Gaddis y una comisión parlamentaria italiana que aclaró el complot del KGB y del servicio secreto búlgaro para matarle.
Tres capítulos de Causas sagradas tratan del presente y de los posibles futuros de Europa. Hago un repaso bastante malhumorado de los años sesenta, que fueron en muchos sentidos el principal motor de lo que entonces parecía un futuro sumamente secularizado, con las iglesias peleándose por articular cualquier evangelio secular evanescente de un modo incisivamente analizado por Edward Norman. La politización de la religión es tan importante en esta historia como la «sacralización» de la política. También lo son las fuerzas que parecían estar convirtiendo Europa en un desierto poscristiano, en el que la sabiduría estaría representada por las letras bobaliconas de las canciones de John Lennon.
Había una excepción regional, que junto con la España de Franco parecía inmune no sólo a los años sesenta (aunque tenía sus barricadas, desde luego) sino a la Ilustración europea. Ningún análisis sobre religión y política sería completo sin tener en cuenta la prolongada guerra de Irlanda del Norte. Yo la consideré en principio una lucha tribal, atávica, casi inexplicable, audible de forma intermitente cuando las bombas lejanas hacían temblar las ventanas de diversos lugares de Londres en los que he vivido. Pero, a la larga, este sórdido y pequeño conflicto anticipaba también la entrega siniestra de poder a presuntos dirigentes «moderados» de comunidades (y la creación de bolsas de excepcionalidad donde no parece aplicarse la ley) que se está evidenciando en las soluciones a que recurren los gobiernos europeos ante la amenaza mucho más amplia del radicalismo islámico. El espectro de tales respuestas va desde el apaciguamiento practicado por los socialistas españoles (con su vano diálogo sobre una cultura «mediterránea» común con gente que piensa que «Al Ándalus» corresponde a un califato revivido) hasta la línea más dura de los Países Bajos con sus amenazas de neerlandés obligatorio y prohibición del burka, una reacción comprensible al asesinato del destacado cineasta Theo van Gogh y al hecho de que algunos de sus parlamentarios, en especial la temible «infiel» Ayaan Hirsi Ali, tengan que dormir ahora en bases del ejército rodeados de guardaespaldas. Los estadounidenses que menosprecian lo que les parece una «Eurabia» emergente podrían pensar un poco en los muchos europeos que no sólo temen semejante perspectiva sino que hacen cuanto pueden por evitarla, en ocasiones arriesgando sus vidas.
Hay algunos motivos de esperanza en esta «época de angustia» actual. El más evidente es que el terrorismo islamista no constituye un peligro del mismo orden que la destrucción termonuclear que amenazaba al planeta durante la Guerra Fría. Además, tanto en Inglaterra como en la Holanda en tiempos liberal se aprecian señales evidentes de que la paciencia tiene un límite, que indican que la gente de la calle (a diferencia de los políticos con electorado musulmán en las zonas urbanas deprimidas) no está dispuesta a tolerar indefinidamente a los que quieren erradicar a los homosexuales, reducir a las mujeres a ciudadanas de segunda clase o pedir abiertamente el asesinato de dibujantes daneses, políticos holandeses o judíos e israelíes, todo lo cual puede ser aceptable en Arabia Saudí o en Irán, pero que no es correcto aquí. Cualquiera que tenga estos puntos de vista incompatibles con nuestra civilización debería aprovechar la oportunidad de irse antes de que se repita la historia de Europa. Hay signos alentadores de que las iglesias (y en particular la Iglesia católica de Benedicto XVI) están dispuestas a dejar claro que ciertas posiciones no son negociables, en vez de repetir los tópicos de un multiculturalismo desacreditado que sólo existe en la universidad de izquierdas y dentro del gobierno local, que no son precisamente la vanguardia del pensamiento europeo.
Y, por último, ¿qué decir de las relaciones a largo plazo entre religión y política? A los ateos y anticlericales (muchos de los cuales se consideran «liberales») les gusta repetir la cantinela de las cruzadas y de la Inquisición y de las guerras religiosas y de los cristianos evangélicos de Estados Unidos para excluir a las iglesias de toda participación en la política. En la medida en que hay un debate, éste se mantiene al nivel de la alarma provocada cuando un primer ministro británico menciona sin darle mayor importancia que es responsable ante Dios, una confesión bastante común a lo largo de la historia europea, desde Luis el Piadoso hasta Gladstone. Históricamente, por supuesto, según han señalado pensadores como Marcel Gauchet y George Weigel, el cristianismo tuvo mucho que ver con la idea del individuo sacrosanto y autónomo, con la conservación de un ámbito al margen del Estado, anticipo de la sociedad civil, con el concepto de jefatura elegida y responsabilidad de los gobernantes ante poderes superiores. Casi resulta superfluo añadir que el cristianismo desempeñó un papel esencial en la alta cultura europea y en campañas (o cruzadas) como la abolición del comercio de esclavos y el alivio de los males sociales de la industrialización. ¿Cuántos liberales ateos dirigen comedores gratuitos para drogadictos sin techo? ¿Acaso son la cultura de las armas y el rap gansteril que tanto emocionan a los comentaristas culturales progres, mejor alternativa que las florecientes iglesias pentecostales negras? Y otra cosa más polémica, las iglesias mantienen inhibiciones y tabúes necesarios, sin los cuales parecemos degradados, a juzgar por gran parte de lo que suelen imponernos los que dirigen la programación televisiva en una obsesión por la sexualidad que comparte un sector del clero. Los logros históricos del cristianismo merecen más atención de la que suelen recibir. Resulta curioso que haya cada vez más intelectuales laicos, como Régis Debray o Umberto Eco, dispuestos a defender el cristianismo contra los estúpidos intentos políticamente correctos de negarlo o marginarlo.
Por otra parte, parece que no existe ningún motivo racional para excluir del debate político a los cristianos —por no extenderse más—, como no lo hay para negar el voto a las personas pelirrojas o de ojos azules. Esto es especialmente notorio cuando hablan con autoridad, sobre todo en relación con los ancianos, los presos, los enfermos y los desfavorecidos, a los que la asistencia social burocratizada había hecho muy poco o nada por ayudar. Resulta más dudoso que tengan algo pertinente que aportar, por ejemplo, a la política exterior, sobre todo cuando se limitan a repetir las mismas opiniones de la intelectualidad progresista respecto a, pongamos por caso, Israel y Palestina. Las cosas se complican más por lo que se refiere a temas como la creación o expansión de escuelas religiosas, con todas sus posibilidades de consolidar guetos antagónicos mediante lo que en el peor de los escenarios equivaldría a un adoctrinamiento monocultural, por mucha palabrería táctica que se dedique a un multiculturalismo interesado. Que un arzobispo de Francia de origen judío sea uno de los principales defensores de la separación de Iglesia y Estado o que Baviera prohíba los pañuelos de cabeza musulmanes mientras hace obligatorios los crucifijos en las escuelas ilustra la complejidad de los acontecimientos actuales de los que ha sido responsable en buena medida el islamismo radical.
Hay una serie de personas que me ayudaron a escribir este libro y es un placer darles las gracias. Mi amigo Andrew Wylie ha sido el gran «jefe de entrada a boxes» de un equipo en el que figuran Katherine Marino y Maggie Evans. Los editores de HarperCollins (en Londres y en Nueva York) han sido extraordinariamente comprensivos, sobre todo Tim Duggan, Arabelle Pike, Kate Hyde y Helen Ellis. Todos han aportado grandes ideas para sacar adelante todo el proyecto. Un agradecimiento especial a Peter James por su meticulosa labor en el que ya es su tercer manuscrito de un autor que ya casi puede prever sus doctas preguntas.
He contado en temas específicos con la ayuda de varias personas, a algunas de las cuales no conocía en un principio. Hermann Tertsch y Miguel Ángel Bastenier de El País contribuyeron a ampliar mi conocimiento de su extraordinario país en todas las visitas que hice a Madrid. La inspectora jefe Janice McClean me facilitó amablemente entrevistas con agentes retirados de la policía del Ulster (RUC) y agentes en ejercicio del PSNI, y me enseñó Belfast. Andrew Robathan, pariente de mi esposa y miembro del Parlamento, sacó tiempo de sus tareas en la sede parlamentaria de la oposición para explicarme el punto de vista del ejército sobre el conflicto de Irlanda del Norte, mientras que Sean O’Callaghan me permitió ver cómo funciona el republicanismo armado desde el punto de vista de un antiguo profesional. Dean Godson y Paul Bew ampliaron mis nociones de un conflicto que ambos conocen a la perfección. Hazhir Temourian ha sido una gran ayuda en todo lo relacionado con Oriente Próximo. También tuve el privilegio de conocer a Norman Cohn, cuya obra es un estímulo para la mía.
William Dino fue muy generoso con sus conocimientos sobre Pío XII, compartiendo conmigo los últimos hallazgos documentales y sus propias publicaciones. También me mantuvieron al corriente de sus obras el rabino David Dalin, Karol Gadge y Ronald Rychlak. Los padres jesuitas Peter Gumpel y Giovanni Sale me aconsejaron y me animaron en Roma, mientras que el padre jesuita James Campbell me explicó en Londres una profecía bíblica especialmente impenetrable que tenía más sentido para Max Weber que para mí inicialmente. John Cornwell, que reavivó la polémica sobre Pío XII, me hizo comentarios sobre todo el manuscrito que me ayudaron a aclarar los pocos temas restantes en los que no estábamos de acuerdo. El profesor Gerhard Besier me proporcionó la serie de libros suyos sobre las religiones en la antigua República «Democrática» Alemana y temas relacionados, mientras que el profesor Hans Maier ha sido una constante fuente de estímulo y de conocimientos como el principal historiador y filósofo de la religión. Doy también las gracias a Denis Blakeway y a James Burge por incluir algunas de estas ideas en el programa Dark Enlightment, y por experiencias tan memorables como la de guarecerse de un minitornado mientras filmaban en el Foro Itálico de Mussolini. Los directores del Sunday Times, The Times, Evening Standard y Daily Telegraph, así como Nancy Sladek de Literary Review, me animaron a escribir sobre terrorismo islámico después del 11-S, liberándome así de la horrenda perspectiva de escribir sobre los nazis durante los próximos veinte años.
La dedicatoria del libro se divide en partes: mi esposa Linden ha sido una constante fuente de amor y de estímulo, a pesar de problemas de salud que no aliviaron precisamente los terroristas islámicos que atacaron cerca de su lugar de trabajo dos veces en 2005. Martin Ivens es un caudal de conocimiento —que abarca desde san Agustín hasta las iglesias de Londres— y alguien que piensa profundamente en los asuntos contemporáneos. Y, por último, Adolf Wood es un sabio y un buen amigo que ha leído todas mis obras cuando supongo que preferiría estar en compañía de Conrad, Dickens, James o Eliot. Siempre a punto con un comentario sobre el estilo o la referencia literaria, expuesto con su reticente firmeza característica. Ninguno de ellos es responsable de mis conclusiones, la principal de las cuales es que identificar claramente un problema ya supone un gran paso en su resolución, un punto de vista que explica el optimismo matizado con que termino el libro.
Michael Burleigh
Londres, enero de 2006
CAPÍTULO 1
«ANGUSTIA DE LAS NACIONES Y PERPLEJIDAD»
EUROPA DESPUÉS DE LA PRIMERA
GUERRA MUNDIAL
«¿HAY NOTICIAS DE MI HIJO JACK?»
Si desapareciesen todos los documentos escritos, algún futuro arqueólogo podría especular que Europa había experimentado a principios del siglo XX una regresión a la era de los megalitos y de los túmulos funerarios antes de sucumbir a una furia primitiva más general. La amplitud de esta empresa conmemorativa puede calibrarse por el hecho de que cada uno de los treinta y cinco mil municipios de Francia erigió un monumento a los caídos en la guerra, principalmente entre 1919-1924, y casi todas las iglesias parroquiales hicieron lo mismo, bien con una capilla especial, una lápida o una vidriera dedicada a los representantes locales de los dos millones de franceses que murieron en la guerra.[1] Estos monumentos proliferaron por todo el continente y más allá de él, con arcos conmemorativos, cenotafios, obeliscos, osarios y cruces, y pedestales poblados por poilus y tommies sin ojos en bronce o en piedra. En Douaumont, Hartmanwillersdorf o Lorette, imponentes monumentos conmemorativos señalaban estas vastas necrópolis destinadas a los muertos. La cultura del continente quedó impregnada de un modo más general por la pérdida de nueve millones de hombres en un conflicto que se había convertido en maniaco en su destructividad implacable. Había 28 millones más de heridos y eran también millones los que habían experimentado la cautividad. Los muertos dejaron tres millones de viudas, sin incluir a las mujeres que podrían haberse casado y, según un cálculo, seis millones de niños huérfanos, sin mencionar las decenas de millones de padres y abuelos afligidos, pues la guerra penetró a sangre y fuego con ferocidad desatada sin respetar generaciones. La guerra total afectó también directamente a los civiles, bien en forma de aldeas quemadas, fusilamientos como represalia y el hundimiento de barcos mercantes o de unos bloqueos navales que diezmaron gradualmente poblaciones enteras a través del hambre calculada.
Miríadas de penas individuales se fundieron en un sentimiento más amplio de pérdida pública, «sentimentalizado» en algunos sectores como una «generación perdida» culturalmente significativa, aunque se «perdieran» también numerosos carteros y dependientes de carnicería, así como poetas y pintores de segunda fila. El quejumbroso profesor homosexual de Oxford A. L. Rowse recordaba un encuentro de sus tiempos de colegio durante la inauguración de un monumento a los caídos:
Se me acercó un hombrecito y empezó a divagar sobre su hijo al que habían matado. Creo que el pobrecillo estaba en aquel momento dominado por el dolor. Decía: «Sidney Herbert, Sidney Herbert, ¿sabe?, le llamaban Sidney Herbert, pero en realidad se llamaba Sidney Hubert; era mi chico. Le mataron en la Guerra, sí. He pensado que le gustaría saberlo». Y continuó así hasta que yo no me atreví a seguir más con él.[2]
Rudyard Kipling perdió a su hijo John, suboficial de la guardia irlandesa, en la batalla de Loos en 1915. El cadáver de John, o de «Jack», no se encontró; se suponía que había desaparecido durante un bombardeo alemán, con la mitad de los caídos británicos cuyos cuerpos no se recuperaron. Kipling escribió «Mi hijo Jack» para expresar su desolación:
«¿Hay noticias de mi hijo Jack?»
Con esta marea no.
«¿Cuándo creen que volverá?»
No con este viento soplando, y esta marea...
«Oh querido, ¿qué consuelo puedo encontrar?»
Ninguno con esta marea,
Ni con ninguna marea,
Salvo que no deshonró a los suyos
Ni siquiera con aquel viento soplando y aquella marea.
Poseído incluso en la vejez por una energía infatigable, alimentada por odios implacables que no se agotaban exclusivamente con los alemanes, Kipling se convirtió en miembro destacado de la Comisión Imperial de Tumbas de Guerra, y supervisó la construcción de cementerios y monumentos decorosos para John y quienes habían corrido la misma suerte que él. Figura entre ellos el monumento a los caídos de Tyne Cot, donde se recuerda «con honor» al teniente James Emil Burleigh MC, de 21 años, del 12º batallón de las Highlands de Argyle y Sutherland, mientras que mi otro tío, el teniente Robert Burleigh, de 23 años, del Royal Flying Corps, yace en el Cementerio de Knightsbridge, en Mesnil-Martinsart. Eso probablemente fuese un consuelo para mi abuela, ya que muchos de los muertos no dejaron restos mortales.
A los monumentos que apreciamos hoy borrosamente en medio del tráfico, como el de la artillería del ajetreado Marble Arch o el Arco del Triunfo de París les acompañaron entonces potentes emociones. Otros son demasiado modestos para atraer una segunda mirada a menos que uno los busque conscientemente, o han desaparecido en la imprecisión que acabó dispersando las pertenencias materiales incluso de los más escrupulosos. Después de la guerra, durante muchos años, los recordatorios de aquella tragedia colosal permanecieron en los cajones o se exhibieron en aparadores y repisas de chimenea; fotografías de hijos, hermanos, maridos y tíos de uniforme; paquetes de cartas y postales del frente; ropas civiles y recuerdos de juventud, aumentado todo ello con fragmentos de la vida del soldado (un anillo tal vez, un reloj o un talismán que no había aportado ninguna suerte) si los parientes eran así de afortunados.
El último monumento británico a los caídos se inauguró en el centro turístico costero de Mumbles (Gales), en julio de 1939, el último verano antes de que se reanudase a una escala mayor la guerra civil de Europa. Los monumentos incluían simples señales de piedra en recónditas aldeas; lápidas en las capillas de los colegios de Oxford y en colegios privados, donde sólo en Repton habían perecido 355 antiguos alumnos, o en las paredes de las oficinas de correos y de las estaciones metropolitanas, que recordaban los 19.000 ferroviarios muertos; y por último, aunque no por ello menos importante, los 2.500 cementerios que transformaron hectáreas francesas en rincones permanentes de Inglaterra y sus dominios.[3]
Conmemorar a los muertos era una práctica derivada de las relacionadas inicialmente con los ejércitos de voluntarios. En Inglaterra, los cuadros de honor, que reseñaban los nombres de voluntarios de antes de 1916, se convirtieron en listas de caídos, cuyos nombres aparecían en lápidas diferenciadas, o proliferaban debajo de una lúgubre raya negra que los separaba de hombres aún vivos. Se crearon primitivos altares callejeros en el East End de Londres, a menudo a instancias del mismo clero anglocatólico que había introducido asentamientos en aquellas zonas deprimidas. Consistían sólo en nombres, elementos kitsch ilustrativos recortados de los periódicos y flores que no tardaban en marchitarse, a las que clérigos de mentalidad más puritana ponían objeciones por su cuenta y riesgo, pues los altares protegían a los hombres que estaban en el frente. Monumentos permanentes, concebidos para focalizar el dolor de las masas, reemplazaron a estos altares improvisados, aunque el que se recurriese a espiritistas, a quienes las tecnologías modernas habían dado un estímulo enorme desde finales del siglo XIX, parece indicio de una resistencia a aceptar que los muertos estuviesen desconectados ya del todo de los vivos, pese a la desaprobación de la Iglesia anglicana.
Desde un punto de vista puramente artístico, el más grande de estos monumentos fue el Cenotafio londinense de Whitehall, una austera «tumba vacía» que sustituyó a una construcción de yeso y madera erigida para focalizar el saludo de los veteranos que desfilaron el Día de la Paz de julio de 1919. El soldado desconocido elegido al azar fue enterrado en la abadía de Westminster (un espacio tan atestado ya de muertos ilustres que no podía aportar el foco claro que aportó en París el Arco del Triunfo) en una ceremonia que incluyó que el rey fuese caminando hasta Westminster desde Whitehall. Al soldado desconocido francés le acompañaron hasta su lugar de descanso final una viuda de guerra representativa, un padre que había perdido a su hijo y un niño que había perdido a su padre. El Cenotafio consigue su considerable poder afectivo no sólo por la desnudez que lo caracteriza, sino porque invita al espectador a proyectar sus ideas y emociones sobre unas superficies que carecen mayoritariamente de adornos. Se estimulaba la reflexión serena mediante el Gran Silencio acompañante (el punto álgido del Día del Armisticio) aunque no tuvo demasiado éxito la idea de rodear el Cenotafio con un sector de camino cubierto de goma para amortiguar aún más los ruidos. Hasta bien entrada la década de 1930, los hombres se quitaban el sombrero al pasar por allí. El respeto era algo que se otorgaba a otras personas, no algo que se hiciese a petición de parte. El Domingo de Conmemoración era, y sigue siendo, una de las pocas ocasiones en que la Iglesia anglicana (a través del obispo de Londres) ocupa el centro de los asuntos nacionales, abordando cuestiones importantes para la mayoría de los ciudadanos.
El Cenotafio, copiado a lo largo y ancho del país donde la gente no optó por capillas, cruces u obeliscos no confesionales, se convirtió en punto focal de una forma reticente de duelo público muy británica, en la que, como informaban los periódicos, los gemidos eran apagados, las voces resonaban y las lágrimas fluían silenciosamente. Algunos lugares optaron por recordatorios más utilitarios de la guerra, en la forma de boleras y alas de hospitales conmemorativas, una solución muy favorecida también en Estados Unidos. En París, un clero emprendedor construyó una colonia conmemorativa en que se educarían los hijos de los caídos en la guerra rodeados de su recuerdo. Los monumentos a los caídos, que eran resultado de discusiones en las que no sólo participaba la gama habitual de personajes locales, reflejaban un sentimiento colectivo de para qué había sido la guerra, un mínimo consensual más allá del cual había expectativas más polémicas en las nuevas democracias de masas en que el sacrificio aportaba un sentimiento de titularidad. La abrumadora mayoría de estos monumentos se basaban en la imaginería tradicional clásica o romántica, aunque los países católicos utilizaron una gama mayor de ejemplos religiosos, como una madre afligida acunando a un hijo muerto. En paralelo con este arte público, artistas de considerable prestigio consagraron sus dotes al mayor acontecimiento de aquellos tiempos. Es muy posible que el mejor ejemplo de esta tradición sea el ciclo de bocetos Miserere, obra del profundamente religioso Georges Rouault, realizados entre 1916 y 1928 (aunque no se hiciesen públicos hasta 1948), en que obras de pequeño alcance logran la monumentalidad de las imágenes en una catedral medieval, encapsulando al mismo tiempo algo esencial sobre la guerra desde una perspectiva cristiana. Estas bellas imágenes son, sin justificación alguna, mucho menos conocidas que los lisiados literariamente concebidos que poblaron la imaginación teutónica de Otto Dix o Georg Grosz, y que ejercen su predecible atractivo en una sensibilidad moderna que consume monstruos de un tipo u otro con evidente gozo.[4]
Los monumentos a los caídos no se construían exclusivamente para focalizar el dolor, sino que solían incluir un mensaje moral para el futuro. En bronce o en piedra, al menos, los muertos se convertían en meditabundos dechados de sacrificio y de servicio, que no estaban ya cubiertos de barro ni llenos de piojos ni aturdidos por las sucesivas detonaciones retumbantes, sino ocultos bajo los cascos esculpidos y los pliegues de piedra de los capotes de las trincheras. Se imponía una narración aceptable sobre una experiencia que desafiaba a la imaginación de la mayoría excepto a aquellos que habían estado en el infierno y habían vuelto.
Muchos escritores, estuviesen creando arte conscientemente o no, prefirieron trasponer el infierno en la ropa hecha a medida de las tradiciones literarias recibidas en las que el canto de los pájaros, las amapolas, las rosas y los combatientes petrificaban la realidad de una matanza a escala industrial que incluía alambre espinoso, bombardeos, gases y ametralladoras y que en ciertos aspectos superficiales prefiguraba el Holocausto. La charla cotidiana estaba contaminada de términos sólo explicables desde aquella época, aunque surjan hoy con más facilidad en los que escriben para la prensa sensacionalista que en las conversaciones normales, en las que tienen un cierto tono falso.[5] El dolor continuó siendo una presencia en las conmemoraciones (y sigue siéndolo desde entonces cada 11 de noviembre) para animar a los participantes a considerarse los guardianes del legado inconcluso de los muertos, bien completando una visión real, pero incipiente, de un mundo mejor, bien imaginando que la sangre derramada había puesto fin a la sed de sangre, un tema reflejado con ingenuo entusiasmo por la Liga de Naciones del periodo de entreguerras.
En Francia o en Inglaterra pudo haber individuos que se complacieran en la experiencia bélica, pero esto no se tradujo en una «religión política» que subsumiese el mito de la Gran Guerra en una política redentora y apocalíptica. La guerra conmocionó temporalmente estas sociedades, pero no desestabilizó sus instituciones ni destruyó sus formas de gobierno. Para encontrar eso hemos de acudir a Alemania y a Italia. El imperio alemán fue uno de los cuatro imperios europeos importantes que no sobrevivieron a la guerra. Su primer experimento republicano democrático sólo duró 15 años debido a conflictos que la guerra exacerbó y que la paz no resolvió, con el resultado de una tiranía totalitaria. El régimen liberal de Italia sobrevivió a duras penas a la guerra, para ser culpado de una «paz mutilada» y acabar secuestrado por los fascistas de Mussolini sólo cuatro años después del final del conflicto.[6]
Aunque Alemania tuvo su monumento al soldado desconocido (instalado en la Neue Wache) no había ni un solo monumento nacional a los caídos equivalente al Cenotafio o a la necrópolis francesa de Douaumont, que recuerda las enormes bajas que se produjeron en la victoria de Verdún. La República de Weimar acabó consiguiendo construir el monumento conmemorativo de Tannenberg en la Prusia oriental, una fea serie de torres achaparradas que cercaban un espacio inmenso, que se inauguró en 1927 con la presencia de Hindenburg, pero no se llegó a ningún acuerdo sobre dónde situar un monumento único a los caídos alemanes en la guerra, y Tannenberg conmemoraba dos victorias míticamente relacionadas, sobre los polacos en 1410 y sobre los rusos en 1915. Dicho de un modo un poco distinto, se podía afirmar que la república no consiguió captar el mundo de representaciones simbólicas que son esenciales para que un régimen pueda sobrevivir.[7] Dado que la experiencia del dolor era universal, los monumentos conmemorativos locales sirvieron para que los alemanes lloraran a sus muertos del mismo modo que sus equivalentes británicos o franceses. Pero en las circunstancias de lo que a muchos les parecía derrota inexplicable y caos de posguerra, estaban ensombrecidos por la guerra como parte de un mito nacionalista, en el que los muertos se agitaban inquietos en vez de estar simplemente durmiendo, porque esperaban unirse a los salvadores políticos autoproclamados de Alemania. Los vívidos mitos eran más fuertes que las complejidades cotidianas del manejo de un régimen democrático en circunstancias adversas.
Los veteranos británicos y franceses podían tener la esperanza de que el terrible conflicto hubiese sido la guerra para poner fin a todas las guerras, pero tanto en Italia como en Alemania esa valoración solía verse truncada por la de la guerra como el preludio de la resurrección triunfal de la patria.[8] Ernst Jünger, escribía en 1925 que «esta guerra no es el final, sino el coro que anuncia un poder nuevo. Es el yunque en el que se forjará el mundo con nuevas fronteras y nuevas comunidades. Se llenarán con sangre nuevas formas y se forjará poder en ellas con puño firme. La guerra es una gran escuela, y el hombre nuevo será de nuestro estilo». En el espacio que había dejado vacío una izquierda estridentemente pacifista, la derecha política presentó con éxito sus propias formaciones de combate, cuya primera encarnación fueron las bandas de Freikorps de veteranos desmovilizados y estudiantes radicalizados, como sucesores apostólicos de los hombres que habían combatido y muerto en las trincheras. Estas unidades de corsarios paramilitares procedían de las unidades de élite creadas por el general Erich Ludendorff para romper la situación de empate táctico creada por el enfrentamiento de ejércitos de reclutas cuya instrucción estaba casi diseñada para ahogar la iniciativa individual. Se ordenaba a los hombres atacar en oleadas, y se les instruía para ello, ya que agacharse, culebrear y zigzaguear se consideraba que quedaba fuera del alcance de sus escasas dotes y de su inteligencia. En contraste con eso, las brigadas de asalto estaban armadas para el combate a corta distancia y se esperaba que se desplazasen de forma oportunista por el campo de batalla para identificar puntos débiles en posiciones concentradas. Se trataba de unidades relativamente democráticas, en el sentido de que las relaciones entre oficiales y soldados se basaban en la capacidad más que en la convención o en la clase, y estaban formadas por hombres que acudían a la matanza no sólo entusiasmados sino con una determinación resuelta: «Agrupar hombres a nuestro alrededor y jugar con ellos a los soldados; pelearse y beber, gritar y romper ventanas, destruir y destrozar lo que es preciso destruir. Implacables y de una dureza inexorable. Hay que sajar y apretar el absceso del cuerpo enfermo de la nación hasta que fluya sangre roja y clara. Y se debe dejar que la sangre fluya durante un buen espacio de tiempo para que el cuerpo quede purificado».[9]
Después de la guerra, el Gobierno republicano dominado por los socialistas lanzó a estos cuerpos irregulares contra los bolcheviques en los estados bálticos, contra los polacos en la Alta Silesia y contra la izquierda revolucionaria por toda la Alemania de posguerra. Fue algo bastante parecido a lo de la siembra de dientes de dragón, porque los veteranos de los Freikorps se incorporarían luego en tropel a las organizaciones conspiratorias antirrepublicanas o a los ejércitos de paramilitares de los nazis. Era inevitable que la imaginación literaria (pues los escritores de izquierdas no tienen el monopolio de la glorificación de la violencia política) se sintiese atraída por estos personajes descarnados, muchos de los cuales, como Ernst von Salomon, eran además escritores bastante aceptables. Salomon describió a estos bohemios armados de forma idealizada: «Estábamos desvinculados del mundo de las normas burguesas [...] las ataduras se habían roto y estábamos liberados [...] Éramos una banda de combatientes ebrios de todas las pasiones del mundo; llenos de ansias, exultantes de acción». Estos hombres habían superado la solidaridad humana, que se desdeñaba rutinariamente en sus círculos como sentimentalismo insulso. Esta superación otorgaba a las fuerzas de asalto la ilusión narcisista, común entre los psicópatas, de ser un nuevo tipo predador de ser en el que la dureza desplazaba a la humanidad. Según Ernst Jünger, que fue miembro de las fuerzas de asalto, eran «majestuosos animales de presa», para los que la guerra no tenía nada de deportivo y cuyo desprecio marcial por la vida civil tendía a convertirse en odio asesino hacia republicanos y revolucionarios. Eran personajes feroces. Como escribió Arnold Zweig en 1925: «Nos hemos convertido en gente airada/ consagrada a desencadenar la guerra/ como una caballería de hombres ensangrentada y colérica/ con nuestra sangre hemos jurado alcanzar la victoria».[10]
Los valores generados por la guerra total (sobre todo la camaradería enfocada hacia dentro de las que los británicos llamaban «bandas de hermanos») se perpetuaron y se orientaron hacia fuera en lo que se convirtió en una guerra asesina contra la débil República de Weimar, los partidos políticos que camuflaban intereses creados, los judíos y los socialistas, pasando por alto el hecho de que gran número de judíos y hombres de todas las creencias políticas se habían sacrificado también por la patria. Mientras en Inglaterra a los personajes locales les preocupaba que tener estatuas de hombres armados con fusiles y bayonetas pudiese conjurar un instinto asesino que muchos querían olvidar, tanto en Italia como en Alemania unidades de combate de élite (los arditi italianos) que habían desplegado en el campo de batalla una tenacidad y un valor fanáticos durante la guerra, aportaron el «hombre nuevo» prototípico al que, pese a su autoproclamada deshumanización, se consideraba el futuro redentor de la nación. La brutalidad que la guerra total había generado, y que en Armenia, Bélgica, los Balcanes, el norte de Francia y la Prusia Oriental se había convertido en violencia contra los civiles, pasó a ser una condición permanente, en el sentido de que los adversarios políticos se consideraban enemigos mortales.[11] Fue en Italia donde la gente que se complacía en la violencia utilizada con fines políticos adquirió antes que en ninguna otra parte una etiqueta política: la de los fascistas, cuyo propio símbolo (el hacha firmemente atada a un haz de varas de lictor) transmitía la idea de la comunidad cerrada de los mejores matones mejor que el pulpo de hierro místico de la cruz gamada nazi. Pero esto es adelantar acontecimientos; había estados de ánimo que hemos de visitar primero.
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA HUMANIDAD
La Gran Guerra proyectó una muy larga sombra sobre la literatura de creación consagrada al conflicto, y ha inspirado a los novelistas hasta el día de hoy; la analogía contemporánea evidente es la literatura de ficción, buena, mala e indiferente, generada por el Holocausto. Las imaginaciones apocalípticas de preguerra del artista Ludwig Meidner se convirtieron en hechos apocalípticos durante una guerra en la que hasta las catedrales fueron bombardeadas y destruidas, basándose en que se empleaban como puntos de observación de la artillería. El conflicto destruyó un mundo que aunaba unas relaciones sociales relativamente ordenadas con un grado de experimentación cultural notable en lo que el novelista estadounidense Scott Fitzgerald calificó memorablemente de «una ráfaga de amor sumamente explosiva».[12]
Como ha expuesto el historiador de la memoria Jay Winter, prescindiendo de si eran autores religiosos e imaginativos, solían recurrir a las tradiciones religiosas (concebidas de una forma amplia) cuando intentaban captar la esencia de la experiencia bélica, dejando la cuestión de las causas para que los historiadores la investigasen en las relaciones diplomáticas de entreguerras. El talante apocalíptico dominó la literatura de ficción, como si la guerra constituyese un juicio divino sobre la civilización de la época de preguerra o de la humanidad en su conjunto. Abundaban los profetas literarios. El socialista francés Henri Barbusse sirvió durante diecisiete meses de forma activa en las trincheras del frente occidental. Fue mencionado por su valor en dos ocasiones y luego licenciado, exhausto y enfermo de disentería y con una lesión pulmonar. A principios de 1917 publicó Le feux, del que se habían vendido doscientos mil ejemplares al cabo de un año y que proporcionó al autor el prestigioso Premio Goncourt, aunque algunos críticos consideraron que la novela carecía de verosimilitud de acuerdo con sus propias experiencias de la guerra. Por lo que se refiere a los personajes, la novela no es gran cosa, una banda de hermanos franceses regionalmente heterogéneos, salidos de cualquier novela de Zola, resulta diezmada rápidamente por los efectos azarosos de la batalla, todo ello salpicado de vagos anhelos socialistas de un mañana mejor que parece discutible para cualquiera lo bastante desdichado para haber experimentado incluso un simulacro de él.
Pero el libro de Barbusse, pese a su predecible romanticismo político, consigue pintar la guerra como un elemento natural adicional junto al fuego y la tierra, el aire, y sobre todo el agua. La acción alterna entre kilómetros de trincheras y aldeas y pueblos y ciudades que han sido hechos pedazos, pero hay algo más, y es una presencia más permanente incluso que los olores de la muerte. El agua es el elemento dominante de la obra, porque la lluvia logra penetrar incluso a través del capote mejor abotonado y asciende por las perneras de los pantalones desde las botas cubiertas de barro húmedo, o se cuela por las botas de goma que son imprescindibles en las trincheras anegadas. Había por todas partes un océano de barro profundo, que los bombardeos batían con regularidad poniendo al descubierto las capas de cadáveres en diversos estados de descomposición, o abriendo de golpe, misteriosamente, los ataúdes en los cementerios.
Los campos de batalla estaban sumergidos por un diluvio de proporciones bíblicas, lo que lleva a que Barbusse, a diferencia de otros, proclame que «el infierno es agua».
¿Dónde están las trincheras?
Vemos lagos, y entre los lagos hay líneas de agua lechosa e inmóvil. Hay más agua incluso de lo que habíamos pensado. Lo ha ocupado todo y se extiende por todas partes, y la profecía de los hombres en la noche [que las trincheras estaban desapareciendo] se ha cumplido. Ya no hay trincheras; esos canales son las trincheras amortajadas. Es un diluvio universal. El campo de batalla no está durmiendo; está muerto.
El diluvio impulsa a los soldados supervivientes de Barbusse a críticas airadas de la guerra: que consiste en una extenuación atroz, sobrehumana, en agua que te llega hasta el vientre y en cieno, estiércol y basura repugnante. Consiste en rostros embarrados y carne destrozada y cadáveres que ya ni siquiera parecen cadáveres, flotando sobre la tierra voraz. Es esta infinita monotonía de penalidades, interrumpida por dramas súbitos e intensos. En esto consiste, ¡no en la bayoneta relumbrando como plata en la llamada del clarín en la claridad del día!
Los hombres gritan «no más guerra» y alegan banalidades tales como «cuando todos los hombres sean iguales nos veremos obligados a unirnos», mientras critican a malvados de cómic como banqueros, sacerdotes, abogados, economistas e historiadores. La novela concluye con el comentario: «Si esta guerra hubiese hecho avanzar el progreso un solo paso, no importarían mucho sus penalidades y matanzas», ante lo cual, como obedeciendo a una señal, «brilla tranquilo un rayo de luz y esta línea de claridad, tan densamente cercada, tan rodeada de negro, tan exigua que parece ser sólo un pensamiento, aporta la prueba de que a pesar de todo existe el sol».[13]
Aproximadamente en ese periodo en que Barbusse estaba convirtiendo la guerra en una profecía socialista, el escritor satírico austriaco Karl Kraus aplicaba sus mayores dotes a los entusiastas que habían dado la bienvenida al conflicto en 1914. Kraus era un personaje intrigante. Las fábricas de papel propiedad de su familia le proporcionaban lo suficiente para no tener que ganarse la vida. Dirigía Die Fackel, uno de los periódicos más prestigiosos de Europa Central, y se sentía cómodo en compañía de la joven y bella aristócrata Sidonie Nadherny, de la que se enamoró. Era un intelectual libresco de gafas, delgado y padecía de una curvatura de la columna vertebral, pero decidió practicar la equitación para poder incorporarse mejor al medio aristocrático que admiraba. Aunque de origen judío, solía dar rienda suelta a un antisemitismo hiriente, sobre todo contra la burguesía liberal judía de su ciudad natal, que aportó buen número de sus personajes aborrecibles. Detestaba el positivismo superficial de la época, con su fe en la Ilustración, el Progreso y la Ciencia y su actitud crédula con el periodismo, la sociología, la psiquiatría y la eugenesia. La liberal Neue Freie Presse se convirtió en sus manos en la Neue feile Presse (cuya mejor traducción sería «Nueva Prenstituta»). Se hizo católico, pasando políticamente durante la Primera Guerra Mundial de un anarquismo conservador al republicanismo y al socialismo.[14] Como periodista destacado, Kraus solía exagerar el poder de la prensa y de las palabras en general.[15] Una charla suya editada, «En estos grandes tiempos», pronunciada en noviembre de 1914, era un ataque a las heroicidades vicarias de los periodistas y de los especuladores que se enriquecían con la guerra, así como otros escritores que tan ávidamente prostituyeron sus plumas en agosto. Se mostraba mordaz respecto al papel de la prensa en la tarea de materializar sus propias fantasías sanguinarias generando los pérfidos entusiasmos de las masas que habían propulsado a Europa a la guerra. Su técnica se basaba en detalles absurdos, de restaurantes vieneses «patrióticos» que pasaban a llamar a los macarrones Treubruchnudeln [«pasta de perfidia»] para condenar lo que parecía una traición de los italianos, con el fin de identificar algunos síntomas de la época, siendo su otra obsesión un anuncio de «chanclos» de Berson que el «progreso» pretendía imponer incluso a los bebés… El anuncio había aparecido enfrente de la proclamación de guerra austriaca:
¡Ojalá los tiempos lleguen a ser tan grandes como para no caer en manos de un vencedor que emplace su bota sobre el intelecto y la economía, tan grandes como para superar la pesadilla de que sea posible que una victoria redunde en favor de los que no hayan participado en ella, de que sea posible que los cazadores obstinados de condecoraciones en tiempo de paz se priven de los honores que pudiesen haber dejado, para que la absoluta estupidez se desentienda de palabras y nombres extranjeros de platos y para que esclavos que hayan tenido por objetivo básico en la vida el «dominio» de idiomas pasen a desear en lo sucesivo andar por el mundo con la capacidad de no dominarlos! ¿Qué es lo que vosotros que estáis en la guerra sabéis sobre la guerra? ¡Estáis combatiendo! ¡No os habéis quedado atrás! Hasta los que han sacrificado sus ideales por la vida tendrán algún día el privilegio de sacrificar la propia vida. ¡Ojalá los tiempos lleguen a ser tan grandes como para estar a la altura de esos sacrificios y nunca tanto que trasciendan su recuerdo cuando lleguen a la vida!».[16]
En 1915, Kraus empezó a trabajar en un drama documental titulado Los últimos días de la humanidad, que tardó siete años en terminar y diez horas en representarse en el escenario con un reparto de centenares de actores. Según su mejor biógrafo, la forma documental estaba inspirada en parte por La muerte de Danton de George Büchner que Kraus había visto en Berlín en 1902, pero también es evidente la influencia de Shakespeare, con la inclusión de espectros vengadores y yuxtaposiciones de conversación de bajo y elevado nivel, aunque Kraus considere más importantes a los enterradores que a Hamlet. Él decía que hasta los comentarios más extravagantes de la obra se basaban en datos documentales; que tuviese que afrontar dos denuncias por calumnias relacionadas con individuos caricaturizados en la obra parece indicar que su sátira dio en el blanco. Uno de los instrumentos dramáticos clave de Kraus es el «contraste truculento». La ordinariez beligerante del populacho vienés la transforma en prosa grandilocuente el populacho no menos beligerante de periodistas que informan sobre ella. El papa Benedicto XV reza en el Vaticano implorando a Dios que frene el derramamiento de sangre irracional; su tocayo el director de periódico judío Benedikt dicta un artículo truculento en que se explica que los peces y las langostas del Adriático se alimentan mejor que antes con los cadáveres de los marinos italianos cuyos barcos han hundido los austriacos.[17] En una iglesia protestante el «pastor Buitre» asegura a su congregación:
Reconozcamos clara e inequívocamente que el mandamiento de Jesús «ama a tus enemigos» sólo se aplica a individuos y no tiene aplicación entre naciones. En la lucha de las naciones no existe espacio para que uno ame a los enemigos. ¡En este caso, el soldado individual no tiene por qué tener ningún escrúpulo! ¡En el ardor del combate queda en suspenso el mandamiento de amor de Jesús! ¡En el combate, matar no es pecado, es un servicio a la Patria, un deber cristiano en realidad y hasta un servicio a Dios![18]
Kraus utiliza también repetidamente el recurso de ridiculizar a los personajes «históricos del mundo» como Berchtold, Conrad, Hindenburg, así como el emperador alemán y el austriaco, mientras que personajes insignificantes, como el típico lector de la Neue Freie Presse se convierten en encarnaciones de la época. Aunque el drama no se desarrolla en ningún sentido convencional, Kraus emplea un comentario sobre la marcha entre un optimista y un gruñón para poner de manifiesto su sentimiento de indignación moral, no sólo por la situación en el país sino también por una guerra que había degenerado en matanzas sumarias de prisioneros y heridos, o en la ejecución de desertores y de quienes pretendían escurrir el bulto por oficiales y suboficiales brutales. El epílogo de la obra se vale de espectros shakespearianos para acusar a los que Kraus consideraba responsables de la guerra (incluidos los soldados que permitían que se abusase de ellos), quedando luego restaurado el orden al derrotar Dios al Anticristo. La obra concluye con una serie de apariciones de pesadilla, de niños ahogados en el Lusitania; de un anciano serbio que cava su propia tumba, de una bomba que cae en una escuela; de civiles y prisioneros de guerra fusilados y así sucesivamente hasta que Kraus sumerge el mundo escénico en la oscuridad, mientras se eleva en el horizonte una cortina de fuego y Dios dice: «Yo nunca quise esto».
EL MUNDO COMO FRAGMENTOS DE UN FRAGMENTO
Qué es eso que suena arriba en el aire
Murmullo de lamento maternal
Quiénes son esas hordas encapuchadas que pululan
Por las llanuras interminables, que van a tumbos por la tierra agrietada,
rodeada sólo por el liso horizonte
Qué ciudad es esa que se alza sobre las montañas
Grietas y reformas y explosiones en el aire violeta
Torres que caen
Jerusalén Atenas Alejandría
Viena Londres
Irreal
Aunque numerosos artistas y escritores recurrieron a persuasivas expresiones cristianas para interpretar la Gran Guerra, otros subsumieron elementos tradicionales en una visión deliberadamente «fragmentada» que parecía reflejar la situación de los años de posguerra. Esa fragmentación subsiguiente era ya evidente, en realidad, mucho antes de la guerra. El monje anglicano John Neville Figgis decía en una serie de conferencias sobre «La civilización en la encrucijada» que pronunció en Harvard en 1911:
En medio de la Babel de las morales y las religiones del mundo, no se puede determinar cuáles son los ideales rectores de las clases que triunfan en el momento, y hay diez posibilidades frente a una de que si os reunís con dos docenas de personas a cenar oigáis que siguen una docena de credos distintos, con todo ese entusiasmo voluble propio de «los livianos semicreyentes de nuestros credos despreocupados» […] si juzgamos por su conducta, hemos de preguntar con el arzobispo Benson, cuando llegó a Londres: «¿En qué cree esta gente?».[19]
Las décadas anteriores a la guerra fueron tan ricas en devotos de las prácticas ocultas como lo es hoy la «Nueva Era». La guerra hace muchas apariciones indirectas en una obra que, pese a estar saturada de imágenes tradicionales, se considera un letrero indicador del modernismo artístico en virtud de sus alusiones antropológicas de moda; ritmos estilo jazz; y fragmentos al azar del argot polifónico de la urbe palpitante. Pero la guerra está allí de todos modos: en las alusiones al archiduque, a las ratas que corren por las callejas, a los huesos de hombres muertos, al miedo y el polvo, en la desmovilización de Albert, los lamentos maternales, Madame Sosostris, las hordas encapuchadas y los usuarios de los trenes de cercanías desfilando como muertos vivientes por el aire sucio de Londres.
T. S. Eliot empezó La tierra baldía (aunque el título original era He Do The Police in Different Voices) en 1921, y termina el poema al año siguiente, tras una convalecencia subsiguiente en Margate. Pretendía ser una larga declaración modernista, que recordase el Ulises de Joyce o La consagración de la primavera de Stravinski, aunque Eliot asegurase más tarde que se había limitado a reagrupar unos cuantos fragmentos (alusiones de moda a religiones orientales y primitivas, el teatro inglés de principios del siglo XVII, síncopas de jazz y seudonotas a pie de página) y negaba que el poema pretendiese decir algo importante. Parece un escritor cómico al que le resultase embarazosa la credulidad de admiradores y discípulos, como el esteta pregraduado Anthony Blanche, que declama el poema para estremecer a los filisteos de Oxford en Regreso a Brideshead de Evelyn Waugh o aquellos que se calificaban sin ironía de «los tierrabaldianos». El deseo de convertir en un culto un poema en el que abundan las alusiones crípticas y eclécticas respecto a una diversidad de religiones era en sí mismo sintomático del anhelo espiritual de la tierra baldía de posguerra que evocaba el poema, y del que Eliot se burlaría en sus Cuatro cuartetos posteriores después de haberse convertido al anglocatolicismo.[20] Según él, el poema era, por el contrario, «sólo una queja rítmica» o como confesaría más tarde: «No me preocupaba siquiera de si entendía lo que decía».[21]
ÉPOCA DE ANGUSTIA, PERIODO DE PROFETAS
Los modernos sociólogos de la religión tienden a relacionar el vigor de ésta en el mundo contemporáneo con la angustia existencial. Aunque el argumento entraña dejar a un lado a Estados Unidos como una anomalía «inexplicable», parece explicar el creciente apego a la religión en lo que solía llamarse el Tercer Mundo.[22] Esto parece válido no sólo para los monoteísmos tradicionales, sino también para los cultos, modas y mundanalidades sacralizadas que acompañaron, a la, si no secularización, descristianización e implacable atomización de la vida en el mundo moderno. T. S. Eliot, en The Dry Salvages, el tercero de sus Cuatro cuartetos, captó esta insulsa experimentación espiritual:
Comunicar con Marte, conversar con espíritus,
informar de la conducta del monstruo marino,
describir el horóscopo, augurar o adivinar,
detectar la enfermedad en las firmas, evocar
la biografía por las rayas de la mano
y la tragedia por los dedos; hacer presagios
mediante sortilegio u hojas de té, predecir lo inevitable
con unos naipes, o jugar con pentagramas
o ácidos barbitúricos, o diseccionar
la imagen recurrente en terrores preconscientes
explorar el vientre, o la tumba, o los sueños; son todos habituales
pasatiempos y drogas, y secciones de prensa:
y siempre lo serán, algunos sobre todo
cuando hay penuria de las naciones y perplejidad
sea en las costas de Asia o en Edgware Road.[23]
Más inquietantes que estos «pasatiempos» más o menos inocuos eran las manifestaciones políticas de lo que podríamos denominar apetencia espiritual de las masas en periodos desquiciados. Como argumentó hace mucho Langmead-Casserley: «El totalitarismo se basa no sólo en la voluntad de poder de estadistas autócratas sino también en el deseo de seguridad y la tendencia a adorar y propiciar de las masas de ciudadanos […] La seudodivinidad del Estado moderno quizá más que una divinidad que haya usurpado con arrogancia sea la que le imponen a él masas de individuos inseguros y frustrados, que piden con insistencia algún objeto poderoso y venerable de fe y de confianza».[24]
Una simple enumeración de lo que soportaron los alemanes desde 1918 en adelante revela la magnitud de su crisis existencial en una época en que las dudas intelectuales habían minado ya la fe en la ciencia y en el progreso además de en la religión revelada.[25] Empecemos con la serie de acontecimientos externos antes de pasar al mundo paralelo de la mente y el espíritu, que se abordan escasamente en la mayoría de las crónicas del Tercer Reich.[26] Fue una de esas épocas de lo que Émile Durkheim denominó «efervescencia» en que, como en la noche del 4 de agosto de 1789, la de la renuncia a los privilegios feudales, hombres y mujeres experimentaron la vida con una intensidad difícil de evocar salvo desde el punto de vista de la religión.[27] Las fuerzas armadas alemanas cuyos triunfos eran una parte tan integral de la identidad nacional, y que la propaganda de guerra había presentado como invencibles, habían sido derrotadas, a pesar de que Rusia había quedado eliminada de la guerra por la revolución y después de que un inmenso esfuerzo final prometiese acabar con años de situación de tablas en el frente occidental. La derrota parecía inexplicable. El filósofo judío alemán Karl Löwith había servido a las órdenes de Ritter von Epp en el frente austroitaliano, hasta que resultó herido de un tiro en el pecho y fue capturado por los italianos. Tras ser repatriado al cabo de dos años en un intercambio de prisioneros, recordaba a su padre, un respetado pintor, en su casa de Múnich durante las últimas etapas de la guerra: «Lo de clavar banderitas en el mapa mural de los teatros de la guerra se lo dejé a mi patriótico padre, a quien entristecía la indiferencia de su hijo. Nunca tenía en cuenta los retrocesos de las tropas alemanas cuando se dedicaba a esto. Las banderitas siempre se mantenían en las posiciones más avanzadas, y sobre el mapa la guerra parecía casi ganada cuando se desmoronó el frente occidental».[28]
Como no había soldados enemigos en suelo alemán, aunque fuesen palpables los efectos del bloqueo aliado para los civiles hambrientos, a muchos la derrota les pareció debida a una traición interior o a una conspiración más pérfida en la que participaban actores «raciales» interrelacionados. Una cacería de judíos que habían eludido supuestamente sus deberes patrióticos que se efectuó durante la guerra se convirtió en una cacería de posguerra para identificar su preponderancia en sectores como la banca, las artes y el periodismo. El acuerdo de paz de Versalles culpó alegremente a Alemania de una guerra cuyas causas aún se discuten y criminalizó a comandantes deificados hasta hacía muy poco como héroes. Al no ser ni generoso ni punitivo, sus ambigüedades intensificaron el sentimiento de haber perdido el control del propio destino, sobre todo porque la economía parecía haber sido entregada a los extranjeros a una perpetuidad cuyo horizonte era un inverosímil 1988. Instituciones venerables se desmoronaron, después de que muchos hubiesen perdido ya la fe en ellas, constituyendo la dinastía de los Hohenzollern un caso destacado. Capaz en tiempos de inspirar un respeto reverencial a cualquier joven oficinista con acné, así como al monstruo obsequioso que conjura Heinrich Mann en una polémica novela, Guillermo II se convirtió en el exilio holandés en un personaje olvidado.
Revolucionarios que se refundieron enseguida con las «hordas asiáticas» desbocadas con sus agitadores de Rusia sembraron el caos en las calles de las ciudades alemanas y de otras naciones centroeuropeas. Estos bolcheviques adquirieron un aspecto racial porque muchos dirigentes de las evanescentes repúblicas socialistas de Budapest, Berlín y Múnich eran judíos radicalizados atraídos por la visión mesiánica del marxismo. En 1923, entró en caída libre el Reichmark, desbaratando un orden moral basado en valores constantes. Karl Löwith experimentó el desbarajuste provocado por ello en las finanzas de su familia. Su padre había conseguido pasar en cuatro décadas de ser un inmigrante judío moravo sin dinero a ser un pilar de la sociedad muniquesa. Ahora, la venta de una villa en el cercano lago de Starnberg no le proporcionó ningún beneficio. Perdió todo su valor la dote de su esposa, las primas de cuyo seguro de vida no podía pagar. Sus inversiones patrióticas en préstamos de guerra ya no valían nada. Guardaba un fajo de 30.000 marcos en billetes; cuando su hijo intentó venderlos, valían diez pfennings como artículos de coleccionista. Karl había heredado acciones de su abuelo por valor de 30.000 marcos. En el punto culminante del periodo de inflación esos 30.000 marcos valían tres. Su sueldo mensual como profesor de Mecklemburgo equivalía a unos cincuenta kilos de centeno o a cinco cigarros pequeños. Löwith estaba igual de indignado que el resto de la burguesía mientras la escoria prosperaba:
Familias antiguas y bien situadas se quedaron empobrecidas de la noche a la mañana, mientras que jóvenes advenedizos adquirían grandes fortunas mediante la especulación bancaria. Los compradores de los cuadros de mi padre ya no eran los hombres de negocios ricos y distinguidos de la era guillermiana, sino fabricantes de zapatos, especuladores e industriales importantes que querían invertir su dinero en valores materiales. Ni siquiera los cuatro años de guerra consiguieron desbaratar la moral y todo el tejido de la vida social tanto como este caos enloquecido, que erosionaba a diario los fundamentos básicos de los individuos e infundía una falta de escrúpulos y una audacia desesperada a la generación más joven. Fue sólo este acontecimiento grotesco el que reveló el verdadero significado de la guerra: el derroche absoluto y la destrucción cuyas consecuencias fueron los ceros del periodo inflacionario y el Reich de Mil Años. Las virtudes de la burguesía alemana fueron arrastradas por ese torrente, un torrente marrón y sucio que también arrastraba el movimiento que se formó en torno a Hitler.
Como percibió Löwith: «Alemania estaba sufriendo una devaluación universal (no sólo del dinero sino de todos los valores) y la consecuencia de eso fue la ‘revaluación’ nacionalsocialista».[29]
Había además un sentimiento de orden moral que estaba siendo vilipendiado por las bolsas de nihilismo artístico, seudorradicalismo y autopublicidad sexual de las ciudades importantes, ciudades rodeadas de mares rurales de tradicionalismo conservador. El mito del artista moderno acabaría teniendo trágicas consecuencias al convertirse en modelo de una nueva generación de «políticos-artistas» cuyo egoísmo dejaba chico al de los moradores de Bloomsbury, Montmartre y Schwabing.[30] Artistas creadores, pertenecientes la mayoría a la izquierda, como gesto más que nada, contribuyeron a minar a la república. Mientras unos glorificaban a estafadores y delincuentes (un relativismo moral que era indicio seguro de decadencia cultural) otros, como Kurt Tucholky, no eran capaces de establecer una distinción entre estadistas tan meritorios como Gustav Stresemann y los paramilitares Stahlhelm. El deseo de la izquierda de considerar «fascista» a todo adversario situado a su derecha condujo inevitablemente a subestimar de forma notoria el fenómeno auténtico. Había ejércitos extranjeros (incluida la pesadilla de soldados coloniales franceses «negros» mangoneando a europeos blancos) instalados en las regiones occidentales ocupadas de Alemania, que separatistas indígenas amenazaban con separar del país de forma permanente.
No es extraño que la mentalidad apocalíptica que había fomentado la guerra se intensificase durante un «periodo de paz» que tenía muchas características de guerra civil además de catástrofe material y moral. Abundaban los profetas del final de los tiempos, tanto en la izquierda política como en la derecha. Oskar Jaszi, ministro del Gobierno húngaro, que fue testigo de la orgía de violencia de Béla Kun en el Budapest soviético, describió a los poseídos del periodo:
Ahora por primera vez, en circunstancias más agradables, se ha encendido la chispa demoniaca que acechaba detrás del marxismo. De hecho, como todo auténtico movimiento de masas, se inflamó primero con poderes de carácter religioso […] Éramos testigos constantemente de vivas discusiones en calles y cafés, en los teatros y en las salas de conferencias, en que individuos de ojos enfebrecidos y feroces gesticulaciones profetizaban y analizaban la inminencia de un nuevo orden mundial […] El capitalismo tenía los días contados, la revolución mundial estaba próxima, Lenin no tardaría en unificar las fuerzas obreras de toda Europa en un solo sindicato revolucionario […] En los cerebros de esas personas estaba viva la nueva deidad: la fe en la dialéctica ineludible del llamado desarrollo económico que traerá consigo la caída del malvado capitalismo y, con la inevitabilidad de las leyes de la naturaleza (leyes divinas) dará a luz la nueva sociedad, soñada por todos los profetas, la tierra de la paz, la igualdad, la hermandad: la sociedad comunista.[31]
En Alemania existía una atmósfera mesiánica que se concretaba invariablemente en esperanzas de un caudillo que sacase al pueblo elegido alemán del Egipto de la cautividad aliada. Estas esperanzas tenían una larga tradición en Alemania, con personajes como el emperador Federico Barbarroja, Bismarck o, en la izquierda, Ferdinand Lassalle, individuos excepcionalmente dotados de los que surgiría un émulo para salvar a la nación. Aunque estos anhelos constituían en parte una reformulación secular del mesianismo, indicaban también una democratización de la relación tradicional entre monarca y súbdito, que se convertían respectivamente en el «caudillo» y sus «seguidores», aunque la palabra alemana Gefolgschaft siguiese remitiendo a orígenes feudales.[32] Los historiadores, como otros muchos académicos profundamente hostiles a la República de Weimar, aportaron su óbolo antidemocrático, animando a sus crédulos alumnos a habitar un universo mental consistente en sociedades del pasado supuestamente bien organizadas, dominadas por personalidades dirigentes geniales, a los que comparaban con los insulsos políticos pragmáticos que estaban convirtiendo el presente en un caos. Y no eran mucho mejores los teólogos. Aunque el luterano Paul Althaus deplorase que ni siquiera los pastores fuesen inmunes al «mesianismo político» como sustituto de la fe en la redención a través de Cristo, aseguraba al mismo tiempo que la refundición en el Antiguo Testamento de la historia de un pueblo con la salvación era sobrado precedente para la «predicación política» sobre los acontecimientos del momento en Alemania. ¿Debían los luteranos a la República de Weimar la lealtad prescrita en Romanos 13? Sólo de una forma sumamente matizada, ya que la «estructura temporal» de Weimar era «la expresión y el instrumento de la apatía y la degradación alemanas».[33] Esta traición a la objetividad profesional era un fenómeno tan omnipresente que el sociólogo Max Weber dedicó una charla que dio en una librería de Múnich a estos «profetas titulares» de un futuro Führer. Weber, barbudo y cansado, habló sin notas, pero se registraron sus palabras. Tras su segunda conferencia, que se convirtió en «La política como vocación», concluyó con estos versículos délficos de Isaías 21, 11-12:
La carga de Dumah. A mí clama desde Seir, Centinela, ¿qué hora es de la noche? Centinela, ¿qué hora es de la noche?
El centinela dijo: Viene la mañana, y también la noche: Preguntad si queréis, preguntad: Volved, venid.
Noche era una metáfora de la soberanía de los babilonios sobre Dumah, un oasis de Arabia. Seir era una montaña de Edom, utilizada a veces como metonimia de éste. De ahí la pregunta dirigida al Centinela, que no es sino otro nombre del profeta: «Centinela, ¿qué hora es de la noche?». La respuesta sugería sólo alivio temporal, ya que las señales eran inciertas (no era noche ni día) pues el profeta se negaba a alimentar falsas esperanzas. De hecho, según Weber, su deber era rebajar las expectativas hasta que se aclararan más las cosas. Weber se valía de este pasaje de un profeta excepcionalmente equívoco para instar a sus alumnos a rechazar a quienes alardeaban de adivinar el curso de los acontecimientos y a mantenerse centrados en las cuestiones pragmáticas del presente.[34] Uno de los estudiantes que escuchaban a Weber era Karl Löwith:
Al final de las dos conferencias, Max Weber había profetizado lo que pronto sucedería: Que aquellos que no eran capaces de soportar la dura suerte de los tiempos volverían a arrojarse en brazos de las viejas iglesias y que los «políticos de convicción» que se embriagaban con la revolución en 1919, se convertirían en víctimas de la reacción, cuya irrupción preveía en un plazo de diez años. Como no se extendía ante nosotros una primavera floreciente sino una noche de oscuridad impenetrable, era absurdo esperar que los profetas nos contasen lo que debíamos hacer en nuestro mundo desencantado. Weber extraía su lección de esto: deberíamos ponernos a trabajar y abordar «las exigencias del día»; esto es claro y simple».[35]
Esos consejos de prudencia no tuvieron prácticamente ningún efecto cuando los jóvenes, incluido un gran número de estudiantes, se rebelaron contra los partidos políticos convencionales y se entregaron a cultos extraños, órdenes y sectas, o partidos políticos que preconizaban absoluta obediencia e impartían instrucción militar. La rebelión adoptó formas absolutamente predecibles: postración ingenua ante cualquier charlatán convincente o la retirada del caos de la vida moderna a comunas y asentamientos rurales, a una escala que no se repetiría hasta la década de 1970.Tanto en el periodo de hiperinflación de 1919-1923, como luego en la depresión de 1929-1933, Alemania pasó también por el fenómeno de los «profetas» itinerantes, que iban de un lugar a otro descalzos, barbudos y melenudos, y que cobraban a la gente sumas considerables por asistir a actos en los que profetizaban el fin del mundo y pedían una renovación moral y un nuevo tipo de hombre para crear un nuevo tipo de sociedad antes de que fuese demasiado tarde. Según un periodista de un periódico de Colonia que asistió a una de esas reuniones en Berlín:
Hoy el público acude en tropel a las salas de conferencias de estos fantasiosos porque en su inmensa confusión mental busca cualquier tipo de apoyo para consolarse. Poco después del final de la guerra, cuando se hizo evidente la inutilidad de tantos esfuerzos, se asentó ya un estado de ánimo de decepción sin límites. En meses recientes, además, ha trastornado del todo el estado de ánimo de la gente una penuria material que crece sin cesar, la lucha desesperada contra la inflación […] Todo el mundo, y en especial las naturalezas más débiles, acude en tropel a estos redentores contemporáneos con sus largos cabellos y sus fantasías dementes, porque no pueden arreglárselas sin ese apoyo. La profecía es un síntoma peligroso de la condición espiritual de Alemania en este momento. No habría que subestimarla; se hará más omnipresente aún en las crisis futuras. ¡El tiempo está dislocado!, como dijo Hamlet.[36]
Es interesante el hecho de que a Sebastian Haffner, uno de los observadores más sagaces de aquel periodo, le resultase difícil diferenciar a los chiflados barbudos y descalzos del futuro Führer alemán, cuyas ideas parecían tan demenciales como las suyas. Desde su exilio británico, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, recordaba a estos profetas de los primeros años veinte con un añadido significativo:
El talante había ido haciéndose aún más apocalíptico. Corrían en torno a Berlín cientos de salvadores, individuos con el cabello largo, con cilicio, que aseguraban que eran enviados de Dios para salvar al mundo [...] El más destacado era un tal Haeusser, que se anunciaba en las columnas de anuncios y organizaba actos multitudinarios y tenía muchos seguidores. Según los periódicos, su equivalente de Múnich era un tal Hitler […] Mientras Hitler quería conseguir el Reich de los Mil Años mediante el asesinato masivo de todos los judíos, un tal Lamberty quería conseguirlo en Turingia haciendo saltar, cantar y bailar bailes populares a todo el mundo.[37]
¿Quién era esta gente? En realidad, podemos saber bastante de ellos, aunque entrañe estudiar los archivos de las instituciones psiquiátricas y de los tribunales, a los que la corriente arrastró a muchos de esos profetas y de sus seguidores. La ciudad natal de El Bosco y de Daimler-Benz, Stuttgart, en Württemberg, fue el epicentro del movimiento, la inverosímil población elegida para la renovación del mundo. En realidad, la zona contaba con una fuerte tradición de pietismo rural, que se filtró de nuevo al campo cuando los trabajadores dejaron las fábricas por las alturas boscosas que rodeaban al productivo caldero del siglo XX de abajo. La población y las alturas del entorno atrajeron una variada gama de místicos, desde el pedagogo Rudolf Steiner a Gregor Gog, «Rey Vagabundo», nombre indicativo de la locura. La guerra y la hiperinflación subsiguiente contribuyeron en buena medida al fenómeno de la vida vagabunda, poniendo en movimiento a cientos de miles de indigentes, haciéndose la condición tan epidémica como en el Estados Unidos de la Depresión. Los profetas satisfacían un sentimiento muy teutónico de «anhelo» (Sehnsucht) de una gran idea formulada por un dirigente carismático que diese sentido a la vida de los humildes trabajadores como Viktor Emil von Gebsattel, que descubriría posteriormente el objetivo de su vida como primer profesor de psicoterapia de Alemania. Muchos de ellos propugnaban la desnudez y las relaciones sexuales informales, algo bastante apropiado y coherente, ya que algunos de aquellos sátiros barbudos mantenían relaciones con un notable número de jóvenes sexualmente ávidas con la afirmación, que aunque parezca extraño resultaba convincente, de que habían sido elegidos para dar nacimiento al nuevo redentor; una variante de esa misma promesa la explotarían también rutinariamente dirigentes del movimiento estudiantil de 1968 (por no hablar de toda una generación de académicos un poco sórdidos) mezclando sexo y Sartre.
El movimiento rechazaba de plano casi todos los principios fundamentales que había dado al mundo moderno la Ilustración, sobre todo la separación de política y religión. Varios de estos profetas hicieron incursiones en la política, ofreciendo novedosas síntesis ideológicas o la superación de la política como tal. Aunque un reducido número de ellos gravitaron hacia la derecha völkisch, a la mayoría le atraía la izquierda anarquista o la comunista radical, bien en su variante socialista o en la nacionalista. Eran también fluidas muchas otras fronteras, ya que los profetas eran bien recibidos a veces por el clero protestante, que admiraba el entusiasmo de sus seguidores, y por la vanguardia artística de la Bauhaus y de Dada, que sintonizaban también con los happenings provocadores. En la mayoría de los casos, el fracaso de las esperanzas revolucionarias en 1918-1919 condujo a los profetas y a sus seguidores a reorientar su entusiasmo abandonando la perspectiva de un cambio socioeconómico radical para centrarse en el mundo de la conciencia y el desarrollo personal. Ésa fue verdaderamente la generación Ich. Lo privado y lo personal se politizaron y se generalizaron luego en la forma de una revolución político-moral, de la que Hitler fue sólo una manifestación mutante que tuvo éxito, pues en algunos aspectos estos profetas eran como una parodia del futuro Führer, políticamente mucho más astuto, y decían a veces que él estaba claramente considerando y utilizando medios similares de movilización a una escala más modesta.
Ludwig Christian Haeusser, que se autodenominaba «presidente de Estados Unidos de Europa», nació en 1881 y era hijo de un granjero irascible y brutal, que le pegaba cada vez que manifestaba algún interés por aprender. Consiguió finalmente escapar de ese lóbrego entorno y se familiarizó con las actividades comerciales en Londres y en París. Tras varios chanchullos, que bordeaban la ilegalidad, fundó un negocio de exportación de champán aparentemente próspero, del que algunos de sus frutos externos eran las ropas elegantes, los sombreros de copa, la esposa rica y la casa en los Campos Elíseos. Parece ser que descubrió la religión en 1912, en un viaje de negocios a Fráncfort, aunque no se trataba de las devociones convencionales que había asimilado de muchacho. Al estallar la guerra en 1914, los franceses confiscaron sus bienes, lo que reforzó su idea de que la humanidad estaba al borde de un renacimiento y que era su deber ayudar a que se produjese. Empezó a escribir artículos interminables e inéditos, así como un libro titulado «El futuro superhombre», que la posteridad también se ahorró. Su negocio se fue a pique cuando los clientes que acudían a comprar champán se vieron obligados a soportar horas de divagaciones proféticas. En el verano de 1918 apareció, con sombrero de copa y camisa almidonada, en Ascona, la meca italiana de los marginados y redentores. De regreso a la Suiza neutral, después de los cuarenta días en el desierto italiano, Haeusser cambió sus camisas almidonadas por el aspecto barbudo y melenudo y los restaurantes finos por el comedor de beneficencia local. A veces se alimentaba sólo de hojas y dormía en una zanja. Adoptó el nudismo para personificar la «verdad desnuda», que, en su caso, nunca fue una vista bonita. Su recién hallado papel de profeta lo llevó de nuevo a su Württemberg natal, donde puso a punto instrumentos retóricos como el de calificar a su público de «monos, asnos y cerdos» para captar su atención. Consiguió seguidores. Entre sus acólitos había mujeres jóvenes, muchas atraídas por el deseo del profeta de engendrar a la madre de Dios a través de ellas. Aunque aprovechaba cualquier oportunidad para hablar de pureza sexual, era aficionado al cunnilingus y al sadomasoquismo como parece ser que lo eran también algunas de las damas de traje y corbata y cabello corto de su séquito oficial. Cuando los admiradores le daban regalos, su elección recaía invariablemente en los látigos con incrustaciones de plata. Su séquito le profesaba una devoción ciega. En cierta ocasión, en medio de una alocución pública en que Haeusser estaba tan ebrio que se inclinó sobre el atril y vomitó sobre los asistentes, varias jóvenes se apresuraron a buscar fregonas y cubos para conservar los contenidos estomacales de «el Salvador». A partir de 1922, Haeusser pasó a mostrar una vocación política, alimentada por la esperanza de que una «raza dominante» alemana moralmente purificada rigiese Europa. Su programa incluía la clausura de todos los manicomios y las cárceles y el perdón de todos los reclusos; la abolición universal de la propiedad; una huelga general de diez días; y un funcionariado reformado que tendría por consigna ser amable con los desfavorecidos. A todo el que se opusiese al «espíritu de la verdad» revelado por el káiser de los «pueblos» le esperaba la guillotina. Haeusser hablaba en cierto modo como el tonto sagrado de Hitler:
¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre!
¡Sangre azul! ¡Sangre negra! ¡Sangre roja! ¡Sangre de todos los colores! ¡Incluso sangre blanca! ¡Sólo sangre! ¡Nada más que sangre! ¡Sangre de n
