Llámalo sueño

Henry Roth

Fragmento

libro-2

Prólogo
(Te ruego que no hagas preguntas esta es la Tierra Dorada)

El vaporcito blanco Peter Stuyvesant, que descargaba los inmigrantes del hedor y la agitación del entrepuente al hedor y la agitación de las casas de vecindad de Nueva York, se balanceaba ligeramente en el agua junto al muelle de piedra, a sotavento de los deteriorados barracones y de los nuevos edificios de ladrillo de Ellis Island. Su capitán esperaba a que los últimos funcionarios, trabajadores y vigilantes se embarcaran para soltar amarras y dirigirse a Manhattan. Como era sábado por la tarde y aquel era el último viaje que haría el vaporcito ese fin de semana, los que se quedaran podrían tener que permanecer allí hasta el lunes. La sirena del vaporcito mugió su ronca advertencia. Algunas figuras con monos de faena salieron despacio por las altas puertas de las oficinas de inmigración y recorrieron el pavimento gris que llevaba hasta el muelle.

Era mayo de 1907, el año destinado a llevar el mayor contingente de inmigrantes a las costas de los Estados Unidos. Todo aquel día, como todos los días desde que la primavera empezó, las cubiertas del vaporcito habían estado atestadas de centenares y centenares de extranjeros, nacidos en casi todos los países del mundo: teutones de mandíbula potente y pelo corto, rusos de barba cerrada, judíos de ralas patillas y, entre ellos, campesinos eslovacos de rostro sumiso, armenios de mejillas lisas y atezadas, griegos granujientos y daneses de arrugados párpados. Todo el día, las cubiertas del vaporcito habían estado llenas de color, una matriz de trajes vivos de otras tierras, los delantales salpicados de verde y amarillo, el pañuelo floreado, tejidos caseros bordados, el chaleco de piel de oveja ribeteado de plata, bufandas chillonas, botas amarillas, gorros de piel, caftanes, gabardinas de colores apagados. Todo el día, las voces guturales, las agudas, los gritos de asombro, los jadeos de sorpresa y reiteraciones de alegría habían brotado de sus puentes en una ola abigarrada de sonido. Pero ahora esos puentes estaban vacíos, silenciosos, extendiéndose al sol casi como si las calientes tablas descansaran del esfuerzo y la presión de aquellas miríadas de pies. Todos los pasajeros de entrepuente de los barcos que habían atracado aquel día a los que se había permitido entrar habían entrado ya… salvo dos, una mujer y un niño pequeño que ella llevaba en brazos. Acababan de subir a bordo acompañados de un hombre.

En la apariencia de aquellos rezagados no había mucho de insólito. El hombre, evidentemente, había estado algún tiempo en América y ahora se traía a su mujer y a su hijo del otro lado. Se hubiera podido pensar que había pasado la mayor parte de su tiempo en la parte baja de Nueva York, porque solo prestaba escasísima atención a la Estatua de la Libertad, o a la ciudad que surgía del agua, o a los puentes tendidos sobre el East River… O quizá estaba simplemente demasiado nervioso para perder mucho tiempo en esas maravillas. Sus ropas eran las ordinarias que el neoyorquino ordinario llevaba en aquella época: sobrias y apagadas. Un sombrero hongo negro acentuaba lo afilado y la palidez sedentaria de su cara; una chaqueta, floja sobre su cuerpo alto y descarnado, y abotonada hasta arriba en una V próxima a la garganta; y, por encima de la V, una corbata negra de nudo apretado, montada en el surco de un alto cuello almidonado. En cuanto a su mujer, se adivinaba que era europea más por la mirada tímida y maravillada de sus ojos, cuando miraba de su marido al puerto, que por sus ropas. Porque sus ropas eran americanas: una falda negra, una blusa blanca y una chaqueta negra. Evidentemente, su marido había tenido la precaución de enviárselas mientras ella estaba aún en Europa, o las había traído a Ellis Island, donde ella se las había puesto antes de salir.

Solo el niño pequeño que tenía en sus brazos llevaba una ropa claramente extranjera, impresión que daba principalmente el extraño, extravagante y azul sombrero de paja de su cabeza, con sus cintas de lunares del mismo color colgando sobre ambos hombros.

A no ser por ese sombrero, si los tres recién llegados hubieran estado en una multitud, probablemente nadie hubiera podido señalar a la mujer y al niño como inmigrantes recién llegados. No llevaban sábanas atadas en enormes fardos, ni voluminosos cestos de mimbre, ni apreciados lechos de plumas, ni cajas de golosinas, embutidos, aceite puro de oliva, quesos raros; la gran bolsa que tenían al lado era su único equipaje. Pero, a pesar de ello, a pesar de su apariencia más que corriente, los dos hombres con monos de faena, tendidos a popa fumándose un cigarrillo, los miraron con curiosidad. Y la vieja vendedora ambulante, sentada con su cesto de naranjas en las rodillas, no hacía más que mirar de soslayo en su dirección con sus débiles ojos.

La realidad era que había algo muy atípico en su conducta. La vieja vendedora ambulante del banco y los hombres con monos de faena de la ropa habían visto a suficientes maridos reunirse con sus mujeres e hijos tras una larga ausencia para saber cómo tenía que comportarse esa gente. Las razas más volátiles, como los italianos, bailaban a menudo de alegría, daban vueltas en corro y pirueteaban extasiados; los suecos se limitaban a veces a mirarse mutuamente, respirando con la boca abierta como perros jadeantes; los judíos lloraban, farfullaban, casi se sacaban mutuamente los ojos con la imprudencia de sus gestos precipitados; los polacos rugían y se agarraban mutuamente a la distancia del brazo como si quisieran arrancarse puñados de carne; y se podía ver a los ingleses, después de un beso picoteado, gravitar hacia el abrazo sin lograrlo nunca. Pero aquellos dos estaban mudos, apartados; el hombre mirando sombríamente al agua con ojos distantes y ofendidos… y si volvía el rostro hacia su mujer era solo para mirar airadamente, con áspero desprecio, el sombrero de paja azul que llevaba el niño que ella tenía en brazos; luego sus ojos hostiles barrían el puente para ver si alguien más los observaba. Y su mujer, a su lado, lo miraba inquieta, suplicante. Y el niño, contra el pecho de ella, miraba del uno al otro con ojos vigilantes y asustados. En conjunto era un encuentro muy curioso.

Llevaban varios minutos de aquella forma extraña y silenciosa cuando la mujer, como movida a actuar por la tensión, trató de sonreír y, tocando el brazo de su marido, dijo tímidamente:

—Así que esta es la Tierra Dorada. —Hablaba en yidis.

El hombre gruñó, pero sin responder.

Ella tomó aliento como para darse ánimos y, trémula:

—Lo siento, Albert, ha sido una tontería. —Hizo una pausa, esperando algún parpadeo de alivio, alguna palabra que nunca llegó—. Pero estás tan flaco, Albert, tan ojeroso. Y el bigote… te lo has afeitado.

La brusca mirada de su marido la apuñaló, él dio un paso atrás.

—Aun así.

—Debes de haber sufrido en esta tierra —continuó ella amablemente a pesar del reproche—. Nunca me has escrito. Estás delgado. ¡Ach! Así que también en la nueva tierra hay la misma pobreza de siempre. No has tenido qué comer. Lo veo. Has cambiado.

—Bueno, no importa —dijo él bruscamente, haciendo caso omiso de su compasión—. Eso no es excusa para no reconocerme. ¿Qué otro hubiera podido venir a buscarte? ¿Conoces a alguien más en este país?

—No —dijo conciliadora—. Pero estab

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