NUESTRO FUTURO PREDECESOR
Miguel Ángel Aguilar
Los aforismos de Karl Kraus (Gitschin [o Jicin], Bohemia, 1874 – Viena, Austria,1936) incluidos en el volumen Contra los periodistas y otros contras nos confirman que estamos ante nuestro futuro predecesor. El libro que apareció en alemán en 1955 y 1974 con el título Pro domo et mundo bajo los auspicios de la editorial muniquesa Kosel Verlag reunía textos fechados hasta 1912. Taurus lo publicó, traducido y prologado por Jesús Aguirre, en 1982, cuando el ya Duque de Alba había trasmutado en realidades los delirios de grandeza que Javier Pradera le instaba a abandonar. Ahora, treinta y seis años después, el libro sale de nuevo a la luz dentro de la colección Clásicos radicales, donde vienen como de molde unos textos que cumplen esa doble condición.
Karl Kraus nació en una familia judía adinerada y, sin llegar a culminar sus estudios universitarios, se insertó en la Viena de Wittgenstein, dentro de un pórtico de la gloria que compartía con Mahler, Freud, Loos, Hofmannsthal, Trakl, Schönberg, Kokoschka, Schnitzler, Berg, Rilke, Wedekind, Strindberg y otros de lengua alemana del calibre de Robert Musil, Joseph Roth o, más tarde, Elias Canetti, prodigioso cultivador del aforismo según demostró en La provincia del hombre.
Entre las obras de Kraus figuran La literatura demolida (1897), Los últimos días de la humanidad (1919), Palabras en versos (1916-1930) o La tercera noche de Walpurgis (1933). Pero en paralelo, a partir de 1899, cuando contaba con veinticinco de edad, editó y escribió casi en solitario la revista Die Fackel (La Antorcha), que mantuvo encendida hasta su muerte treinta y siete años después. Su propósito era criticar de modo radical la corrupción de un lenguaje mercantilizado que se degradaba hacia la banalidad. Kraus entendía que el lenguaje era nuestra principal seña de identidad y entroncaba así, sin saberlo, con los estudios evolucionistas de Max Müller, quien en 1861 había sentenciado que el lenguaje es nuestro Rubicón, que ninguna bestia se atreverá a cruzar.
Es el quid que separa radicalmente al ser humano de las demás criaturas, cuestión abordada por Tom Wolfe en El reino del lenguaje, donde pronostica que pronto se reconocerá al habla como el Cuarto Reino de la Tierra: regnum animalia, regnum vegetabile, regnum lapideum y ahora regnum loquax, el reino locuaz, habitado exclusivamente por el Homo loquax. Así pasaríamos del zoon politikon al zoon logon, animal hablante. De ahí que la corrupción de la lengua sea la madre de todas las demás y que Arturo Soria y Espinosa nos advirtiera de que, en la secuencia temporal, primero iba el robo verbal y luego el robo en efectivo.
Por eso, la fonética de las grabaciones telefónicas y el texto de los correos electrónicos reproducidos en los autos de procesamiento de comisionistas y prevaricadores varios de estos últimos años tienen una sonoridad mafiosa y una redacción inconfundible, la propia de los gánsteres. A la inversa, sucede también que el primer deber prescrito en los libros de estilo de los diarios más prestigiosos del mundo es siempre el cuidado del lenguaje, prueba básica del respeto al público lector. Para Kraus, ese es el único camino que puede ofrecer al hombre un verdadero progreso espiritual. Además, se comprueba que las nuevas reflexiones acerca de la naturaleza del lenguaje coinciden en ponderar su capacidad para permitir (o impedir) nuestro acceso al mundo.
Recordemos que cuando apareció la primera edición en castellano de Contra los periodistas y otros contras, aquí acabábamos de salir del «23 de Tejero», nuestra última vergüenza golpista. Queda lejos la funesta manía de deslizarnos desde la contigüidad a la causalidad: en absoluto aceptamos que cuando una cosa aparece situada junto a otra, o bien ocurre a continuación de otra, de esa proximidad espacio-temporal pueda deducirse la existencia de una relación de causalidad. Nada justificaba el golpe militar, pero hubo excesos indeseables en el desencadenamiento del «contra Suárez vale todo», al que buena parte de los medios de comunicación y de los periodistas se aplicaron con denuedo y entusiasmo.
Cuestión distinta es que los comprometidos con la operación de acoso y derribo contra el primer presidente de la recién nacida democracia pensaran estar acumulando retroactivamente los méritos antifranquistas que nunca se labraron cuando habrían tenido validez, es decir, estando el general superlativo en El Pardo. El caso es que los aforismos de Karl Kraus, escritos al menos cincuenta años antes de la intentona militar, venían a dar en el clavo, de la más rabiosa actualidad entonces y ahora, al denigrar la insolvencia que acompaña tantas veces al ejercicio del periodismo.
Una primera evaluación del impacto causado por la lectura de estos aforismos me obligaría a reconocer el máximo nivel de pregnancia de algunos, como el que reza «Los periodistas escriben porque no tienen nada que decir, y tienen algo que decir porque escriben» o el que asegura «No tener una idea y poder expresarla: eso hace al periodista». Confieso mi acuerdo pleno con el prólogo de Jesús Aguirre cuando señala como puntos cardinales de la actitud de Karl Kraus la sátira contra los impostores y los que pactaban con la impostura, la admiración por los que fracasaban injustamente, el apoyo a los genios que solo pudieron serlo del mañana y la abominación de la censura, sobre todo la de los redactores jefes, dispuestos tanto a dar pábulo a la denuncia de la paja en el ojo ajeno como a impedir la crítica de la viga en el ojo periodístico propio.
Como escribió Kraus en La Antorcha, «los censores se lo perdonan todo a los cuervos y atormentan a las palomas», mientras que el corrupto empresario de prensa puede cometer todas las vilezas sin tener que arrepentirse de ninguna. Kraus era contrario a la simulación de los «aprovechateguis» y debe contarse junto a nuestro Arturo Soria entre quienes frente a la asimilación tergiversadora propugnan la clarificación sancionadora. Por eso repudiaba la horrenda sinfonía que resulta de sumar los actos que generan informaciones y las informaciones que provocan actos. En todo caso, el incremento del ruido en el sistema ha avanzado en progresión geométrica, de modo que, setenta años después, Rafael Sánchez Ferlosio ha podido subrayar en uno de los pecios recogidos en su libro Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado que la comunicación ha alcanzado tal volumen y tanta prepotencia que la noticia pesa muchísimo más, ocurre enormemente más, que los hechos mismos de los que da cuenta.
De ahí la profunda aversión de Kraus hacia los periodistas que, instalados en la arrogancia, escriben con un tono propio de los descubridores, como si Dios solo hubiera creado el mundo justo en el momento en que vio que el suplemento dominical donde publicaban era bueno. El sentido de la anticipación característico de nuestro autor puede explicar que impulsara un sistema clasificatorio que dividía a las personas entre aquellas que tienen antecedentes penales y aquellas que aún no los tienen.
La profesora Sandra Santana, en su excepcional estudio El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo, señala la capacidad del lenguaje para someter a los hombres y establece como uno de los elementos centrales de la obra de Kraus la ecuación que iguala lenguaje y poder, dado que para él la palabra no es únicamente la barrera que separa al hombre de la verdad y que puede tiranizarlo por influencia de intereses ajenos, sino también el único modo de acceder al mundo. En esa línea, Tom Wolfe considera un éxito alcanzado por el lenguaje su capacidad de conquistar todo el planeta para nuestra propia especie, pero sostiene que su mayor logro ha consistido en la creación de un yo interior, de un ego. Porque es el lenguaje y solo el lenguaje el que, a su entender, confiere al hombre la capacidad de hacerse preguntas sobre su propia vida y de quitársela, pues es el único ser vivo que se suicida.
Para acercarnos a la trayectoria de Kraus resulta muy relevante la advertencia de Sandra Santana, según la cual a finales del siglo XIX se produjo un cambio de estatuto de la profesión de periodista, a partir del momento en que los principales diarios austriacos fueron tomados bajo el control de los bancos. Entonces la figura del periodista vinculado a una publicación mediante un contrato fijo empezó a desaparecer, y fue sustituida por un nuevo modelo de profesional precario conminado a optar entre la servidumbre a los intereses de la empresa o la asunción del riesgo de que prescindieran de sus servicios. Estadísticamente, la precariedad conduce a la docilidad por una senda que, un siglo después, con el avance de las nuevas tecnologías y la ruina de los medios de comunicación convencionales, ha recibido nuevos impulsos.
Decía John Reith, el director de la BBC: «sabemos lo que quiere el público y por eso no se lo damos», y Kraus cien años antes sostenía que el favor del público no era garantía de una producción artística de calidad, sino más bien un motivo para desconfiar del propio trabajo. En su opinión, el periodismo contribuía de modo fundamental a fomentar en las masas la búsqueda del efecto inmediato de la palabra. Pero señalaba que, mientras que el lenguaje oral busca provocar una reacción inmediata en el oyente, lo cual influye necesariamente en las palabras del orador y del actor de teatro, la palabra escrita, al quedar congelada en el papel impreso, puede mantenerse al margen del impacto que provoca su primera lectura. La cuestión es que el periodismo, desvirtuando esta capacidad de lo escrito para mantenerse independiente de los intereses mercantiles que altera, desprecia el lenguaje, lo subordina a la transmisión de emociones y se entrega a la búsqueda del favor irreflexivo del público.
La recomendación de Pepe Dominguín era torear de oído, a favor de querencia, complacer al tendido de sol, provocar el like, en suma, capturar la atención –que es el recurso más escaso, siempre en disputa y vinculado a los datos-. Pero ese proceder termina por distorsionar el modelo informativo, porque a cambio de las noticias que recibimos aparentemente gratis entregamos nuestra atención, que enseguida se vende a terceros. Esto explica que el nuevo símbolo de estatus sea estar protegido de los ladrones que intentan robar nuestra atención y retenerla en su poder, como acaba de señalar Yuval Noah Harari, autor de Sapiens, dándonos el ejemplo de renunciar al smartphone.
En cuanto a Kraus, su propósito es ayudar a los lectores y mostrarles el camino que conduce a la indemnización por la pérdida de sensaciones, educarlos para llevarlos a un entendimiento del lenguaje como la encarnación naturalmente necesaria del pensamiento y no solo como la cubierta socialmente obligada de una opinión. Para él, la lengua no es una representación material de lo pensado, sino el espacio previo y necesario para su gestación y crecimiento, de modo que cuanto más de cerca se mira una palabra, desde más lejos nos devuelve la mirada. De ahí su definición de la lengua como un centro de potencial generativo.
Contra los periodistas y otros contras está organizado en siete apartados: «De la sociedad», «Sobre periodistas, estetas, políticos, psicólogos, estúpidos y eruditos», «De la mujer, de la moral», «Sobre los artistas», «Las dos ciudades», «Lances, ocurrencias» y «Pro domo et mundo». En el primero, «De la sociedad», señala que «hay personas que toda su vida guardan rencor a un mendigo por no haberle dado nada», una frase que parecería resonar en los versos de Miguel Hernández: «yo sé que ver y oír a un triste enfada, / cuando se viene y va de la alegría». Este apartado trata de los favores que se convierten en imperdonables cuando quien los recibe observa al que se los brinda en situación de ventajosa superioridad, lo que le hace sentir la injusticia de su vulnerabilidad: «te perdonarán la bajeza que han perpetrado en contra tuya antes que el favor que de ti recibieron»; apunta la incredulidad hacia la excelencia del compañero de pupitre: «No se cree en el talento con el que se ha