Un chico cualquiera

Sibila Freijo

Fragmento

Capítulo 1

1

Maxi

Llegaba escandalosamente tarde. En el coche con chófer que le llevaba hasta el Teatro Real, Maxi se revolvía inquieto mirando el móvil continuamente. Quería confirmar que no había más mensajes de Raquel. Quizá ya ni le dejaran entrar; entonces sí que estaría en un buen lío.

El wasap le llegó a última hora, justo cuando estaba en chándal tumbado en el sofá, en lo mejor de un capítulo de Juego de tronos mientras comía un grasiento cuarto de libra con patatas, saltándose la dieta a la torera.

Se metió rápidamente en la ducha y tras perfumarse convenientemente preparó la ropa. Esta vez no iría en plan macarra como siempre; la ocasión requería su mejor traje. Se pondría el de Armani, que le quedaba tan bien. Raquel se lo había regalado al cumplir un mes en la agencia. Camisa blanca, por supuesto con gemelos, corbata negra fina y zapatos ingleses de cordones. Se inspeccionó cuidadosamente en el espejo de cuerpo entero del armario y comprobó que todo estaba en orden. Con aquel traje se parecía bastante a uno de aquellos tíos de los anuncios de Martini. Estaba bueno, las cosas como eran. Quizá no podía decirlo en voz alta, pero desde luego tenía todo el derecho a pensarlo. No comprendía cómo había vivido tantos años sin ser consciente de ello.

Aún llevaba el pelo mojado, pero eso era sexy; lo húmedo siempre era sexy para ellas. Le dio un trago largo a la fanta de naranja que había dejado encima de la mesa y salió a toda prisa de la casa.

El Jaguar le esperaba en la puerta tal y como había dicho Raquel.

Mientras el coche se deslizaba por la Castellana como si el asfalto fuese de mantequilla, Maxi revisó la ficha que Raquel le había enviado por mail hacía pocos minutos. Esta vez no había tiempo de prepararse nada. Miró la ópera a la que en teoría iba a asistir: Las bodas de Fígaro, de Mozart. Buscó algo de información rápidamente en Google; saldría del paso como pudiera. Ya había visto otras de Mozart. Recordó los nombres y los apuntó en las notas de su móvil. Se trataba de la dueña de una galería de arte de México D. F. Se imaginó las preguntas que le haría y se respondió mentalmente las respuestas. Apuntó un par de artistas contemporáneos que se había aprendido: Basquiat, Bacon, Hockney. No era cuestión de parecer un paleto si ella le preguntaba cuáles eran sus pintores favoritos. Escribió en el móvil: Frida Kahlo, Diego Rivera. No conocía a más artistas mexicanos, pero bueno, suficiente para salvar el tipo. Hacía apenas unos meses ni siquiera sabía muy bien dónde estaba México.

En otro mail, Maxi leyó lo que se esperaba de él. En esta ocasión era algo directo, sin muchos rodeos. La tía quería ir al grano, así se lo había dicho a la propia Raquel al concertar la cita.

Cuando el coche le dejó en la plaza de Isabel II y llegó corriendo a la entrada del Real, el exterior ya estaba desierto. Obviamente, todos estaban dentro. Era la primera representación de la temporada, una cita ineludible para la sociedad madrileña.

—Lo siento, caballero, pero hace diez minutos que ha empezado la ópera. No puede usted pasar ya, está prohibida la entrada una vez comenzada la representación.

Maxi miró a la chica de la puerta de arriba abajo y supo que era el momento de sacar la artillería pesada. Fingió acento argentino; sabía que así funcionaría mejor.

—Sé que llego tardísimo, pero escucháme. Me tenés que dejar pasar. Es asunto de vida o muerte, ¿sabés? ¿Cómo te llamás? ¿Puedo preguntarte tu nombre?

—Soledad, pero no puedo dejarle entrar.

—Soledad, qué hermoso nombre tenés. Ahí dentro está mi futura esposa con mis suegros. Hoy es mi noche de compromiso y la he cagado. Como no entre en la ópera, estoy muerto, ¿me entendés, preciosa? Salváme la vida, linda. Si no, mi boda se arruina.

—Lo siento, son las normas. No puede ser. Como le deje pasar me juego mi puesto —dijo ella.

—Mirá, Soledad. Si te echan, te prometo que con lo linda que sos, te rapto y me escapo con vos. Lástima que esté comprometido —dijo Maxi rozando levemente el brazo de la chica y mostrando su radiante sonrisa con unas encantadoras paletas separadas—. Por favor, Soledad —dijo juntando las manos como haciendo una plegaria imaginaria.

—Pase rápido —dijo—; planta dos, palco cinco. Corra antes de que nos pille mi supervisor.

—Linda, bonita, preciosa, hermosa —le soltó Maxi corriendo ya hacia las escaleras, lanzándole un beso al aire a la chica, que no pudo evitar reírse mientras le miraba embobada.

Cuando abrió la puerta del palco, además de percibir los gritos de la ópera en toda su dimensión, vio un estilizado cuello que acababa en un moño alto, unos pendientes largos colgados de unas pequeñas orejas y unas piernas cruzadas sin medias y con altísimos tacones. Allí estaba su galerista.

Sin verle la cara, ya sabía que estaba buena. Respiró aliviado. Siempre era más agradable así. Se acercó por detrás a su oreja, le rozó levemente el cuello y sintió como ella se estremecía.

—Soy Maxi, Eliana. Siento el retraso. Una urgencia familiar.

Ella le miró tratando de disimular su sorpresa. Le hizo con el dedo la señal de que se callara y le señaló el asiento de al lado. El palco estaba vacío a excepción de ellos dos.

Era más guapa que la media. Rubia y elegante, de unos cuarenta años y vestida muy sexy, con un escotado traje negro.

Mientras permanecía atenta al escenario como si no le importara su presencia, Maxi acercó más su silla a la de ella. Odiaba la ópera, no soportaba todos aquellos berridos. Era una de esas cosas de la gente de dinero que no acababa de comprender. Y todos tan callados como si estuvieran en un entierro. Daban ganas de darle un cubo de palomitas a cada uno. Maxi acercó, juguetón, los labios al oído de la mujer.

—Eres guapísima, ¿lo sabías?

Ella volvió a hacerle el gesto con el dedo para pedirle silencio. Parecía un poco tímida o quizá jugaba a serlo.

—¿Qué dices? No entiendo mucho lo que está pasando —dijo ella.

Maxi se acercó de nuevo a su oído.

—Que estás tremenda y me pones muy cachondo, eso es lo único que tienes que entender.

Ella sonrió y volvió a fijar la vista en el escenario.

Maxi intentó concentrarse en el perfil de la chica. Ella le miraba por el rabillo del ojo mientras movía nerviosamente la pierna. Era el momento de pasar a la acción. Casi nunca se equivocaba. Raquel siempre le decía que debía esperar a las instrucciones de las mujeres, que eran ellas quienes mandaban, pero lo cierto era que él, de un rápido vistazo, ya sabía lo que querían. Tenía ese don.

Además, había que hacer algo para soportar la hora y media de ala

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