La rebelión de un beso

Arlene Sabaris

Fragmento

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Prólogo

Santo Domingo, colonia española, 1788

En la primera colonia española del nuevo mundo todas las mujeres anhelan un marido, la seguridad de una hermosa casa en la ciudad, un armario repleto de vestidos y un puñado de criaturas asiéndoles la falda durante la misa. Pero no ella. Angelique Saint-Hilaire, la viuda, condesa de Valette, todo lo que anhela es un verdadero amor.

Ya habían pasado varios años desde la muerte de su marido y ahora que había guardado en un baúl los vaporosos vestidos negros para dar paso a los colores alegres, esperaba contentar también su alma con la música de las mejores fiestas y el festejo en las más distinguidas compañías. Su gérant, Alonso Romero, era la mano derecha de su difunto marido y en los últimos tiempos se complacía en acompañarla a los bailes y descubrir para ella el carácter de todos aquellos que la cortejaban. Más de uno había fallado de forma estrepitosa en el primer intento con tan solo pronunciar mal su nombre, y un par de cautelosos admiradores se arrepintieron antes del primer comentario, cuando se encontraron de frente la varonil figura del infalible acompañante que parecía sentenciarlos sin remedio una vez se acercaban a ella.

De su natal Francia llegaban cada cierto tiempo cartas y regalos de un pretendiente que mantenía viva la esperanza de conquistar su corazón algún día, pero Angelique tenía la certeza de que el amor verdadero quemaría con tal fuego su pecho, que le impediría respirar. Ansiaba sentir las llamas ardiendo hasta alcanzar sus ropas y en cada nuevo sol despertaba convencida de que faltaba poco para aquel encuentro grandioso en el que por fin podría incendiar toda una isla con las llamas de su corazón.

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Capítulo 1

Santo Domingo, diciembre 1788

La última residencia de la calle Las Damas es la cuna de las fiestas de la alta sociedad. Los sirvientes rasgan las cuerdas sin compasión y las notas revientan contra las piedras haciendo inevitable el eco en toda la propiedad. La velada de Navidad promete ser tan encantadora como cada fiesta en casa del gobernador de la colonia y esta noche la condesa entra acompañada de Alonso Romero, administrador de sus fincas y su acompañante en cada evento social importante. Ataviada con un atrevido diseño y el escote más pronunciado del salón se desliza con gracia recogiendo silencios y miradas tan intensas como el color amarillo en su traje. La falda de muselina por delante parece flotar sobre los adoquines y por detrás se arrastra llevándose la admiración de algunos y la envidia de otras. Los esposos García le dan la bienvenida, y pronto Angelique y Alonso están mezclándose con el resto de los invitados.

—Algún día tendrás que venir sola, Angelique. O tal vez podrías de una buena vez aceptar algún pretendiente, por indigno que sea. Aborrezco estas horribles fiestas.

—¿Quieres hablar más bajo, Alonso? Es el gobernador después de todo. Ves a estas personas todo el tiempo, ¿qué tan malo puede ser? El vizconde ya debe estar en alguna parte, y Manuel ha de estar por allí también, tienes cómo entretenerte.

—Sabes bien que soy incapaz de susurrar.

—Deberías apiadarte de mí. Ya esa chiquilla María del Carmen debe haberse enterado que estamos aquí y no tardará en adherirse a mi falda para hacerme cien preguntas distintas.

—Tal vez esta noche te deje en paz. Escuché en Andiarena que el hijo mayor del gobernador ha regresado de Salamanca. Con su hermano aquí, tal vez se encuentre entretenida.

—Si es tan insoportable como su hermano Jacinto, dudo que quiera pasar tiempo con él.

—No son parecidos en lo absoluto. Éramos amigos antes de que se fuera, espero que lo seamos otra vez. Es de muy agradable compañía, de hecho, estoy seguro que le tolerarás.

— Este otro se llama Joaquín, como su padre, ¿cierto?

—No, Angelique —dijo Alonso, exasperado—, si vas a venir a las fiestas de estas personas, pudieras por lo menos hacer el esfuerzo de aprender sus nombres, ¿no te parece? Joaquín es el menor, no llegará hasta dentro de un año. Es lo que dijo el gobernador la última vez, parece que no escuchas nada de lo que dice. Me sorprende tu habilidad para simular interés… ¿Me escuchas a mí ahora, siquiera?

— ¡No seas ridículo! Claro que pongo atención… Solo me aburre de una manera indescriptible tener que recordar tantos nombres. ¿Me lo dirás? ¿O seguirás amonestándome como si fueras mi padre?

—Esteban, Esteban García. Y aquí viene su padre con él, así que, por lo menos, haz el esfuerzo de parecer interesada, ¿quieres? Es amigo mío y estamos en su propiedad.

La figura rolliza del gobernador, se acercó envuelta en su vestimenta de gala. Esteban, un poco más alto que su padre, de cejas pobladas y nariz prominente, llevaba su abundante cola de cabello atada con una cinta, y esperaba en silencio mientras su padre parloteaba incansable al presentarle a la condesa. Angelique escuchó cada palabra con atención y abrió un poco más los ojos cuando por fin Esteban dijo algo, una vez el gobernador les dejó para irse a conversar con otros invitados.

—Es un placer volver a verte, Alonso. Y a usted, es un grandioso placer conocerla, señora condesa; me cuenta mi padre que ha venido a vivir a la isla mientras estuve fuera, estudiando. Tiene a su servicio a un gran amigo mío.

—Considero a Alonso también como a un amigo, no como servidumbre —dijo algo ofendida por la sugerencia.

—¿Vas a quedarte en Santo Domingo, Esteban? —interrumpió Alonso, temeroso de que Angelique dijera alguna imprudencia.

—Todavía no he sido asignado, por ahora disfrutaré de la familia y de las fiestas…

—Pues vive usted en la mejor casa para disfrutar de ambas cosas, señor García, al gobernador le entusiasman las celebraciones.

—Mi padre siempre tiene más de un motivo para celebrar. Y ya que hablamos de celebraciones ¿me concedería un baile, señora condesa? Sería un desperdicio no aprovechar la próxima contradanza.

Angelique miró a Alonso, algo sorprendida por el ofrecimiento, pero asintió con una leve inclinación de cabeza. De su cabello se resbaló un alfiler de oro con una rosa de piedras amarillas, que cayó al suelo sin hacer ruido. Esteban se apresuró a recogerlo y lo sostuvo en sus manos un instante.

—Tal vez deba guardarlo en mi bolsillo y devolvérselo al final de la noche, se ha roto, ya no podrá engancharlo.

—¡Oh! En ese caso no me queda más elección que olvidarme de él para siempre. No iba a usarlo otra vez, de todos modos —dijo agregando una sonrisa.

Angelique se encaminó con paso firme al centro del salón y Esteban la siguió apresurado. Guardó el alfiler en el bolsillo superior de su casaca y alcanzó a la condesa, que ya estaba en posición para el inicio del próximo baile. Las cuerdas iniciaron su concierto. Las ocho parejas se movían en sincronía por el salón en una mezcla de saltos y m

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