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Sir James Almont, nombrado gobernador de Jamaica por Su Majestad Carlos II de Inglaterra, solÃa ser un hombre madrugador. Ello se debÃa en parte a su condición de viudo ya mayor, en parte a los dolores de gota que trastornaban su sueño, y en parte a haber tenido que adaptarse al clima de la colonia de Jamaica que, en cuanto salÃa el sol, se volvÃa calurosa y húmeda.
La mañana del 7 de septiembre de 1665, sir James siguió su rutina habitual: se levantó de la cama en sus aposentos privados del tercer piso de la mansión del gobernador y se asomó a la ventana para ver qué tiempo se anunciaba para la jornada. La mansión del gobernador era una imponente construcción de ladrillo con el tejado de tejas rojas. También era el único edificio de tres pisos de Port Royal, y el panorama que ofrecÃa de la ciudad era excelente. El gobernador miró hacia abajo y vio cómo los faroleros hacÃan la ronda por las calles, apagando las farolas que habÃan encendido la noche anterior. En Ridge Street, la patrulla matinal de soldados de la guarnición estaba recogiendo a los borrachos y los cadáveres caÃdos en el barro. Justo debajo de su ventana, la primera de la planta, pasaban ruidosamente los carros de los aguadores tirados por caballos, cargados de barriles de agua potable del rÃo Cobra, situado a varios kilómetros de distancia. Aparte de esto, Port Royal disfrutaba del silencio que reinaba brevemente entre el desvanecimiento estupefacto del último de los vagabundos borrachos y el comienzo del barullo del comercio matinal en la zona de los muelles.
Apartó la mirada de las calles estrechas y desordenadas de la ciudad, la dirigió hacia el puerto y contempló el bosque ondulante de mástiles, los cientos de navÃos de todos los tamaños anclados o remolcados hasta el interior del puerto. En el mar, a lo lejos, vio una goleta mercante inglesa anclada más allá del arrecife de Rackham. Sin duda, el barco habÃa llegado durante la noche, y el capitán habÃa decidido prudentemente esperar a la luz del dÃa para entrar en el puerto de Port Royal. Mientras lo observaba, a la luz de la aurora, se izaron las gavias del barco y dos botes salieron de la costa cerca de Fort Charles para guiar el mercante hasta el puerto.
El gobernador Almont, conocido en el lugar como «James la Décima», debido a su costumbre de desviar una décima parte del botÃn de las expediciones corsarias a sus cofres privados, se apartó de la ventana y cojeando por culpa de su dolorida pierna izquierda cruzó la habitación para asearse. Inmediatamente se olvidó del navÃo mercante, porque aquella mañana sir James tenÃa la desagradable obligación de asistir a una ejecución en la horca.
La semana anterior, unos soldados habÃan capturado a un fuera de la ley francés llamado LeClerc, acusado de realizar una expedición pirata contra el asentamiento de Ocho RÃos, en la costa norte de la isla.
Gracias al testimonio de algunos supervivientes del ataque, LeClerc habÃa sido condenado a morir públicamente en la horca en High Street. El gobernador Almont no sentÃa ningún interés por aquel francés ni por su suerte, pero debÃa asistir a la ejecución como representante de la autoridad. Le esperaba una mañana tediosa y formal.
Richards, el criado del gobernador, entró en la habitación.
—Buenos dÃas, excelencia. Su Burdeos.
Ofreció la copa de vino al gobernador, quien inmediatamente se lo bebió de un trago. Richards preparó lo necesario para el aseo matinal: una jofaina de agua de rosas, otra llena de bayas de mirto aplastadas y otra más pequeña con polvo dentÃfrico y un paño para sacar brillo a los dientes. El gobernador Almont comenzó su aseo acompañado del siseo del fuelle perfumado que Richards utilizaba cada mañana para renovar el aire de la estancia.
—Un dÃa caluroso para una ejecución pública —comentó Richards.
Sir James gruñó a modo de asentimiento.
Se untó los cabellos cada dÃa más escasos con la pasta de bayas de mirto. El gobernador Almont tenÃa cincuenta y un años, aunque ya hacÃa una década que se estaba quedando calvo. No era un hombre particularmente presumido, y de todos modos, normalmente llevaba sombrero, asà que la calvicie no era algo tan terrible como pudiera parecer. Sin embargo, utilizaba preparados para combatir la pérdida del cabello. Desde hacÃa años usaba bayas de mirto, un remedio tradicional prescrito por Plinio. También se aplicaba una pasta de aceite de oliva, ceniza y lombrices trituradas para evitar la aparición de canas. Pero el olor de esa mezcla era tan nauseabundo que la usaba con menos frecuencia de la que consideraba aconsejable.
El gobernador Almont se enjuagó el pelo con agua de rosas, se lo secó con una toalla y examinó su aspecto en el espejo.
Uno de los privilegios de ser la máxima autoridad de la colonia de Jamaica era que poseÃa el mejor espejo de la isla. MedÃa casi treinta centÃmetros por cada lado y era de excelente calidad, sin irregularidades ni manchas. HabÃa llegado de Londres hacÃa un año, a petición de un comerciante de la ciudad, y Almont lo habÃa confiscado con un pretexto cualquiera. No era ajeno a este tipo de comportamientos; incluso le parecÃa que con ello aumentaba el respeto de la comunidad hacia él. Tal como le habÃa advertido en Londres sir William Lytton, el anterior gobernador, Jamaica «no era una región que adoleciera de un exceso de moral». En años posteriores, sir James recordarÃa a menudo tan acertadas palabras, ya que sir James no poseÃa el don de la elocuencia; era de una franqueza excesiva y tenÃa un temperamento marcadamente colérico, algo que él atribuÃa a la gota.
Mientras observaba su imagen en el espejo, se dio cuenta de que debÃa pasar a ver a Enders, el barbero, para que le recortara la barba. Sir James no era un hombre guapo, asà que llevaba una barba poblada para compensar un rostro demasiado «afilado».
Farfulló algo a su reflejo y pasó a ocuparse de los dientes. Introdujo un dedo húmedo en la pasta de cabeza de conejo en polvo, cáscara de granada y flores de melocotón y se frotó los dientes vigorosamente, canturreando.
En la ventana, Richards contemplaba la llegada del barco.
—Dicen que ese mercante es el Godspeed, señor.
—¿Ah, s�
Sir James se enjuagó la boca con un poco de agua de rosas, escupió, y se secó los dientes con el elegante paño de Holanda, de seda roja y con el borde de encaje. TenÃa cuatro paños del mismo tipo, otro privilegio, por pequeño que fuera, de su posición en la colonia. Sin embargo, uno de ellos lo habÃa estropeado una criada descuidada lavándolo a la manera tradicional, golpeándolo sobre las piedras, con lo que rasgó su delicado tejido. El servicio era un problema en la isla. Sir William también se lo habÃa comentado.
Richards era una excepción, un criado al que habÃa que cuidar; escocés, pero limpio, fiel y razonablemente de fiar. También se podÃa contar con él para estar al corriente de los cotilleos y de todo lo que sucedÃa en la ciudad, pues de otro modo jamás llegarÃan a oÃdos del gobernador.
—El Godspeed, ¿dices?
—SÃ