Un estafador duerme en la habitación de abajo (Ladronas de corazones 4)

S. F. Tale

Fragmento

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Prólogo

Madrid, 1936.

Aquella tarde de finales de octubre era gélida. La capital española hacía rato que estaba cubierta por el manto negro de la noche, que había desplegado una espesa niebla. El hombre de chaquetón verde-gris caminaba con los brazos cruzados y arrebujado en el cuello subido que le calentaba un poco las orejas. Giró la esquina con el crujido de la nieve bajo sus botas, paró frente a una puerta de madera con un gran cristal que permitía ver el interior iluminado por varias lámparas, y que le iba a cambiar la vida a él y a su amada. Le concedería la libertad aun a sabiendas de que todo un ejército lo perseguiría. Disimuladamente, miró hacia los lados por si algún camarada lo había seguido. No, no había nadie. La abrió, y el tintineo alegre de la campana anunció su presencia.

—¡Anda! Mira lo que ha traído la niebla. —El hombre que había salido de la trastienda sonreía de un modo falso e irónico—. ¿Qué es lo que precisa?

—Creo que ya lo sabe. —Habló intentando esconder su acento alemán.

—¡No me diga que la ha conseguido! —Echó la cabeza hacia atrás, soltando una risotada que a oídos del joven tenía tintes maléficos—. Es usted una caja de sorpresas, amigo mío.

—No somos amigos. —No se fiaba de aquel hombre un ápice: «O me trae lo que pido o doy aviso al ejército para que vayan a hacerle una visita a la familia de su novia. Usted verá lo que le compensa», recordó lo sucedido hacía tres semanas. Pero su novia era ya su esposa.

—Cierto, estamos haciendo un buen trueque, la vida de su prometida por una simple botella de nada.

El joven militar abrió el abrigo de cuyo interior sacó un objeto alargado que había cubierto con varios papeles de periódico con titulares relacionados sobre el despliegue de las tropas sublevadas alrededor de Madrid. Puso el bulto encima del mostrador.

—Vamos a ver, vamos a ver... —Al hombre le temblaban las manos de emoción—. Aquí estás, bonita. —La tomó como si de un bebé se tratara—. Divina, perfecta, con la etiqueta intacta. —Alzó los ojos hacia el joven—. Está en mejores condiciones de lo que esperaba. Muy bien, teníamos un trato, ¿verdad?

El joven asintió en silencio.

—Sus pasaportes con las nuevas identidades. —Le entregó dos nuevos documentos—. A su novia ya no la matarán por roja.

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Capítulo 1

Formentera. En la actualidad.

La noche era cálida. Las estrellas salpicaban el cielo y titilaban sobre los ojos de Alex, que se había quedado prendada de la bóveda celeste. Eran como los diamantes, o como el brillo del sangre de pichón que tuvo que falsificar; piedras preciosas inalcanzables que solo se podían contemplar cuando todo quedaba a oscuras, cuando todas las luces se apagaban. «¡Ay, joder, que me da un parraque! Me he vuelto una puta hurraca», bufó para sus adentros. No podía separar los ojos del firmamento; en Nueva York, donde vivía, era imposible verlo tan bonito y en todo su esplendor, ya que la contaminación lumínica lo impedía. En esa isla del Mediterráneo había comenzado todo con el encargo de Nerea y su posterior propuesta: ser la falsificadora de un grupo de mujeres que pretendían hacer justicia por sus antepasados para recuperar aquello que les pertenecía. Su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Allí, en ese hotel que tenían como centro de reuniones, todo era perfecto con sus cuatro «compi-amigas», palabra que ella misma había acuñado tras unos cuantos cócteles en Mónaco. Al recordar aquel nombre se lamió los labios, había sido una experiencia muy excitante por ese misterioso hombre que le había dejado impregnada su marca en la piel; con el cual su mente y su loco corazón, de acuerdo por una vez en la vida, estaban dispuestos a repetir. Alex continuó observando a esas bailarinas que se hallaban a miles de kilómetros de distancia y que sus avezados ojos de pintora convertían en un lienzo.

—¡A brindar! —exclamó Maxine con la mirada brillante por las dos copas que había bebido.

—Ya hemos empezado a beber —Nerea expuso la evidencia.

—¡Qué más da! Brindemos. —Carolina secundó la idea de Maxine.

—¿No nos dará mala suerte, no? —Sony miraba extasiada su segunda copa mediada.

—¿Eres supersticiosa? —le preguntó Alex regresando a la Tierra.

—No.

—Que no se hable más. Por un nuevo triunfo de las Ladronas de corazones —dijo Maxine con los ojos resplandeciendo por la luz de las pequeñas bombillas que iluminaban la mesa de la terraza.

Todas las chicas se pusieron en pie y chocaron sus respectivas copas. Era cierto que habían dado otro golpe de los buenos a Federico Santana, su archienemigo. Alex había oído hablar de la familia Santana en Nueva York, pero nunca los había conocido porque sus padres se movían por círculos artísticos y su abuelo, un ingeniero reputado en Estados Unidos, renegaba de los actos sociales. Se volvieron a sentar para hablar de sus siguientes movimientos sin la presencia de los tres chicos que se habían integrado al grupo y que dormían como angelitos, ajenos a todo.

—¿Cuál es nuestro próximo destino? —Carolina se limpió la boca con una servilleta al tomar asiento.

—Nueva York, la tierra de Alex —anunció Sony.

Alex terminó su copa de un trago. «Anda, que como mis padres se enteren a lo que me dedico, me desheredan, aunque pagaría por verle la cara de horror a mamá», tuvo que contener una carcajada al imaginárselo.

—¿Y ahora a qué daremos el cambiazo? —Cuatro cabezas se giraron muy lentamente hacia Nerea, esa mujer que nunca se despistaba. Que ella lo preguntase tenía delito—. ¡Eh, acabamos de aterrizar!

—Se nota —le respondió Sony—. La botella del nazi.

—¡Hostias, el nazi! —Alex brincó como si estuviera sentada en la silla eléctrica. Aquel caso le había llamado la atención desde el principio porque la botella estaba en Nueva York y por las escasas referencias que había en los documentos de la carpeta roja que Nerea les había dado el primer día que la conocieron. Con las rodillas movió la mesa y un vaso vacío cayó. Ninguna lo recogió—. Buscaré algo más de información para rellenar los huecos vacíos de tu abuela.

—Se me ocurrió en el avión que a lo mejor es un seudónimo eso de «nazi» —sugirió Carolina.

—¿En serio crees que a finales de la década de los treinta alguien se haría llamar así? —razonó Sony—. Me parece un poco atrevido.

—Es una posibilidad entre un millón, Sony. —Carolina alzó los brazos en signo de interrogación.

—Otra posibilidad entre un millón es que sea un militar alemán —apuntó Nerea.

—Ha quedado constancia que, durante la guerra civil, los alemanes ayudaron a las tropas nacionales —expuso Alex, que estiró las piernas en una silla libre—. Que fuese uno de ellos el dueño de la botella sería un huevo caído del c

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