A los pies de mi bella escocesa (Nobles al desnudo 3)

S. F. Tale

Fragmento

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Prólogo

Invierno de 1886

La nieve volvía a caer silenciosa sobre el valle del Roding y lo convertía en un desierto blanco sin vida. Aprovechaba la noche para exhalar frías lenguas de aire que hacían temblar las paredes de la mansión señorial que se alzaba en sus límites y en cuyo interior el ambiente estaba cargado por la tensión que se mascaba, que se respiraba; se podía cortar con la cucharita del té. En esa situación un corazón se delataba por los latidos desacompasados, igual que los tambores que anunciaban la batalla, a la vez que las suelas de unos zapatos, chocando contra el suelo de madera, sonaban como los disparos de los cañones.

—Debes sosegarte —aconsejó el duque de Wroxham, primo mayor del conde de Sandford-Thorn.

—Tengo que pensar. —Se revolvió en sí mismo Sidney.

—¿Qué vas a hacer?

—Nada —intervino sir Lucian Ashworth, el mediano de los tres, tajante.

—No me voy a quedar de brazos cruzados, Luc.

—Calibra las consecuencias, Sidney —le pidió el duque para que entrase en razón.

La prudencia de su primo la recibió como una lanza que le traspasó la espalda y el pecho, por lo que el conde, movido por el dolor, lo encaró hecho una furia.

—No te pido consejo, Jake, ni tampoco quiero vuestra compasión. No me digáis lo que tengo o no que hacer.

—Es que no puedes hacer nada, es así de sencillo —concluyó Lucian.

—Sí puedo y lo haré. —Saboreó aquella palabra que pendía entre la garganta y la punta de la lengua con orgullo antes de pronunciarla—: Venganza.

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Capítulo 1

Londres, 1888

Animada. Encantada. Iona Gray precisó separar la vista de la invitación que había recibido.

Perdió la vista en las retículas de la ventana desde las que veía el plomizo cielo que se extendía a lo largo de la ciudad de Londres llevando consigo a todos los puntos, esquinas y callejones esa aura de miedo que un hombre estaba sembrando en el East End, al que la policía no había echado el guante. Era un fantasma de la muerte. Sus ojos verdes no lo apreciaban, sus oídos tampoco captaban los ruidos típicos de la capital, las voces de los transeúntes, los cascos de los caballos, las ruedas de los carruajes contra los adoquines, ni los de su propia casa, donde los pasos acelerados de la señora Devin no le resultaban molestos como en otras ocasiones. Estaba en su propio mundo, donde la música la generaban los latidos de su corazón.

La releyó una y otra vez con manos temblorosas por la emoción ante la posibilidad, más real que nunca, de poder dejar Londres durante unos días. Ese verano que estaba a punto de terminar no había podido viajar a su amada Escocia, en la que podía perderse entre sus bosques y páramos, correr como una salvaje, al igual que de niña, sin tener encima de su cabeza las reglas de una sociedad que cada vez exigía más a los individuos. ¡No te permitían ser tú mismo! En cambio, con el viento revolviéndole el pelo, bajo la inesperada lluvia o con los rayos del sol que coloreaban su tierra natal, Iona era libre.

Cogió el sobre que había dejado encima del secreter, metió las puntas de los dedos pulgar e índice a modo de pinzas para rebuscar, ya que su amiga Adelaide nunca daba puntada sin hilo. Siempre escondía una nota personal en todas las invitaciones que le enviaba. Esa tampoco iba a ser una excepción. Ahí estaba. Doblada cuatro veces, como siempre, y en ella reconoció la letra de su amiga.

Mi querida Iona,

Cuento con tu presencia en esta fiesta para celebrar la llegada del inicio de la nueva estación y quiero hacerlo a tu lado. Convencí a Harper de celebrarlo como hacíamos nosotras de niñas. Procura convencer a tu padre para que te deje venir unos días antes (busca la manera). Desde que me he casado no nos hemos visto y tenemos mucho de lo que hablar. Además, preciso saber si en la lista de invitados está tu hombre misterioso. ¡Quiero saber quién es!

Soltó una risilla nerviosa por la insistencia de su amiga.

—Espero que nunca te enteres de su persona. —Sonrió con malicia—. Me encargaré de que quede solo para mí.

Ella no conocía la identidad de ese caballero que en la primera noche de verano del año la había atrapado.

Él era el origen de sus sueños húmedos.

Era la causa de la búsqueda de placer.

Era su deseo más oscuro e inalcanzable.

Era la prohibición hecha hombre.

Sí, ese secreto solo le pertenecía a ella, a nadie más.

—¡Padre! —llamó a voz en grito.

Se levantó como una flecha para salir de su cuarto; nada más abrir la puerta tropezó con la señora Devin, el ama de llaves. Una mujer entrada en edad, de complexión fuerte, como buena escocesa. Su pelo lacio canoso adornaba un rostro cuadrado sin apenas arrugas, de ojos marrones, muy atentos a todo lo que sucedía a su alrededor; eso sí, unos simpáticos coloretes sonrosaban sus mejillas.

—¡Ay, señora Devin, qué susto! —Iona no se atrevía a soltar el pomo de la puerta.

—Lo mismo digo, muchacha. —Resopló la mujer para recomponerse—. Estas prisas tuyas no son buenas.

—Lo lamento. ¿Dónde está padre?

—En el saloncito pequeño, leyendo la prensa vespertina.

—Muy bien, gracias.

—En un cuarto de hora, la cena estará servida —le avisó la mujer con su amabilidad casi maternal.

—Vale. —Iona cruzó el pasillo y bajó las escaleras a la carrera—. ¡Padre!

—Aquí —le respondió con premura. Al entrar los ojos turquesa del doctor Craig la escrutaron divertidos desde el sofá—. ¿Qué sucede? Ni que huyeras del mismísimo asesino que está asolando las calles de la ciudad.

—¡Ay, padre, qué malasombra! —Chasqueó la lengua molesta—. No, no es por eso, es una noticia más agradable.

—¿Cuál? —Dobló el periódico entre las manos para prestarle toda la atención.

—Me ha escrito Adelaide, me invita a una fiesta que va a dar en Hertford, ¿puedo ir? —Estaba tan nerviosa que estrujó la tela de la falda del vestido entre las manos—. ¿Puedo?

El doctor Craig tenía la manía de mantener un largo silencio cuando debía darle una respuesta a su hija, hecho que a ella le importunaba.

—¿Has revisado cómo tienes las citas de la consulta? —Ahí estaba la parte profesional de su progenitor.

—Lo haré, no se inquiete.

—¿Cuándo debes partir?

—Dentro de una semana. —Iona calculó para llegar con unos días de adelanto. Su amiga siempre le hacía lo mismo: le enviaba las invitaciones con poco tiempo de antelación.

—Muy bien. Irás...

—¡Gracias, padre, es el mejor! —Se enroscó a su cuello.

—Me asfixias, Iona —se quejó riéndose.

—¡Uy, perdón! —Lo soltó al separarse.

—S

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