No dejes de besarme por culpa de Tchaikovsky (Ladronas de corazones 5)

Chris de Wit

Fragmento

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Prólogo

Buenos Aires, República Argentina. 16 de enero de 1939

Avanzó por el pasillo a paso lento. Su mirada se clavó en la del hombre que la escrutaba de arriba abajo con una leve sonrisa en los labios, y ella respondió con el mismo gesto.

Ensimismada, Noelia comenzó a rememorar los cuantiosos sucesos acaecidos en los últimos años, cuando Rosaura, su madre, había tomado la decisión de huir de la guerra civil española, y las había embarcado a las dos en el primer barco hacia Argentina.

Después de casi tres semanas de viaje, habían arribado a un país convulsionado por las rencillas gubernamentales, con un presidente militar, Augusto P. Justo, enfrentado a los partidos de la Unión Cívica Radical y el Comunismo, debido a la fuerte influencia extranjera, en especial del Reino Unido, sobre la economía y la política social argentina.

Justo, consciente de la inestabilidad de su gobierno y de que las elecciones provinciales se avecinaban, había recurrido a un candidato popular y carismático, capaz de vencer en una elección: el médico bonaerense Manuel Fresco.

Aunque conservador, Fresco, ferviente admirador de la experiencia fascista, la cual ganaba cada vez más adeptos en Italia, no desatendía la realidad de los sectores trabajadores, a los que buscó disciplinar y poner de su lado. En poco tiempo, se había convertido en el nuevo rostro del partido conservador y en el único capaz de salvar el partido de Justo, por lo que el 18 de febrero de 1936 había ganado las elecciones y se había constituido en el flamante gobernador de la provincia de Buenos Aires.

Dentro de ese contexto, donde Fresco alentaba a la clase trabajadora, Rosaura y Noelia, en medio de la gran inmigración española hacia la Argentina, habían conseguido trabajo en una fábrica textil, lo cual les había permitido alquilar un pequeño apartamento y disponer de suficiente comida.

Si bien se hablaba el mismo idioma, habituarse a las costumbres y hábitos de un país diferente no había resultado fácil, aunque debía de reconocer que su madre había luchado para imponerse y lo había conseguido. Rosaura, quien no escatimaba esfuerzo en el trabajo, siempre había sido buena para detectar las oportunidades, de modo que, en poco tiempo, se había convertido en la mano derecha de uno de los dueños de la empresa. A partir de ahí, había participado en numerosas reuniones con los altos directivos, en una de las cuales había conocido a un terrateniente de la provincia, Antonio Senillosa, muy amigo del gobernador Fresco. El hombre se había enamorado perdidamente de Rosaura y, al poco tiempo, le había propuesto matrimonio.

Gracias a esa unión, la vida de Noelia y de su madre se había transformado por completo. No solo habían comenzado a codearse con las grandes familias de Buenos Aires, de cuantiosas fortunas, sino que, por expreso pedido de Antonio, habían abandonado la vida laboral para permanecer en el hogar.

Mientras Rosaura se había aventurado en la literatura y el ámbito intelectual, llegando a convertirse en una ferviente seguidora de la escritora argentina Victoria Ocampo, Noelia se había dedicado a aprender a tocar el arpa con tal perseverancia que, en no mucho tiempo, empezó a actuar frente a pequeños círculos familiares.

En una de las muchas fiestas que su madre y su padrastro habían dado, la misma Ocampo, con quien Rosaura había llegado a confraternizar, le había presentado a Noelia a Tomás Jacinto Pereda. El apuesto joven, hijo de otro gran terrateniente bonaerense, se había sentido atraído por ella desde el principio.

La relación había prosperado, máxime que su padrastro, Antonio, había acogido a Tomás con gran gusto, a causa de la afinidad ideológica que ambos compartían sobre la vida política y económica que los rodeaba. Seis meses después, Tomás había caído de rodillas y le había pedido que se casara con él.

Noelia, para gran desilusión de su padrastro y de su madre, se había negado a la petición, porque no estaba segura de que Tomás la amase. Tampoco podía reprochárselo, ya que el corazón de ella solo tenía un dueño: José Ignacio.

Rosaura se había enfurecido con ella. Conocía la existencia de José y del posible amor que los había unido en secreto, cosa que Noelia jamás confesó, pero la mayor furia de su madre radicaba en el hecho de que José la había estafado en Madrid al desaparecer con el cuadro y la caja de música que había empeñado en el negocio de él para conseguir dinero y huir de la ciudad. Noelia, en el fondo de sus entrañas, sabía que José nunca habría cometido un acto tan cruel.

Sonrió de nuevo y, al hacerlo, regresó al presente, ante los ojos negros que la escrutaban con adoración. Esos que habían admirado su anatomía en cuantiosas ocasiones y que, junto con la boca y las manos masculinas, la habían hecho gritar de placer.

Prosiguió caminando, con la mirada húmeda, deseosa por alcanzar a su hombre. Al arribar a su lado, oyó que alguien le decía algo al oído, pero ella permanecía obnubilada en medio de la diatriba de palabras que no tenían ni ton ni son para ella, solo el hecho de que la mano que envolvía la suya se sentía cálida y prometedora de sueños. Esos que con José Ignacio Santana plasmaría de ahí en más. Se le llenaron los ojos de lágrimas y el corazón, de felicidad.

—Noelia, querida, responde…

Confundida por la voz que había pronunciado su nombre, giró la cabeza y agrandó los ojos al ver quién se encontraba a su lado.

—No puede ser —murmuró, desesperada, y miró al hombre parado frente a los dos.

—Noelia —dijo el sacerdote—, repetiré la pregunta. ¿Quieres recibir a Tomás Jacinto Pereda como esposo, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y, así, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

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Capítulo 1

Nueva York, pocos días antes de la semana de la moda

Retornaba del baño a pasos apresurados, consciente de las ampollas que los zapatos blancos con los tacones aguja de diez centímetros le sacarían y que la volverían loca al día siguiente. Su madre le había enseñado los secretos del uso de esa clase de calzado, pero Maxine Acevedo Alvear, en su interior, era una eterna salvaje y no siempre hacía las cosas como su progenitora esperaba.

Se acomodó los tirantes del vestido con disimulo, y disfrutó de la mirada de dos hombres, invitados de la fiesta, que la escrutaban de arriba abajo sin ningún tapujo, en especial, la gran abertura en el lado derecho de la falda que le permitía mostrar sus esculturales piernas, las cuales había logrado moldear en los años de ir al gimnasio, al menos, cuatro veces por semana.

«Para ser bella hay que sufrir, hija», le había repetido su madre hasta el cansancio, cosa que mucha gente de la farándula consideraba casi un mantra.

—Tamaña estupidez —se quejó, y prosiguió el viaje hacia donde se oían los acordes de la canción de Frank Sinatra:

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